El concepto de economía moral es bien conocido por los investigadores en ciencias sociales. Fue desarrollado por el historiador
E.P. Thompson para designar un fenómeno fundamental en las movilizaciones populares del s. XVIII: la defensa que hacían de concepciones ampliamente compartidas sobre lo que debía ser un buen funcionamiento, en sentido moral, de la economía[. Era evidente que ciertas reglas debían ser respetadas: el precio de las mercancías no podía exceder demasiado su coste de producción, las normas de reciprocidad eran preferibles al juego del mercado para regular los intercambios, etc. Y cuando estas normas no escritas se veían amenazadas por la extensión de las leyes del mercado, el pueblo se sentía plenamente en su derecho de rebelarse, a menudo a iniciativa de las mujeres, sea dicho de paso. El motivo era básicamente económico, pero no en el sentido habitual: no se movían por intereses estrictamente materiales sino por reivindicaciones morales sobre el funcionamiento de la economía. Encontramos revueltas similares en Francia en la misma época e incluso más tarde: los mineros de la Compañía de Anzin, por ejemplo, la mayor empresa francesa durante gran parte del siglo XIX, regularmente hacían huelga para recordar a los patrones las normas que debían según ellos organizar el trabajo y su remuneración, generalmente en referencia a un antiguo orden de las cosas, en definitiva en base a la tradición.La resonancia con el movimiento de los
chalecos amarillos es asombrosa. Su lista de reivindicaciones sociales es la formulación de principios económicos esencialmente morales: es imperativo que los más vulnerables (los sin techo, las personas dependientes…) sean protegidas, que los trabajadores sean correctamente remunerados, que la solidaridad funcione, que los servicios públicos estén garantizados, que los defraudadores fiscales sean castigados y que cada uno contribuya según sus posibilidades, resumido perfectamente bajo la fórmula empleada “que los grandes paguen mucho y los pequeños poco” (
Que les GROS payent GROS et que les petits payent petit). Este llamamiento en defensa de lo que puede parecer el sentido común popular no es tan evidente: se trata de decir que contra la glorificación utilitarista de la política de la oferta y la teoría del derrame tan apreciadas por las élites dirigentes (dar más a los que tienen más, “a los primeros de la cordada”, para atraer capitales), la economía real debe fundarse sobre principios morales. Ahí está lo que da fuerza al movimiento y el apoyo masivo entre la población: articula, bajo la forma de reivindicaciones sociales, principios de la economía moral que el poder actual no ha parado de atacar explícitamente, incluso jactándose. De este modo la coherencia del movimiento se entiende mejor, así como el hecho de haber podido prescindir de organizaciones centralizadas: como pudo mostrar James Scott, el recurso a la economía moral engendra la capacidad de actuar colectiva –una
agency–, incluso entre los actores sociales desposeídos de los recursos habitualmente necesarios para la movilización.Efectivamente, la economía moral no es únicamente un conjunto de normas compartidas pasivamente por las clases populares. También es el resultado de un pacto implícito con las clases dominantes y, por lo tanto, siempre se encuentra inserto en las relaciones de poder. Ya en las clases populares del siglo XVIII estudiadas por
E.P. Thompson, esta economía moral tenía rasgos profundamente paternalistas: se esperaba que quienes detentaban el poder garantizasen el orden social
–del que se beneficiaban
–, a cambio de que fuera globalmente aceptado. Pero si el dominante rompía este pacto, entonces las masas podían, con la revuelta, hacer una llamamiento al orden. Esto se puede observar en la huelga de los mineros de Anzin en mayo de 1833 (
Émeute de quatre sous): los mineros protestaron contra la bajada salarial, pero para ello se colocaron bajo la protección de los antiguos patrones, apartados por los nuevos capitalistas al frente de la empresa, cantando “¡Abajo los parisinos, viva los Mathieu de Anzin!”. Es poco decir que las autoridades actuales han roto el pacto implícito, tanto por sus medidas antisociales como por su constante desprecio hacia las clases populares del que encima hacen alarde. La revuelta no surge de la nada, de un simple descontento o de una
agency popular indeterminada puesta en movimiento espontáneamente. Es el resultado de una agresión del poder, aún más violenta simbólicamente porque no parece reconocerse como agresión. Y el presidente de la República, supuestamente representante del pueblo francés, se ha convertido en la encarnación de esta traición, con sus frasecitas sobre “la gente que no es nadie”, los consejos para poder comprarse una camisa o para encontrar trabajo simplemente “cruzando la calle”. En lugar de ser el protector de la economía moral, Emmanuel Macron no ha dejado de atacarla, con una naturalidad desacomplejada, hasta convertirse en el representante por excelencia de las fuerzas que se oponen a la economía moral, es decir del capitalismo. Como anunció durante la campaña presidencial, a propósito de la supresión del Impuesto de Solidaridad sobre la Fortuna (ISF), “no es injusto porque es más eficaz”: no sabríamos ilustrar mejor el desconocimiento, ver el desprecio, por toda otra norma que no sea la de las finanzas. Macron ha roto el pacto y es a él a quién se dirige la algarabía nacional de estos momentos. Podemos pensar que terminará con una sangrienta represión o con su dimisión.
Samuel Hayat,
Los Chalecos Amarillos, la economía moral y el poder, Sin Permiso 13/01/2019
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