De las ricas reflexiones de Schopenhauer sobre la vida destaca El arte de ser feliz, una recopilación post mortem en un único y breve libro. Su escueta extensión desvela cincuenta consejos para aspirar a alcanzar la eudemonología, que en la perspectiva del alemán no pretendía tanto alcanzar un estado de plenitud jovial, sino aplacar el sufrimiento y el ánimo desgraciado, permitiendo desarrollar sosiego y tranquilidad más o menos duradera. De entre el medio centenar de claves que ofrece Schopenhauer, diez de ellas destacan por su carácter sumamente práctico y motivador.
Para el alemán, que encontró consuelo en la tradición india y, más concretamente, en el budismo, el ser humano está condenado a enfrentar el sufrimiento que la propia individualidad existencial le procura. «Así como rechazamos una medicina amarga, nos resistimos a aceptar que el sufrimiento es esencial a la vida», concluyó el denominado como «Buda de Fráncfort». Por lo tanto, aceptar que vamos a sufrir en nuestra vida es un primer paso imprescindible si queremos alcanzar algo parecido a una cierta paz de espíritu que nos aleje de la melancolía y de la desgracia.
Una obviedad si hemos aceptado el carácter del sufrimiento. La alegría es para Schopenhauer un bien escaso y un estado de ánimo fugaz. Sin embargo, aún existe un peligro más trascendente que la arbitrariedad en la vivencia de la alegría o el sufrimiento: que, adictos a las alegrías, suframos en su búsqueda.
Para evitar sucumbir a este problema, Schopenhauer recomienda cuidarnos «de intentar hacer lo que de todos modos no logramos», ajustar nuestras pretensiones, ambiciones y objetivos, renegar del futuro y no dejarnos arrastrar por la euforia cuando atravesamos una rara cumbre de alegría, sino que debemos ser plenamente conscientes de que enseguida llegará la pesadumbre.
Conviene rodearse, por tanto, de un contexto en el que la serenidad prevalezca sobre los dos grandes enemigos del bienestar humano, la alegría y el sufrimiento. Los amigos (de los que escaseó en vida el filósofo alemán, por cierto) representan para el pensador un elemento clave para el buen vivir: quiebran la percepción condenatoria de la individualidad, distraen de las penas de la existencia y proporcionan apoyo y comprensión.
...si deseamos convertir nuestra vida en un agradable paseo existencial es necesario abandonar toda obsesión por acumular bienes materiales e inmateriales (por ejemplo, adquirir fama o popularidad, caer bien a todo el mundo, etcétera) y disfrutar de cuanto poseemos. Porque lo que tenemos, mientras lo alberguemos, puede ofrecernos el alegre confort que tanto escasea, en opinión de Schopenhauer.
Para aspirar a un calmado bienestar es necesario esforzarnos por cuidar la salud. ¿Y cómo debemos hacerlo, según el filósofo alemán? Alejándonos de los vicios, calmando las pasiones, procurándonos bienestar físico, evitando el sobreesfuerzo y, como parte cuasi metafísica de este exceso de esfuerzo, intentando esquivar las penas, en especial si son banales. Es más, Schopenhauer defendía que la alegría del ánimo estaba estrechamente vinculada con la salud del cuerpo.
«Limitar el propio ámbito de acción: así se da menos oportunidad al infortunio; la limitación nos hace felices»: Schopenhauer mantuvo como principio de la correcta actividad vital la limitación de los actos. Reflexionar sobre la naturaleza, motivación y objetivo de nuestras inclinaciones ayuda a moderar el deseo y a pulir las expectativas. Y, como consecuencia práctica, a esquivar el sufrimiento.
Para el erudito, el esfuerzo por aprender siempre cosas nuevas no sólo proporciona un grato placer, sino un bienestar a largo plazo, pues nos permite sentirnos bien con nosotros mismos y lograr metas alcanzables, provechosas para conservar un magnífico ánimo. «La actividad, el emprender algo o incluso sólo aprender algo es necesario para la felicidad del ser humano», apuntó al respecto.
Aunque pueda resultar contradictorio después de cuanto ya ha sido nombrado, el filósofo aconsejó entregarse a la felicidad cuando esta desee visitarnos. No se trata de intentar capturarla de alguna manera, esforzándonos en actos vanos por mantenernos «felices» todo el tiempo. Tampoco en entender el estado de felicidad como una exuberancia perpetua. Para Schopenhauer, con no ser desgraciado y tener una buena y serena vida, ya se es feliz. O suficientemente feliz, al menos. Y dado que la alegría, el deseo y el sufrimiento, entre otros factores, juegan en nuestra contra según el pensamiento del autor del Parerga y Paralipómena, aprender a ser felices cuando corresponde se convierte en un deber hacia la vida misma.
Eso sí, para convertirnos en alumnos aventajados de la escuela de la felicidad de Arthur Schopenhauer necesitamos desarrollar, al menos, dos disposiciones del espíritu. Una, no perseguir nunca la felicidad, ya nos alcanzará ella cuando menos lo esperemos. Y dos, asimilar que es nuestra manera de comprender el mundo lo que condiciona, en gran medida, la recepción de los acontecimientos. Así lo dejó escrito: «Lo que produce nuestra felicidad o desgracia no son las cosas tal como son realmente en la conexión exterior de la experiencia, sino lo que son para nosotros en nuestra manera de comprenderlas». Si la Fortuna ama a los audaces, la felicidad parece acompañar a los serenos, los bondadosos y a las personas de buen carácter.
David Lorenzo Cardiel, Diez claves para ser feliz según Schopenhauer, ethic.es 21/08/2023
Con el pasar de los siglos, la filosofía y la psicología han analizado profundamente cómo el dolor puede dotar la vida de sentido. En el estoicismo, por ejemplo, este se erige como un desafío ante el cual se puede ejercer la virtud a través de la aceptación: para los estoicos, el dolor depende más de la representación que nos hacemos de él que de una realidad objetiva. Y es que gran parte de las corrientes filosóficas y psicológicas ha resaltado la importancia de la interpretación de las circunstancias dolorosas y la necesidad de «ver más allá de la miseria» para descubrir el significado que hay detrás.
Justamente, ese es el planteamiento de Frankl, también superviviente del holocausto. La logoterapia se caracteriza, precisamente, por ser una psicoterapia que se centra en el sentido. Para el psicólogo austriaco, el ser humano es libre y tiene la capacidad de adueñarse de su destino y superar los infortunios para encontrar el sentido profundo de la existencia. La propia vida de Frankl es una muestra: no solo pasó por cuatro campos de concentración en la Segunda Guerra Mundial, sino que, además, cuando al fin fue liberado del yugo nazi, se enteró de que sus padres y su mujer no habían sobrevivido.
A través de la «voluntad de sentido» podemos llegar a comprender que las situaciones dolorosas pueden ser convertidas en oportunidades para crecer si las llenamos de significado. En otras palabras, si encontramos una razón para seguir viviendo a pesar del dolor sufrido podremos superar la frustración y, por consecuente, el vacío existencial.
De acuerdo con las investigaciones de los psicólogos Richard Tedeschi y Lawrence Calhoun, no solo el individuo que se enfrenta a una situación traumática consigue sobrevivir a ella, sino que además puede vivir un cambio psicológico positivo. Los expertos lo llaman «crecimiento postraumático», que puede resultar también en un cambio espiritual, el incremento de la fortaleza personal, el fortalecimiento de las relaciones interpersonales y una mayor apreciación del valor de la vida. En otras palabras, a través de la resiliencia, una persona puede dotar de sentido su dolor, en lugar de caer en el nihilismo.
En El hombre en busca de sentido (Herder), Frankl plantea el cuestionamiento sobre si existe en realidad un mundo donde la pregunta sobre el sentido del sufrimiento obtenga una respuesta. Y afirma que «este sentido último excede, lógicamente, la capacidad intelectual del hombre; en logoterapia se denomina ‘suprasentido‘».
Y es que, cuando las cosas nos van bien en los grandes pilares de la vida –la salud, la familia, la pareja, las amistades, el trabajo–, tendemos a vivir en automático. Por el contrario, cuando las circunstancias se complican, solemos poner una pausa y observar cómo nos estamos sintiendo y qué está pasando en nuestra vida, ponemos en juego toda nuestra capacidad intelectual para construir significado.
Porque si algo está claro es que el dolor hace parte de la vida. Es cómo lo enfrentamos lo que lleva a encontrar sentido y, ojalá, transformación. En el fondo, como dice Frankl, «el hombre no debería cuestionarse sobre el sentido de la vida, sino comprender que es a él a quien la vida interroga».
Mariana Toro Nader, ¿Puede el dolor dar sentido a la existencia?, ethic.es 30/08/2023
La autoayuda de la superación personal patrocina, bajo la salvífica y almibarada capa de la autodeterminación y de la autosuficiencia, una moralidad subordinada a la negación de los cuidados mutuos, es decir, expropiada de la responsabilidad por el bienestar común, en tanto que nos condena al ostracismo de nuestra esfera personal, a la soledad autoinfligida del privatismo emocional («si yo estoy bien, todo estará bien»): sujetos aislados que pujan por su propio bienestar en una insalubre incomunicación. Desde la perspectiva del más estupidizante crecimiento personal y de la autoayuda del pensamiento mágico («si quieres, puedes») se ofrecen variados viáticos para liberarnos de la «toxicidad» que nos provocan ciertas relaciones (personales, laborales e incluso con nosotros mismos) o para encontrar a nuestras «persona vitamina» (aquellas que nos hacen más fácil nuestro camino), es decir, se promueve, de continuo, la eliminación de cualquier rastro de contingencia, ambigüedad o problematicidad en nuestras vidas. Todo debe «fluir» en un cómodo transitar por la existencia, en un cándido e indolente resbalar por ella que nos permita eludir los disgustos, las contrariedades, los obstáculos y, en general, cualquier elemento potencialmente oneroso que pueda presentársenos.
Este género de estafas pseudoterapéuticas –que cobran paulatinamente un mayor protagonismo, potencian la enajenación emocional y menosprecian nuestra inteligencia– nos hacen olvidar que vivimos y sobrevivimos por y gracias a la dimensión política de los cuidados mutuos, de las relaciones intersubjetivas que trazamos mediante la capacidad para ser afectados por los otros en toda la insoslayable e inevitable pluralidad de sus manifestaciones. En cada una de nuestras acciones, en cada una de nuestras palabras proferidas –e incluso pensadas–, somos agentes morales y políticos que confeccionan un tipo de mundo en función de ese hacer, que es intransferible.
Muy al contrario, al desplazar la vulnerabilidad al ámbito meramente individual y privado, estas técnicas pseudoterapéuticas someten al sujeto a la presión de tener que ser el único forjador de su propia felicidad (o desdicha) y le hace relegar su compromiso cívico en pos de su bienestar individual. Sujetos que se piensan ultra autónomos pero que, justamente a la inversa, se vuelven del todo dependientes de técnicas que los despojan de su inteligencia e incluso de sus afectos, lo que deriva en la «irresponsabilidad de los privilegiados», como ha denunciado en las últimas décadas con gran lucidez Joan Tronto, profesora de Teoría Política en la Universidad de Minnesota (en Moral boundaries: A Political Argument for an Ethic of Care, libro de 1993, o en Contre l’indifférence des privilégiés, de 2013). Una irresponsabilidad que tiene que ver con ignorar formas de adversidad que esos privilegiados no tienen que afrontar. Sumirnos en nuestro universo privado, y ceñirnos a nuestro bienestar personal, hace el mundo más mezquino, provoca que eludamos la dimensión relacional y contextual de nuestra existencia y reduce los cuidados y la atención a un onanismo emocional en virtud del cual el sujeto no se permite encontrar ninguna traba para la satisfacción de sus deseos, intenciones y anhelos. Los mensajes más arriba expuestos, melifluos y de amplia difusión, llegan a cada vez más niños y adolescentes que, cuando han de enfrentarse a alguna dificultad, no saben cómo plantar cara a cualquier atisbo de frustración, en tanto que han sido adoctrinados en la jerigonza del «si quieres, puedes».
La ética de los cuidados, que es una ética de la atención por y con el otro, es sustituida por una dulzona moralidad de la autosuperación, entendida como una salvación de todo aquello que resulta amenazante, inquietante o desafiante, mientras, por otra parte, nos invitan de continuo a «dejar nuestra zona de confort»: porque, ya lo sabemos, a estas técnicas les va el negocio en ello, es decir, en el hecho de que precisamente nos vaya mal, y no hay nada como abandonar un confort alcanzado con esfuerzo y largos años de denuedo para necesitar, de nuevo, las herramientas del chamán de turno que nos ayude a «crecer personalmente».
En definitiva, la idiotización a la que nos exponen los gurús del crecimiento personal está consiguiendo que rehuyamos nuestra responsabilidad comunitaria, que depositamos por entero en los agentes políticos institucionales (con el consiguiente peligro que esto supone), de manera que cada sujeto ha de ser el exclusivo garante, y por tanto el exclusivo culpable, de su dicha o desgracia, sin tener que preocuparse de lo que sucede en su contexto más cercano. Sin tener que prestar atención a las desventuras del otro, desoyendo el dictado, tan bello como certero, de Simone Weil en sus Cuadernos (publicados en Trotta, 2001): «Contemplar la desgracia ajena sin apartar la mirada, no sólo la mirada de los ojos, sino la mirada de la atención, es hermoso. Es detenerse».
Carlos Javier González Serrano, El crecimiento personal nos idiotiza, ethic.es 29/08/2023
Arendt tenía una idea firme de la libertad como realidad política viva, que ejerce el individuo. La libertad no es algo que pueda darse, la libertad hay que tomársela. Es algo que ella hará en numerosas ocasiones. La libertad es como la respiración, necesita de “espacio” entre las personas. El totalitarismo es el intento, por parte del Estado o de cualquier otro poder, de comprimir ese espacio. El terror total destruye el espacio entre las personas y no deja respirar. Una compresión del espacio mental que se opera mediante la uniformización del pensamiento. El individuo singular se convierte en masa uniforme. “Los totalitarismos no logran arrancar de los corazones el amor a la libertad, pero destruyen el único prerrequisito esencial de todas las libertades, que es la capacidad de movimiento, que no puede existir sin ese espacio mental”.
Las fuerzas de la naturaleza y de la historia son aceleradas por el totalitarismo y solo pueden ser frenadas mediante el ejercicio de la libertad. La libertad no es un derecho otorgado por otro (el Estado), la libertad es algo que ejerce cada cual, está en la raíz misma de la condición humana. Alienar esa condición libre y esencial de lo humano es el objetivo del terror totalitario. La gestión del miedo es aquí fundamental (lo hemos visto recientemente) y de ella se encargan los medios de información: la propaganda totalitaria.
Ese freno de las fuerzas imparables de la naturaleza y de la historia es posible por el hecho de que las personas nacen. Cada individuo supone “un nuevo comienzo”. Esta es una noción fundamental de Arendt. La referencia al origen (aunque ella no lo llama así). La vida tiene eso. El origen está siempre presente. Cada nuevo comienzo es una fuente de libertad. Desde el punto de vista totalitario, cada nuevo comienzo es un obstáculo en su labor de adoctrinamiento. “El terror ejecuta las sentencias de muerte que se supone ha pronunciado la naturaleza sobre razas o individuos que no son ‘aptos para la vida’, o la historia sobre las ‘clases moribundas’, sin aguardar al proceso más lento y menos eficiente de la naturaleza o de la historia”. Los totalitarismos aceleran estos procesos. En este sentido se parecen a los laboratorios. Crean las condiciones de presión y temperatura que hacen posible la aceleración de los procesos naturales. Y se ciega a su origen, al hecho de que esa labor científica, cuando innova, se gesta gracias a un “nuevo comienzo”, que es el impasse del que, el genio investigador, saca su teoría.
Cada ciencia es un “aspecto” de lo real. Lo real es poliédrico. Cuando una ciencia reclama el monopolio de lo real (como hizo la Física), está haciendo propaganda y desbarra en sus ambiciones. Cualquier “teoría del todo” es una forma de totalitarismo. Forma parte de una retórica científica, resultado del imperialismo de una ciencia particular. La Física pretendió extender sus dominios sobre la Química, la Biología o la Psicología. Como si una sola ciencia, una única perspectiva, pudiera dar cuenta de lo real. Arendt, que ha leído a Alexandre Koyré, advierte la obsesión por la ciencia que caracteriza al mundo moderno desde el siglo XVII. Y cita a Eric Voegelin: “El totalitarismo parece ser la última fase de un proceso durante el cual la ciencia se ha convertido en un ídolo que curará mágicamente todos los males de la existencia y que transformará la naturaleza del hombre”. El cientifismo, como la propaganda totalitaria, trata de eliminar la imposibilidad de predecir las conductas individuales, ofreciendo certezas a las masas. Una idea que pertenece al sentido común decimonónico, primero positivista, luego conductista. Suponen que la naturaleza humana es siempre la misma, y que la historia es el relato de las cambiantes circunstancias objetivas. El ser humano solo hace que sufrir o encajar las leyes inmutables del proceso histórico o natural. Pero los hechos dependen del poder que pueda fabricarlos. Un mundo sometido al control totalitario puede hacer realidad sus mentiras, lograr que se cumplan todas sus profecías. En todo caso, nunca será un sistema “completo”. Como no lo son los veredictos de la genética de los nazis o la lógica de la historia de los bolcheviques.
Arendt no habla de historia de la ciencia, pero su visión del totalitarismo encaja con nuestro propósito. “En un perfecto gobierno totalitario, todos los hombres se han convertido en Un Hombre”. Toda ciencia particular exige cierta uniformización del pensamiento. Los físicos piensan todos de forma parecida, también los psicólogos o los biólogos. Es la consecuencia de su formación. Pero es un abuso que un modelo particular se considere el único válido. De ahí que el propósito de la propaganda totalitaria, que no es tanto inculcar convicciones como la capacidad de destruir la formación de alguna.
