... lo que nos motiva en la vida no son argumentos racionales. La razón sirve para aclararse las ideas, para detectar errores. Pero la propia razón nos enseña que los motivos por los que actuamos están inscritos en nuestra estructura íntima de mamíferos, de cazadores, de seres sociales: la razón ilumina esas conexiones, no las engendra. No somos de entrada seres razonables. Quizá podamos llegar a serlo, más o menos, en segunda instancia; pero lo que nos guía en primera instancia es la sed de vivir, el hambre, la necesidad de amar, el instinto de encontrar nuestro sitio en una sociedad humana ... Esa segunda instancia ni siquiera existe sin la primera. La razón arbitra entre instintos, pero utilizando los propios instintos como criterios primeros de arbitraje. Da nombre a las cosas y a nuestra sed, nos permite rodear obstáculos, ver cosas ocultas. Nos permite reconocer estrategias ineficaces, creencias erróneas, prejuicios, de los que, por cierto, tenemos una innumerable cantidad. Se ha desarrollado para ayudarnos a saber cuándo las huellas que seguimos, creyendo que nos llevan al antílope que queremos cazar, en realidad resultan ser las huellas equivocadas. Pero lo que nos guía no es la reflexión sobre la vida: es la vida. (152-153)
Ni siquiera está claro qué significa exactamente «comprender». Vemos el mundo y lo describimos, le damos un orden. Pero sabemos poco de la relación completa entre lo que vemos del mundo y el mundo. Sabemos que nuestra mirada es miope. Del vasto espectro electromagnético que emiten las cosas no vemos más que una pequeña franja. No vemos la estructura atómica de la materia, ni la curvatura del espacio. Vemos un mundo coherente que deducimos de nuestra interacción con el universo, organizado en términos que nuestro desoladamente estúpido cerebro sea capaz de manipular. Concebimos el mundo en términos de piedras, montañas, nubes y personas, y ese es el «mundo para nosotros». Sobre el mundo independiente de nosotros sabemos mucho, sin saber cuánto es exactamente ese mucho. (154)
Pero nuestro pensamiento no es solo presa de su debilidad; todavía lo es más de su propia gramática. Bastan unos siglos para que el mundo cambie: de diablos, ángeles y brujas pasa a estar poblado de átomos y ondas electromagnéticas. Bastan unos gramos de hongos para que toda la realidad se diluya ante nuestros ojos y se reorganice de una forma sorprendentemente distinta. (...) La visión de la realidad es el delirio colectivo que hemos organizado, se ha desarrollado y ha resultado lo bastante eficaz para llevarnos al menos hasta aquí. Los instrumentos que hemos encontrado para gestionarlo y cuidarlo han sido muchos, y la razón se ha revelado uno de los mejores: es un instrumento precioso.
Pero no deja de ser un instrumento, unas pinzas, que utilizamos para meter las manos en una materia hecha de fuego y de hielo: de algo que percibimos como emociones vivas y ardientes. Estas constituyen la sustancia de nosotros mismos. Nos llevan, nos arrastran, las cubrimos de hermosas palabras. Nos hacen actuar. Y algo escapa siempre al orden de nuestros discursos, porque sabemos que, en el fondo, todo intento de poner orden deja siempre algo fuera. (155)
Carlo Rovelli,
El orden del tiempo, Anagrama. Barcelona segunda edición 2019