... algo nos enseña la evolución, y es que la inteligencia cósmica no puede ser una inteligencia «mecánica» o ingenieril. Las máquinas no piensan, calculan. Cuando buscamos en la memoria el resultado de una multiplicación, lo que estamos buscando es algo que percibimos y que podemos reproducir, algo que escuchamos o vimos escrito. Los recuerdos no proceden del cerebro, proceden de la percepción. No se guardan en el cerebro, sino que están inscritos en cada rostro y en cada corazón. El mundo no es un edificio y se encuentra muy lejos de ser un artefacto. Su desarrollo y evolución es esencialmente creativo y emergente. El big bang no hay que situarlo en el origen de los tiempos; sucede a cada momento, es lo más natural y cotidiano. (...)
Después de que
Galileo afirmase que las matemáticas eran un lenguaje de la naturaleza, la Edad Moderna cayó en lo que en otro lugar he llamado la tentación geométrica.
Descartes se dio cuenta de que hacía falta un nuevo código que emancipara la filosofía de la teología. En una noche de 1619 vislumbró ese código, una ciencia inspirada en el método matemático; una nueva ciencia universal del orden y la mesura (
mathesis universalis). Ninguna estrategia permitiría afianzar la verdad con mayor seguridad. Pero la geometría y el cálculo sirven para tender puentes y trazar trayectorias ideales, no para la vida. La vida procede según la estrategia del «punto gordo», que es a lo que recurre el mal dibujante que no es capaz de hacer coincidir tres líneas en un solo punto. La fiebre geométrica fue tal que hasta
Spinoza sometió su
Ética a la geometría. Y se produjo una inversión que se aceptaría sin apenas rechistar (sólo
Berkeley lo hizo de un modo consistente). Antes, la mente proyectaba las leyes; a partir de ese momento fueron las leyes las que proyectaron la mente. La vida (el círculo) se sometió a la geometría (el cuadrado) y quedó encerrada en su interior, cuando es la geometría la que surge del ámbito de la vida. La ley universal formulada matemáticamente había sido creada. El mundo se convirtió en un sudoku complicadísimo que nuestra finitud era incapaz de resolver; sudoku al fin y al cabo, admitía una única solución, un único destino que yacía escondido en la mente del creador o que sólo un superordenador podía terminar de resolver.
La idea de un mecanismo daba cierta autosuficiencia al universo. Una vez puesto en marcha, podía funcionar por sí mismo sin depender de la intervención divina, fiscalizada y administrada por el clero. Pero la metáfora planteaba más problemas: alguien lo había diseñado y puesto en marcha. En consecuencia, como estrategia de liberación respecto al dominio de las sotanas, el universo mecanicista resultó bastante torpe.
Juan Arnau,
La fuga de Dios. Las ciencias y otras narraciones, Ediciones Atalanta, Girona 2017