Arendt no habla de la “teoría del todo”, pero sí de ideologías e ismos que lo explican todo. Para el pensamiento libre y creativo, una ideología es una simplificación inadmisible. Puede funcionar en los niveles más elementales y tiernos del pensamiento, constituir un horizonte único, pero en seguida se advierte que es una cárcel para el pensamiento. Y un truco mental para no pensar. Deducir todo a una única premisa tiene consecuencias políticas catastróficas, pero muy útiles para la dominación totalitaria. El instinto de Arendt, que carece de formación científica, advierte el peligro. “Las ideologías son conocidas por su carácter científico: combinan el enfoque científico con resultados de relevancia filosófica y pretenden ser filosofía científica. La palabra ideología parece implicar que una idea puede llegar a convertirse en objeto de una ciencia de la misma manera que los animales son el objeto de la zoología, y que el sufijo -logía en ideología, como en zoología, no indica más que las logoi, las declaraciones científicas sobre el tema. Si esto fuera cierto, una ideología sería una pseudociencia y una pseudo filosofía, trasgrediendo al mismo tiempo las limitaciones de la ciencia y la filosofía”.
Arendt conoce bien (lo ha sufrido) el fetiche de la ideología. La ideología es la lógica de una idea y su objeto es la historia, a la que aplica esa idea. “La ideología trata el curso de los acontecimientos como si siguieran la misma ley que la exposición lógica de su idea”. Las ideologías pretenden conocer los misterios de todo el proceso histórico, los secretos del pasado, las complejidades del presente, las incertidumbres del futuro, merced a la lógica inherente de sus ideas”. Quien se rige por la ideología pretende ser el más listo (lo explica todo) y acaba siendo el más ingenuo. La ideología, además, apantalla lo real. Lo tiene todo demasiado claro, nunca se interesa por el misterio de las cosas. Tiene vocación totalitaria. “La coacción puramente negativa de la lógica, es decir, la prohibición de contradicciones, se convierte en productiva”.” Ese proceso productivo no podrá ser interrumpido o desdicho por una nueva idea o una nueva experiencia. Esa es la cerrazón ideológica: “Cambiar la capacidad inherente de pensar por la camisa de fuerza de la lógica, nos fuerza tan violentamente como si estuviéramos forzados por un poder exterior”. Las principales ideologías totalitarias del siglo XX fueron el nazismo y el estalinismo. En el siglo XXI han cambiado de máscara y son la biotecnología (la idea de que el ser humano es solo un algoritmo biológico) y la tecnolatría o digitalización del mundo (la idea de que lo real es básicamente información).
El totalitarismo se consolida cuando es destruida la forma más elemental de la creatividad humana, que se suscita siempre en el origen, en el “nuevo comienzo”, al que la persona creativa regresa continuamente. Mientras existan personas creativas, que añadan algo propio al mundo común, podrá sortearse la amenaza totalitaria y su sistemática preparación de ejecutores y víctimas.
Mientras que el totalitarismo pretende convertir al ciudadano en autómata., en nuestro momento presente, pretende convertirlo en algoritmo biológico: programable, jaqueable, prescindible. “La dominación totalitaria porta los gérmenes de su propia destrucción”. El miedo y la impotencia son principios antipolíticos y “lanzan a las personas a una situación contraria a la acción política.” Hannah se despoja de fatalismo. Cada final en la historia anuncia un nuevo comienzo, y ese comienzo se identifica con la libertad humana. Heráclito ha regresado. Un conocimiento garantizado por cada nuevo nacimiento, por cada ser vivo.
La gran intuición de Arendt es que ve en el totalitarismo el culmen de la idea moderna del mundo que se empieza a gestar con el mecanicismo del siglo XVII. Un logro facilitado por la técnica y la ciencia aplicada, espoleadas por la idea fija de un crecimiento económico ilimitado. Tres impulsos estrechamente relacionados que culminan en la producción industrial de la muerte, la obsesión por el control y la gestión del miedo. Paradójicamente, la ciencia y la técnica desbocadas llevan a la sinrazón y a la negación de la dignidad y la libertad humanas.
Para Arendt la característica principal de las masas modernas es que no confían en la realidad de su propia experiencia (lo hemos visto recientemente). “No confían en sus ojos ni en sus oídos, sólo en sus imaginaciones… (configuradas por los medios de información). Las masas se niegan a reconocer el carácter fortuito que penetra la realidad. Están predispuestas a todas las ideologías porque éstas explican los hechos como simples ejemplos de leyes y eliminan las coincidencias, inventando una omnipotencia que lo abarca todo. La propaganda totalitaria medra en esa huida de la realidad a la ficción, de la coincidencia a la constancia”.
Hay en las masas un miedo general a la libertad, y un deseo de escapar de la realidad. Una ceguera voluntaria. Ese miedo es el que gestiona el proyecto totalitario, utilizando el anhelo de consistencia. Hitler afirmaba que en el Estado total no debía haber diferencia alguna entre ley y ética. “La dominación total aspira a organizar la pluralidad y diferenciación infinitas de los seres humanos como si fueran un único individuo, algo que sólo es posible si cada individuo particular es reducido a un complejo de reacciones nunca cambiante… El asunto es fabricar algo que no existe, un tipo de especie humana cuya única libertad consista en preservar la especie”. Darwin y el determinismo de Laplace (la tentación geométrica) se dan aquí la mano. Se trata de eliminar, mediante condiciones científicamente controladas, la espontaneidad como expresión del comportamiento humano y transformar a las personas en simples “perros de Pávlov”, regidas bajo la ley única del reflejo condicionado. Este es el primer paso para volver a todas las personas superfluas (i. e., prescindibles, jaqueables, programables).
Las ideologías preparan el terreno para el totalitarismo. Y lo hacen gracias a la “fuerza de la lógica”, a la reivindicación de la “validez total”. “En los sistemas lógicos, como los sistemas paranoicos, todo se deduce comprensiblemente e incluso obligatoriamente una vez que ha sido aceptada la primera premisa. La locura de semejantes sistemas radica no sólo en su primera premisa, sino en la lógica con la que han sido construidos. La curiosa cualidad lógica de todos los ismos, su confianza simplista en el valor salvador de la devoción tozuda sin atender a factores específicos y variables, alberga ya los primeros gérmenes del desprecio totalitario por la realidad y los hechos”. Ese desprecio esconde la ambición orgullosa de dominar el mundo. Un dominio que exige la creación de un individuo prefabricado (un autómata) y una fuerte devaluación de la realidad. Lo único que importa es ser consecuente. Arendt asocia ese impulso con los fines de la burguesía y del imperio. “Con estas nuevas estructuras, construidas sobre la fuerza del supersentido e impulsadas por el motor de la lógica, nos hallamos en el final de la era burguesa del incentivo y el poder tanto como en el final del imperialismo y la expansión”. El imperialismo, como la lógica, es una fuerza de coerción, ya sea de los pueblos o de la naturaleza.
Para Arendt la ecuación es sencilla: la idea de una lógica de la historia conduce al totalitarismo estalinista, así como la idea de unas leyes naturales universales conduce al racismo de los nazis. “Ninguna ideología que pretenda explicar todos los acontecimientos históricos del pasado o la delimitación de todos los acontecimientos futuros puede soportar la imprevisibilidad que procede del hecho de que los hombres sean creativos, que puedan producir algo que nadie llegó a prever.” Un sistema lógico, como un sistema ideológico, no puede ser creativo. Su naturaleza es tautológica. Imponerlo sobre el individuo es cercenar los más sagrado de la condición humana: la libertad y la creatividad. Y eso es lo que hace la propaganda totalitaria, que hoy, en el milenio de los prodigios tecnológicos, toma la forma del dataísmo o culto al dato. Lo que está en juego es la naturaleza humana como tal. Esa es la nueva manipulación global. El monstruo totalitario dice obedecer a leyes positivas, de las que obtiene su legitimación. Absolutiza la ley natural, que ha dejado de ser un constructo humano (un híbrido naturaleza-cultura), para convertirse en ley irrevocable. Los nazis hablaban de la ley de la naturaleza, los bolcheviques de la ley de la historia, los tecnócratas de la ley de la información, que el algoritmo hace efectiva tras la digitalización de la realidad.
Juan Arnau, Hannah Arendt, la amistad frente al totalitarismo, El País 23/08/2023
Mientras, bajo el peso de los asuntos cotidianos, las palabras parecen estar al servicio de una representación con fuente exterior a las mismas, ha debido darse en la vida de cada uno un momento en el que las metáforas, hoy oscurecidas por la reducción instrumental del lenguaje, constituían, sin necesidad de explicación, simplemente lo más luminoso. Neruda, Mallarmé, Góngora o Lorca, son como los embajadores milagrosos de un país ya muy lejano, en el que las palabras, persiguiendo tan sólo la emulación de sí mismas, precisamente por ello empapaban todo acontecimiento y toda cosa presente. ¿Es la Tierra azul como una naranja? Así ha de ser si las palabras no mienten (La terre est bleue comme une orange/Jamais une erreur les mots ne mentent pas, Paul Éluard, L’ Amour, la Poésie).
No discuto la legitimidad de preguntarse qué quiere decir Éluard en estas líneas, de qué verdad el poeta se siente portavoz. Estoy diciendo simplemente que esa verdad no consiste en adecuación a una realidad extrínseca, y que lo esencial en tal decir no es de orden epistémico, que lo conmovedor del asunto reside simplemente en otro decir, esencial al espíritu humano y al que Kant, en estos asuntos ineludible, intentó aproximarse. La metáfora no es aquí ese “instrumento” al que a veces ha querido ser reducida. Y desde luego no cumple la exigencia de subordinarse a un relato ajeno a la propia metáfora.
Victor Gómez Pin, En efecto, las palabras no mienten, El Boomeran(g) 24/08/2023
Seis años después de su suicidio, Mark Fisher (Reino Unido, 1968-2017) ya es un referente indiscutible de los Estudios Culturales. Su legado, sin embargo, hace ya mucho tiempo que ha desbordado los muros de la academia. Ese era uno de sus objetivos, de hecho, cuando pasa de escribir –de forma anónima– para el blog K-punk a publicar, en el 2009, su ensayo más conocido, Realismo capitalista. Decide, así, “salir del underground” para convertirse en un “modernista popular”. Alguien que parecía llamado a realizar crípticos ejercicios de exégesis cultural, sobre todo desde el análisis de la cibernética (su tesis doctoral, Constructos Flatline, es una obra de culto), se transforma en una de la mentes más lúcidas para interpretar las trampas del capitalismo del siglo XXI.
Su escritura, clara y directa, ha ido llegando a los lectores en español gracias, en gran parte, a la editorial Caja Negra, que ha recuperado sus títulos más destacados. De hecho, una magnífica manera de adentrarse en el pensamiento del autor británico es gracias a las entrevistas que se recogen en el volumen 3 de K-Punk. Allí explica que, siendo profesor de filosofía en una escuela orientada al mundo del trabajo, toma consciencia de cómo la frase de Margaret Thatcher “No hay alternativa” se ha infiltrado en jóvenes que no han conocido otra cosa que el capitalismo global. “Así son las cosas, y no se puede hacer nada al respecto” es lo que muchos sienten, secuestrados por la resignación. La imposibilidad de pensar un futuro diferente es a lo que llama “realismo capitalista”, y dedica un capítulo de su ensayo a “la privatización del estrés”. Fisher considera que el capitalismo posfordista -el que prefiere especular en las plataformas digitales antes que en las fábricas- no solo nos ha abocado a una angustia permanente, sino que además nos ha hecho creer que somos culpables de nuestra ansiedad. El británico nos advierte del peligro de tratar la salud mental como algo individual, simplemente como un error químico o la consecuencia de una determinada constelación familiar. La ansiedad es, entonces, una cuestión profundamente política.
Curtido en la crítica musical, pero con una gran base filosófica, Fisher resignifica un término de Jacques Derrida, la hauntología, para designar los “espectros” que un día fueron pensados en el pasado. Y apuesta por buscar futuros posibles, precisamente, en esas potencialidades no desarrolladas. En Los fantasmas de mi vida describe esa ontología diferente, basada en la huella, no para fomentar una nostalgia reaccionaria, sino para salir del laberinto del presente. “Lo que debe asediarnos no es el ya no más de la socialdemocracia tal como existió, sino el todavía no de los futuros que el modernismo popular nos preparó para esperar pero que nunca se materializaron”.
Albert Lladó, El futuro de Mark Fisher, La Vanguardia 20/08/2023
La teoría cuántica es la teoría científica mejor confirmada y más exitosa que tenemos. Casi toda la tecnología actual más relevante se basa en ella. Ha sido, además, desde sus comienzos intrigante para los filósofos y para los físicos con vocación teórica, porque plantea problemas de gran envergadura y profundidad, que sus creadores se tomaron muy en serio. Se dice que Bohr estuvo garabateando en su lecho de muerte una respuesta a la última objeción de Einstein, quien nunca aceptó que la teoría cuántica fuese una teoría acabada.
En esencia, el debate filosófico sobre la "realidad" cuántica no es sino la continuación de un viejo debate sobre la forma más adecuada de entender las teorías científicas y su relación con el mundo que tratan de conocer. Hay dos posiciones básicas. Según los realistas, las teorías científicastienen como objetivo averiguar, aunque sea siempre de forma falible, qué entidades y procesos hay en el mundo, qué propiedades tienen y por qué cambian de un modo definido. Esas entidades, procesos y propiedades existen en el mundo con independencia de cualquier observador.
Consideran, además, que las evidencias obtenidas mediante la observación y los experimentos pueden aportar elementos de juicio para aceptar la verdad (aproximada) de las teorías exitosas.
Los antirrealistas ven las cosas de otro modo. Consideran que el papel de las teorías científicas consiste en calcular, predecir y controlar una forma simple y fructífera las manifestaciones observables de la naturaleza (lo que los clásicos llamaban “salvar los fenómenos”). Las teorías son, pues, herramientas conceptuales para manejar el mundo y no deben interpretarse como guías ontológicas, es decir, no deben tomarse como un catálogo acerca del mobiliario del universo, y mucho menos en lo que se refiere a las entidades inobservables. La evidencia empírica sólo nos permite afirmar la adecuación empírica de la teoría, es decir, solo podemos afirmar que la teoría ha encajado bien hasta el momento con los fenómenos conocidos y, particularmente, que ha resultado efectiva en su capacidad de predicción.
La teoría cuántica constituye un desafío para las posiciones realistas si la tomamos en la interpretación considerada como estándar, la interpretación de Copenhague, desarrollada fundamentalmente por Bohr, Heisenberg y Born. Una interpretación cuyo contenido preciso, sin embargo, sigue siendo objeto de controversia entre físicos e historiadores. De hecho, Bohr y Heisenberg discreparon en puntos importantes.
También en cuanto a sus planteamientos filosóficos. Bohr fue una especie de fenomenista kantiano, mientras que Heisenberg estuvo más cercano al positivismo. En lo que ambos coincidían era en su instrumentalismo.
Antonio Diéguez, El gran debate filosófico del siglo XX sigue abierto ..., xataka.com 26/10/2022
En el contexto de lo que Adam Tooze ha llamado "policrisis", la tentación de los negacionismos (sanitario, climático, geopolítico) alimenta el crecimiento de partidos o movimientos postfascistas y destropopulistas en todo el mundo. Aunque solo fuera por eso valdría la pena tomarse en serio a sus seguidores. Son muchos y hacen a menudo un esfuerzo cognoscitivo y pedagógico mayor que el de los que se ríen de ellos. Es gente mal informada, pero extraordinariamente informada; es gente mal pensada, pero que piensa sin parar; es gente contraria al sentido común, pero que apuesta por un proyecto común. La filósofa italiana Donatella di Cesare, especialista en el Holocausto, insiste con razón en que los negacionismos no son fruto de la ignorancia. La ignorancia ignora, no niega. La negación, lo sabemos, puede ser una defensa instintiva frente a un trauma, tal y como nos enseña la psicología: es, de hecho, la primera fase de casi todos los duelos: la negativa a aceptar la muerte de un ser querido. Pero el negacionismo es otra cosa, pues convierte la negación en una afirmación, en un forma activa, afirmativa, de intervención en el mundo. Puede beneficiarse de la ignorancia, desde luego. Es muy posible, por ejemplo, que ese alarmante 65% de jóvenes estadounidenses que no saben nada del Holocausto puedan llegar a convertirse en neonazis, pero hoy sencillamente no se ocupan de él, y aún están a tiempo de estudiar historia. El negacionismo puede crecer también en el marco de un "duelo" colectivo, como hemos visto en el caso de la pandemia, pero el terror de la propia fragilidad sobrevenida no conduce necesariamente al terraplanismo o al antivacunismo; los duelos colectivos pueden aumentar asimismo la conciencia humana y producir alternativas solidarias, como recuerda en sus libros la socióloga estadounidense Rebecca Solnit.
