Si uno busca el uso de la palabra española “innovación” o la inglesa
innovation en
Google Ngram Viewer (que mide el uso de términos en los millones de libros de su base de datos), se encontrará con que se ha quintuplicado a lo largo del último medio siglo. ¿Qué ha ocurrido? En sus orígenes remotos, este derivado del latín sólo indicaba la acción de “mudar o alterar las cosas, introduciendo novedades” (como dice la Academia Española a principios del XIX). Pero bajo esta apariencia de objetividad late un profundo problema filosófico… y económico: ¿es bueno o es malo cambiar las cosas?
El énfasis contemporáneo en la innovación, su especialización en el campo económico, así como su caracterización positiva se deben al economista austriaco, luego afincado en Estados Unidos,
Joseph Schumpeter (1883-1950). El contexto en el que aparece es una famosa aportación de
Schumpeter a la teoría económica (1942): la “destrucción creativa”, un “proceso de mutación industrial que incesantemente revoluciona la estructura económica desde dentro, destruyendo constantemente lo viejo y creando incesantemente lo nuevo”. La fuerza que impulsa este cambio es la innovación.
Este concepto, que parte de una teoría evolucionista del desarrollo económico, no ha dejado de extenderse desde entonces. Millares de libros tienen la palabra en su título, así como infinidad de artículos; 2.200 millones de páginas web contienen el término. No menos curiosa que su proliferación es la amplitud de campos en los que se aplica como elemento positivo: hoy se puede hablar de innovación en alimentación, en educación, en turismo, en cosmética, en agricultura, en fiscalidad, en arte, en edición, en medicina, en espiritualidad, en diseño, en deporte, en software, en democracia, en banca, en ingeniería o en organización empresarial;
incluso el presidente Obama puso de moda la innovación social. No menos sorprendente que su extensión son los vasos comunicantes que se establecen entre sectores: un famoso innovador en cocina puede impartir enseñanzas de innovación para empresas de cualquier ámbito. Eso significa que la innovación se percibe como una calidad separada del resto de conocimientos, que puede circular entre ámbitos diferentes y aplicarse “desde fuera” para producir algo nuevo. El término está tan extendido y se usa de manera tan acrítica que, repasando la bibliografía especializada, muchas veces no se puede saber exactamente de qué se está hablando… salvo de hacer las cosas de una manera nueva, y tampoco se sabe siempre muy bien para qué. Ya hace tres lustros que un famoso diseñador lamentaba la “obsesión con la innovación, o al menos con repetir incesantemente la palabra innovación”. En 2012, incluso un medio tan pronegocios como
The Wall Street Journal señalaba: “El término ha empezado a perder significado”. De hecho, lo que le ha quedado es un solo significado: “bueno” o “mejor”.
... para muchos lo que más caracteriza a la innovación es precisamente el hecho de que cambie la forma de funcionar de una sociedad, a menudo concebida como sinónimo de mercado. Es lo que se denomina “innovación disruptiva”, concepto debido a
Clayton M. Christensen en 1995. Como muestra del grado de enajenación en la que puede incurrir esta forma de pensar, veamos su dilema del innovador: “Hacer lo correcto” (es decir, lo que una compañía ha venido haciendo para triunfar) “es equivocarse”.
Este pensamiento revolucionario ha ido dominando primero la academia y luego la política. En numerosas universidades españolas (por lo general, por acuerdo con empresas del sector) existen “cátedras de innovación”; se pueden encontrar, por ejemplo, cátedras de innovación en cerámica, diabetes o productos lácteos. Por cierto: el ministerio que supervisa estas creaciones se llama “Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades”. Dado el carácter ideológico del concepto (puro darwinismo económico), no es extraño que Gobiernos de todos los colores políticos se declaren a favor de la innovación: no hacerlo equivaldría, desde la óptica dominante, a estar en contra del “progreso”. Tanto el Gobierno chino como la Comunidad Económica Europea llevan décadas favoreciendo explícitamente políticas de innovación.
Sí: el número de innovaciones que fallan es muy grande; según el mencionado profesor Christensen, cada año se lanzan en EE UU más de 30.000 productos de consumo,
de los cuales el 80% fracasan. Un museo en Ann Arbor (Michigan, EE UU) reúne 140.000 envases de lanzamientos fallidos en el campo del hogar y la alimentación. Un Museo del Fracaso en Helsingborg (Suecia) tiene 70 productos y servicios, sobre todo digitales, que no llegaron a buen puerto. Las cifras de mortandad son tan grandes que hay quienes prefieren reservar el nombre de “innovación” sólo para los éxitos. Se puede leer que “una innovación es una innovación que triunfa”, lo cual claramente es hacer trampa. Y hay millares de procesos, objetos o productos (por ejemplo, el ventilador, muchos componentes de los automóviles o la humilde aspirina) que llevan décadas funcionando de manera básicamente igual y prestando un gran servicio a sus usuarios aunque no ocupan ningún espacio en la bibliografía sobre empresas.
Y aquí podemos volver a la definición que creó hace muchos siglos Isidoro de Sevilla: “No es grave ni malo hacer alguna innovación cuando la utilidad está unida a la novedad”. La clave, por supuesto, es “utilidad”, pero ¿para quién?: ¿para sus consumidores finales?, ¿para el conjunto de la sociedad?, ¿o para las empresas que lo llevan a cabo?
El problema es que cualquier innovación se asienta en el interior de una sociedad que, a su vez, cambia por su estímulo. Los efectos que tendrá la novedad a medio o largo plazo muchas veces pueden resultar nulos o directamente contraproducentes. La gran eclosión de electrodomésticos, como lavadoras o aspiradoras, que se desarrolló con el siglo pasado pretendía liberar a las amas de casa de trabajos ingratos y repetitivos, pero, como describió
Ruth Schwartz Cowan en su libro de 1983 More Work for Mother, tuvieron el efecto de elevar los estándares de limpieza, con lo que la carga de trabajo doméstico sobre las mujeres permaneció inalterada.
La ideología ligada a la innovación puede hacer especial daño en los terrenos más próximos a las personas. El campo de la sanidad es uno de los que están experimentando mayor sustitución de contacto humano por monitorizaciones automáticas o a distancia, y no siempre con resultados positivos. En educación, da la impresión, errónea, de que los profesores que usan la tiza y la explicación, en vez de pizarras electrónicas o la gamificación, no están cumpliendo realmente con su deber.
Puestas así las cosas, hay que pensar que el mundo de la empresa, de la universidad, los think tanks y los Gobiernos necesitan una reformulación de objetivos y métodos. No es sano que un concepto tan vacuo, por una parte, y tan ideológicamente dudoso, por otra, como “innovación” sea el que esté pilotando el desarrollo de nuestras sociedades, con evidente desprecio de sus posibles efectos sobre los ciudadanos. Desarrollos tecnológicos como la biotecnología, la inteligencia artificial, la nanotecnología o
la impresión 3D tienen cada vez más potencial de cambiar la vida de la gente, pero convendría que se saliera del círculo vicioso de aplicaciones acríticas / resultados indeseados para las personas / soluciones tecnológicas paliativas para afrontar la responsabilidad social de quienes quieren innovar en productos y en procesos sin contestar a la pregunta clave: ¿para bien de quién?
José Antonio Millán,
Contra la innovación, El País 08/12/2019
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