Es difícil dar clase en estos tiempos. En algunos espacios se prohíbe el uso de móviles en el tiempo del aula, pero eso no es el problema ni la solución, aunque sea una reacción comprensible en tiempos en los que las mil pantallas han desbordado en su poder a la autoridad del profesorado, a quien la sociedad encomienda la tarea de enseñar las artes de sobrevivir. En otros lugares, pongamos por caso la universidad que es mi espacio de experiencia, no existe esta opción sin irrumpir en la clase con una intervención autoritaria que destroza la tarea colectiva de aprender unos de otros. Tenemos que competir con el poder de atracción de Google, Facebook, Twitter, Instagram, WhatsApp y fuerzas similares. Me refiero al aula, pero sólo como un indicador de procesos más profundos culturales. La autoridad de la palabra, el mismo hecho de la conversación como forma esencial de construcción de lo social está cambiando porque la atención y el significado son lo que está en juego.
Simone Weil convirtió la atención en el problema más importante de la filosofía porque comprendió que era el territorio donde se libraba el antagonismo entre la sensibilidad y la pasividad ante lo real. La sensibilidad es el dominio de la atención. Nuestros sentidos y emociones evolucionaron para dividir el entorno en trozos que tenían significado: “bueno para nosotros”, “malo para nosotros”, “bueno para mí”, “malo para mí”, etcétera. Evolucionó el cerebro, en el primer estrato paleontológico, para ser un mecanismo de anticipación y valoración; en una herramienta de socialidad para resistir al caos de la violencia y de las fuerzas que podían disolver la sociedad en pura violencia de poder. La atención fue el fruto de un cerebro que nació para descubrir y sintonizar con lo relevante para la supervivencia personal y colectiva, que el cerebro descubrió muy pronto que estaban entrelazadas.
Dar una clase en estos tiempos es tener la experiencia de competir por la atención y la relevancia con poderosas fuerzas que se superan. Allí donde en tiempos pasados hubo autoritarismo en el aula ahora prolifera la atención fracturada y comercialmente manufacturada en competencia con un discurso que tal vez haya perdido la capacidad de ofrecer un relato del presente.
Ya no hace falta usar la imaginación para escapar del aula. Encima del banco, una industria de la distracción ofrece un mundo de imágenes, mensajes y señales que se imponen al discurso que trata inútilmente de construir significado. Han decaído las formas impositivas y la violencia de silenciamiento y se han sustituido por otros modos suaves de autocensura y ordenamiento de la atención. La seducción ha ocupado el lugar de la imposición. Nada hay más efectivo que la industria del deseo frente a la artesanía lenta e imperfecta de la amenaza y el miedo. Las mil pantallas ofrecen una nueva experiencia en los órdenes de lo imaginario que se alejan de las aldeas primitivas de lo real en que vivíamos cuando la física y los cuerpos determinaban los límites de lo posible. Es difícil que tu encerado o tu PowerPoint compitan con la presión emocional de las pantallas que prometen satisfacción inmediata de la ansiedad por el reconocimiento, por obtener respuestas a las preguntas sin la mediación de lo complejo y sofisticado, de lo sutil y tedioso. Sabes que la mente de tu auditorio no es distinta a la tuya. Que a ti también te cuesta entrar en matices, detenerte en el examen de las huellas apenas impresas en el suelo cuando tienes un camino abierto tan seductor. Nada es fácil en un mundo de promesas de facilidad.
Observemos cómo un niño mira su entorno: todo es relevante, nada lo es. Le dedicamos todo nuestro cuidado para transmitirle toda nuestra experiencia sobre lo que merece la pena atender y lo que no. Le indicamos la luna, los semáforos, el miedo a los enchufes y al horno de la cocina, la necesidad de mirar antes de cruzar la calle. Le traspasamos nuestras maneras de sobrevivir en la selva urbana porque sabemos que para sus ojos todo es relevante, a cualquier cosa presta atención y el mundo entero le distrae. Tratamos de salvar su vida poniendo en el extremo de nuestros índices toda la fuerza de la atención a lo importante. Competimos casi siempre en las peores condiciones con las pantallas de los móviles, las tablets y las televisiones, que poseen mejores medios que nuestro cariño para atraer la atención y conquistar la relevancia.
Escribía
Walter Benjamin que la era de la imagen tecnológicamente reproducida ha afectado a nuestra capacidad de narrar, de hacer que nuestra experiencia pase a otros a través de nuestra palabra. No es una advertencia superficial. De lo que trata la experiencia es de lo relevante, de lo que nos concierne o nos tendría que concernir en un mundo común de significados. Si no sabemos atender a lo relevante, porque lo que es relevante lo impone una máquina de manipular la atención, nos pasarán cosas, nos distraeremos, tal vez nos llenemos de indignación y odio, pero no aprenderemos nada sobre el mundo ni sobre nosotros mismos. Habremos perdido la capacidad de convertir en experiencias aquello que nos pasa y vivimos. Y el sentido común habrá dejado de ser común para estar vallado por la industria del
entertainment .
Fernando Broncano,
Atención y relevancia, El laberinto de la identidad 24/0372019
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