La idea de hegemonía puede entenderse mejor desde esta continua tensión entre orden y caos: el pensamiento hegemónico es el que impone un imaginario sobre la frontera entre orden y caos. Y en esta relación son esenciales las estrategias para el control emocional de los ciudadanos. Del mismo modo que el control cognitivo produce formación de creencias a través de políticas del conocimiento y la ignorancia, hay usos estratégicos de la información orientados a la producción de estados emocionales permanentes. La convergencia de epistemologías de la creencia y del deseo es la que permite construir la arquitectura de la cultura hegemónica, que opera permitiendo e impidiendo formas de ver y de imaginar el pasado, presente y futuro de las sociedades.
De entre las epistemologías de los afectos, una de las más eficientes es la activación de estados de pánico moral. "Pánico moral" es una expresión que aparece, creo, por primera vez en el famoso texto de
Marshall McLuhan Understanding Media, pero fue el sociólogo británico Stanley Cohen quien lo popularizó en
Folk Devils and Moral Panics, 1972, un estudio sobre la percepción de la sociedad inglesa de los cincuenta-sesenta de la emergencia de las subculturas juveniles, en particular de las históricas rivalidades entre mods y rockers. La ópera rock de The Who,
Quadrophenia, que tuvo una versión cinematográfica homónima (Frank Roddam, 1979) recordó en los setenta aquellos momentos en los que se configuró la ruptura generacional en los barrios obreros y se generó la identidad de "juventud" como algo peligroso y amenazante.
Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955) y
West Side Story (Robert Wise, Jerome Robbins, 1961) son testimonios ahora ya ingenuos del pánico moral de aquellos tiempos en que la generación de los padres comenzó a aterrorizarse por los peligros que se cernían sobre sus hijos a quienes habían dejado de entender (en sus deseos, vestimentas, músicas, gestualidades, prácticas y rituales). El grupo de estudios culturales de Birmingham dirigidos por Stuart Hall publicó diversos textos sobre aquellos momentos (
Policing the Crisis: Mugging, the State, and the Law and Order, 1973;
Resistance through Rituals: Young Subcultures in Post-War Britain, 1976). Luego vendrían nuevos estudios sobre el pánico moral en la era del SIDA y numerosos otros trabajos sociológicos sobre este fenómeno.
Los sociólogos, siempre tan empíricos y especializados en lo suyo, tienden a pensar el pánico moral como un fenómeno contingente, cíclico, que recorre ocasionalmente las sociedades urbanas contemporáneas agitando las emociones tras un proceso de expansión epidémica por los medios de comunicación. Desde la epistemología política, sin embargo, podemos analizarlo como un componente estructural del antagonismo hegemónico y contrahegemónico que articula las diversas fases de una sociedad. Es cierto que los sucesos que están en la base del pánico moral son contingentes en cuanto son eventos históricos que dependen de hechos particulares. No son contingentes, sin embargo, los mecanismos sociales que producen el pánico moral.
Las disposiciones básicas que se aprovechan para generar el pánico moral constituyen la singular mezcla de capacidades cognitivas y actitudes afectivas que conforma la extraña racionalidad humana (he dedicado al tema dos libros,
Sujetos en la niebla, Herder 2013 y
Racionalidad, acción y opacidad. Sujetos vulnerables en tierras libres, EUDEBA, 2017). Nuestro cerebro construye la memoria y los planes mediante experiencias que están marcadas emocionalmente y que se generan bajo disonancias cognitivas, por lo que se producen lo que los psicólogos han llamado mecanismos o heurísticas (según las escuelas). Los sesgos "cálidos", como el llamado "uvas verdes" (dejar de desear lo que se percibe como dificultoso), ejemplifican estas disposiciones estables de nuestro cerebro que actúan con mayor velocidad que el pensamiento deliberativo: frío, lento y generalmente poco activo.
El pánico moral es un producto de estrategias que usan estos mecanismos mentales para movilizar las percepciones y emociones de grandes capas de la población. El efecto se produce por la articulación de un sesgo en la percepción y una activación de las emociones de aversión al riesgo, miedo e indignación. La articulación genera un proceso de realimentación, un círculo vicioso, que amplifica la asignación de riesgo y la valoración negativa y amenazante del fenómeno. Lo más interesante del fenómeno del pánico moral es que es relativamente poco costoso de producir y, sin embargo, sus efectos y el rendimiento que producen son ilimitadamente mayores que el gasto realizado en su producción. No es casual, pues, que se haya convertido en un instrumento estructural de las políticas dominantes.
El sociólogo alemán
George Simmel estudió a comienzos del siglo pasado cómo las sociedades urbanas generadas por la modernización vivían bajo condiciones de hiperestesia y agitación permanente. La ansiedad, sostenía, es un elemento esencial de la vida moderna. Cien años más tarde, la periodista y activista Naomi Klein, en
La doctrina del shock, 2007, Booket, desentrañaría cómo esta hiperestesia se ha usado para construir el modelo económico y político contemporáneo. Se ha generado una sociedad del miedo asentada sobre un uso sistemático del efecto de pánico moral.
Hay numerosos ejemplos del uso del pánico moral como estrategia estructural de producción de ansiedad persistente. Uno de ellos ha sido el recurso al terrorismo como efecto de pánico estructural. La reorganización geoestratégica del mundo no podría haberse logrado sin un uso sistemático de este efecto. Un segundo ejemplo ha sido la larga preparación de la conquista neoliberal de la Comunidad Europea mediante el uso técnico de la propaganda sobre el presunto desastre económico de los PIGS (Portugal, Italia, Grecia, España) para generar un pánico moral que justificase la toma del control de las economías nacionales por la tecnoestructura centro-europea. La ansiedad permanente, la neurosis endémica y crónica del mundo contemporáneo ha sido producida por el empleo del pánico moral como arma de destrucción masiva del tejido de afectos y la solidez y lucidez de nuestro sentido común. En las categorías de daños epistémicos que ha causado la cultura dominante, el pánico moral debe catalogarse como uno de los efectos más peligrosos.
Ciertamente, el pánico moral no es un monopolio de las políticas hegemónicas. Su efectividad probada ha sido empleada con éxito en las resistencias contrahegemónicas. Por ejemplo, la aceptación generalizada del concepto de cambio climático antropogénico no habría podido lograrse sin escenarios apocalípticos que han producido pánico moral y aceptación de los límites del crecimiento y el consumo. El ascenso del populismo (en sus versiones conservadora y emancipadora) no sería explicable sin el descubrimiento del efecto del pánico moral como arma política. No se explicaría de otro modo la polarización estructural que aqueja a todas las sociedades contemporáneas.
Como todas las armas epistémicas, el pánico moral es peligroso para quienes lo sufren y no menos para quienes lo emplean. No es difícil su uso, sus rendimientos son inmediatos, pero las contraindicaciones y efectos secundarios son mayores de lo que se cree. Una vez que se prueba su efecto, como el Aprendiz de Brujo, es muy difícil volver a la política como plan estratégico racional de cambio social. Casi imposible. Genera adicción. El actual estado del independentismo catalán no se entendería sin estos efectos secundarios.
Fernando Broncano,
Estrategias de pánico moral, El laberinto de la identidad 18/03/2018
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