¿Cuál fue la vanguardia que realmente supuso una ruptura con el arte tradicional? La crítica del arte coincide en que, de entre todos los ismos, el cubismo fue el movimiento que realmente supuso una ruptura estética más allá de la provocación y la voluntad de crear un nuevo arte que, una tras otra, fueron propugnando todas las vanguardias y, aún más allá, los diferentes movimientos artísticos desde el Romanticismo en el siglo XIX. Al menos en lo que respecta a las artes plásticas.
El cubismo suponía el fin de las reglas que habían marcado el arte occidental desde, al menos, el Renacimiento. Empezando por la perspectiva y acabando por la figuración. Así lo consideraban ya sus propios impulsores, desde Pablo Picasso a Georges Braque y Juan Gris, e incluso Paul Cézanne, quien sin ser nunca un pintor cubista sí exploró otras tradiciones artísticas que le permitieron superar las estéticas imperantes para abrir nuevos caminos.
Ramón Álvarez, En pos de la cuarta dimensión, La Vanguardia 05/10/2024
Lo he intentado. He intentado ponerme en el pellejo de los asesinos porque en el de las víctimas es demasiado fácil y hasta placentero. Allí donde no puedes hacer nada para impedir un crimen, al menos te sientes bueno. No quiero sentirme bueno estos días. He intentado lo contrario. He intentado empatizar con Shimon Zucherman y Yehuda Levinger; y hasta con Kovi Margolis. Desde el aire, vale, porque el aire es abstracción y pirueta; desde cerca no sé, aunque es verdad que a un cuerpo lo podemos deformar de tal modo que acabe por parecernos (lo sabían muy bien los nazis) un piojo o un gusano. ¿Pero los objetos? ¿Puedo empatizar con esos soldados israelíes que desvalijan cajones, rompen platos, manosean ropa interior, roban bicicletas, torturan peluches? Mucho más humanos que los cuerpos, fácilmente deshumanizables, son los objetos que esos cuerpos han tocado en vida; mucho más corporales que los cuerpos mismos son los enseres personales, y ello justamente porque sobreviven a sus usuarios. Hace casi 50 años aprendí de Sánchez Ferlosio lo que es una metonimia; recuerdo aún estremecido que en Las semanas del jardín, en efecto, nuestro genial escritor citaba como ejemplo un haiku japonés en el que se describía, ay, la ropa tendida al viento de un niño muerto. Me impresionó mucho. Tanto que en un poema reciente me atreví a ir un poco más allá y el viento, después de secarla, se llevaba la ropa y esta vez —decía yo— nadie bajaba a buscarla. Y la ropa así volaba y volaba y volaba por el mundo sin niño dentro y sin padres que pudieran al menos recogerla y doblarla y guardarla religiosamente en un cajón.
Santiago Alba Rico, Empatizar con el sargento Blancovich en Gaza, El País 11/10/2024
¿Por qué se me ocurre apelar a Nietzsche cuando colectivamente estamos inmersos en una incertidumbre civilizatoria que trastoca nuestras certezas más arraigadas? Tal planteamiento nos podría sonar hasta paradójico, tratándose de un pensador que afirmaba que “no hay hechos sino interpretaciones”, que se negaba a sistematizar su filosofía y despotricaba vehementemente contra cualquier doctrina que pretendía responder a los misterios de la existencia con andamios dialécticos muy bien montados, edificantes, majestuosamente coherentes y sistemáticos, como las de Kant, Fichte o Hegel. O quizá por eso mismo: si la referencia a Nietzsche me parece hoy relevante es precisamente porque fue el gran filosofo –emulando a Spinoza y algunos más– de la inmanencia. A diferencia de la trascendencia, que estipula que hay una determinación desde el exterior y desde una instancia jerárquica superior (ya sea la ley natural o Dios), lo inmanente se enfoca en el mundo tal como es, tal como aparece, tal como lo vivimos en la experiencia.
Beligerante contra los “ultra-mundos”, esos mundos fantasiosos a los que se refieren las religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo, islam) y otras doctrinas, Nietzsche fue un defensor del pensamiento fenomenológico, el que atiende a lo que se desarrolla en el mundo real y que se niega a recurrir a promesas, “mañanas encantadas”, realidades mágicas y paraísos ultra-terrenales. Frente al “más allá”, prefirió el “más acá”. Un “más acá” que según su doctrina del Eterno Retorno debe de ser vivido con la fuerza suficiente como para estar preparado a encarar “el retorno eterno de las cosas”. Es la idea que desarrolla al final de su trayectoria, poco antes de volverse loco, en La gaya ciencia. Allí describe el concepto –ya usado en la Grecia antigua– del amor fati:la capacidad de amar el destino propio y colectivo. La capacidad de amar lo que acontece –lo placentero y lo doloroso. Sin más. Pero ¿Acaso existe algo más exigente?