El negacionismo, en fin, es un sistema de conocimiento y de pensamiento que no se limita a destruir un consenso social sino que construye en paralelo formas de vida y de comunicación autorreferenciales que no pueden desmontarse enunciando ninguna verdad presuntamente objetiva. Todos los negacionismos, por ejemplo, van acompañados de una teoría conspiranoica. No se puede ser terraplanista sin denunciar una conjura de la NASA. No se puede ser anti-vacunas sin denunciar una conspiración de Soros, Bill Gates y la casa Bayern. No se pueden negar las cámaras de gas sin denunciar un complot del capitalismo judío. No se pueden negar los crímenes del estalinismo sin convertir a la CIA en una omnipotente maquinaria de propaganda anticomunista. Cada negación conlleva su propia construcción conspiratoria; y cada construcción contiene uno o dos ladrillos verdaderos. Es verdad, por ejemplo, que las grandes farmacéuticas se han lucrado del modo más abyecto con las vacunas. Es verdad que Israel ha explotado a las víctimas del Holocausto para legitimar un proyecto colonial en Palestina. Es verdad que la CIA ha utilizado todos los medios a su alcance (desde periodistas y películas hasta golpes de Estado) para combatir el comunismo en el marco de la Guerra Fría. E incluso los terraplanistas pueden decir con razón que la única prueba que tenemos de la redondez de la Tierra son imágenes artefactas perfectamente manipulables. Cabe afirmar, pues, que las construcciones con las que los negacionistas niegan la Ciencia o niegan la Historia son bastante más sólidas e irrefutables que la Ciencia y la Historia mismas, cuyas disciplinas se caracterizan por la revisión constante de sus conclusiones, la renovación de las fuentes y la adquisición de nuevos datos y pruebas. En un momento en el que cada vez es más difícil distinguir la verdad de la falsedad, podríamos sugerir un indicio orientativo: en la realidad siempre queda algún fleco suelto; en la teorías conspiranoicas, en cambio, todo encaja perfectamente bien.
Santiago Alba Rico, Negacionismos y democracia, Público 23/08/2023
¿Qué es lo que niega un negacionista? La respuesta fácil, cómoda, autosatisfecha es: "los negacionistas niegan la realidad" o "los negacionistas niegan los hechos". ¿Pero estamos seguros de poder reconocer siempre un "hecho"? Lo que llamamos "hechos" son cristalizaciones muy complejas en las que el propio cuerpo es solo un testigo lateral o incluso accidental que interviene poco y del que apenas podemos fiarnos. Casi nunca nuestros conocimientos están hecho de "experiencias". Ni siquiera los más empíricos. El genial escritor inglés Keith Gilbert Chesterton decía que un niño sabe que las abejas pican, antes de que ninguna le haya atacado, porque se lo ha dicho su madre. Lo hijos creen en sus padres y por eso acaban repitiendo muchas veces sus mismos errores. Pero si esto ocurre a la escala del propio cuerpo, ¿qué sucederá allí donde el acceso al conocimiento solo puede hacerse por vía interpuesta y sin posibilidad de una experiencia directa? Este es el caso precisamente de la Ciencia y de la Historia. ¿Por qué sabemos que la teoría de la evolución de Darwin está bien fundada? Porque nos lo han dicho en la escuela. Pero en 1850, por ejemplo, los niños ingleses "sabían" que el mundo había sido creado por Dios en siete días hacía 4004 años y durante el mes de octubre; y que el último día había creado a los humanos, primero al hombre y después a la mujer. Lo sabían por la misma razón: porque se lo habían dicho sus madres o se lo habían dicho en la escuela. ¿Y por qué sabemos que Constantinopla cayó en manos de los turcos en 1453, que Lenin encabezó una revolución en Rusia en 1917 y que Hitler mató entre cinco y seis millones de judíos (además de gitanos, eslavos, comunistas y homosexuales) entre 1933 y 1945? Porque nos lo han dicho en la escuela. Ninguno de nosotros es tan viejo que haya podido vivir esos acontecimientos; y ninguno de nosotros conoce a un testigo de esos acontecimientos. Así que todo nuestro conocimiento es indirecto y depende, por así decirlo, de fuentes que consideramos autorizadas.
La cuestión, pues, son las fuentes. Todo lo que sabemos lo aprendemos de alguien: una madre, un libro, un maestro. Ahora bien, mientras que nuestra madre, como nuestro cuerpo, es una fuente subjetiva, la Ciencia y la Historia constituyen fuentes objetivas. Eso no significa que su contenido, en cada momento y cada época, sea siempre verdadero: antes de que se descubrieran las bacterias la Medicina consideraba probado el contagio a través de "miasmas" y solo en los últimos años los historiadores y antropólogos han podido evaluar en toda su envergadura el daño demográfico de la conquista española de América. Cada contenido de las ciencias, duras o blandas, está en permanente discusión en el seno de una comunidad de intercambio, colaboración, deliberación, verificación y refutación, garantía de la fundamentación provisional de los saberes y, si se quiere, del progreso cognitivo de la humanidad. Las ciencias las hacen cuerpos subjetivos (nacidos del vientre de madres) que a veces se equivocan o se engañan o engañan deliberadamente; pero conforman una "comunidad objetiva" cuyos procedimientos de autocorrección colectiva aseguran la contención de las subjetividades y sus alucinaciones. Los logros de esa "objetividad" se trasladan a la sociedad a través de la escuela, y es esa la razón de que sea tan importante defender una enseñanza pública, laica, universal y gratuita. El niño que va a la escuela se separa de sus padres y pasa del mundo de la subjetividad (donde a veces se aprenden cosas reales, como que las abejas pican, y otras veces cosas absurdas, como que los hombres son superiores a las mujeres) al de la objetividad (donde aprendemos qué es una abeja y por qué las necesitamos). Esa es la autoridad que nos permite sostener que "sabemos" algo cuando nos lo dice un maestro o un historiador o un funcionario de la OMS y no cuando nos lo dice una página web antivacunas. Cuando esa autoridad cede, cuando se vuelve de pronto "increíble", no vence la ignorancia sino el fascismo.
Santiago Alba Rico, Negacionismos y democracia, Público 23/08/2023
Podemos decir, por tanto, que el conocimiento es siempre una cuestión política; una cuestión que tiene que ver, es decir, con la polis y sus instituciones; que tiene que ver con el tipo de comunidad que trasladamos y reproducimos en los parlamentos y las escuelas. Por eso tiene mucha razón la citada Donatella di Cesare cuando insiste en que tanto los negacionismos como las inseparables teorías de la conspiración "no son un producto de la ignorancia o de un pensamiento mágico y supersticioso" sino que señalan cuestiones "eminentemente políticas". Los negacionismos, sí, se inscriben en un proyecto político cuyo propósito no es negar la "realidad" o los "hechos" o las "verdades científicas" sino combatir esas comunidades objetivas que hacen creíbles nuestros saberes y nuestras creencias; negacionismos y conspiranoias nacen, en puridad, de la descomposición de esas comunidades, descomposición que arrastra al terraplanismo, el antivacunismo o el negacionismo histórico a miles de personas normales asustadas e inseguras e incluso a miles de "rebeldes antisistema" justamente cabreados. No se trata, por tanto, de corregir la ignorancia con conocimiento; ni tampoco el falso conocimiento con verdadero conocimiento. La respuesta tiene que ser también política. ¿En quién podemos confiar? ¿A quién podemos creer? Las encuestas sobre negacionismos y negacionistas hay que ponerlas en relación, mucho me temo, con las encuestas sobre democracia. Recuerdo de nuevo algunos datos. Según un informe de la Fundación V-Dem, todos los progresos democráticos alcanzados en las últimas décadas "se han esfumado". El 78% de la población mundial, casi seis mil millones de personas, viven hoy bajo regímenes autocráticos, una proporción que nos devuelve al año 1986, a las vísperas del final de la Guerra Fría. Por primera vez en dos décadas, hay más gente gobernada por "autocracias cerradas" (un 28%) que por "democracias liberales" (tan solo un 13%). El informe indica que en 2022 cuarenta y dos países estaban en proceso de "autocratización", entre ellos EEUU y Brasil, pese a la victoria in extremis de Biden y Lula sobre Trump y Bolsonaro en las últimas elecciones: el paso de la derecha por el poder siempre deja fósiles institucionales difíciles de doblegar. Menos libertad académica y cultural, menos libertad de expresión, menos credibilidad electoral, menos derechos civiles, ésta es la tónica que se impone en el mundo por una especie de réplica viral en la que la dependencia comercial de las democracias respecto de las autocracias (pensemos en el poder económico de China, Rusia o Qatar) debilita aún más las resistencias liberales.
La lucha por la democracia, en consecuencia, es indisociable de la lucha por la Ciencia y la investigación histórica; es decir, de la escuela pública. A menos democracia, más negacionismo y más teorías de la conspiración. Una parte de la izquierda (la que niega los crímenes de Stalin, de Putin y de Bachar Al-Asad) coincide en eso con la ultraderecha: no cree en la objetividad de los saberes comunitarios (ni de los sufrimientos comunes) y no cree, en consecuencia, en las trabajosas chapuzas del Derecho y la Democracia.
Santiago Alba Rico, Negacionismos y democracia, Público 23/08/2023
Podríamos denominar o caracterizar la actual cultura occidental como «cultura psi». Todo síntoma, emoción, sentimiento o afecto que se siente como extraño o incómodo tiende a psicologizarse o psiquiatrizarse, y los especialistas en salud mental más críticos ya comienzan a inquietarse ante los efectos de posibles «contagios emocionales», sobre todo entre población adolescente. El problema a discutir aquí no es, como se ha defendido durante largos años, el efecto contagio de conductas suicidas (el llamado «efecto Werther»), sino el problema aún más inquietante de la estandarización de nuestra conducta. Es decir: cuando alguien ha sido diagnosticado en términos psicológicos o psiquiátricos, tiende a comportarse de una manera en la que pueda adecuar su personalidad, emociones, relaciones y conducta al trastorno que le haya sido «encomendado». Este es el verdadero problema: existe un extraño encariñamiento con el trastorno diagnosticado, y esto no ocurre por casualidad.
Nuestros ritmos frenéticos, la necesidad de vivir hiperconectados y el pavor a perdernos algo, el imperativo de la permanente rentabilidad en todos los ámbitos de la vida, la tecnologización de todos los procesos vitales, el creciente sentimiento de soledad o las recurrentes crisis económicas son sólo algunos de los factores de presión a los que nos vemos sometidos de continuo. Pero el auténtico drama nos sacude cuando, para poder sobrevivir, debemos reconocernos enfermos y, aun así, continuar. Porque lo normal es estar mal. Porque lo normal es sentirse cansado, avasallado… y nunca rendirse. A esto me refiero con «cultura psi»: necesitamos ayuda psicológica o psiquiátrica para sentir que, en el fondo, no estamos tan mal como parece porque, al menos, tenemos un diagnóstico que certifica que no podemos vivir al 100% continuamente. A fin de cuentas, esta es la tragedia: el diagnóstico «psi» (en psicología o en psiquiatría) nos reconcilia con el perverso modo de funcionar que nos hace enfermar.
Quién no tiene alrededor a alguien que le haya comunicado que habitualmente no tiene ganas de levantarse de la cama por la mañana, que no encuentra sentido a su vida o que le cuesta mucho seguir adelante (incluso cuando tiene todas sus necesidades cubiertas) pero que, «bueno, hay que continuar a pesar de todo». «Me han dicho que es una incipiente depresión», «nada me causa placer, pero todo pasará», «sólo es ansiedad, tengo medicación de rescate para que no vaya a más» o «nada preocupante, sólo es una racha». Puede que, incluso, esa persona seamos nosotros mismos.
En paralelo, toda una industria felicifoide, en ocasiones fraudulenta en términos psicológico-científicos pero multimillonaria de libros de autoayuda, seduce a sus consumidores con melosos y sugestivos conceptos como el de «resiliencia», «viajes interiores de autoconocimiento» o «crecimiento personal», por no mencionar las nuevas prácticas chamánicas con sustancias psicoactivas que prometen «limpiar» nuestras «impurezas» (como la ayahuasca o el peyote); una industria que, en definitiva, se lucra gracias a nuestro cotidiano sufrimiento. Tan terrible como cierto. La cultura psi se nutre de consumidores que se consumen a sí mismos: porque hay que seguir y porque, además, estoy diagnosticado (es decir, «estoy controlado») y debo continuar pase lo que pase. Y hay quienes, tras este alarmante escenario, están sacando un jugoso rédito económico de nuestros malestares. Incluso me atrevería a decir que los promueven.
Porque mientras leemos «el arte de no amargarse la vida», «vive sin miedo con diez sencillos pasos», «cómo encontrar a tu persona vitamina» o el último manual de autoayuda de turno, todo permanece igual ahí fuera. Nada cambia mientras nos hacemos resilientes y nos adaptamos a todo; nada cambia mientras hacemos nuestros viajes interiores o acudimos al coach emocional (que se ha sacado su título con un curso de un mes sin ningún tipo de certificación científico-psicológica).
A la vez, también, perdemos la alegría de vivir mientras nos enganchamos a una terrible carrera por alcanzar la felicidad a través de métodos salvíficos auspiciados por el último gurú de turno, que promete «hacernos olvidar todos nuestros problemas». Aunque no hay problema, porque estamos diagnosticados: tenemos la etiqueta, y eso nos calma, nos da tranquilidad. Por tanto, la cultura psi da voz a quien no la debe tener: a todo tipo de charlatanes que perpetúan la injusticia y las desigualdades sociales. Como apuntó la filósofa Agnes Taubert en el siglo XIX, «quienes sólo buscan la felicidad no piensan en el dolor general ni se inmutan frente a él. Esos egoístas sólo promueven la irreflexión para que nadie tome conciencia de su situación».
No sé a ustedes, pero a mí me preocupan enormemente los permanentes anuncios en la televisión que ofrecen asistencia psicológica online, la llamativa normalización con la que charlamos sobre trastornos emocionales o de la conducta, la naturalidad con la que hemos asumido que estamos enfermos y que, a pesar de todo y de todos, debemos continuar. Eso sin contar con toda la industria que se enriquece con nuestras inseguridades: cámaras en casa, alarmas y videovigilancia, relojes que miden todas nuestras constantes. Todo ha de estar medido, pautado, controlado: bajo sospecha.
Sí, por supuesto, debemos continuar, quién lo duda, pero es urgente trazar un análisis crítico de nuestro estado actual junto con especialistas en salud mental, pero también con filósofos, antropólogos, profesores, orientadores y sociólogos. ¿Qué nos ha hecho pensar que estar permanentemente enfermos, cansados, hastiados, carentes de deseo o sentirnos solos son síntomas de una vida normal? Es más, ¿qué nos ha hecho pensar que debemos ser resilientes porque todo eso es, sin más, cuanto debemos aguantar y a lo que nos debemos adaptar para vivir?
Continuar: sí, por supuesto. Para cambiar el escenario o, al menos, poner las condiciones para que suceda. Sin pasiva adaptación. Con activa resistencia y comprometida rebeldía intelectual.
Carlos Javier González, El peligro de la 'cultura psi'. ethic.es 16/03/3013
...¿tenemos actualmente más dificultades para afrontar las situaciones dolorosas que hace algunos años? Lo cierto es que vivimos en sociedades donde el estrés diario y el ritmo frenético de la actividad laboral y personal nos superan, pero a veces no somos conscientes de ello hasta que sobrepasamos cierto límite. Quizá esta propia vorágine vital es parte del problema, pero si no disponemos de tiempo para hacer un trabajo personal de introspección y reflexión –también para el descanso– que nos permita analizar nuestras debilidades, carencias y comenzar a hacer algo con ellas, tendremos más predisposición a acumular un malestar que en algún momento va a encontrar su vía de escape.
Entonces, ¿necesitamos siempre alguna de estas terapias y remedios cuando vivimos situaciones complejas? Si contamos con una base sólida y una fortaleza que hayamos aprendido desde nuestra infancia, probablemente nos resultará más sencillo afrontar las vivencias con habilidades propias. De hecho, tampoco resulta lo más recomendable acudir a una terapia ante la más mínima dificultad. Pero si el malestar repercute de forma prolongada en nuestra actividad cotidiana y en nuestras relaciones, sería el momento de buscar fórmulas que intenten remitir el dolor. Por ejemplo, la mirada externa, objetiva y profesional, de una psicóloga nos ayudará a enfocar desde otro lugar una misma vivencia, a poner en valor lo ya trabajado y a proponernos metas.
Es decir, ni todo el mundo necesita una terapia, ni esta tiene que ser por un tiempo prolongado. Pero lo cierto es que la psicoterapia –las terapias alternativas funcionan de un modo más cortoplacista– puede ser una gran caja de herramientas de la que poder extraer lo que precisemos en un momento determinado.
Esmeralda R. Vaquero, Siéntese y escoja su terapia, ethic.es 01/08/2023
Des de la meva perspectiva, viure i existir són dues maneres de ser en el món radicalment diferents, i és molt important establir-ne les diferències. Les plantes, els animals, i també els humans vivim, som éssers vius: naixem, ens reproduïm, envellim, morim… però existir no és viure, o no és només viure. Només un ésser humà existeix. Com indica la seva etimologia, existir és anar més enllà d’un mateix, és sortir de si-mateix vers allò que no és un mateix, vers el món, vers els altres, vers l’exterioritat…
Els éssers vius tenen una essència que determina la seva vida. No estan obligats a buscar-ne el sentit. En el cas dels éssers existents (els humans) no hi ha essència. Per això la dificultat que tenen (o tenim) els humans per habitar el món, per relacionar-nos amb els altres.
Existir és inventar-se, crear-se, però també és estar a l’altura dels esdeveniments que sorgeixen a la vida quotidiana, i que, precisament perquè són esdeveniments, també són imprevistos, no es poden preveure. Per aquesta raó, l’existència no té un manual d’instruccions, no hi ha “protocols” que ens diguin com hem d’existir, i també per això no som mai competents.
