La comercialización de los coches fue en su día anhelada por todas las capas sociales. El automóvil como medio de transporte prometía un futuro de eficiencia e higiene en ciudades con calles infestadas de heces equinas. En cuestión de pocos años se dio un vuelco de 180 grados y los coches se convirtieron en una nueva plaga urbana. En los años veinte las manifestaciones en protesta por la inseguridad en las calles eran comunes: desfilaban chatarras de accidentes reales, con maniquíes ensangrentados y satanás como conductor. Las ciudades de Washington y Nueva York organizaron manifestaciones con 10.000 niños vestidos de fantasmas, simbolizando el número anual de muertos en accidentes de tráfico.
En pocos años el coche se convirtió en objeto de un debate ético fundamental que llegó hasta los juzgados. La audiencia provincial de Georgia, por ejemplo, mantuvo un intenso debate acerca del carácter moral del automóvil. En su veredicto, la audiencia concluía que si bien dichos vehículos no son malévolos, “deben ser clasificados como animales salvajes peligrosos”. Por ello debían aplicarse las leyes vigentes para la tenencia de animales exóticos.
Obviamente, con el paso del tiempo, el contacto y familiarización con los nuevos vehículos de transporte debilitaron las teorías humanizantes que atribuían a las máquinas motivos e intenciones diabólicas. El debate ético y legal volvió a centrarse en el comportamiento del ser humano delante y detrás del volante.Ese aspecto de la discusión, de carácter filosófico a primera vista, tuvo una clara consecuencia a nivel jurídico. Se descartó así la existencia de una responsabilidad por parte de la máquina como si esta fuera una entidad inteligente. Retrospectivamente, lo contrario no sólo resultaría ridículo, sino que habría supuesto un reto para la ética y el derecho a la hora de crear normas y sanciones que fuesen viables tanto para seres humanos como para máquinas.El debate en torno a la inteligencia artificial en este aspecto tiene las mismas implicaciones y requiere plantear las mismas consecuencias jurídicas y éticas. ¿Tiene el robot intenciones que justificarían la creación de una entidad jurídica propia? ¿En qué modo recaería la responsabilidad en la máquina exculpando a todo ser humano? ¿Cómo se podría implementar una sanción a una máquina?La inteligencia artificial y sus métodos de análisis estadísticos no encierran en sí una voluntad propia. La inteligencia artificial no es inteligente. Por ello es incapaz de tener ambiciones e intereses propios y engañar o mentir. En otras palabras, la inteligencia artificial nos debería dar tanto miedo como la estadística. Eso no significa que sea inocua. La inteligencia artificial y sus algoritmos no son neutrales, sino el reflejo de las intenciones y el sesgo involuntario del equipo de programadores, científicos de datos y entidades envueltas en la implementación de esa tecnología.Con la IA se pueden establecer protocolos muy transparentes que permitan determinar las modificaciones que han sido efectuadas por personas, independientemente de cuán complejos sean los algoritmos con los que opera esta tecnología. No hay motivo alguno por el que resulte necesario crear una entidad jurídica específica para la inteligencia artificial. La propia tecnología permite atribuir la responsabilidad por fallo o abuso a una persona determinada con más claridad y facilidad que antes.
El
conductor que maneja la inteligencia artificial y el
peatón expuesto a ese tráfico, pueden ser identificados.
Lorena Jaume-Palasí,
Por qué no hay que tener miedo a la inteligencia artificial, El País 18/0372018
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