“Revolución” es un concepto viajero* que nació de forma técnica en la astronomía para nombrar las órbitas; más tarde pasó a la geología y a las controversias sobre el origen del paisaje terrestre. “Revolución” nombró entonces los procesos en los que poderosas fuerzas convergían en periodos cortos de tiempo produciendo grandes transformaciones en el globo. El término estaba asociado al catastrofismo, una de las explicaciones de por qué la superficie de la tierra muestra tales cambios históricos como para que encontremos fósiles marinos en las cumbres de las montañas. Las revoluciones americana y francesa convirtieron el término en un concepto político que refiere a la transformación radical de las estructuras de un estado y, posiblemente, de las instituciones que articulan una sociedad.
Una de las más claras lecciones de la historia es que hay que corregir la temporalidad asociada al concepto de revolución. Generaciones de militantes dieron sus vidas esperando el momento de la revolución. Numerosos partidos y movimientos revolucionarios se levantaron en armas porque sus dirigentes intuían que era el “momento de la revolución”. Rosa Luxemburgo vivió uno de estos momentos y, aunque sabía que era un error histórico que traería terribles consecuencias para la clase trabajadora alemana, se adhirió fielmente a un levantamiento que le costaría la vida.
Recientemente, cierta filosofía política ha convertido en un icono de la revolución la idea de “acontecimiento”. Tiene orígenes bíblicos pero ha sido popularizado por la izquierda heideggeriana como si la revolución fuese algo así como la manifestación de un ser, un evento frente al discurrir aburrido del tiempo político de las instituciones que reproducen sin más lo existente. La temporalidad que expresa este concepto se asocia a loque los griegos conocían como
kairos. De hecho los griegos tenían diferentes términos asociados al tiempo:
kronos,
kairos, y
aeon (aión). No son tanto temporalidades en términos de longitud termodinámica como formas de entender la existencia humana en el tiempo. La misma idea de revolución parecería romper con el discurrir homogéneo del tiempo oficial del poder tal como se refleja en los calendarios.
El tiempo de la revolución no puede ser simplemente un “acontecimiento” en la línea heideggeriana o schmittiana, o en la más clásica de la revolución pensada sobre los modelos de la revolución francesa o rusa, tampoco como el
kronos o tiempo civil de la tradición socialdemócrata y de todos los determinismos históricos, que dejan a la evolución “natural” del capitalismo o del orden económico la tarea de cambiar la historia. Su tiempo es el aión helenístico, el aevo y el saeculum latino, las edades de la humanidad en términos más recientes. No es tanto un tiempo largo o corto, sino un giro en la historia, una transformación como la que pensaba
Marx cuando afirmaba que el comunismo era la entrada de la humanidad en la historia o
Kant cuando hablaba de la Ilustración como salida de la humanidad del estado de niñez.
Desde esta mirada, tendríamos que hablar de la revolución, más que como un resultado de revueltas emocionales, como producto de un cambio en la estructura de sentimiento de la sociedad es decir, de estados afectivos que constituyen las disposiciones generales de individuos y colectivos. Así, afectos como la confianza y la solidaridad no son tanto emociones como estados largos afectivos que son como el bajo continuo de la vida cotidiana. Son metaemociones que producen una transformación en las disposiciones emocionales.
Cuando
Raymond Williams escribió
La larga revolución pensaba en estas transformaciones telúricas de la estructura de sentimiento. La producción de estas derivas tectónicas de fondo en la sociedad es también y sobre todo una mutación de los espacios sociales, desde los de granulosidad fina, los espacios intermedios en los que discurre la vida cotidiana, hasta las grandes esferas de la vida pública, institucional y económica. Una sociedad puede ser concebida como un enorme espacio de posiciones que sitúan a cada persona en un nodo de relaciones de poder, de perspectiva social y de afectos. En las escalas intermedias, la transformación de las relaciones genera en las escalas superiores estos cambios en el tiempo y la historia que llamamos revolución o su contrario, contra-revolución.
La revolución llegará como llega la madurez tras la adolescencia, como una edad de la humanidad. No será televisada porque no habrá nada que televisar: habrán cambiado las miradas y la dirección de las cámaras. La revolución es lo que ocurre cada día cuando deseamos cambiar las cosas y hacemos el intento, también y sobre todo cuando cambiamos nosotros con ellas.
Fernando Broncano,
El tiempo de la revolución, El laberinto de la identidad 29/09/2019
[https:]]