No nos hace falta pensar mucho para descubrir nuestras limitaciones. Las evidencias están ahí: nos cuesta entender conceptos relativamente sencillos, nos abandonamos fácilmente a la irracionalidad, damos por bueno lo que no lo es, evitamos repreguntarnos sobre nuestras convicciones porque sospechamos, por simple intuición, que se desmoronarían y luego nos costaría encontrar otras. Vamos tirando y ya es bastante. Lo cual no impide que sepamos hacer muy bien ciertas cosas. Conozco algún cirujano profundamente cretino de quien me fiaría sin duda alguna en un quirófano.
La propaganda moderna se da un festín con nosotros. La mentira pública ha existido siempre. La novedad radica en que ahora podemos elegir qué mentira contamos a una persona determinada, conociendo de antemano su predisposición a creerla. Las campañas electorales se realizan hoy de esta forma. En el siglo XX y antes, los grandes propagandistas al estilo de Joseph Goebbels tenían que repetir una trola mil veces ante grandes multitudes para convertirla en verdad; ahora es suficiente con decirla una sola vez a la gente adecuada, quizá a una sola persona. Internet permite susurrar la frase venenosa directamente al oído de quien la espera. Además, no cuesta esfuerzo: puede hacerlo una máquina desde una aldea balcánica.
El debate político al que asistimos antes de las elecciones del 28 de abril es el que es. En algunos momentos parece una charla informal entre terraplanistas, ufólogos y curanderos. En casi todos los otros momentos es solo rabia y ruido. Como siempre, sin embargo, hay que confiar en que un montón de ciudadanos no muy listos, movidos por ideas erróneas y prejuicios absurdos, tomemos una decisión colectiva más o menos soportable. Ya ha ocurrido otras veces.
Enric González,
La decisión colectiva, El País 24/03/2019
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