El 20 de febrero de 1819
Benjamin Constant pronunció en el Ateneo Real de París una conferencia con el título
De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos, que tuvo un eco extraordinario. Siempre es difícil fijar los orígenes de una tradición, pero la conferencia del Ateneo representa uno de los grandes hitos del liberalismo.
En la conferencia del Ateneo de París encontramos lo esencial de esos principios destilado en un estilo elegante y destinado al gran público. Según explica, el núcleo del constitucionalismo está en la salvaguarda de la libertad individual, que
Constant considera indisociable del gobierno representativo. Por ello realiza en su discurso una vigorosa defensa de la libertad individual como el fin fundamental de toda asociación política. Sobre ella reposa tanto la moral como el cálculo de la industria, según asegura en otro de sus escritos; ‘sin ella no hay para los hombres ni paz, ni dignidad, ni felicidad’. No es de extrañar que
Isahiah Berlin lo llamara ‘el más elocuente de todos los defensores de la libertad’. Pero esa defensa requiere desentrañar dos sentidos distintos en que podemos concebir la libertad y denunciar el pernicioso error que está en la raíz de los excesos revolucionarios que condujeron al Terror.
En las repúblicas antiguas, que muchos revolucionarios tomaron como modelo, cada ciudadano podía tomar parte como un igual en las deliberaciones y decisiones colectivas de la asamblea. En esta participación directa de los ciudadanos en el ejercicio colectivo del poder cifraban la libertad los antiguos; lo que era perfectamente compatible con la inexistencia de derechos individuales como hoy los concebimos o la completa sumisión del individuo a la autoridad del cuerpo político. Como ideal político basado en el ejercicio de la democracia directa, la libertad de los antiguos era posible en comunidades pequeñas y homogéneas, como las ciudades antiguas, pero resulta profundamente anacrónico e inadecuado para las circunstancias sociales modernas.
En efecto, a medida que aumenta el tamaño del cuerpo político se diluye la influencia de cada ciudadano. Pero no se trata sólo del tamaño de la comunidad política. Heredero de los ilustrados,
Constant señala las ventajas de las modernas sociedades comerciales, entre las que destacan el individualismo y el pluralismo social. El comercio necesita de la iniciativa individual y fomenta el gusto por la independencia; del mismo modo, la prosperidad crea las condiciones para una mayor variedad de actividades, gustos y estilos de vida.
La libertad que conviene a los modernos reside en la independencia individual y va ligada a los derechos individuales, como la libertad de conciencia o de expresión, de movimiento, o de asociación con quienes comparten nuestras creencias o aficiones, entre otras. Por ello es indisociable de las garantías institucionales que aseguran su ejercicio y nos protegen contra el uso arbitrario del poder, ya sea por parte del gobernante o de la multitud. Como dice, ‘es el derecho de cada uno a no estar sometido más que a las leyes, a no poder ser ni detenido, ni muerto, ni maltratado de manera alguna a causa de la voluntad arbitraria de uno o varios individuos’.
En las repúblicas antiguas, que muchos revolucionarios tomaron como modelo, cada ciudadano podía tomar parte como un igual en las deliberaciones y decisiones colectivas de la asamblea. En esta participación directa de los ciudadanos en el ejercicio colectivo del poder cifraban la libertad los antiguos; lo que era perfectamente compatible con la inexistencia de derechos individuales como hoy los concebimos o la completa sumisión del individuo a la autoridad del cuerpo político. Como ideal político basado en el ejercicio de la democracia directa, la libertad de los antiguos era posible en comunidades pequeñas y homogéneas, como las ciudades antiguas, pero resulta profundamente anacrónico e inadecuado para las circunstancias sociales modernas.
En efecto, a medida que aumenta el tamaño del cuerpo político se diluye la influencia de cada ciudadano. Pero no se trata sólo del tamaño de la comunidad política. Heredero de los ilustrados, Constant señala las ventajas de las modernas sociedades comerciales, entre las que destacan el individualismo y el pluralismo social. El comercio necesita de la iniciativa individual y fomenta el gusto por la independencia; del mismo modo, la prosperidad crea las condiciones para una mayor variedad de actividades, gustos y estilos de vida.
La libertad que conviene a los modernos reside en la independencia individual y va ligada a los derechos individuales, como la libertad de conciencia o de expresión, de movimiento, o de asociación con quienes comparten nuestras creencias o aficiones, entre otras. Por ello es indisociable de las garantías institucionales que aseguran su ejercicio y nos protegen contra el uso arbitrario del poder, ya sea por parte del gobernante o de la multitud. Como dice, ‘es el derecho de cada uno a no estar sometido más que a las leyes, a no poder ser ni detenido, ni muerto, ni maltratado de manera alguna a causa de la voluntad arbitraria de uno o varios individuos’.
No hay mayor enemigo de la libertad que la arbitrariedad y por eso el imperio de la ley cuenta como la primera de sus garantías. En diferentes escritos Constant explica que la arbitrariedad no sólo socava la prosperidad, sino que destruye las bases mismas de la convivencia y el buen gobierno; por eso la compara con la peste para el cuerpo social. Si algo impide la arbitrariedad es la observancia de formas y procedimientos, de ahí que los vea como ‘las divinidades tutelares de las asociaciones humanas’, verdaderos baluartes de la libertad. No es lección despreciable cuando algunos insisten estos días en subordinar el imperio de la ley a una supuesta voluntad democrática que debería operar sin frenos ni controles.
No menos interesantes son sus argumentos contra aquellos que adoptan ‘la democracia como un fanatismo’. Constant está pensando en el mal uso que hicieron los revolucionarios de su tiempo de las ideas de
Rousseau, pero nosotros podemos pensar en ejemplos más cercanos. Es difícil no pensar en nacionalistas y populistas cuando habla de aquellos que pretenden sacrificar las libertades de los ciudadanos al ideal de una soberanía abstracta, o ahogan el pluralismo social en nombre de un cuerpo político pretendidamente compacto y homogéneo.
Quisieron organizar el despotismo bajo el nombre de república, dice
Constant de los jacobinos. También nosotros deberíamos extremar el cuidado cuando se invocan concepciones equivocadas de la democracia o de la soberanía popular. Si algo deberíamos aprender de sus escritos, es que una democracia constitucional no es una versión degradada o adulterada del ideal democrático más puro, ya esté situado en la Antigüedad o en la imaginación. Por el contrario, con sus representantes, formalidades y controles, un orden constitucional es el único marco político que asegura las condiciones de una sociedad libre. Con sus imperfecciones y problemas, naturalmente. Querer cambiarlo todo en nombre del ideal acaba por ser el pretexto para el despotismo, como dejó dicho Constant. Más nos valdría entenderlo 200 años después.
Manuel Toscano,
Constant y la libertad, vozpópuli 01/03/2019
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