Gracias al liberalismo, la democracia se ha configurado como un sumatorio de procedimientos que permiten la paz social entre diferentes que son iguales ante la ley.
El liberalismo está en retirada, sin duda, pero no está derrotado. Sufre el asedio de una posmodernidad que se ha convertido en una experiencia colectiva para la que no estaba preparado y que le ha sorprendido sin respuestas. La crisis de seguridad iniciada en 2001 y la económica de 2008 han provocado un tsunami de miedo y desilusión que ha roto las costuras de la institucionalidad y la confianza en el progreso. La democracia liberal vive desbordada y sin capacidad de respuesta. Los fenómenos políticos, sociales, culturales y económicos que la asedian debilitan su cosmovisión racional y su capacidad de gestión reformista. Su estrategia de mínimos y consensos, su dinámica de control de daños y su lógica de equilibrios, donde todos pierden a corto plazo para ganar con el paso del tiempo, ha colapsado ante la irrupción de una ola de sentimientos colectivos que exige máximos en tiempo real, que rechaza cualquier negociación y que busca negar del contrario por principio. Y ello dentro de sociedades que han implosionado en su coherencia y normalidad para mostrarse hiperfragmentadas y en constante excepcionalidad.
¿Habría democracia sin una mentalidad liberal que centre los debates colectivos introduciendo en ellos racionalidad crítica y capacidad para dialogar desde la empatía hacia al otro y el respeto a las reglas de juego? En este sentido, el vacío que deja a sus contrarios y el espacio abandonado son tan grandes que la centralidad política está huérfana. El centro en las democracias occidentales ya no tiene voces y, con él, la moderación compleja que representa.
José María Lassalle,
Por un liberalismo crítico, El País 03/10/2018
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