Esta valentía nietzscheana de la inmanencia y de lo fenomenológico nos puede proporcionar una valiosísima herramienta hoy. Cuando se tambalea nuestra civilización, cuando los desafíos energéticos nunca han sido tan gigantescos, cuando la hybris parece haberse apoderado de los líderes políticos más poderosos, cuando estamos temblando solo de pensar que vamos a llegar inexorablemente a este 2% de aumento del calentamiento global (con referencia de los niveles preindustriales), cuando los transhumanistas están convencidos que con el auge de la IA nuestra especia humana va a ser engullida en una especie alternativa que combina lo humano y la máquina, cuando todo lo que hemos sido nos aparece borroso y puesto en cuestión, este es el momento de no huir. En vez de practicar el escapismo y refugiarnos en promesas propias de los “ultra-mundos”, toca más que nunca aprehender la realidad tan como es, y hacerle frente.
De la misma forma que Nietzsche supo lidiar con sus inmensos dolores corporales durante toda su vida, y hacer de su observación la base de su filosofía de resiliencia vital, nos toca como humanidad encajar lo más grande. “Lo que no me mata me fortalece”, dijo el filósofo de Röcken. Pero había que añadir: con tal de que esté presente la actitud beligerante, llena de “espíritu de la esperanza”, a la manera en que la define en su último ensayo el filósofo coreano Byung-Chul Han. ¿Seremos capaces de amar nuestro destino, aún cuando este nos aparece oscuro, vertiginoso, terrible? Unos cuantos, con Elon Musk como totem, apuestan por lo “trashumano”. Otros, emulando al filosofo prusiano, preferirán lo “sobre-humano”.
François Musseau, El 'amor fati' nietzscheano, en tiempos de tormenta, fronterad.com 10/10/2024
La magia natural, la alquimia o la astrología, fueron, además, siguiendo a la historiadora Frances Yates y su hipótesis hermética, fundamentales para el desarrollo de la ciencia moderna en el Renacimiento. En tiempos en los que el conocimiento solo se buscaba en los textos sagrados o los sabios griegos (también sagrados de algún modo); los magos naturales, los alquimistas y los astrólogos decidieron dejar de escrutar lo escrito e interrogar directamente a la naturaleza. Por eso Johannes Kepler o Isaac Newton, además de padres de la ciencia moderna, pasaron bastante tiempo dedicados a la pseudociencia, todavía no considerada como tal.
Pero del goce estético o el interés como manifestación cultural a tomarse en serio estas disciplinas hay un trecho: sería como seguir confiando en la teoría del flogisto o el éter luminífero. El conocimiento avanza, aunque no para todos, como se ve en la feria de Chamartín, donde se sigue fiando el futuro a velas olorosas y filtros de amor: el futuro es el gran objeto de este esoterismo ferial. Y es natural que cuando el porvenir se ve tan turbio se acuda en busca de pociones y pirámides que lo aclaren. El mercado global de la astrología fue valorado en 12.800 millones de dólares en el año 2021, según cita Yuval Noah Hararien su reciente ensayo Nexus (Debate), antes de explicar la influencia que esa pseudociencia, a pesar de su carácter supersticioso, ha tenido en la historia de la humanidad. Por ejemplo, condicionando las decisiones de tantos reyes y emperadores. Algunos gobernantes todavía se la toman en serio.
Que el horóscopo esté de moda y el esoterismo se mantenga en un mundo eminentemente científico-técnico (para bien y para mal) es algo que horrorizaría a Carl Sagan, pero que no es tan extraño. Una razón estriba en lo que Max Weber llamó desencantamiento del mundo: en una sociedad cada vez más racional y con menos espacio para lo espiritual, necesitamos aferrarnos a algo. La mentalidad posmoderna, que nivela todo tipo de discursos, científicos y pseudocientíficos, como construcciones sociales, allana el camino. La citada sensación de futuro abolido hace que, ante la incertidumbre, nos refugiemos en creencias obsoletas que prometen que cualquier cambio está en nuestra mano, o en la de nuestro mago de referencia.
