Hoy sabemos que la idea del individuo como sujeto racional es eso, una idea; con algo de mito en tanto en cuanto hay quien todavía es presa de lo que
Edgar Morin llamaba «la autoidolatría del hombre que se admira en la ramplona imagen de su propia racionalidad». En este sentido el error de Descartes, que es el tema recurrente del libro del neurocientífico
Antonio Damasio titulado precisamente
El error de Descartes, consiste no sólo en la apuesta por el dualismo psicofísico sino también en el encumbramiento de una racionalidad pura e idealizada al margen de toda afectividad. La prueba –para mí definitiva– de lo errado de esa concepción nos llega del mundo de la economía, en el que, si se quiere ser congruente con los hechos, se ha de aceptar sin más remedio que el sujeto racional no es más que un modelo ideal que puede ser útil como recurso hipotético según parece demostrar la reciente crisis financiera global.
Hay que contar con los sentimientos, ciertamente. El ya fallecido psiquiatra
Carlos Castilla del Pino en su
Teoría de los sentimientos establecía que «los sentimientos son algo de lo que se vale el sujeto, merced a lo cual
apetece de los objetos (y de sí mismo), se interesa por ellos (para hacerlos suyos o alejarlos de sí) y, en consecuencia, se hace en el mundo, en la realidad psicosocial». Seguramente por eso, o más bien por cierta impronta humeana, definía
Bertrand Russell la vida buena como «la inspirada por el amor y la guiada por el conocimiento» (léase su ensayo al respecto en su libro
Por qué no soy cristiano). Dice el filósofo, en congruencia con la tesis del psiquiatra, que el amor es más importante que el conocimiento, ya que otorga el impulso que se requiere para desear conocer. La misma filosofía en su propia plasmación nominal contiene el reconocimiento de lo dicho, pues es amor o deseo de saber lo que hace de ella algo vivo.
Una vida puramente racional sería tan sosa. La salsa de la vida son los sentimientos, porque un sujeto sin sentimientos sería un sujeto sin conflicto, es decir, un ser apático, que no estaría activamente en la realidad, ya que nuestra relación con ella es esencialmente conflictiva a lomos de un pertinaz deseo, unas veces de apropiación de esa realidad, otras de rechazo; todo lo cual lleva al individuo a modificarla en ocasiones y hasta a destruirla. «Por eso –concluye
Castilla del Pino–, al ser el sujeto una "máquina" de desear objetos, su relación con la realidad es necesariamente conflictiva: quiere lo que no tiene; y si lo tiene, teme perderlo. Además de verse obligado a contar con lo que no desea tener».
Eso incluye a los demás, porque la realidad incluye a los demás. Y los demás pueden no sentir lo que nosotros hacia determinados objetos como la patria o nuestra fe religiosa o el equipo de nuestros amores. A este respecto parece ser que existe un derecho a que a uno no le hieran sus sentimientos, como hay desde hace tiempo ese absurdo lema según el cual todas las opiniones son respetables. Cada cual tiene derecho a pensar lo que quiera, y se le tiene que respetar; congruentemente, cada cual tiene derecho a sus sentimientos, y que se respeten, lo que suele incluir para muchos que no se hieran. Esto último muy coherente a mi parecer con la idiosincrasia propia de la democracia romántica. En verdad, si hay una necesidad de que se respeten las opiniones de todo el mundo es porque argumentar razonablemente en contra de ellas se tiene ya por equivalente a herir los sentimientos de quien las sostiene. Ahora bien, ¿son todos los sentimientos respetables? ¿Deben y pueden los sentimientos de cada cual quedar al margen de toda crítica? ¿Hay acaso sentimientos de algunos que, por su estatus especial, deben quedar a salvo de cualquier expresión que pueda herirlos?
José María Agüera,
No hieras mis sentimientos (¿son criticables los afectos?), Filosofía en la red 11/03/2018
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