En el amplio mercado de ofertas religiosas del Imperio, la de los cristianos era de una originalidad irresistible: el orgullo de pertenecer a un grupo selecto de elegidos; la exaltación de sentirse poseedores de la verdad suprema en medio de la multitud de los pecadores y los equivocados; la rigidez de un credo meticuloso en el que cualquier desviación era una apostasía; la promesa de la llegada inminente de un paraíso que sería el cumplimiento de un devenir anunciado desde el principio de los tiempos, el ajuste de cuentas definitivo de los inocentes contra los opresores; la alegría “piadosamente inhumana”, dice Gibbon, de asistir al castigo de los incrédulos o de los traidores o los desviados. Y sobre todo la gran coartada virtuosa para actuar sin miramiento contra todos ellos, una vez alcanzado el poder; y la determinación de no soltarlo ya nunca.
No es extraño que siga teniendo tantos seguidores, con la misma vehemencia, con diversas denominaciones.
Antonio Muñoz Molina,
Héroes de la fe, Babelia. El País 16/03/2018
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