1. La creación de un mercado de opiniones superpoblado altera las economías de la atención y otorga mayor protagonismo a quienes son capaces de captar la de los demás: la hipérbole se convierte en norma y los exaltados expulsan a los moderados. El lenguaje de la autenticidad, subjetivo y coloquial, desplaza a la persuasión deliberativa; la jactancia se convierte en una forma ordinaria de afirmarse en las redes.
2. Esa superpoblación produce también un paradójico empequeñecimiento de la esfera pública, donde nos vemos confrontados directamente con el infierno que son los demás. Dice Pörksen: “El habitante del mundo interior de la comunicación en red se ve constreñido a un tipo de vecindad, así como enfrentado a una transparencia en la diferencia, que en última instancia le supera.” Este efecto atosigante promueve la belicosidad recíproca. De aquí resulta también el desarrollo de una suerte de hipersensibilidad, una disposición a sentirse ofendido que tiene carácter contradictorio: en las redes, quien se ve a sí mismo como víctima puede atacar a quien le ofende.
3. El debilitamiento de los medios tradicionales ha generado un espacio moralmente desregulado donde no existen reglas comunicativas precisas ni límites conversacionales demarcados. En ausencia de filtros y jerarquías, tiene lugar una desintermediación que refuerza de manera natural los contenidos emocionales al legitimar un lenguaje emancipado de toda restricción racional o deliberativa. Es eso que Peter Lunt y Paul Stenner han llamado “esfera pública emocional”. En ella, nadie posee prima facie autoridad sobre los demás: para buena parte de sus integrantes rige un principio democrático desligado de finalidades epistémicas. Es más importante expresarse que encontrar algún tipo de verdad pública.
4. El anonimato, así como la más general circunstancia de que la integridad e identidad de los interlocutores digitales es siempre dudosa, debilita las normas de cortesía y erosiona el respeto intersubjetivo. Se ha demostrado que entre usuarios con vínculos fuertes existe una relación digital más respetuosa y rica que entre aquellos que tienen entre sí un vínculo débil o pasajero. Y, por lo general, se tienen vínculos más fuertes con quienes compartimos creencias y viceversa.
5. Más que buscar la verdad o formarse una opinión, la motivación del internauta suele ser colmar la necesidad narcisista de expresarse, cargándose de razón ante los demás y convirtiendo la propia opinión en un fetiche psicológico. Su participación contiene asimismo un elemento de performance, pues no solo hacemos: nos vemos haciendo, sabiendo que otros nos ven hacer. En este sentido, irónicamente, el acoso digital puede también ser un modo de señalizar la propia virtud allí donde el linchado es objeto de rechazo mayoritario.
6. Las redes sociales se han convertido en un entretenimiento de masas y eso ha supuesto la politización apresurada de amplios segmentos de la opinión pública: el disenso agresivo responde en buena medida a ese proceso de integración. Indignarse y atacar a los demás es, entre otras cosas, un pasatiempo. Más aún: hay indicios de que la felicidad política es adversativa y extraemos placer no solo de confirmar nuestras creencias, sino de luchar contra aquello que creemos injusto o repugnante. En todo linchador hay algo de justiciero.
7. Buena parte de la excitación derivada de este despliegue escenificado de agresividad procede de la sensación de instantaneidad y simultaneidad que suministran las redes: la esfera pública digital está viva y nunca cierra, lo que atrae irremediablemente nuestra atención. Por supuesto, esa instantaneidad implica también reactividad: damos una respuesta espontánea, afectivamente recargada, a los estímulos que en ella encontramos. Por eso el escándalo amenaza con convertirse en la nueva normalidad y la esfera pública digital hace un espectáculo de cada uno de ellos.
8. Las redes también proveen de un espacio idóneo para la materialización del conflicto entre distintas tribus morales, cuyos miembros pueden converger allí sin más coste que su tiempo libre. Lo hacen para reforzar mutuamente sus creencias y compartir contenidos comunes, pero también para interactuar, educada o agresivamente, con los integrantes de las tribus rivales o los disidentes de la tribu propia. De ahí que podamos hablar de “poscensura” o
thought police: el desviacionismo es castigado y el miedo a la censura masiva inhibe la libre expresión de las ideas propias.
9. Naturalmente, a ello contribuyen notablemente la erosión de la creencia en la verdad pública (posverdad) y la condigna tendencia a tomar como hechos verdaderos solo aquellos que se sienten como verdaderos (posfactualismo). Pero esto, que tomado en su conjunto conduce a un debilitamiento colectivo o sistémico del valor de la verdad, no funciona así cuando nos fijamos en la disposición de los actores individuales o los grupos. Y es que las tribus morales no creen que no haya verdad, sino que se adhieren fanáticamente a la verdad propia.
10. Por último, la red reduce dramáticamente los costes de cooperación y hace más fácil que nunca integrarse, siquiera sea imaginadamente, en comunidades ideológicas que –a fuer de ideológicas– proporcionan recompensas emocionales: mejor acompañado que solo. Las bases psicobiológicas del gregarismo, que cohesiona al grupo hacia dentro mientras fomenta la hostilidad hacia fuera, están sobradamente estudiadas y parece poseer una base evolutiva. Si la red parece una plataforma posmoderna para el intercambio de argumentos, también sirve como prehistórico campo abierto para el encontronazo entre hordas rivales.
Manuel Arias Maldonado,
Pasiones adversativas: para una psicopolítica del enjambre digital, Letras Libres 01/06/2018
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