La consciència no és una paraula que jo personalment faci servir gaire, però, en tot cas, diria que la consciència humana és gramatical. Això significa que des del moment del naixement, l’existència humana hereta un univers simbòlic, sígnic, gestual, normatiu. Des d’aquest univers els humans ens fem les preguntes fonamentals de l’existència: Per què hem nascut? Quin sentit té la vida? Hi ha un després de la mort o tot acaba aquí? Precisament perquè som conscients de la nostra existència, aquestes preguntes no es poden eludir, no es poden evitar. Però el “drama” humà és que tampoc no es poden respondre, o, com a mínim, no es poden respondre definitivament. Potser sí que es poden trobar algunes respostes a aquestes preguntes, però sempre seran respostes relatives, contingents, revisables. El perill de qualsevol sistema totalitari, sigui del signe que sigui, és la pretensió de trobar una resposta “clara i distinta” a les preguntes fundacionals, a les qüestions metafísiques. En aquest sentit, crec que l’existència humana no pot deixar de fer-se preguntes metafísiques, relatives al sentit de la vida, però són interrogants que sempre quedaran oberts. I afegiria que no és gens fàcil viure amb aquesta mena de “raó desvalguda”, que és com jo anomeno la racionalitat humana.
En el món occidental, tant en la tradició grega (platònica) com en la cristiana, hi ha hagut la tendència de situar el valor de l’existència en una mena de més-enllà. Nietzsche, per exemple, es va encarregar de criticar molt aquesta opció. Perquè l’existència tingui valor caldria anar amb cura respecte a totes aquelles filosofies o religions que donen prioritat als transmons.
Crec que la filosofia ha de fer sobretot preguntes. Les respostes concretes depenen de cadascú. Precisament perquè tota existència és singular, és relacional i és situacional, cadascú de nosaltres ha de trobar la manera de viure i descobrir el goig de viure. En qualsevol cas, diria que el més important és acceptar que, des del punt de vista de l’existència, el goig, i també el dolor, depèn de la situació. Existir és acceptar la provisionalitat, que és una paraula que expressa la finitud. Ser finit vol dir que no hi ha res absolut en l’existència humana. Des d’aquesta perspectiva, diria que el goig s’inscriu en aquesta provisionalitat. L’humà és l’ésser que mai no pot passar les portes del paradís.
Mai no sabem com viure, mai no som competents en l’art de viure. Precisament perquè cada instant és primer i últim, cada moment de la vida pot tenir sentit, però també pot deixar de tenir-ne.
Qualsevol instant de l’existència humana està exposat al dolor, al sofriment, a la pèrdua, a l’absència, al buit existencial. L’humà és l’ésser que sempre ha d’acomiadar-se, com va escriure Rainer Maria Rilke a les seves Elegies de Duino. Des de Plató sabem que la mort és el gran tema de la filosofia (jo també diria de l’existència), però els filòsofs han pensat més en la pròpia mort i en la immortalitat de l’ànima que no pas en la mort dels altres, en el que he anomenat experiència de la pèrdua. El nostre present està habitat per “espectres”, per presències d’aquells que ja no hi són. Un dels grans relats que sempre rellegeixo és l’últim conte de Dublinesos, de James Joyce. És el que es titula Els morts. La nostra existència no només està feta de relacions amb els altres que són presents, sinó també de relacions amb els absents. La condició humana és elegíaca.
María Coll entrevista a Joan-Carles Mèlich: "Viure i existir són maneres radicalment diferents de ser", valors.org. 03/08/2023
La tristeza, la frustración o la indignación se condenan y señalan como emociones «negativas», así consideradas por el establishment del pensamiento positivo, como si no tuvieran un papel adaptativo central y del todo fundamental en nuestra maduración psicológica y social.
Desde diversos promontorios presuntamente científicos se nos insta de continuo a «gestionar» este tipo de emociones para no dejarles un espacio que, a juicio de la psicología positiva, debería estar ocupado por otras emociones como la felicidad, la gratitud o la esperanza, que –nos dicen– conducen al éxito, al crecimiento y al progreso personal. La pregunta que deberíamos hacernos, como individuos inscritos en una sociedad y en una cultura determinadas, es si este régimen emocional totalitario de lo positivo no esconde la imposibilidad de subvertir el statu quo que permite que ciertas injusticias, malestares y desigualdades se mantengan e incluso adquieran mayor hondura y protagonismo.
En programas televisivos de tertulia política, noticieros y diarios de todo signo se habla con perfecta naturalidad de la necesidad que tiene el «sistema económico» de crecer sin descanso, de acumular riqueza y bienes, de explotar recursos o de que aumente la natalidad. Por extensión, la tiranía del crecimiento ha colonizado nuestro espacio psicológico, y una cierta ley de hierro no escrita nos dicta que a mayor prosperidad económica cabe esperar un mayor bienestar ciudadano. Los datos sociológicos, sin embargo, vienen a desmentir continuamente esta tesis, y desde la crisis económica de 2007-2008 se ha comprobado en numerosas ocasiones cómo un crecimiento de la economía estatal, continental o incluso mundial no redunda necesariamente en el bienestar (económico, emocional, psicológico, laboral) de la ciudadanía y que, incluso, la política del «crecentismo» ahonda las desigualdades sociales entre los que más tienen y los más desfavorecidos.
En paralelo, no son pocos los gurús del pensamiento positivo que se refieren a nuestro universo psíquico como «capital emocional». Y no por casualidad. De igual forma que para aumentar el capital financiero se requiere una política económica fundada en el crecimiento constante, también para beneficiar nuestro capital emocional debemos ajustarnos a una regla básica: todo lo que presuntamente hace entrar «en recesión» a nuestro psiquismo (las ya mencionadas y denominadas «emociones negativas») debe ser extirpado de nuestro universo emocional. Este proceder esconde una lógica totalitaria fatal para nuestro bienestar psicológico y, aún más, para nuestra salud social. Y es que si no existen (porque se soslayan o persiguen) la indignación, la tristeza, el enfado, el sufrimiento o el sentimiento subjetivo de soledad, estaremos erigiendo un caldo de cultivo perfecto para impedir una sana y necesaria disidencia frente a los malestares e injusticias de nuestro tiempo histórico.
Porque son justamente esas emociones llamadas «negativas» las que nos indican que algo no va bien en nuestra vida o en el devenir ciudadano y social. Más aún: son esas emociones negativas las que nos unen y hermanan en nuestras desavenencias y nos empujan a luchar por una posible mejora. Son esas emociones las que amparan nuestro legítimo derecho a delimitar y poner nombre a las realidades que crean y promueven ciertas lacras de nuestro presente. Son esas emociones negativas las que, en fin, no nos presentan la injusticia y el malestar como calamidades o infortunios (divinos, sistémicos, trascendentes) que no podemos solucionar, sino como sucesos que debemos afrontar individual y comunitariamente. Sin la facultad para encontrarnos mal perdemos nuestra facultad para denunciar, cívicamente, las iniquidades contemporáneas. Son esas emociones negativas las que permiten tomar conciencia de nuestras necesidades para fomentar las vehicular las pertinentes reivindicaciones (económicas, políticas, jurídicas). Son esas emociones, en definitiva, las que permiten el despliegue de un irremplazable proceso de concienciación que vaya de abajo arriba, de manera que no se imponga de arriba abajo cómo debemos sentir(nos).
Dime cuántas actividades gratuitas de bienestar personal y mental pone a tu disposición tu empresa y te diré el nivel de estrés perpetuo con el que te suelen asfixiar. La pandemia y el teletrabajo han logrado borrar de nuestro imaginario a aquella estampa de oficina enrollada repleta de chucherías distractoras que importamos de Silicon Valley, pero en contrapartida ha instaurado una neocultura de bienestar emocional corporativo que, como explica Thom James Carter en Los programas de mindfulness corporativo son abominables se ha convertido en «una nueva cortina de humo para que, una vez más, las empresas del tardocapitalismo hagan lo que hacen mejor: poner sus beneficios por encima de las personas». De aquellas oficinas diáfanas tipo loft, las de las neveras llenas de refrescos y cervezas, las de sitios de trabajo sin determinar, las de máquinas de café rebosantes a todas horas que animaban subliminalmente a trabajar sin parar –para qué vas a ir a casa si en la oficina te ponen hasta sofás para echar una cabezadita o descansar– hemos pasado a una nueva cultura empresarial en la que las compañías se congratulan de ofrecer respuestas a la epidemia de ansiedad y estrés laboral aplicando supuestos métodos revolucionarios de bienestar emocional. “Sentarte durante una presentación de mindfulness y meditación, cuando tu bandeja de correo electrónico está a rebosar y ya hay una cantidad indecente de trabajo por hacer, puede sentirse hasta insultante», apunta Carter sobre este boom corporativo cuya estrategia es la de encajar y acomodar el bienestar emocional en la lógica empresarial. «Esa apropiación de lenguaje que mezcla superación personal y autorrealización, esa fórmula que justifica la apropiación del mindfulness y la meditación en la lógica capitalista es el nuevo truco corporativo: conseguir más dinero siempre fue la intención principal», sentencia en su ensayo.
«Desde que implantamos estos programas ha mejorado nuestra productividad», decían desde el BBVA defendiendo su estrategia a Cinco Días. El pensamiento corporativo abraza estos recursos ‘saludables’ para el empleado por una única motivación: conseguir que sus resultados mejoren y así se optimicen los de la propia empresa. Los estudios lo prueban, tal y como recoge la investigación de Carter, se han publicado 813 investigaciones entre 1965 y 2005 que hablan sobre el uso terapéutico de la meditación (más de la mitad se hicieron después de 1994) sobre el cuerpo humano. Un nuevo paradigma que ha explotado en las grandes empresas de todo el planeta, sumándose a la mística de la cultura de la hipereficiencia laboral de Silicon Valley, esa que ha hecho del hackeo del cuerpo humano (el biohacking apuesta por convertir a nuestro organismo en una supermáquina optimizada) y del espiritualismo corporativo un matrimonio muy bien avenido para conseguir el triunfo empresarial.
«Cuando el mindfulness y la meditación se encajan en la lógica tardocapitalista no son las estructuras sobre las que se asientan las que tienen un problema: el problema se centra en ti”, escribe Carter a propósito de Search inside yourself (busca en tu interior), un lema que se ha convertido en una etiqueta paradigmática que viene a resumir la esencia de toda esta nueva cultura laboral: si estás quemado, tú eres el responsable de repensar qué haces mal con tu vida, buscar en ti mismo, y nunca analizar qué falla más allá de lo que tú puedes aportar.
Curiosamente, en estos programas de bienestar nunca se cuestionan esas «jornadas de 87 horas semanales, la falta de personal, los plazos de entrega inalcanzables, una rotación de plantilla exagerada o la ausencia de apoyo para hacer frente al teletrabajo» –las quejas que han hecho públicas esta misma semana unos auditores de segundo año de EY en su sede de Barcelona–. En esos talleres la respuesta para mejorar solo la encontrarás en ti mismo, nunca en el sistema que perpetua esa sobrecarga y jornadas extenuantes. Pagar un salario acorde a lo trabajado, tener un horario razonable o cumplir con las vacaciones estipuladas podrían solucionar ese manejo del estrés y ansiedad por el trabajo, pero para qué planteárselo si a los empleados se les inocula la creencia de que son solo ellos, equivocándose por no reprimir sus emociones adecuadamente y sin saber controlar el momento presente, los únicos que lo están haciendo mal.
Noelia Ramírez, Pensar en positivo ni sube el sueldo ni quita la carga de trabajo ..., smoda.elpais.com 27/04/2021
... (tomo II de la Historia de la sexualidad. El uso de los placeres) me he propuesto demostrar que en el siglo IV antes de Jesucristo prevalecía un código de restricciones y prohibiciones muy semejante al que tenían presente los moralistas y médicos de los primeros tiempos del Imperio romano. Creo, sin embargo, que la forma de entregar estas prohibiciones con respecto al yo por parte de estos últimos era muy distinta. A mi entender, ello se debe a que el objetivo principal de este tipo de ética era de orden estético. En primer lugar, la ética a que nos referimos se limitaba a un problema de elección personal. En segundo lugar, estaba reservada a un sector muy reducido de la población y, por consiguiente, no podía prescribir un modelo de comportamiento para todo el mundo. Por último, la elección personal era determinada en la voluntad de vivir una existencia bella y de dejar a los demás el recuerdo de una vida honorable. No creo que este tipo de ética pueda considerarse como un intento destinado a establecer una normalización de la población.
Lo que me llama la atención es que la ética griega se preocupaba más por la conducta moral del hombre, su ética y su relación consigo mismo y con los demás, que por los problemas religiosos. ¿Qué nos sucede después de la muerte? ¿Qué son los dioses? ¿Intervienen en nuestras vidas? Todas estas preguntas tenían muy poca importancia, ya que no estaban directamente relacionadas con la ética. Ésta, por su parte, no se hallaba vinculada con un sistema legal. Así, por ejemplo, las leyes contra la mala conducta sexual eran escasas y poco constrictivas. Lo que los griegos en realidad se proponían era construir una ética que fuese una estética de la existencia.
Me pregunto si nuestro problema hoy no es, en cierta forma, similar, ya que la mayoría de nosotros hemos dejado de creer que la ética esté sustentada por la religión, y nos oponemos a que un sistema, legal intervenga en nuestra vida privada moral y personal. Los movimientos de liberación más recientes están perdiendo fuerza porque no consiguen encontrar un principio que pueda servir de base para la elaboración de una nueva ética. Necesitan una ética, pero la única que encuentran se halla sustentada por un supuesto conocimiento científico de lo que es el yo, el deseo, el inconsciente, etcétera. La similitud entre estos problemas y los que se planteaban los griegos es sorprendente.
Cuando se lee a Sócrates, Séneca o Plinio, por ejemplo, se descubre que los griegos y los romanos no se hacían ninguna pregunta acerca de la vida futura, de lo que sucede después de la muerte o de la existencia de Dios. No consideraban que éste fuese un problema importante. Lo que les preocupaba era ante todo qué techné debía utilizar el hombre para vivir tan bien como debería. Creo, que se produjo una importante evolución en la cultura antigua cuando esta techné tou biou, este arte de la vida, se fue convirtiendo poco a poco en una techné del yo. Supongo que un ciudadano griego del siglo V o IV antes de Cristo debía pensar que esta techné consistía en no preocuparse por la ciudad ni por los compañeros. Para Séneca, en cambio, el problema consistía en preocuparse por uno mismo.
Ya en el Alcibíades de Platón aparece esta idea: uno debe preocuparse por uno mismo, porque se tiene la misión de gobernar la ciudad. Sin embargo, la preocupación por uno mismo empieza en realidad con los epicúreos y se generaliza con Séneca, Plinio ... : cada cual debe preocuparse por sí mismo. La ética griega y grecorromana gira en torno al problema de la elección personal, de una estética de la existencia.
La idea del bios como motivo de una obra de arte estética me parece muy interesante. Me fascina también la idea de que la estética pueda constituir una sólida estructura de la existencia, con independencia de lo jurídico, de un sistema autoritario, de una estructura disciplinaria.
De acuerdo con la ética de los griegos; lo que diferenciaba a las personas no era el hecho de que prefiriesen a las mujeres o a los muchachos o de que hicieran el amor de tal o cual forma. La diferencia fundamental residía en la cantidad, la actividad y la pasividad: ¿eres esclavo de tus deseos o eres su amo?
El problema no estaba en la desviación, sino en el exceso o en la moderación. Eso es lo que los griegos llamaban hubris, exceso.
Existían ejercicios cuyo fin era conseguir que la persona se hiciera dueña de sí misma. Según Epícteto, el hombre debía ser capaz de contemplar una bella mujer o un joven hermoso sin sentir ningún deseo por ella o por él. En este sentido, era necesario tener un dominio absoluto de uno mismo.
En la sociedad griega la austeridad sexual constituía una corriente de pensamiento, un movimiento filosófico que emanaba de las personas cultas, deseosas de imprimir a su existencia una mayor belleza e intensidad. En cierta medida, se puede decir que en el siglo XX ha ocurrido algo similar: se ha producido un intento de liberación con respecto a toda la represión sexual que impone la sociedad o que se ha acumulado en la infancia. En Grecia, Gide hubiera sido un filósofo austero.
No tenemos que elegir entre nuestro mundo y el mundo de los griegos. Pero, dado que nos permite comprender que algunos principios fundamentales de nuestra ética estuvieran vinculados en un determinado momento a una estética de la existencia, pienso que este tipo de análisis histórico puede sernos muy útil. Durante varios siglos hemos estado convencidos de que existían relaciones analizables entre nuestra ética, nuestra ética personal y nuestra vida cotidiana, por un lado, y las grandes estructuras políticas, sociales y económicas, por otro. Hemos pensado, por ejemplo, que para cambiar nuestra vida sexual o familiar era imprescindible alterar por completo nuestra economía, nuestra democracia, etcétera. Pienso que debemos deshacemos de la idea de que existe un vínculo analítico o necesario entre la ética y las estructuras sociales, económicas o políticas; con esto no quiero decir que no existan relaciones entre éstas y aquélla. De cualquier modo, se trata de relaciones variables.
Me llama la atención el hecho de que en nuestra sociedad el arte se haya convertido en algo que atañe a los objetos y no a la vida ni a los individuos. El arte es una especialidad que está reservada a los expertos, a los artistas. ¿Por qué un hombre cualquiera no puede hacer de su vida una obra de arte? ¿Por qué una determinada lámpara o una casa pueden ser obras de arte y no puede serlo mi vida?
