Kelsen ha contribuido, como ningún otro jurista contemporáneo, a la construcción teórica del sistema jurídico;
Schmitt no ha alcanzado, ni mucho menos, esa influencia, aunque sus ideas sobre el Derecho y su relación con el Estado, que no han periclitado, sigan manteniendo su indudable capacidad revulsiva e incluso, creo, un superior atractivo que las de
Kelsen para muchos teóricos y filósofos de la política. Podría decirse que la teoría jurídica de
Kelsen ha triunfado en el mundo del Derecho para las situaciones de normalidad, mientras que la de
Schmitt resurge, sobre todo en el mundo de la teoría política, para las situaciones de excepción. Para aquél, la «racionalidad» impone que el Estado no pueda separarse del Derecho; para éste, la «realidad» impone que el Estado no pueda someterse al Derecho. No en vano la teoría normativa de
Kelsen se asienta en la correspondencia entre validez y eficacia; la de
Schmitt en la no correspondencia entre legitimidad y legalidad.
Schmitt fue un brillante sofista, pero, como es sabido, no es sofista quien quiere, sino quien puede. Y
Schmitt podía.
Kelsen, sin cuya contribución el Derecho vería profundamente debilitada la seguridad jurídica, que es su mayor cualidad, resulta menos atractivo, como menos atractiva puede ser, lamentablemente, su idea racional y pluralista de la democracia en momentos ‒como el de entonces y el de ahora‒ impregnados de apasionamiento y de radicalidad fundamentalista, en los que la vida política gira descarnadamente alrededor de la distinción (tan schmittiana) entre amigo y enemigo.
Para
Kelsen, «la democracia es procedimiento, y sólo procedimiento». Esta afirmación tajante ha de ponerse en consonancia con su posición intelectual en la disputa académica acerca de la filosofía de los valores.
Kelsen es partidario del relativismo y no del absolutismo de los valores, de manera que, para él, democracia y relativismo valorativo forman un todo inseparable. La democracia se identificaría, en suma, con el procedimiento de libre concurrencia entre ideologías (institucionalizadas en partidos) basado en la regla de la mayoría. La legitimidad para gobernar descansa en el respeto a dicho procedimiento, desarrollado a través de elecciones populares veraces, libres y periódicas, y en el acatamiento de sus resultados.
Schmitt parte de una posición radicalmente opuesta: la democracia no es procedimiento, sino valor sustantivo. Por ello, su posición ante los valores no es la del relativismo, sino la del absolutismo valorativo. Al contrario que
Kelsen, concibe la comunidad política moderna como una realidad social integrada por intereses radicalmente enfrentados, sin que entre ellos pueda admitirse la composición. De ahí que, para
Schmitt, los diferentes grupos políticos no puedan ser concebidos como meros adversarios que dirimen legítimamente sus diferencias en el marco de los procedimientos electorales, sino como sujetos radical y existencialmente enfrentados. La política, en consecuencia, no es el camino para la composición de intereses diversos, sino el campo de batalla en que se dilucida el destino de la propia comunidad. Por ello, diría
Schmitt, la distinción neta en el mundo político es de la «amigo» y «enemigo», y la supervivencia de la comunidad depende de que este último sea expulsado o, en último extremo, destruido. Ello siempre ha sucedido ‒dirá‒ en cualquier forma política adoptada por una comunidad. También en la democracia hay quienes pretenden conservarla y quienes persiguen destruirla, de manera que la pervivencia de la democracia depende igualmente de proscribir a los enemigos de la democracia.
Esta posición de
Schmitt no está fundada sólo en las circunstancias de su tiempo, el de una democracia doblemente asediada por el «bolchevismo» y el «fascismo», sino que obedece a una construcción teórica al margen de esa misma realidad, construcción teórica cuya base intelectual, netamente heredera del pensamiento reaccionario, está constituida por la idea de que la democracia liberal es una falsa democracia. No es extraño, pues, que en virtud de lo que él consideraba que era la auténtica democracia frente a la caduca y malsana democracia liberal, aceptase el fascismo: más aún, que apoyase al nazismo convirtiéndose en un valedor de Hitler. En realidad, su pensamiento sobre la democracia tenía muy poco que ver con la participación popular reglada en el ejercicio del poder. La democracia, para
Schmitt, no incluía en modo alguno la libertad y, por consiguiente, tampoco la regla de las elecciones representativas.En definitiva, si
Kelsen entendía que la democracia sólo puede ser democracia pluralista,
Schmitt afirmaba lo contrario: que la democracia no puede ser democracia pluralista. La legitimidad de la democracia, para
Kelsen, se basa en el reconocimiento de las diferencias en el seno de la comunidad política; para
Schmitt, en cambio, en la negación (o, más crudamente, en la abolición) de esas diferencias, esto es, en la necesaria homogeneidad de la propia comunidad política. ¿Democracia pluralista (la de
Kelsen) frente a democracia de identidad (la de
Schmitt)? ¿Democracia liberal (la de
Kelsen) frente a democracia iliberal (la de
Schmitt)? No exactamente, pues democracia de identidad y democracia iliberal son falsas denominaciones, pese a que hoy sean expresiones utilizadas con muy escaso rigor, ya que sin pluralismo político y sin libertad no hay, sencillamente, democracia. En el fondo, el enfrentamiento que se produce aquí es entre democracia y antidemocracia. La «democracia kelseniana» puede tener algunos defectos. La «democracia schmittiana», sencillamente, no es democracia.
Manuel Aragón Reyes,
La crisis de la democracia constitucional: ¿un pasado que amenaza volver?, Revista de libros 03/04/2019
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