... hay que retroceder en el tiempo y comprender que el liberalismo nació como una trinchera contra el miedo. Una línea roja desde la que protegió la heterodoxia de los disidentes religiosos y el patrimonio de estos frente al todopoderoso soberano. Lo primero se hizo mediante la tolerancia, y lo segundo, con la propiedad.
El liberalismo adoptó, por tanto, un compromiso institucional a favor de la razón, el gobierno limitado y el progreso humano a través de la democracia deliberativa y el reformismo social. Emprendió una lucha por los derechos que, desde las revoluciones atlánticas hasta la Declaración Universal de las Naciones Unidas de 1948, fue configurando una civilización basada en ellos. Precisamente la originalidad del liberalismo fue, como explica
Helena Rosenblatt en
The Lost History of Liberalism (La historia perdida del liberalismo), dotar a la persona de un blindaje de derechos inviolables frente a los dispositivos de dominación que podían proyectar sobre ella el poder y la mayoría social. De ahí que los pensadores liberales influyeran en las Constituciones e introdujeran en sus textos un sumatorio de libertades. Unas, positivas o de socialización, y otras, negativas o de preservación de la subjetividad y sus elecciones individuales. De este modo, el miedo fue contenido y marginado como un dispositivo al servicio del poder. Es más, este último tuvo que admitir que su legitimación solo podía estar en una democracia que tenía que vertebrarse dentro de una institucionalidad liberal basada en derechos.
Dos siglos y medio después de su nacimiento, el liberalismo parece estar abatido ante el resurgimiento del miedo que tan eficazmente supo desactivar en el pasado. Se abre a sus pies una crisis de fundamentación debido al tsunami de incertidumbre que lleva a las sociedades democráticas a despreciar la cultura liberal de los derechos y añorar con ansiedad un orden autoritario. Incluso son cada vez más los que desearían encerrarse dentro de un búnker reaccionario donde refugiarse de la inseguridad que les asedia emocionalmente. La democracia misma parece inclinada a desplazar su eje de legitimación del liberalismo al populismo. Un fenómeno sin aparente explicación porque quizá no hemos sabido detectar adecuadamente el origen de los seísmos que nos desestabilizan y que transforman el pensamiento liberal en papel mojado.
Hemos buscado explicaciones en el pasado cuando tendríamos que hacerlo en el futuro. En causas que tienen que ver directamente con él. Habría que empezar a asumir que la revolución digital está removiendo los cimientos de la arquitectura analógica del mundo debido al desarrollo de un capitalismo cognitivo
sin regulación, en manos de monopolios intocables, profundamente desigual y que sustituye la libertad humana por algoritmos. Una revolución que inquieta sin ruido, porque se lleva a cabo desprovista de controles democráticos o debates públicos. Pero un cambio profundo de paradigmas que está liberando malestares que tienen un común denominador: una ansiedad no explícita que, sin embargo, percute sobre la piel de mamífero que recubre la experiencia colectiva e individual de la democracia y libera dislocaciones como la mencionada reaparición del fascismo.
Y es aquí donde el liberalismo capitula ante
un miedo resignificado tecnológicamente. Un miedo que no se dibuja con precisión, pero que localiza su mirada en un futuro sin trabajo, que habitan cíborgs y que gobierna una inteligencia artificial que neutralizará la espontaneidad de la acción humana. Quizá es aquí donde tendríamos que identificar las causas más secretas del colapso liberal: en que la idea de progreso puede dejar de ser un aliado de la libertad para convertirse en la alfombra narrativa que nos lleve hacia una distopía totalitaria por aclamación.
José María Lassalle,
¿Llegó el fin del liberalismo?, El País 30/06/2019
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