Todos sabemos que, con la excusa de que eran “asuntos privados”, se han enmascarado y perpetuado muchas desigualdades de hecho que pervertían la igualdad formal. Pero el que sea un ideal no significa que sea un engaño para ingenuos o una coartada ideológica. Significa que es la condición insoslayable bajo la cual los parlamentarios tienen que legislar, los jueces que dictar sentencias, los Gobiernos que gobernar y los periodistas que informar, precisamente con la intención de que la distancia entre los hechos y los derechos sea cada vez menor. Porque la identidad, convertida en categoría política, es inseparable del conflicto social. No sólo porque es fuente de conflictos, sino porque se alimenta de ellos: las identidades se constituyen contra otras identidades rivales por las que se sienten agraviadas.
Las instituciones jurídicas gestionan estos conflictos tratando a todos los ciudadanos como iguales (en derechos), independientemente de su identidad. Pero el largo trecho entre el ideal y la realidad se pone de manifiesto cuando en el espacio público se advierte que hay ciudadanos que, por no serlo del todo, están marcados por su identidad. Es decir, que son desiguales. La escuela pública, tal y como la he presentado hace un momento, representa uno de los más importantes mecanismos para eliminar esas desigualdades.
Pero ya he advertido que esta imagen es antigua. Hoy, en el patio del colegio, la identidad le ha ganado bastante terreno a la igualdad. El tan denostado “uniforme” ha dejado paso a una orgía de signos externos que marcan la identidad de sus portadores, y no es extraño que, en su nombre, se exija que la hipotenusa, el complemento del nombre o Temístocles se adapten a sus necesidades expresivas, de la misma manera que los nacionalistas exigen que las Constituciones se adapten a sus sentimientos nacionales. Incluso, el alineamiento con un partido político, que empezó siendo una forma de participar en los asuntos públicos, se ha convertido hoy en un signo de aversión tribal al enemigo más que en un cauce de resolución de conflictos.
A largo plazo, sin embargo, pueden generar el espejismo de que los derechos de los ciudadanos se apoyan, no en lo que tienen en común con todos los demás (por ejemplo, el teorema de Pitágoras), sino en lo que les distingue de ellos. Esto es lo que Benjamin llamaba “la estetización de la política”, algo que, según él, culmina necesariamente en la estética de la guerra. Y aunque esta guerra se libre sólo en el terreno simbólico y su principal campo de batalla sean las “redes sociales”, en ella la igualdad tiende a confundirse con un privilegio que nace de la identidad, y a quienes disfrutan de derechos civiles plenos, como privilegiados por su identidad (ideológica, sexual, religiosa, étnica, cultural, lingüística, etcétera). Y el resentimiento que así se genera contra la propia noción de ciudadanía malamente pueden aplacarlo las instituciones del Estado de derecho que se sustentan en esa noción. De ahí la enorme popularidad que han adquirido el antagonismo irreductible, el
ciberbullying y las ofensas a la identidad como conceptos políticos, en detrimento de la desgastada noción de “consenso”.
Y es por todo ello que los nuevos escenarios políticos muestran una inequívoca afinidad con los igualmente nuevos patios de las escuelas públicas, en los que todo el mundo puede visibilizar inmediatamente la diversidad, pero los maestros pueden ya hacer muy poco para corregir las desigualdades que se disimulan demagógicamente.
José Luis Pardo,
La estetización de la política, El país 12/10/2019
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