La opinión popular, respaldada por algunos filósofos, según la cual la verdad es el acuerdo o correspondencia con algo que se llama “los hechos” está muy bien para tranquilizar las conciencias, pero, además de no tener demasiado que ver con hecho alguno, es un apresurado refugio de la pereza. Que la realidad se componga precisamente de “hechos”, aptos para su emparejamiento con juicios humanos verdaderos, implica una noción de lo real demasiado ordenada y limpia. Conforme a ella, los hechos fueron inventados para que nos dieran la razón y para que el mundo pudiese ser concebido como una inmensa estructura ajustable a nuestro entendimiento, aunque quizá dicho mundo no tenga nada que ver con este piadoso deseo. Lo que se llama realidad no se manifiesta dando respaldo a nuestras afirmaciones ni corrigiéndolas cortésmente, sino burlándose de nuestra confianza en ella y vapuleándonos sin ninguna clase de miramientos. Convencerse de que los hechos se han ceñido a las creencias de uno es una ilusión bien pueril: espere usted un poco más y verá cómo se portan con sus certidumbres, incluida ésa.
Si lo que se quiere es mantener las lealtades, con la rutina hay suficiente y la verdad no hace ninguna falta. Ni siquiera resulta muy oportuna, porque lo más destacable de ella es la amenaza de ruptura que siempre lleva consigo. Para conjurar este peligro, es frecuente aplicar al hábito el nombre y las galas de la verdad, pero el momento más característico en que la verdad entra en juego, unas veces de lleno y otras en forma de sospecha, surge cuando algún supuesto muy arraigado se desploma o da señales de ruina. Lo compartíamos con nuestros amigos, correligionarios y seres queridos, los cuales nos repudiarían si lo pusiésemos en duda, y por nada del mundo abjuraríamos de tan sagrada creencia. Ni imaginar podemos cómo nos las arreglaríamos en caso de que aquello que está en peligro dejase de ser verdad, y esto basta, de ordinario, para persuadirnos de que el riesgo es sólo aparente: lo que parece imponerse como verdad no lo es, y no lo es porque no puede serlo.
La verdad es un huésped inoportuno para el que no hay sitio en casa. Se la reconoce porque obliga a cambiar de amigos y porque causa grave lesión a identidades, individuales o colectivas, dispendiosamente alimentadas durante mucho tiempo. “Platón es amigo, pero más lo es la verdad”: así suelen parafrasearse las palabras que
Aristóteles hubo de proclamar alguna vez. Nos juntamos para convencernos, entre todos, de la verdad de nuestras creencias, si bien la verdad consiste en destruir ese convencimiento y, llegado el caso, en dejar de estar juntos. Cuando aparece, es un episodio incómodo que se intentará ignorar, confiando en que las aguas vuelvan a su cauce y se olvide semejante pesadilla. Ésta es la estructura de la verdad, ciertamente política, aunque todavía falta un elemento importante en la descripción: a veces la verdad no obliga a cambiar de bando, pero, allí donde da razones para perseverar en el propio, tales razones no siempre serán aceptables por éste y a veces habrán de permanecer cuidadosamente ocultas. También cuando deja las cosas en paz resulta la verdad un agente inquietante.
Antonio Valdecantos,
La estructura política de la verdad, El País 08/04/2019
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