Se ha repetido hasta la fatiga que el populismo no es un programa, sino un formato, una estrategia, un estilo, un
marketing. El significante vacío y flotante, ya saben. El hipermoralismo que rezuma el pasaje citado, y que nada dice acerca de contenido en ideas del proyecto, es una muestra. Y no el único: la apelación a las emociones; la exclusión del rival político –descalificado por «antipatriota»– de la condición de ciudadano; el voluntarismo, la proclama de que si no se cambian las cosas es porque no se quiere, porque hay traidores; la apelación al pueblo como una unidad compacta, sin fisuras; la identificación de un enemigo genérico o de perfiles imprecisos (la casta, la elite, los extranjeros); la conexión directa sin mediación institucional entre el sentir del pueblo y el líder, que patrimonializa la interpretación de la voluntad popular. Como se ve, no estamos ante genuinas tesis políticas ni ante disputas normativas, no se habla de valores (igualdad, libertad, etc.), sino, si acaso, de trato con los valores. Con honestidad, coherencia y autenticidad puede llevarse tanto una comuna jipi como un convento. Con esos mensajes, en realidad, lo que se demanda es un contrato en blanco, incondicional, para hacer lo que se quiera. Los programas políticos pierden todo compromiso. Se quedan sin contenido. Es en ese sentido en el que, a mi parecer, cuando se trata de populismo, el clásico eje izquierda/derecha se emborrona bastante.
Félix Ovejero Lucas,
El populismo, evolución patológica de la democracia, Letras Libres 27/02/2019
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