Aproximadamente a mediados del siglo XVII nuestra cultura se vuelve eminentemente visual. El desarrollo del método científico, los primeros compendios naturalistas con láminas, la propia difusión del libro como modelo de conocimiento hacen que nuestra inteligencia comience a estructurarse con metáforas visuales: la verdad se atisba, se geometriza, se entiende según una perspectiva, se realizan esquemas y se alcanzan conocimientos “objetivos”. Esta supremacía de la visión respecto a otros sentidos supone a la vez una nueva toma de posición de la conciencia y un cambio radical en nuestra literatura, como han estudiado, entre otros,
Lucien Febvre y el
Foucault de
Las palabras y las cosas. Un ejemplo: si en la literatura medieval el corazón devorado aún es un tópico supremo, a partir del Renacimiento la comunicación se hará a través de unos ojos cada vez más espiritualizados y abstractos. El italiano
Ezio Raimondi llegaría a definir este nuevo realismo como una “neurosis de la atención”.Pero a la vez que nuestra literatura se vuelve visual y textual, sacrificando otras dimensiones, una tendencia minoritaria de la modernidad juega a subvertir estas limitaciones; bien mediante la exacerbación de la falibilidad del ojo, de la descentralización del punto de vista, o, como en el caso de la poesía, reivindicando una manera más orgánica (y a veces sinestésica) de percibir la realidad. Claudio Rodríguez lo definió en uno de sus versos más conocidos: “Porque no poseemos, vemos”. Lo que también puede significar: puesto que vemos, no poseemos.
Carlos Pardo,
La dictadura de los ojos, El País 30/09/2019
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