En la utopía negativa de
Huxley, las personas viven seguras y sanas, tienen sexo a montones y consumen drogas recreativas sin efectos secundarios; la vida es placentera, pero las personas son inhumanas. El mismo
Huxley reconocía su propósito aleccionador en el prefacio de la edición de 1946, donde dejó claro que no quería anticipar el futuro, sino evitarlo: “Esto es posible: Por el amor de dios, tened cuidado.”
Las distopías tienen éxito porque producen escalofríos. Dan miedo, que es la emoción que más rápido capta nuestra atención, por razones evolutivas fáciles de entender: a nuestros ancestros les ayudó atender a las cosas peligrosas y esa tendencia la hemos heredado nosotros. Eso explica que los crímenes truculentos sean las noticias más leídas cada año y que Netflix esté lleno de futuros apocalípticos.
Pero además de ser entretenidas, a las distopías les encuentro otra utilidad: nos vuelven más escépticos. El género demuestra que una sociedad puede ser horrible de muchas formas distintas, algunas diametralmente opuestas. Hay distopías que te previenen sobre una ideología o una visión del mundo, pero después de ver o leer media docena, acabas prevenido contra todas. Porque todas las doctrinas, reducidas al absurdo, esconden un mundo de pesadilla.
Kiko Llaneras,
Lo contrario de una distopía es otra distopía, Letras Libres 01/09/2019
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