Fue
Foucault quien dijo que la revolución es la codificación estratégica de todos los (irregulares, dispersos, diversos) puntos de resistencia. Convertida cada una de estas zonas de fricción en un área de investigación teórica, y si es posible en un departamento universitario, se declara en ellas una guerra (simbólica) entre el establishment canónico (que para estos teóricos siempre es deleznable) y los modelos contrahegemónicos que se le oponen o se le resisten (que para ellos son siempre moralmente superiores en cuanto potencialmente revolucionarios). Y en esta actividad –la de codificar un variado antiestablishment que acaba siendo tan asfixiante como cualquier establishment– los nuevos teóricos muestran el mismo infatigable ahínco que sus predecesores para hacer aparecer como una evidencia empírica de las ciencias sociales lo que es en realidad un presupuesto ideológico: que ellos conocen la hidra de mil cabezas que causa todos los males del mundo.
Esta guerra simbólica no pretende disciplinar a una clase explotada para hacer de ella el ejército de choque que acelere la autodestrucción del capitalismo; ahora se trata de aglutinar un malestar difuso y heterogéneo para obtener respaldo electoral y así poder “superar” las instituciones del Estado de derecho desde dentro. Y, en este ejercicio, la tragedia de la lucha de clases ha sido sustituida por la farsa de la lucha de identidades. Ya sean estas nacionales, de género, de especie, de genética, de cultura, de lengua o de tribu, el objetivo es que todas ellas converjan hacia el cuestionamiento de la democracia liberal, que consiguió pacificar los irresolubles enfrentamientos identitarios anteriores al Estado de derecho (cuyo combustible era la religión) justamente subordinando la identidad a la igualdad jurídica, esa misma igualdad de derechos cuestionada ahora por todas estas diversidades de hecho (es decir, identidades) que se sienten agraviadas.
Incluso el alineamiento con un partido político, que empezó siendo una forma de participar en los asuntos públicos, se ha convertido hoy en un signo de identidad (y, por tanto, de aversión tribal al enemigo) más que en un cauce de resolución de conflictos. La diversidad –entendida como el derecho de cada cual a desarrollar libremente su proyecto de vida sin conformarse a un modelo único y obligatorio–, que fue uno de los grandes logros de la Ilustración, se ha convertido ahora en un arma que se levanta contra ella.
Quienes han vivido bajo un régimen totalitario saben perfectamente hasta qué punto es perverso creer que hay algún totalitarismo bueno o pretender que Hitler era de derechas (¿como Churchill?) y que Stalin era de izquierdas (¿como Willy Brandt?): la distinción solo es practicable cuando existe pluralismo político, algo que estaba por principio excluido en los regímenes de ambos líderes, de modo que a sus víctimas no les sirvió de mucho consuelo pensar que en el caso de Stalin se les perseguía o torturaba por razones científica y moralmente “justificadas”.
El populismo de farsa del siglo XXI no anula de iure la distinción izquierda/derecha, pero la diluye de facto porque la columna vertebral de su discurso es la oposición transversal entre “los de arriba” y “los de abajo” (el pueblo y las élites, la gente y la casta, etc.). El enemigo al que se atribuye la causa de toda infelicidad es tan borroso, fluido y maleable como heterogéneo y diversificado es el “pueblo” al que se intenta organizar para combatirlo, sin que los sesudos codificadores de los puntos de resistencia tengan a estas alturas la menor idea de cómo conciliar políticamente las tan disparejas aspiraciones de esa marea de identidades a la que pretenden tutelar, como otros pretendieron antes tutelar a “las masas proletarias”, sin tener la menor idea de lo que hacer con ellas una vez utilizadas como ariete para lograr el poder. Cosa de farsa, en efecto, parecen los liderazgos antiliberales surgidos en Europa y América para capitalizar políticamente el malestar, como lo parece sin duda escuchar al secretario general del Partido Comunista Chino defender el libre movimiento de capitales contra el proteccionismo económico del presidente de los Estados Unidos.
Ni el comunismo ni el capitalismo parecen ya ser lo que eran. Pero la farsa, por el momento, no solamente ha determinado una progresiva pérdida de relevancia de los partidos de centroizquierda y centroderecha que gestionaron el Estado del bienestar posterior a la Segunda Guerra Mundial (y que a menudo, con la comprensible intención de sobrevivir, eligen desplazarse –aunque solo sea de palabra– hacia los extremos, que son justamente los que minan sus expectativas), sino que ha provocado una crisis institucional sin precedentes en la Unión Europea.
José Luis Pardo,
Tragedia y farsa del socialismo científico, Letras Libres 01/10/2019
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