Desde el punto de vista teórico, parece que Sartre, por medio de la noción moral de autenticidad, vuelve a la idea de que debemos ser nosotros mismos: ser de verdad nuestro verdadero yo. Sin embargo, la consecuencia práctica de lo que dice Sartre nos lleva a relacionar su pensamiento teórico con la práctica de la creatividad, y no con la de la autenticidad. Creo que de la idea de que el yo no nos es dado solo se puede extraer una consecuencia práctica: debemos constituirnos, fabricarnos, ordenamos como una obra de arte. Es interesante advertir que en sus análisis de Baudelaire o de Flaubert, Sartre sostiene que el trabajo de creación depende de una determinada relación consigo mismo -del autor consigo mismo-, que puede revestir la forma tanto de la autenticidad como de la falta de autenticidad. Me pregunto si no se puede sostener exactamente lo contrario: en lugar de considerar que la actividad creadora de un individuo depende del tipo de relación que mantiene consigo mismo, es posible vincular el tipo de relación que mantiene con él mismo con una actividad creadora, que constituye el centro de su actividad ética.
Hubert Dreyfus/Paul Rabinow, entrevista a Michel Foucault: "El sexo es aburrido", El País 27/06/1984
Una noticia triste: el filósofo estadounidense Harry G. Frankfurt falleció este domingo a los 94 años. Aunque escribió muchos artículos sobre la libertad y la responsabilidad moral, se le recuerda por haber definido y descrito en un texto de 1986 un término apropiado para estas semanas de campaña y elecciones: la charlatanería.
Como decía, no hay campaña política sin charlatanería, pero Frankfurt recuerda que está presente en todas partes, en gran medida por la necesidad que sentimos de compartir nuestra opinión sobre cualquier tema, aunque no tengamos ni idea… Cosa que, por cierto, escribió antes de que existiera Twitter.
...no se puede ser filósofo sin ser escéptico, porque es obvio que en cualquier investigación debemos dudar de las supuestas verdades establecidas, debemos mirar más allá de los engaños de las apariencias, aunque no tengamos más remedio que recurrir a las apariencias incluso cuando queremos cuestionarlas, como ya supo ese gran precursor escéptico y primer gran científico que fue Demócrito.
Lo cierto es que también los filósofos dogmáticos emplean el escepticismo en la construcción de sus sistemas, aunque después, como diría Sexto Empírico, una vez que llegan al tejado se deshacen de la escalera escéptica. Pero me temo que muchos se quedan allí arriba y ya no saben cómo bajar (ni cómo ayudar a otros a subir a tales alturas sin la escalera). En definitiva, filosofía y escepticismo son casi lo mismo, aunque tantas veces se olvide y se adopte el dogmatismo.
Julieta Lomelí, entrevista a Daniel Tobau: "No se puede ser filósofo sin ser escéptico", filco.es 14/07/2023
Para la IA, la barrera infranqueable está en el cuerpo, con su capacidad de actuar con el entorno a través de las experiencias. El cuerpo, y no solo el cerebro, conforma la inteligencia, y sin cuerpo no puede haber inteligencia de tipo general.
Tampoco las máquinas tienen sentido común ni se les puede dotar de él, y sin sentido común no es posible una comprensión profunda del lenguaje ni una interpretación inteligente de lo que capta un sistema de percepción visual o táctil. Estos conocimientos son producto de nuestras vivencias y experiencias como humanos, y dan una generalidad y profundidad inalcanzable para las máquinas, que solo funcionan en entornos restringidos y preparados y no entienden la relación causa-efecto, solo la correlación.
Los sistemas de IA no aprenden como el ser humano, son el olvido catastrófico, no tienen capacidad multipropósito: lo que aprenden en un área no pueden utilizarlo deductivamente en otra.
Concluye López de Mantaras que “por muy inteligentes y generales que llegaran a ser las futuras inteligencias artificiales, siempre serán distintas a la inteligencia humana ya que dependen de los cuerpos en los que están situadas. El desarrollo mental que requiere toda inteligencia compleja depende del entorno. A su vez, estas interacciones dependen del cuerpo. Probablemente las máquinas seguirán procesos de socialización y culturización distintos a los nuestros, por lo que, por muy sofisticadas que lleguen a ser, serán inteligencias distintas a las nuestras. El hecho de ser inteligencias ajenas a la humana –y por lo tanto ajenas a nuestros valores y necesidades– debería hacernos reflexionar sobre las posibles limitaciones éticas al desarrollo de la IA”.7
Por ser más precisos: ¿qué es lo que nunca podrá hacer la IA? Nunca podrá 1) partir de cero y crear algo que no existe; 2) opinar, ser autocrítica; 3) sentir emociones: la IA no puede experimentar emociones como los humanos; 4) pensar de manera abstracta y creativa o improvisar.
No parece que con esta realidad encima de la mesa sea muy racional angustiarse por la capacidad de la IA de desplazar a la humana y poner fin a nuestra civilización. Sería contrario a la experiencia decir que esto nunca podrá suceder, pero no que esto no podrá suceder en un futuro alcanzable.
Carlos López Blanco, Inteligencia Artificial y los luditas exquisitos, Letras Libres 01/07/2023
A diferencia de Sócrates, el chatbot ni siquiera sabe que no sabe nada. Por eso, en su mercado, solo opera con respuestas supuestamente basadas en hechos y no con preguntas sin respuesta. En lugar de esforzarse por mostrar ideas eternas, cada una de sus afirmaciones se basa en probabilidades siempre cambiantes. En lugar de desconfiar profundamente de la escritura como medio, como hacía Sócrates, porque permitía fingir el conocimiento, los chatbots se basan en la simulación del conocimiento a partir de textos escritos. En lugar de detenerse asombrado ante las preguntas más elevadas, el chatbot siempre ofrece alguna tontería inventada libremente, aunque no exista ningún dato para sustentarla. En lugar de sopesar las voces que participan en una conversación libre, se basa en su mera recopilación y recuento. En lugar de cuestionar productivamente la autoridad, iguala toda forma de autoridad evolucionada. En lugar de esforzarse por salir de la cueva de lo meramente creído con cada nuevo término, sus parpadeantes palabras en la penumbra se hacen pasar por la realidad misma. En lugar de ser impulsado por su propio demon, el devenir del chatbot es impulsado por el anónimo mammon. En lugar de buscar su propia voz, imita a la perfección la de todos los demás. En lugar de emanciparnos cada vez más como seres que aprenden, amenaza con dejarnos a todos en la condición de becarios permanentes.
Wolfram Eilenberger, ¿Adiós a Sócrates?, Letras Libres 01/07/2023
Una mujer a la que conozco y quiero desde mi infancia, que siempre ha votado a IU y a la que convencí el otro día de que no podía abstenerse, me expresaba su "cansancio de la izquierda", cansancio que entre sus vecinos del barrio del Pilar, donde ella vive, alcanza -me decía- cotas de una visceralidad sideral. A mi pregunta de por qué un barrio de trabajadores había votado al PP y podía votar eventualmente a Vox, me respondía del modo más lúcido y sintético: ellos quieren ser ricos y la izquierda les pide sobriedad y solidaridad; quieren divertirse y la izquierda les aburre; llegan cansados del trabajo y la izquierda les regaña, les pide un esfuerzo feminista o ecologista o antropológico. Mi amiga explica a su manera que se ha producido una ruptura total entre una izquierda elitista muy puritana y una clase trabajadora formateada por el deseo neoliberal a la que le importa mucho más la seguridad que el voto y que está dispuesta a votar, por tanto, contra la democracia: ETA y los okupas presiden buena parte del horizonte mental de personas normalmente buenas que siguen regalando una cebolla a sus vecinos, prestándose a cuidar a sus hijos y visitándolos en el hospital cuando se ponen enfermos.
El PP y Vox, apoyándose en sus medios de comunicación, han convertido ese cansancio en odio. Para la mitad de la población, la izquierda, en efecto, no es ya una opción política equivocada, pero legítima. Es el otro, el mal, la anti-España que creíamos haber dejado atrás y que moviliza en negativo a miles de españoles, hombres y mujeres, los cuales consideran de pronto mucho más material esta emoción agresiva (contra los progres, las feministas, los ecologistas, los independentistas) que las medidas tomadas por el Gobierno para proteger a los ciudadanos. Alguien podría aducir que la izquierda ha perdido votos porque no ha ido lo bastante lejos en sus políticas sociales y económicas. No estoy seguro. Una política más valiente, absolutamente necesaria, podría haber arrancado votos en otro sitio (en el abstencionismo endémico, por ejemplo, muy connotado en términos de clase) pero más que el puñado de votos en disputa, siempre el mismo, importa su repentina coloración emocional. No es un ciclo; es un temperamento. Y un temperamento es mucho más material que un salario. Allí donde el odio se convierte en la mayor fuente de satisfacción, de nada sirven las medidas ni los datos ni los discursos. Ese es el marco antropológico del deseo neoliberal: consumo y odio. Odio y consumo. El pasado 28M vimos el poder avasallador que tiene ese matrimonio en una ciudad como Madrid.
Así que el neoliberalismo y la derecha llevan en campaña muchos años; una campaña exitosa que hoy da sus frutos, no como cambio de ciclo sino como cambio de atmósfera.
Santiago Alba Rico, ¿Por qué no voy a votar?, Público 10/07/2023
Según mucha gente, tanto desde dentro de la filosofía académica como desde fuera de ella, no solo es que el nihilismo esté vigente, sino que el nihilismo es algo así como el modo de pensamiento más propio y más característico de nuestra época. Pero, como digo en el libro, el nihilismo es más bien una filosofía huérfana, porque prácticamente no hay ningún filósofo o filósofa que se haya definido como nihilista, y en cambio son legión aquellos que intentan ayudarnos a «superar» el nihilismo o a «enfrentarnos» a él.
Por otro lado, la imagen habitual del nihilismo me parece demasiado sesgada e injusta. En principio, el nihilismo consiste en una tesis bastante simple y, en nuestros días, cuasi-trivial: que no hay la más mínima base racional para pensar que el mundo, la vida y la existencia sean el tipo de cosa que tiene, ni debería tener, algo así como un «propósito» o un «sentido», sobre todo si concebimos este «propósito» como algo trascendente. En este sentido, podemos identificar el nihilismo con lo que Max Weber llamó, hace ya más de un siglo, el «desencantamiento del mundo», resultado por una parte del triunfo de la concepción científica y naturalista de la realidad, y por otra parte, del auge de la democracia liberal, que se basa en la idea de que el orden político no se puede fundamentar en ninguna concepción determinada y excluyente del «bien supremo». En cambio, tanto quienes critican el nihilismo, como la mayoría de quienes de algún modo lo han adoptado, añaden a esa sencilla tesis otras ideas que, en mi opinión, no se siguen en absoluto de la primera: por ejemplo, la idea de que el nihilismo nos obliga a tener una actitud tenebrosa y desilusionada ante la vida, o la idea de que negar la existencia de valores trascendentes y absolutos implica inevitablemente la destrucción de «las cosas buenas de la vida», etcétera. Esta última idea en particular me resulta especialmente molesta: seguro que la sociedad actual tiene problemas muy graves, claro que sí, pero no hay ninguna prueba de que esos problemas estén causados por algo así como «el nihilismo», y en realidad, lo que muestra la historia es que la vida en las sociedades del pasado, que no eran nada nihilistas, fue por lo general muchísimo más penosa que en nuestra época.
Lo cierto es que, hasta hace muy poco, nunca había pensado en mí mismo como un nihilista, pues, como casi todo el mundo, tendía a asociar ese concepto con su habitual caricatura derrotista, cínica y autodestructiva. Pero al leer el año pasado varios textos «contra el nihilismo de nuestro tiempo», en los que, en gran medida, se identificaba ese nihilismo con el positivismo y el relativismo ético, que sí que llevo mucho tiempo defendiendo, me di cuenta de que, en realidad, yo sí que era un nihilista. Repito, nihilista en el más elemental sentido de no aceptar que la vida tenga un propósito, ni, sobre todo, que tenga por qué tenerlo, ni que tenga que ser un drama el hecho de que no lo tenga. Al pensar esto, caí también en la cuenta de que, quien se considera nihilista porque encuentra muy deprimente el hecho de que la vida carece de sentido, en realidad no es un nihilista hasta sus últimas consecuencias. Porque si eso lo encuentra deprimente, es porque en el fondo todavía piensa que la vida «debería» tener algún sentido trascendente para poder vivirla con alegría… ¡Y es justo esto último (la necesidad de un sentido) lo que el nihilismo niega!Quizás la más certera imagen del nihilismo contemporáneo fue la que ofreció Nietzsche con su fábula del «último hombre»: esa clase de seres humanos que solo se preocupan por el consumo y el bienestar. Al fin y al cabo, si hemos dejado de creer en la necesidad de valores trascendentes, son los valores inmanentes (o sea, materiales, concretos, de aquí y ahora) los que más nos van a atraer. Podemos llamar «consumismo» a eso, o «materialismo», si queremos. Aunque no necesariamente «egoísmo», porque uno puede preocuparse porque toda la sociedad goce del mayor bienestar material posible. Tampoco quiere decir que solo nos motive el consumo de «bienes materiales», pues para el materialista no es que no exista lo espiritual, sino que lo que llamamos «espiritual» es en realidad igual de material que todo lo demás: es parte del funcionamiento biológico de nuestra psique. O sea, que uno puede ser «consumista» y querer «consumir» placeres como los de la buena música, la buena conversación, la buena literatura, la contemplación de un hermoso paisaje, incluso la meditación (los servicios de un buen maestro de meditación no dejan de ser un bien de lujo, al alcance de pocos bolsillos).
Pero fijémonos en la inconsistencia que suele esconderse tras las acusaciones de «nihilismo»: por una parte, para Nietzsche el ser humano consumista y preocupado únicamente por el bienestar material sería la apoteosis del nihilismo; pero, por otra parte, el propio Nietzsche y sus seguidores también acusan de nihilista a cosas como la metafísica de Platón y la fe cristiana, para las que el consumismo contemporáneo sería más bien una aberración moral. En realidad, creo que lo que se esconde tras esta paradoja es la tendencia a usar «nihilista» como un mero insulto que significa «todo aquello que no me gusta de la sociedad actual».
En realidad, un nihilista no necesita (¡naturalmente!) creer en la existencia de algo así como «criterios objetivos de progreso». Para el nihilista no existen valores absolutos, pero sí que existen las valoraciones y los criterios o preferencias subjetivos de cada cual, y, desde ese punto de vista, cada uno juzgará si ciertos procesos históricos han constituido o no un progreso. También es cierto que casi todos los casos que a alguien le puedan parecer «un progreso» contendrán también cosas buenas que se hayan perdido, y unos las juzgarán más importantes y otros menos. A mí, personalmente, me parece que la mayoría de la humanidad vive ahora bastante mejor que como se había vivido hasta hace cien o doscientos años; si a esto queremos llamarle «progreso a la occidental» o «progreso positivista», pues no me pelearé por las etiquetas. Pero entiendo que haya a quien le parezca que lo que ha desaparecido era más valioso que lo que hemos logrado, y que, por tanto, no ha habido algo así como un «progreso en términos netos», o que otras formas de progreso serían preferibles. Tampoco pretendo que a todo el mundo le guste la misma música que me gusta a mí.
Lo que está claro es que casi todas las culturas humanas han basado su comprensión del mundo en algún tipo de religión, y que, hasta hace relativamente poco, casi nada de lo que llamamos «cultura» habría existido, o habría sido igual, sin esas religiones. Es solo a partir de finales de la Ilustración, y sobre todo a partir del siglo XIX, cuando la sociedad empieza a tolerar primero, y a hacer muy popular después, la idea de que «se puede vivir como si no hubiera dioses». Como decía al principio, esto es parte del proceso de «desencantamiento del mundo», y a día de hoy, al menos en los países occidentales, casi todo el mundo acepta que las creencias religiosas no pueden tomarse como base para las decisiones públicas, en especial para las decisiones sobre qué podemos tomar como conocimientos públicamente certificados. Personalmente, pese a las frecuentes lamentaciones de muchos que dicen que «cuando se abandona la religión, cualquier otra cosa se puede convertir en religión» (o que «si dios no existe, todo está permitido»), me parece bastante obvio que nuestro actual pacto social, que dice que la religión no debe inmiscuirse en las decisiones públicas y la búsqueda de conocimiento (y que en ese sentido, hemos de organizar la sociedad «como si dios no existiera»), ha permitido que vivamos bastante mejor que cuando las religiones eran el pilar que sostenía el orden social y la visión del mundo. Creo que la mejor definición de ateísmo es precisamente esa, la de aceptar vivir sin dioses, y en ese aspecto creo que el triunfo del ateísmo ha sido de las mejores cosas que le han pasado a la humanidad.
Sobre si «necesitamos creer en algo», el nihilismo no niega el relevante papel que tienen nuestras motivaciones y nuestras ilusiones para el éxito de nuestros planes y actividades. En este sentido, seguramente es importante que la gente viva ilusionada (no confundir con que se haga ilusiones), pero lo que nos ilusiona no tiene por qué ser el tipo de entidades o realidades fabulosas que pululan por el imaginario de las diversas religiones, pueden ser cosas completamente «materiales», como encontrar un buen empleo, convertirse en un autor de éxito, ser afortunado en el amor, hallar una explicación científica solvente de un fenómeno físico, o diseñar un buen sistema de transporte público. Podemos llamar «fe» a la ilusión que tiene alguien en poder conseguir alguno de estos fines, pero estaremos haciendo trampas en nuestros argumentos si suponemos que esa fe es el mismo tipo de «fe» de la que hablamos cuando hablamos de religión.
David Lorenzo Cardiel, entrevista a Jesús Zamora Bonilla: "La imagen habitual del nihilismo me parece demasiado sesgada e injusta", ethic.es 03/05/2023
Y quiero enfatizar una de las tesis del siguiente texto de Novalis:
“Si uno pudiera siquiera hacerle entender a la
gente que con el lenguaje ocurre lo mismo que con las fórmulas
matemáticas… Estas constituyen un mundo en sí mismas; juegan solo
consigo mismas; no expresan sino su maravillosa naturaleza y
precisamente por eso son tan expresivas – precisamente por eso se
espeja en ellas el singular juego de relaciones de las cosas”.
