Immanuel Kant |
Despertado de su sueño dogmático por Hume, Kant quiso rescatar un último reducto, una suerte de ética formal, vacía de contenidos, que fuera incontrovertible en sus fundamentos para poder ser universalizable y aceptable por todos. Y precisamente sobre esa capacidad de hacerse universalizable fraguó su imperativo categórico: “Obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal. Obra como si la máxima de tu acción pudiera convertirse por tu voluntad en una ley universal de la naturaleza“. Con ello formuló una propuesta ética novedosamente formal, restringida a la dignidad inexpugnable del sujeto racional, pero excesivamente vacía de contenido moral para la tradición en que se expuso.
A pesar de todo, la propuesta de Kant parecía resistir razonablemente este embate. Junto a la citada formulación del imperativo categórico, el de Königsberg había ofrecido otras formulaciones como la de: “Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio”.
Sea como fuere, la austera y genial formulación kantiana ha sobrevivido hasta seguir inspirando los debates contemporáneos. Pero es difícil no advertir que el motivo de su relativo éxito podría estar en que, bajo su pretendido carácter formal, seguía latiendo un principio ético material ancestral: el sujeto autónomo racional y libre de Kant tiene una dignidad, y no un precio, que resulta incontrovertible (es decir, universalizable) precisamente en el seno de la tradición judeocristiana en la que el individuo es hijo de Dios. La noción de persona como fin en sí mismo, no empleable como medio, sería la que cimenta el carácter universalizable del imperativo kantiano. Y si la primera de las formulaciones apela de forma algo encubierta a ese sujeto racional autónomo, en la segunda formulación se evidencia la centralidad de la noción de persona como fin en sí mismo. De forma que bajo esta ética formal, en realidad se escondería una ética material de mínimos – como esa ética mínima de la que habla Cortina en nuestros días. No es difícil imaginar que otra moral – supremacista, por ejemplo – pudiera negar esta dignidad universal insobornable.
Es cierto que Kant rechazó explícitamente que su imperativo categórico supusiera una nueva formulación del viejo principio veterotestamentario “no hagas a otro lo que no quieras te hagan a ti” y que tildó literalmente de “trivial”. Kant argumentó que el criminal podría oponer eso al juez que le castiga (que no le haga lo que a él no le gustaría que le hicieran), pero que jamás podría hacerlo con su imperativo categórico. Pero eso parece ser una interpretación excesivamente trivial del principio milenario, que bien podría traducirse en este caso así: el reo solicita al juez que no le mande a la cárcel porque el juez no querría sufrir esa pena en su lugar; pero el juez contraargumenta que él sí que estaría dispuesto a sufrir esa pena si hubiera cometido el delito que el reo ha perpetrado. Es decir, el juez hace lo que querría que hicieran con él, esto es, juzgarle con justicia, y no hace lo que no querría que le hicieran a él, esto es, juzgarle injustamente. Por eso quizá, autores como Brandt han ligado el imperativo categórico kantiano a la máxima bíblica.
La propuesta de Kant sigue en gran medida vigente, permeando la discusión contemporánea en el seno de las democracias liberales extendidas sobre todo el planeta. El velo de ignorancia de Rawls no es sino una formulación de la aspiración por hacer universal el reconocimiento de la propia dignidad. El argumento del reo y el juez puede analizarse desde la perspectiva contemporánea en una clave muy kantiana por un Rawls o un Habermas: Juez y reo, igualmente dignos, sin saber qué papel van a desempeñar, podrían haberse sentado a decidir cómo debería ser la ley que un juez aplicase a un reo ante un delito, sin prejuicios ni coacciones. Más de un implacable juez, absorbido por su propia certidumbre, habría suavizado su excesiva severidad si se hubiera visto en el lugar del reo. Más de un obcecado reo, asumiría mejor la pena que le imponen si se hubiera imaginado juzgando a otro por lo mismo.
Sin embargo, el hecho de que Kant siga latiendo en este tipo de planteamientos en sociedades abiertas y globales que ya no cuentan necesariamente con una tradición judeocristiana a sus espaldas es, en mi opinión, porque precisamente la dignidad de la persona es un reconocimiento razonablemente asumible para la inmensa mayoría de las culturas y tradiciones (con muchos matices, sin duda). La universalidad kantiana sigue resultando persuasiva, no tanto porque sea pura e idealmente formal, mero producto de una razón autónoma que compartimos los sujetos racionales, sino porque su contenido ético material mínimo puede ser transculturalmente compartido. Esa dignidad personal llega a inspirar la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aceptada por la inmensa mayoría de las culturas, no por su formalidad, sino porque biológicamente estamos hechos de forma que apreciamos nuestra propia vida, nuestras aspiraciones y comprendemos como racionalmente justo – en base a esa misma racionalidad que biológicamente compartimos – extender el reconocimiento de esta dignidad al otro.
Javier Jurado, Gradiente ético (i): En busca de la ética formal, La galería de los perplejos 19/03/2018
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