El sorprendente hecho de que las matemáticas den cuenta de la realidad física es una cuestión sobre la que se han interrogado múltiples científicos y filósofos. La sorpresa misma es indicativa de que, de entrada, se considera que, en su esencia, los entes matemáticos no son reflejo en la mente de una realidad exterior, sino cosa exclusivamente mental, lo cual implica:
Las reglas que determinan las conexiones entre las mismas (que Kant veía como generadoras de auténtica novedad, es decir, de una síntesis que va más allá de la yuxtaposición de los elementos de salida), no exigen subordinación a una objetividad ajena a la propia tarea de la mente. Los métodos para descubrir y corregir errores, las hipótesis que se avanzan, los criterios para contrastarlas, serían cosa generada por los propios conceptos matemáticos, estos tendrían por así decirlo “vida” propia. Perseverar en tal “vida”, es decir, enriquecerla permanentemente con nuevas adquisiciones, vencer la amenaza de necrosis que supone la mera estabilidad (la reiteración de lo ya alcanzado) sería el objetivo primordial de la matemática. La matemática trabajaría al servicio de sí misma.
Interesantísima la afirmación de que es precisamente su independencia, la libre expresión de la riqueza de las vinculaciones, lo que habilitaría a las matemáticas para llegar a ser espejo de las cosas. Las cosas no forjan aquello en lo que se reflejan. Habría una primacía ontológica del espejo conceptual, en el cual las cosas vendrían ulteriormente a reconocerse; reconocerse tan exhaustivamente que ya no quieren saber de sí más que a través del espejo. De ello sería eco el hecho de que los físicos sólo se expresen en lenguaje matemático. Esto sería una prueba más de la autonomía del lenguaje, del cual las matemáticas no dejan de ser una manifestación.
Cuando se plantea el problema de la singularidad del ser humano, de la irreductibilidad (me atrevo a decir) de la inteligencia humana, en el seno de la animalidad, el texto de Novalis ayuda a reafirmarse en una convicción: el hombre es el ser hábil para fraguar fórmulas y hacer surgir metáforas; unas y otras, en lo esencial, al servicio exclusivo del propio lenguaje.
Victor Gómez Pin, La fórmula con la metáfora, El Boomeran(g) 13/07/2023
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Parafraseando a Henry Thoreau, podemos decir que si una sola persona se opone a la esclavitud esa sola persona constituye la mayoría; que si una sola persona se opone a la tortura o al franquismo esa persona constituye la mayoría; que si una sola persona defiende la justicia social, el matrimonio igualitario, la división de poderes, el habeas corpus, el feminismo, esa sola persona constituye la mayoría. Mayoría no es Número sino Derecho. Es lo que llamamos Constitución, ese momento en el que la mayoría numérica decide que ninguna mayoría numérica podrá ya decidir en el futuro sobre los derechos civiles y los derechos humanos.
Santiago Alba Rico, Votar contra el odio, El País 19/07/2023
Arendt usa este ejemplo para analizar cómo los políticos mienten, y empieza recordando que “la sinceridad nunca se ha contado entre las virtudes políticas, y las mentiras siempre se han visto como herramientas justificables en los asuntos políticos”. Solemos excusar los engaños, las medias verdades y las exageraciones de los políticos, a menudo en campaña y a menudo con la excusa de que todos lo hacen.
No debería ser así: deberíamos hacer más caso a Kant y recordar que cada mentira devalúa el valor de la palabra, y cada mentira política devalúa el valor del discurso público. Pero aquí estamos, por desgracia.
¿Y por qué es tan fácil mentir y que los mentirosos sigan contando con nuestro respaldo, sean o no políticos? Arendt recuerda que no hay ninguna declaración factual que pueda estar tan fuera de duda como decir que dos más dos son cuatro. “Esta fragilidad es lo que hace que la mentira sea hasta cierto punto tan fácil y tan tentadora”.
Además, los mentirosos saben lo que su público quiere oír y lo presentan de forma creíble. De hecho, la mentira puede resultar más atractiva que la realidad, que “tiene la costumbre desconcertante de enfrentarnos a lo inesperado, para lo que no estamos preparados”.
Aquí la filósofa se refiere, sin nombrarlo, al sesgo de confirmación: es decir, a la tendencia a buscar y encontrar pruebas que apoyan las creencias que ya tenemos, e ignorar o reinterpretar las pruebas que no se ajustan a estas creencias.
Un ejemplo ya clásico es el de un experimento de la Universidad de Emory, en Estados Unidos, que recoge Michael Shermer en su libro The Believing Brain: en 2004 y antes de las elecciones, los experimentadores mostraron a votantes demócratas y republicanos declaraciones en las que tanto John Kerry como George W. Bush se contradecían a sí mismos. Tal y como se preveía, los demócratas excusaron a Kerry y los republicanos hicieron lo mismo con Bush.
La novedad del estudio era que a los participantes se les sometió a una resonancia magnética: esta prueba puso de manifiesto que las partes más activas del cerebro durante las justificaciones eran las relacionadas con las emociones y con la resolución de conflictos. En cambio, las asociadas con el razonamiento apenas registraban actividad. No solo eso: una vez se llegaba a una conclusión satisfactoria, se activaba la parte del cerebro asociada con las recompensas.
Es decir, reaccionamos de forma emocional a datos conflictivos y después racionalizamos esta decisión o valoración. Y, además, a veces nos gusta que nos mientan.
Un peligro de las mentiras políticas es que los mentirosos se las acaban creyendo. Esto es especialmente cierto, escribe Arendt, en el caso del presidente de Estados Unidos (o de cualquier otro país), a quien la información le llega filtrada por ministros, consejeros y asesores que interpretan el mundo para él, y que a menudo lo hacen a través de teorías, análisis y sistemas con los que lo intentan explicar todo. Para ellos, son los hechos los que tienen que adaptarse a la teoría y no al revés. Por culpa de esta tendencia, el mentiroso “pierde todo el contacto con su público, pero también con el mundo real".
Aun así, la pensadora defiende que la mentira tiene un recorrido limitado, aunque pueda ser largo: la realidad se impone porque el mentiroso "puede sacar su mente del mundo, pero no su cuerpo”. Esto es más fácil en democracia y aquí la filósofa subraya la importancia de la prensa y la libertad de expresión. Pero ocurre también con los “experimentos totalitarios”. Llega un momento en el que nadie puede convencer a los ciudadanos, por ejemplo, de que no hay problemas de abastecimiento, cuando esos mismos ciudadanos hacen cola en tiendas casi vacías.
Cuando Arendt habla de cómo los mentirosos y quienes les creen viven en un mundo alternativo, está anticipando lo que luego llamaríamos posverdad. Aunque en la actualidad hay una dificultad añadida: quienes viven en estos mundos paralelos cuentan con más materiales en foros y redes para retroalimentar su fantasía con teorías, indicios o correcciones y para que la realidad siga adaptándose a su imaginación, aunque sea a duras penas. Recordemos que Trump sigue empeñado en que ganó las elecciones y que los antivacunas continúan convencidos de que las inyecciones de Pfizer y Moderna van a diezmar la población mundial en cuestión de meses, si es que no lo han hecho ya y nos lo ocultan.
Todo esto no es muy esperanzador: a los políticos les resulta fácil negar la realidad, a nosotros a veces nos gusta creernos sus mentiras y cada vez lo tenemos más fácil para atrincherarnos en ellas.
Pero Arendt da claves para evitarlo, como la ya mencionada necesidad de una prensa libre. La filósofa también defiende, sobre todo en libros como Eichmann en Jerusalén, nuestra facultad de juzgar, nuestro juicio crítico, que enlaza con la idea de Kant de pensar por uno mismo, de modo independiente y sin prejuicios.
Por supuesto, los políticos no deben mentir, pero nosotros no podemos eludir nuestra responsabilidad y hemos de ser críticos con sus discursos. Si acabamos creyendo que la Tierra es plana también es por culpa nuestra.
Jaime Rubio Hancock, Mentiras y campañas, Filosofía inútil 05/07/2023
En 1964, se publicó la transcripción de la resonante conferencia de Martin Heidegger en la UNESCO, «El fin de la filosofía y la tarea del pensamiento». Para el filósofo alemán, la cibernética representa el fin de la filosofía. Ve en ella el advenimiento de un orden racional, controlable y mensurable, donde cualquier situación puede reducirse a un sistema que hay que optimiza, donde el individuo mismo se reduce a los datos que lo componen y no es más que un recurso explotable, donde sólo reina el pensamiento lógico, que él llama logística, con el único objetivo de optimizar estos sistemas. Desde esta perspectiva, resulta cada vez más complejo definir la tarea del pensamiento subjetivo. Aunque Heidegger se inscribe en una larga historia de pensamiento tecnocrítico, cuya genealogía no tiene el objetivo de ser trazada, esta conferencia tiene, hoy, una resonancia particular con el auge de las herramientas de «inteligencia artificial» (IA), en primer lugar, porque la noción de «IA» no se originó con OpenAI ni DeepMind, porque ya está profundamente arraigada en este movimiento cibernético de posguerra y, sobre todo, porque los avances tecnológicos actuales siguen haciendo sonar el implacable toque del fin de la actividad humana, de la filosofía y del pensamiento.
La cibernética es una teoría de control y optimización de sistemas, desarrollada, en particular, por Warren McCulloch y Norbert Wiener en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. El término procede del griego kubernetes, que significa timonel, y se asocia con nociones de dirección y mando. El objetivo de la cibernética era desarrollar técnicas para optimizar un sistema controlando las acciones de los agentes que lo componen. Esto se consigue produciendo señales que desencadenan las acciones de los agentes. Estas señales se mejoran, a su vez, en un bucle de retroalimentación a medida que el sistema aprende de sus errores, por refuerzo. La visión cibernética no busca, pues, la emancipación ni autonomía de los agentes, sino la optimización cuantitativa del sistema mediante la automatización de acciones eficaces. Aunque el campo de aplicación inicial de la cibernética, sobre todo, con Wiener, fue la defensa antiaérea, pronto, se trató de extender este enfoque a otros ámbitos de la sociedad. En su famoso libro, El uso humano de los seres humanos, Wiener planteó las graves cuestiones políticas y morales vinculadas con esta propagación y señaló, en particular, la alienación de los individuos. En concreto, a Wiener, le preocupaba el advenimiento de un paternalismo benevolente y tecnocrático en el que el valor intrínseco de los individuos quedara relegado en beneficio del buen funcionamiento del sistema. También, le preocupaba la ceguera que las herramientas tecnológicas podrían provocar en las personas. Wiener consideraba que este conjunto de artificios podría desviar nuestra atención de cuestiones políticas y de poder de las que procede y que establece.
Antes de profundizar en estas cuestiones de poder, es esencial situar la cibernética en una genealogía moral más profunda, que es la del consecuencialismo y el utilitarismo. La cibernética se ocupa únicamente de los resultados de una acción en términos de si optimiza o no un sistema. Como todos los enfoques utilitaristas, la cibernética se basa en un análisis cuantitativo de este sistema (reducido a las señales que lo componen) y no de los agentes, cuya calidad se niega. Estos últimos son intercambiables y lo único que importa aquí es la consecuencia cuantitativa de una acción, cuyo impacto en el rendimiento global del sistema debe medirse. El enfoque utilitarista se basa en una serie de supuestos, que pueden resumirse así: el desarrollo tecnológico es neutro, científico y objetivo y nuestro principal objetivo es medir los resultados y fomentar los casos de uso positivos, al mismo tiempo que nos protegemos de los efectos negativos. Los postulados cibernético y utilitarista incluyen la creencia de que todo puede reducirse a datos, de que es posible aislar los efectos positivos de los negativos, de que, como mínimo, esto es optimizable, de que todo puede predecirse o considerarse un riesgo cuantitativo que hay que gestionar y de que, por lo tanto, no habría ninguna pérdida cualitativa irremediable.
Gilles Lecerf, La IA y el fin de la filosofía, legrandcontinent.eu 27/05/2023
El yo es un fenómeno superficial. Y lo que llamamos conciencia no pertenece a ese yo ni a la mente del mundo, aunque ambos puedan hacerla participar en el juego de la existencia, invitarla a la fiesta de la evolución. La conciencia, por otro lado, es indefinible. La razón es sencilla: se precisa de la conciencia para reflexionar acerca de su naturaleza. Cuando hablamos de ella, inevitablemente caemos en un razonamiento circular. Hay que suponer aquello que se quiere probar. Al negarla la afirmamos, al afirmarla se nos escabulle. Esa vida en círculos del filósofo de la mente, ese disco rayado, ilustra un hecho esencial: la conciencia escapa a cualquier intento de objetivación. La conciencia no es científica, si por ciencia entendemos conocimiento objetivo. De ahí que, como dicen los expertos en estas lides, sea un “problema difícil”, el llamado hard problem of concioussness. Podemos objetivar el gusano, el átomo y la berenjena, aunque con ello no les hagamos justicia (y los reduzcamos), pero con la conciencia no es posible. Es como las anguilas, se escabulle a cualquier intento de objetivación. Y, sin embargo, nada es más cercano, nada tenemos más a mano. De hecho, es el punto de partida de la filosofía más torticera que ha conocido la historia de las civilizaciones: el mecanicismo cartesiano. Este es el motivo de que la conciencia resulte tan insidiosa para el materialismo filosófico actual (los Dawkins y los Dennet), ese que maneja una idea mojigata de la materia. Hay un materialismo ramplón, fisicalista, mecánico; y un materialismo osado, en el que la materia está viva y respira luz.
Juan Arnau, Albert Hofmann, el descubridor del LSD: desconócete a ti mismo, El País 27/06/2023
«Hemos perdido, como sociedad, la capacidad de encontrar las soluciones correctas». Es 2021 y estamos en Nueva York. Kate Dibiasky, estudiante de posgrado de Astronomía, y su profesor, el doctor Randall Mindy, hacen un descubrimiento asombroso: un cometa en órbita alrededor del Sistema Solar va a entrar en colisión directa con la Tierra asegurando una gran extinción masiva. Preocupados por evitar el gran golpe, la sociedad pierde la capacidad de encontrar la solución correcta. Esto es No mires arriba, una película, que puedes encontrar en la cartelera. Te la recomiendo.
Trayendo la historia a la realidad, en los últimos meses, al meteorito lo hemos bautizado como inteligencia artificial (IA). Y es que según han manifestado un grupo de 350 ejecutivos, investigadores e ingenieros expertos en IA en una carta abierta de tan solo 22 palabras publicada por el Centro para la Seguridad de la IA, esta tecnología supone un «riesgo de extinción» para la humanidad, al mismo nivel que una guerra nuclear o una pandemia. Como si del meteorito de la película se tratase.
Y ahora nos preguntamos cómo nos va a afectar la IA mientras disfrutamos de las bondades de multitud de herramientas que han llegado para dejarnos alucinados, como ChatGPT o DALL-E y las utilizamos, sin control, bajo la sombra del meteorito. Ni contigo ni sin ti.
Geoffrey Hinton, considerado el padre de la IA, ha dejado su puesto de trabajo en Google para advertir de los riesgos que plantea. Hinton, de 75 años, desarrolló la tecnología que está en el corazón de chabots que parece ponen en riesgo el desarrollo de nuestros hijos, las relaciones sociales, numerosos puestos de trabajo, disminución de habilidades y capacidades humanas, por citar algunas.
Ízaro Assa de Amilibia, Extinción, ethic.es 22/06/2023
Decía Edward O. Wilson que «el verdadero problema de la humanidad es el siguiente: tenemos emociones paleolíticas, instituciones medievales y tecnología de dioses». Internet, las redes sociales y las nuevas tecnologías explotan nuestras emociones paleolíticas: nuestros instintos sexuales, nuestra necesidad de estatus, nuestra necesidad de pertenencia y aceptación, nuestra apetencia por la información social (cotilleo) o nuestra necesidad de sentirnos buenos moralmente y de señalar esa catadura moral a los demás. Las redes sociales no han inventado nada, simplemente tocan o explotan nuestras emociones paleolíticas para captar nuestra atención y para que permanezcamos en sus plataformas, que es con lo que hacen negocio. Y es verdad que las redes cambian por completo el contexto en el que estas se expresan. Si antes una chica competía con las chicas de su pueblo para ser la más guapa o intentar conseguir aceptación social, ahora tiene que competir en Instagram o TikTok con, literalmente, millones de chicas que tratan de presentar en redes su versión más atractiva. De igual manera, las redes han abaratado el «señalamiento de virtud». Simplificándolo mucho, antes tenías que ir de voluntario a África para demostrar lo bueno que eras, pero ahora basta con soltar unos tuits agresivos contra el grupo rival para quedar como un héroe delante de los de tu grupo. Ha cambiado el terreno de juego en el que ventilamos nuestras emociones paleolíticas.
De nuevo, creo que el desarrollo de la tecnología a todos los niveles y su aplicación a prolongar la vida humana, a proporcionar órganos de recambio o a fusionar tecnología y biología es irreversible. No hay vuelta atrás en nuestro camino hacia la conversión en «dioses». Vamos hacia un transhumanismo o post-humanismo donde iremos progresivamente enmendando la plana a la naturaleza, a la selección natural o a Dios como creador para las personas religiosas. No estamos de acuerdo con el mundo tal y como es y lo reconstruiremos a nuestra imagen y semejanza. Vamos a ver cosas que nadie creería y no tengo ni idea de cómo afectará esto a nuestro equilibrio psicológico y emocional ni de si nos llevará a la extinción.
...tenemos un claro problema de lo que en biología evolucionista se llama «desajuste» (mismatch) entre las condiciones en las que evolucionaron nuestros mecanismos psicológicos y las condiciones de vida en nuestras sociedades modernas. Instagram está haciendo aumentar los problemas de ansiedad y de malestar con el propio cuerpo de las chicas; los videojuegos hacen que los chicos se queden en casa porque en esos mundos virtuales pueden ser guerreros, jugadores de fútbol y baloncesto, héroes y todo lo que necesitan ser y muchas personas pasan ya de las relaciones de pareja y prefieren el porno, las muñecas hinchables y pronto los robots sexuales que probablemente estarán disponibles en breve… Pero el tiempo no espera a nadie, no podemos volver al pasado. Tenemos que enfrentarnos a todas estas novedades de la mejor manera posible.
David Lorenzo Cardiel, entrevista a Pablo Malo: "Internet y las redes sociales explotan nuestras emociones paleolíticas", ethic.es 28/06/2023
En sus orígenes, OpenAI era una compañía sin ánimo de lucro que buscaba el desarrollo de la IA y exploraba su uso beneficioso y útil. Cuatro años después, la organización comenzó a dar entrada a empresas privadas que detectaron la oportunidad de negocio y, según detalla la demanda colectiva, es cuando comenzó el robo de información para entrenar al sistema. A lo largo de las 157 páginas de la demanda la acusación detalla cómo el sistema habría recolectado en secreto cantidades masivas de datos, sin previo consentimiento de sus propietarios, desde información privada, a datos médicos y todo tipo de intercambio de información por internet.
La demanda colectiva advierte –no está probado- de que la violación de la privacidad se extendería también a los usuarios que hayan utilizado productos en los que ChatGPT está integrado de algún modo, como es el caso aplicaciones de uso generalizado como Spotify, Snapchat o Stripe, pero también de plataformas de colaboración empresarial como Microsoft Teams y Slack.
Al mismo tiempo, otra demanda presentada esta misma semana en un tribunal federal de San Francisco acusa a ChatGPT de haber extraído datos de miles de libros sin permiso, violando los derechos de autor. Esta demanda cifra en alrededor de 300.000 los libros que podrían haber sido víctima del plagio, habiendo accedido a ellos en muchos casos a través de páginas web que ofrecen este contenido infringiendo el copyright.
La opacidad que se cierne sobre la mayor parte de los productos de IA va más allá del desarrollo de sus algoritmos, alcanzando también a qué conjuntos de datos se utilizan para la fase previa de aprendizaje de los modelos. Detrás de estas demandas viene, una vez más, una necesidad y también demanda de una regulación que llega tarde. Una normativa que no solo se ocupe de los usos de la IA generativa, sino que vaya un paso atrás, a cómo se crea y entrena ese tipo de sistemas. En el caso de la demanda colectiva, incluso, piden que el uso comercial de los productos de OpenAI –también, su desarrollo- se congele cautelarmente hasta que llegue esa regulación que salvaguarde una privacidad que parece no estar tan blindada como se creía.
David Bollero, Cuando la IA infringe la ley antes incluso de usarse, Público 30/06/2023
Piénsese en el conflicto entre la nueva derecha populista y la izquierda woke. A finales de mayo, el Distrito Escolar Davis de Utah retiró la Biblia de sus escuelas primarias y secundarias después de que un padre reclamara que “no contiene ‘ningún valor serio para menores’ porque según nuestra definición es pornográfico” en virtud de una ley de prohibición de textos aprobada el año pasado. ¿Es este un caso de mormones librando una guerra cultural contra cristianos? Por el contrario, el Distrito ha recibido desde entonces una solicitud de revisión del Libro de Mormón por posibles violaciones a la ley.
Entonces, ¿quién está detrás de estas demandas? ¿Es la izquierda woke buscando vengarse por las prohibiciones de materiales sobre asuntos raciales y LGBT+? ¿Es la derecha radicalizada aplicando estrictos criterios de valores familiares a sus propios y atesorados textos? A fin de cuentas, no importa, porque tanto la nueva derecha como la izquierda woke han abrazado la misma lógica de intolerancia. Con toda su animosidad ideológica, se reflejan entre sí. Mientras la izquierda woke quiere desmantelar sus propios cimientos (la tradición emancipatoria europea), la derecha puede finalmente haber reunido el coraje para cuestionar la obscenidad que existe en sus propios textos fundacionales.
En una ironía cruel, la tradición democrática occidental de autocrítica ha caído en el absurdo, sembrando las semillas de su propia destrucción. ¿Qué problemas languidecen en las tinieblas mientras este proceso acapara toda la luz? La más grande amenaza a las democracias occidentales no es Assange ni la transparencia que representa, sino más bien el nihilismo y la autoindulgencia que han venido a caracterizar el funcionamiento de sus sistemas políticos.
Slavoj Zizeck, Sin figuras como Assange, Occidente está perdido, El País 29/06/2023
Hay un debate entre dos grandes concepciones de la libertad: la liberal, que la entiende como ausencia de impedimentos, y la republicana, que la entiende como ausencia de dominación. A mi juicio, la segunda es más profunda y más fecunda para una sociedad en la que no somos individuos aislados sino estrechamente interdependientes, donde los riesgos y los bienes comunes son más relevantes que mi derecho a que no me molesten, siendo esto último, por cierto, algo que también vale la pena defender.
Cuando alguien está llamando libertad no tanto a su derecho a hacer lo que le venga en gana sino a su capacidad de dominar a los demás. La libertad de no usar mascarilla en medio de una pandemia equivale al derecho a contagiar; consumir sin pensar en el efecto que eso puede tener en los bienes comunes o en los derechos de los demás es un abuso, no un derecho; que las actuales generaciones, cuando se toman decisiones que afectan al medio ambiente, la sostenibilidad del estado de bienestar o las infraestructuras tecnológicas, no tomen en consideración a las futuras generaciones es una forma de tiranía sobre ellas; que los estados se desentiendan de sus obligaciones globales y persigan su propio interés a cualquier precio es un modo de dominación sobre los otros.
Lo que más daña al ejercicio de la libertad es que utilicemos ese valor para justificar cualquier cosa. Nos resulta más evidente que los enemigos de la libertad son quienes la impiden, pero deberíamos prestar más atención al riesgo de que la banalicemos. Quien en nombre de su derecho a hacer lo que le dé la gana no interioriza el impacto que sus acciones puedan tener sobre otros termina contribuyendo a construir una sociedad en la que muchos –también él mismo– verán reducidas las posibilidades de hacer lo que les plazca.
Esther Peñas, entrevista a Daniel Innerarity: "Una sociedad está bien gobernada cuando resiste el paso de malos gobernantes", ethic.es 18/04/2023
El impacto de los asaltos al Capitolio de Washington y las instituciones de Brasilia, así como el auge de la extrema derecha, nos ha llevado a pensar que la democracia puede sucumbir de ese modo, por un ataque directo. Sin minusvalorar esa posibilidad, pienso que deberíamos prestar más atención hacia otros factores que la debilitan. Es cierto que la democracia es una construcción política que experimenta avances y retrocesos, que no tiene asegurada su inmortalidad; se mantiene en pie sobre una cultura política que puede debilitarse y requiere cuidado, protección y virtudes cívicas. Con esto no quiero decir que las democracias no puedan empeorar, sino que no lo hacen, por lo general, como consecuencia de un golpe de estado sino de una forma más sutil y tal vez por ello más inquietante. Las amenazas a nuestra convivencia democrática no son esas quiebras brutales sino otras formas inéditas de degradación. Por muy preocupantes que sean los desafíos que plantea la extrema derecha, no estamos ante una segunda oleada de pre-fascismo; nuestras sociedades están más desarrolladas y son más interdependientes. Más que complots contra la democracia, lo que hay es debilidad política, falta de confianza y negativismo de los electores, oportunismo de los agentes políticos o desplazamiento de los centros de decisión hacia lugares no controlables democráticamente.
Si la debilidad de la democracia se debe más a la cultura política dominante que a la amenaza que representan los sujetos particulares, su fortaleza aumentará en la medida en que construyamos instituciones que no están demasiado condicionadas por quienes eventualmente las dirijan. La democracia es resistente justo en la medida en que no depende demasiado de las personas que ocupen el poder sino fundamentalmente de que el sistema institucional limite a esos gobernantes. Frente a la tendencia a confundir la calidad de la democracia con la calidad de sus dirigentes propongo que dirijamos la mirada y el esfuerzo en otra dirección. Se gana mucho más mejorando las instituciones que mejorando a las personas que las dirigen. Las sociedades están bien gobernadas cuando lo están por instituciones en las que se sintetiza una inteligencia colectiva, y no cuando tienen a la cabeza personas especialmente dotadas. Podríamos prescindir de las personas inteligentes, pero no de los sistemas inteligentes; se podría decir de otra manera: una sociedad está bien gobernada cuando resiste el paso de malos gobernantes. Estos doscientos años de democracia han configurado precisamente una constelación institucional en la que un conjunto de experiencias ha cristalizado en estructuras, procesos y reglas que proporcionan a la democracia un alto grado de inteligencia sistémica, una inteligencia que no está en las personas sino en los componentes constitutivos del sistema. De alguna manera, esto hace al régimen democrático menos dependiente de quienes lo dirigen, resistente frente a los fallos y debilidades de los actores individuales. Por eso la democracia tiene que ser pensada como algo que funciona con el votante y el político medio; únicamente sobrevive si la propia inteligencia del sistema compensa la mediocridad de los actores y la ineptitud e incluso maldad de muchos de sus dirigentes.
Esther Peñas, entrevista a Daniel Innerarity: "Una sociedad está bien gobernada cuando resiste el paso de malos gobernantes", ethic.es 18/04/2023
En una operación cerebral típica, Penfield exponía el cerebro de sus pacientes tras una trepanación craneal realizada con anestesia local, de tal modo que permaneciesen conscientes durante toda la intervención. De ese modo, él podía mover sus electrodos de un punto a otro de la corteza cerebral, observando la influencia de la estimulación eléctrica sobre los movimientos y la conducta de los sujetos. En cientos de operaciones, su equipo recopiló datos que permitieron la localización de diversas funciones sensoriales y motoras en las circunvoluciones pre y postcentrales de la corteza cerebral.
Establecieron de ese modo un mapa cortical continuo, es decir, una franja de tejido nervioso cuyas neuronas, organizadas en el mismo orden espacial de las diferentes partes del cuerpo, controlan los movimientos voluntarios de cada parte. Ese mapa puede representarse también mediante el dibujo de un hombrecillo deformado (el homúnculo motor) cuyos miembros y partes corporales tienen un tamaño y proporciones que, en lugar de corresponderse con los reales, lo hacen con la proporción de corteza cerebral dedicada al movimiento de cada uno de ellos.
Así, en el homúnculo motor las partes del cuerpo con mucha movilidad, como la mano y sus dedos, particularmente el pulgar, presentan un gran tamaño, mientras que otras partes con menor movilidad, como las piernas y pies, son más pequeñas. Un dibujo, en definitiva, que nos muestra las partes del cuerpo con mayor capacidad motora al relacionarse con un mayor control de la corteza cerebral. Más allá de esa franja, se han descubierto otras regiones próximas de la corteza frontal que intervienen en crear las secuencias espacio-temporales de la actividad de las neuronas que permiten realizar movimientos voluntarios complejos.
Pero ese modelo de simplicidad cortical (neuronas particulares controlando los movimientos de miembros particulares del cuerpo), que es el que hemos venido enseñando en universidades y centros de investigación durante muchos años, ha sido progresivamente cuestionado por los resultados de nuevas investigaciones basadas en las modernas tecnologías. En el excelente y detallado trabajo que acaba de publicar la revista científica Nature, un numeroso grupo de investigación de varios centros de EE UU usa técnicas de resonancia magnética funcional de alta precisión para mostrar que, en lugar de ser continuo, el homúnculo motor y clásico se interrumpe con regiones que tienen distinta conectividad, estructura y funciones.
En otras palabras, la corteza cerebral motora se divide en regiones alternadas para distintas funciones. Como hasta ahora, se reconocen bien tres regiones motoras que representan el pie, la mano y la boca, pero entre ellas hay otras tres regiones muy diferentes, llamadas interefectoras, que están funcionalmente interconectadas y acopladas a otro grupo anexo de regiones corticales (red cíngulo-opercular) implicadas en el control mental (preparación e implementación) de las acciones motoras. Estas nuevas regiones descubiertas se observan también en macacos y en niños jóvenes, lo que indica que se trata de una organización primitiva del cerebro conservada en la evolución, que se origina tempranamente en el desarrollo del cerebro infantil.
En definitiva, y tal como podíamos suponer, el control cerebral de los movimientos voluntarios es anatómica y funcionalmente mucho más complejo de lo que hasta hace poco habíamos imaginado. No es tan preciso ni tan continuo y lineal como creíamos; y todavía nos queda mucho por saber hasta tener una película muy detallada de cómo trabaja el cerebro, para que podamos ejecutar las acciones voluntarias que nuestros propósitos requieren.
Ignacio Morgado Bernal, Así trabaja el cerebro para dirigir nuestros movimientos, El País 01/07/2023
En junio de 1637 se publicó en francés y, de forma anónima, el Discurso del método, cuyo autor era el filósofo y matemático René Descartes. Es una obra trascendental de la filosofía con también una enorme influencia en las matemáticas, debido a uno de los apéndices del libro, titulado La geometría. En él, Descartes propone un sistema que permite usar el álgebra para resolver problemas de geometría, creando una poderosa herramienta —la geometría analítica— que unió dos áreas de las matemáticas hasta ese momento separadas.
René Descartes nació en Francia en 1596 y desde su juventud tuvo una sólida formación en humanidades. Fue un apasionado de la cultura griega y, en concreto, de las grandes obras clásicas de las matemáticas como Los elementos de Euclides, La aritmética de Diofanto, Las cónicas de Apolonio o La colección matemática de Pappus. También estaba al tanto de los nuevos desarrollos de la matemática italiana llevados a cabo por Niccolò Fontana (Tartaglia), Gerolamo Cardano o Franciscus Vieta.
Partiendo de todo este conocimiento, Descartes desarrolló —a la vez que Pierre de Fermat, aunque el papel de este último quedó injustamente borrado de esta historia— la geometría analítica. Esta nos permite describir conceptos geométricos mediante ecuaciones algebraicas. Así, un círculo situado en el centro del plano y con radio uno, se representa por una ecuación x² + y² = 1. Es decir, viene descrito por los puntos de coordenadas (x, y) que cumplen la ecuación anterior.
De hecho, la noción de coordenadas fue introducida rigurosamente en La geometría, con la definición de unos ejes coordenados, que podían ser oblicuos. Cuenta la leyenda que Descartes —que acostumbraba a estar mucho tiempo tumbado en su cama por motivos de salud—, ideó este concepto al preguntarse cómo podría describir la posición de una mosca que se posaba en su techo. Decidió que las esquinas del techo podrían servir como referencia para indicar de forma precisa el lugar en el que estaba el insecto, solo con unos números —su distancia, medida perpendicularmente, a una esquina vertical y a otra horizontal—.
Con esta nueva visión analítica, la geometría clásica dejó de ser una matemática trazada en papel en la que se razonaba en términos de figuras y construcciones con regla y compás, como había sido hasta el momento, para entenderse de manera mucho más abstracta, usando todo el potencial del álgebra. Así lo recalca Descartes en el apéndice: “Todos los problemas de geometría pueden reducirse fácilmente a términos tales, que no es necesario conocer de antemano más que las longitudes de algunos segmentos para su construcción”.
De este modo, la geometría analítica permite explorar las propiedades de un objeto geométrico realizando cálculos algebraicos directamente en la ecuación que lo describe. Esto permitió utilizar toda la potencia del álgebra para tratar conceptos hasta ese momento muy escurridizos, que solo se estudiaban con los métodos de la geometría clásica de la antigua Grecia. También, Descartes pudo afirmar que todas las ecuaciones cuadráticas —es decir, las ecuaciones polinómicas de grado dos, como x² + y² = 1— corresponden a las cónicas introducidas por Apolonio.
En este texto, el matemático incorporó por primera vez notaciones que nos resultan conocidas, como las últimas letras del alfabeto x, y, z para denotar las incógnitas o las primeras letras a, b, c para las constantes. La geometría es, seguramente, el primer texto que se puede leer sin dificultades por un estudiante actual y ello es debido a que hemos adoptado casi en su totalidad la notación empleada en ella. Además, desvinculaba las potencias de un número de su significado geométrico, por ejemplo, una potencia al cuadrado se desvinculaba con la noción de área, o al cubo de la noción de volumen, como se había hecho hasta el momento.
David Martín de Diego, El apéndice del 'Discurso del método' que revolucionó las matemáticas, El País 04/07/2023
Simone de Beauvoir afirmó que “no se nace mujer”, Gayle Rubin y Joan Scott analizaron el género como el efecto de una construcción social, pero será Butler quien proponga una explicación de cómo se lleva a cabo esa construcción. Para Butler la identidad de género se construye “performativamente”: no es una esencia o una naturaleza, sino una práctica, algo que “hacemos” y no algo que “somos”. La relación entre anatomía y performance de género depende de la repetición de actos lingüísticos y corporales cuya función es preservar la estabilidad del régimen heterosexual y binario.
Gramsci es el pensador fundamental para entender por qué mandan los que mandan y por qué obedecen los que obedecen. Para el sardo, en las sociedades modernas el poder de los grupos rectores descansa en última instancia en la coerción, la capacidad de obligar, pero se ejerce principal y cotidianamente por medio del consentimiento, la capacidad de persuadir de que su mando es lo normal y al mismo tiempo de desalentar, neutralizar o dispersar las alternativas. Este dominio no es un engaño que haya que desenmascarar —por ejemplo intentando que la gente “abra los ojos” y entienda que “vota contra sus propios intereses”—, sino una forma de poder, la hegemonía, que debe ser comprendida como históricamente cierta. En primer lugar por aquellos que quieren desafiarla, para construir explicaciones e identificaciones alternativas que partan del terreno y el sentido común dado.
La hegemonía es así esa construcción política por la cual un grupo, clase o sector es capaz de ejercer la “dirección intelectual y moral” determinando las metas, los valores y las palabras que gobiernan la percepción del mundo de su época. Al hacer eso, sus intereses particulares aparecen como los intereses generales del conjunto social, la mayoría del cual encuentra mejores expectativas y razones para el consentimiento que para la contestación. Esta forma de poder político se extiende y blinda principalmente por los canales aparentemente “no políticos” —el ocio, la cultura, la comunicación, el consumo— que reproducen y naturalizan una manera de ver el mundo y su consiguiente reparto de roles.
Cuando afirma que una idea es “históricamente verdadera” en la medida en que “se convierta concretamente, es decir, histórica y socialmente, en universal”, nos está señalando, contra todo esencialismo pero también contra toda melancolía, que los alineamientos políticos no están predeterminados, sino que dependen de una disputa estética, moral e intelectual que está siempre abierta, lo cual es garantía de libertad. Y de esperanza.
La consciencia es la capacidad de experimentar el mundo. Las sensaciones que proporcionan los sentidos, las emociones, los pensamientos y las voliciones constituyen ejemplos de experiencias conscientes. Y esto abarca desde ver el cielo azul u oler una rosa hasta sentir dolor o alegría.
Pero ¿quién es consciente? Yo lo soy, de eso estoy seguro. El resto de seres humanos tienen un comportamiento muy similar al mío y forman parte de la misma especie. Por tanto, no encuentro ninguna razón para afirmar que no experimenten el mundo igual que yo.
Este argumento se puede extender fácilmente al resto de mamíferos. Todos estamos estrechamente emparentados, tenemos cerebros, cuerpos e incluso comportamientos muy similares. ¿Por qué negaríamos entonces que ellos también son conscientes?
Afirmar que un perro lo es simplemente significa que no sólo su cerebro procesa la información visual, sino que ve; que no sólo procesa información relacionada con una herida, sino que siente dolor. Todo aquel que tenga un perro conoce la emoción tan intensa que sienten cuando su dueño vuelve a casa tras un día de trabajo. La palabra sentir hace referencia a la experiencia consciente.
Sergio Escamilla Ruiz, ¿Sienten los cangrejos? ¿Y las plantas? La consciencia no es exclusiva del ser humano, ethic 23/05/2023
La democracia es mucho más que atender reuniones públicas locales, mantenerse al día con las últimas noticias o votar. Una democracia que funcione bien requiere una sociedad libre de violencia, hambre y humillación. Democracia es decir no a la arrogancia descarada de los crueles empleadores que maltratan a los trabajadores, que los ven como mercancías y les niegan el derecho a formar sindicatos independientes. La democracia, por lo tanto, no es compatible con el capitalismo desenfrenado: pues, como lo señaló hace tiempo Karl Polanyi, la mercantilización sin restricciones de los seres humanos y sus entornos naturales conduce inevitablemente a la “destrucción deliberada de la sociedad”. Tanto el autogobierno popular como el capitalismo requieren que se proteja la vida social de los estragos de la producción de mercancías, el intercambio y el consumo.
La protección de la sociedad en contra del poder depredador también implica el rechazo al racismo, la misoginia, el prejuicio religioso y de casta, y a todos los demás tipos de indignidad humana y no humana. La democracia es amable con los niños, respetuosa con las mujeres y el derecho a ser diferente. La democracia es humildad. Es la voluntad de admitir que el carácter transitorio del mundo hace que toda vida sea vulnerable, que al final nadie es invencible y que las vidas comunes nunca son ordinarias. La democracia es vivir sin miedo a la violencia policial, al asesinato o a morir por adicción a los opioides o por un corazón roto. Es tener un transporte público decente y atención médica para todos y sentir compasión por aquellos que han quedado atrás. La democracia es el libre acceso a la información y una sensación de asombro por el mundo. Es la habilidad cotidiana de manejar las situaciones inesperadas y emitir juicios razonables.
Vivir democráticamente es rechazar el dogma de que las cosas no pueden cambiarse porque están grabadas “en piedra”. La democracia transforma las experiencias de temporalidad. El presente y el futuro se vuelven a alinear; los horizontes de expectativas se estiran. Hay momentos en que la democracia implica insurrección: la negativa a tolerar las formas cotidianas de injusticia e hipocresía, idolatría y acoso, esnobismo y adulación, mentiras y estupideces y otras formas de degradación social.
... la cruda verdad es que la indignidad social socava la aptitud de los ciudadanos para tener un interés activo en los asuntos públicos. El lento camino hacia la democracia no termina ahí, porque cuando un gran número de personas sufre de indignidad social, en otras palabras, cuando crecen las filas de quienes se sienten “menospreciados”, como escribió James Baldwin, a los gobiernos se les otorga una licencia para gobernar de manera arbitraria. Hambrientos de tiempo, recursos y autoestima, los humillados se convierten en una presa fácil. Les dan la espalda a los asuntos públicos. Con frecuencia, los oprimidos y abatidos no hacen nada más que revolcarse en el lodo de la resignación. El descontento cínico engendra servidumbre voluntaria.
Cuando el tejido de la sociedad civil se hace tirones y se rompe, los menospreciados pueden anhelar alternativamente políticos redentores y un gobierno con mano de hierro. Los ciudadanos sin voz pueden incluso unirse a los más privilegiados para desear un mesías que prometa arreglar las cosas empoderando a los pobres, asegurando la abundancia de los ricos, librando al país de políticos corruptos, de noticias falsas, de terroristas, de inmigrantes ilegales y otras personas sin sentido de pertenencia. La demagogia en su pleno. Al explotar el resentimiento público, los líderes como el presidente Kaïs Saied dejan de preocuparse por las sutilezas de la responsabilidad pública y el reparto del poder constitucional. Prefieren los decretos, con los que alardean de cambiarlo todo, de devolverle la dignidad al “pueblo” y ayudar al país a recuperar su antigua gloria. Pero en sus manos la democracia comienza a parecerse a la máscara elegante que usan los depredadores políticos con dinero. De modo lento, pero seguro, el Estado asfixia a la sociedad civil. Animados por periodistas que actúan como perros falderos, prospera el gobierno de mano dura de los magnates poderosos y los mesías populistas. La democracia fantasma se convierte en la nueva realidad.
Hay efectos antidemocráticos del saqueo de nuestro planeta que se pueden observar de manera más inmediata. Las inundaciones, los incendios, las pandemias y las sequías extremas son malas para la democracia porque los ciudadanos sufren lesiones y mueren (los desastres naturales se han quintuplicado durante el último medio siglo y ahora en promedio les roban la vida a ciento quince personas cada día). El miedo devora sus almas. Los sobrevivientes son puestos en cuarentena, se les dice que se mantengan alejados de los demás, se les empuja fuera de sus hogares bajo la supervisión de la policía, el ejército y las unidades de servicio de emergencia. En estos entornos de emergencia, los ciudadanos de corazón de ópalo hacen todo lo posible para enfrentar los desastres: comparten alimentos y ropa, consuelan a los ancianos y a los niños, hacen sonar ollas y sartenes y cantan canciones de solidaridad durante los encierros. Los desastres pueden sacar lo mejor de los ciudadanos, pero, como Tucídides hizo notar cuando describió cómo la plaga de tifus que mató a casi un tercio de los ciudadanos de la Atenas democrática causó estragos políticos, los impactos ambientales pueden profanar la democracia.
Durante sucesos ambientales extremos las maniobras de poder también prosperan. Se normaliza el estado de emergencia: es lo que se debe soportar durante un tiempo y lo que por “necesidad” se espera en el futuro. En consecuencia, la gubernamentalidad se instala en los ciudadanos: lento pero seguro, en nombre de su “seguridad” y “protección” se alienta a las personas para que se acostumbren a la permanente administración de sus vidas. Se normaliza lo que Leszek Kołakowski llamó “solidaridad obligatoria”, un tipo degradado de solidaridad, dada su imposición coercitiva.
El distinguido sociólogo Norbert Elias observó una vez que, en materia de poder y violencia, la forma política conocida como democracia es especial. Se “requiere un grado de autocontrol de las personas, que no es fácil de introducir y que supere con creces las demandas comparables de un régimen dictatorial”. Cuando se ve con esta perspicacia, entendemos que la destrucción de la democracia es el triunfo del poder sin ataduras que unos pocos ejercen sobre otros y los biomas en los que habitan. El repentino fin de la democracia debido a un golpe de Estado militar, el desmantelamiento gradual del autogobierno, en ocasiones a manos de demagogos que actúan en nombre del “pueblo”, y la violencia social en cámara lenta que los ricos y poderosos oligarcas infligen a los ciudadanos son algunas de las múltiples formas y ritmos en que ocurre el democidio.
Pero lo que los demócratas más deberían temer es el democidio en adagissimo. Sin duda, la democracia perece cuando los ciudadanos se ven obligados a sufrir la arrogancia de los generales del ejército, los operadores políticos traicioneros, los demagogos populistas y los capitalistas. Las democracias también juegan a los dados con su propia desaparición cuando los ciudadanos y sus representantes ignoran ciegamente, sin pensar, no solo los efectos antidemocráticos de los fenómenos meteorológicos extremos, las extinciones de las especies, las pandemias y otras emergencias ambientales. Corren igualmente el riesgo de una muerte lenta cuando los ciudadanos no logran comprender que la democracia, el ideal más antropocéntrico jamás concebido, no tendrá futuro a menos que sus ideales y prácticas se liberen del arraigado prejuicio de que los “humanos viven fuera de la naturaleza”, cuyos propios ritmos de vida y de muerte ahora claman por reconocimiento democrático.
John Keane, La muerte (rápida y lenta) de las democracias, Letras Libres 01/05/2023
Uno de los pasajes más célebres de La República es aquel en el que el personaje de Sócrates plantea la “noble mentira” (gennaion pseudos), que no sería tanto una mentira en sentido estricto como una ficción –o mito– fundadora del orden social: la “autoctonía”, el nacimiento de la tierra, cimenta el derecho de los atenienses sobre el Ática; y la “fábula de los metales” determina, según el metal que entre en su composición, la posición relativa de cada ciudadano en el sistema de clases. Por supuesto, en una concepción moderna, emancipadora, de la política, estos mitos no tendrían al fin nada de nobles, en la medida en que enmascaran o naturalizan un determinado avatar del poder –pero eso no es culpa de Platón; en todo caso, nuestra.
Pero la democracia tiene una relación problemática con la mentira e incluso con la ficción, por motivos obvios. Porque el propio mito democrático se funda sobre el ciudadano libre que delibera y decide en razón, pero no solo las ciencias del comportamiento, y el puro sentido común, desmienten ese modelo, sino que en una sociedad plural, y pluralista, necesariamente cualquier verdad democrática es construida.
... el problema de la mentira política parece haber quedado obsoleto desde que entramos en una fase nueva en las democracias comunicativas. Si en la universidad leíamos con una sonrisa a Baudrillard y nos agarrábamos a sokales y otras tablas de salvación, forzoso es hoy reconocer que los fenómenos allí descritos con más o menos palabrería han acabado por alcanzarnos. De hecho, el establishment liberal occidental ha ensayado su propia teoría en años recientes, al calor del auge de los populismos y de las disrupciones como el Brexit: la posverdad. De nuevo, a pesar de alguna que otra reflexión valiosa, el desarrollo de la idea no ha tenido una enorme profundidad. Sobre todo por la voluntad indisimulada de arrojarla contra una coalición de villanos de tebeo, obviando las posibilidades que ofrecía para la autocrítica. Y siendo la posverdad una fórmula confusa, contextual y de parte, me parece mejor recuperar el viejo concepto baudrillardiano de simulacro.
El simulacro, tal como lo presenta Baudrillard –pero él mismo nos advierte contra la tentación de tomarlo demasiado en serio– es la culminación de un proceso sustitutivo: la copia del objeto real se desvincula del original hasta que ya no existe original, solo simulacro, y el simulacro es la realidad. Esta teoría del simulacro tiene, como la guillotina, “el chic de lo francés”, y la indudable virtud de ser autoirónica, a diferencia de las campanudas proclamas contra la posverdad, tan abundantemente desmentidas antes y después en la(s) crisis financiera(s), la pandemia o la guerra. También da la medida de nuestra derrota: veintitantos años después, apaleados y confusos, acabamos más cerca del pensamiento posmo que despreciábamos por oscurantista y jeta que de la jeta pseudorracional de la oficialidad. Quizás porque la oficialidad es más posmo de lo que los pobres posmos llegaron a imaginar nunca.
Jorge San Miguel, La era del simulacro, Letras Libres 01/05/2023
Decimos que somos libres, pero la verdad es que vamos a los mismos sitios y tenemos gustos consumistas y sexuales muy similares. Lo que es peor, opinamos lo mismo sobre los grandes temas que podrían ser conflictivos. ¿Quién se atreve hoy a pensar de modo distinto sobre la ley trans o los toros? O sostener sobre Putin una posición diferente a la que ordenan las minorías silenciosas, empoderadas sobre una clase media urbana que cree ser libre. Incluso la alternativa entre derecha e izquierda, entre progresistas y conservadores, es una cortina de humo para disfrazar una profunda uniformidad en cuanto a las opciones básicas. Hace poco un artista progre no tenía empacho en decir en público que incluso le empezaba a caer mal la palabra «libertad». Es necesario que volver a insistir en que entre nosotros están en juego dos percepciones muy distintas de la democracia. Una la entiende como un conjunto de normativas minuciosas que hay que cumplir correctamente, pues separan el bien del mal. Otra entiende que la democracia es el coraje de sostenerse en la incertidumbre de vivir, habitando una sociedad abierta a las contingencias, sobre las que los humanos han de decidir en cada caso. Por miedo a la libertad, ¿acabaremos dejando esta concepción abierta de la democracia en lo que llamamos extrema derecha?
Si la cultura de la cancelación emplea con tanta facilidad el calificativo «negacionista», judicializando a los que piensan de otro modo, es porque antes esta sociedad es negacionista, pues ha negado la posibilidad de que la verdad pueda ser algo distinto a lo dictaminado por el sagrado consenso, un cuerpo civil que hoy se ha investido con la infalibilidad que antes se reservaba a la cabeza visible de la Iglesia.
Lo peor que se le quita a la gente es su derecho a la incertidumbre, a la contradicción, a la contingencia. El recambio perpetuo de facilidades es la forma más perversa de desactivar la dificultad y el riesgo de vivir. El problema es que al ceder en el peligro, en una angustia de la libertad que es sedada con facilidades protocolarias, el ciudadano cede a la vez el único terreno propio desde el cual podría ejercer una fuerza ante el sistema multiforme que le maltrata. De hecho, el tedio de la vida urbana actual, que es raíz de nuestra hiperactividad y de la industria del entretenimiento, encarna el dolor de vivir disperso en un tiempo colectivo donde nada debe ocurrir. De ahí la furia de nuestra corrección cuando se lanza a la caza de los incorrectos, que han caído de lado del mal. La anomalía de esos otros representa todo lo vivo que hemos abandonado en nosotros. Y no podemos permitir que nos lo recuerden.
Ignacio Castro Rey, Prietas las filas, www.ignaciocastrorey.com 24/05/2023
Karl Polanyi publicó su único ensayo, La gran transformación, a punto de cumplir los 60. Generacionalmente es cercano a Gramsci o Lukács, del que fue amigo íntimo, pero su obra no empezó a recibir la atención masiva de los críticos del neoliberalismo hasta finales del siglo XX. Polanyi pensaba que la sociedad de mercado es una anomalía antropológica que ha tenido consecuencias catastróficas. Los mercados en las sociedades precapitalistas estaban sometidos a regulaciones dirigidas a contener los efectos destructivos de una competición social generalizada. La mercantilización de recursos materiales necesarios para la subsistencia humana —como la tierra, los alimentos o el agua— es históricamente insólita. De hecho, Polanyi pensaba que el proyecto del mercado libre autorregulado era una más de las utopías decimonónicas, como los falansterios. Era una utopía en el sentido de que era irrealizable, pues colisionaba con características duraderas de cualquier sociedad humana. La materialización de ese proyecto utópico requirió de monstruosas ortopedias políticas que forzaron a la gente a someterse al mercado. Por eso, Polanyi creía que no existía ninguna oposición entre mercado libre y Estado represivo: al revés, el crecimiento del Estado en el siglo XIX fue la respuesta a las necesidades del laissez-faire. Y el estallido de las tensiones acumuladas por ese proyecto quimérico habría sido la causa de la gran crisis de principios del siglo XX: guerras mundiales, autoritarismo, la Gran Depresión… Polanyi defendió que los proyectos de mercantilización producían “contramovimientos”: reacciones sociales dirigidas a recuperar la soberanía política arrebatada por el mercado y cuyo sentido político podía ser democratizador o autoritario y elitista, como en el caso del fascismo. Por todo ello, Polanyi se ha convertido en un referente a la hora de analizar tanto la restauración neoliberal de los últimos 40 años —a menudo acompañada de agresivas intervenciones estatales— como el modo en que la descomposición del neoliberalismo está degenerando en movimientos políticos neoautoritarios.