Hay muchas fuerzas que, rebotadas en el muro del futuro, nos empujan a tiempos preilustrados, y no solo en cuestión de creencias: el ascenso de la extrema derecha asilvestrada y digital también propone un regreso a un estado previo a la Ilustración. El rechazo del racionalismo, el abrazo del autoritarismo y el nacionalismo, la injerencia de la religión en la política o la nostalgia de tradición. Y esto ya no tiene tanto brilli brilli como las cartas astrales. En la Feria Esotérica, un simpático duende da la bienvenida, pero unas temibles brujas son las que nos dicen adiós.
Sergio C. Fanjul, El horóscopo es mentira: opinión impopular, El País 08/10/2024
La esclavitud –que durante mucho tiempo hemos considerado un fenómeno precapitalista, y que era una función indispensable de la acumulación originaria de capital– reaparece hoy de forma extendida y omnipresente gracias a la penetración del mando digital y a la coordinación desterritorializada. La cadena de montaje del trabajo se ha reestructurado en una forma geográficamente deslocalizada: los trabajadores que dirigen la red mundial viven en lugares situados a miles de kilómetros de distancia, por lo que son incapaces de poner en marcha un proceso de organización y autonomía.
La formación de plataformas digitales ha puesto en marcha sujetos productivos que no existían antes de la década de 1980: una mano de obra digital que no puede reconocerse a sí misma como sujeto social debido a su composición interna.
Este capitalismo de plataforma funciona a dos niveles: una minoría de la mano de obra se dedica al diseño y comercialización de productos inmateriales. Cobran salarios elevados y se identifican con la empresa y los valores liberales. Por otro lado, un gran número de trabajadores dispersos geográficamente se dedican a tareas de mantenimiento, control, etiquetado, limpieza, etcétera. Trabajan en línea por salarios muy bajos y no tienen ningún tipo de representación sindical o política. Como mínimo, ni siquiera pueden considerarse trabajadores, porque esas modalidades de explotación no están reconocidas de ninguna manera y sus escasos salarios se pagan de forma invisible, a través de la red celular. Sin embargo, las condiciones de trabajo son, por lo general, brutales, sin horarios ni derechos de ningún tipo.
La película The Cleaners (2018), de Hans Block y Moritz Riesewick, relata las condiciones de explotación y desgaste físico y psicológico a las que se somete a esta masa de semitrabajadores precarios, reclutados en línea según el principio de Mechanical Turk, creado y gestionado por Amazon.
Entre los años noventa y la primera década del nuevo siglo se formó esta nueva mano de obra digital, que opera en condiciones que hacen casi imposible la autonomía y la solidaridad.
Ha habido intentos aislados de trabajadores digitales de organizarse en sindicatos o de desafiar las decisiones de sus empresas: pienso, por ejemplo, en la revuelta de ocho mil trabajadores de Google contra la subordinación al sistema militar.
Estas primeras manifestaciones de solidaridad se produjeron, sin embargo, allí donde la mano de obra digital está unida en gran número y percibe salarios elevados. Pero, en general, el trabajo en red se antoja irregulable, por ser precario, descentralizado y porque, en gran medida, se desarrolla en condiciones de esclavitud.
En el libro Los ahogados y los salvados, Primo Levi escribe que cuando estuvo internado en el campo de exterminio “había esperado al menos la solidaridad entre compañeros de infortunio”, pero luego tuvo que reconocer que los internados eran “mil mónadas selladas, entre las que hay una lucha desesperada, oculta y continua”. Esta es la “zona gris” donde la red de relaciones humanas no se reduce a víctimas y perseguidores, porque el enemigo estaba alrededor, pero también dentro.
En condiciones de extrema violencia y terror permanente, cada individuo se ve obligado a pensar constantemente en su propia supervivencia, y es incapaz de crear lazos de solidaridad con otros explotados. Como en los campos de exterminio, como en las plantaciones de algodón de los estados esclavistas del País de la Libertad, también en el circuito esclavista inmaterial y material que la globalización digital ha contribuido a crear, las condiciones para la solidaridad parecen estar vedadas.
Franco 'Bifo' Berardi, Hipercapitalismo y Semiocapital, ctxt 14/09/2024
Esto no es una crisis de realidad. Lo decimos mucho, pero no creo que eso pueda ser cierto. Me parece que, al decirlo, estamos confundiendo la realidad con la verdad. O, peor todavía, uniéndolas como si fueran dos apéndices de la misma cosa cuando, de hecho, son cosas muy distintas. La realidad es literal y existe sin nosotros. La verdad es un producto de nuestra imaginación.
La realidad no puede estar en crisis porque es inmutable, incontestable y, a menudo, incomprensible. Como decía Philip K. Dick, es aquello que sigue existiendo y no desaparece incluso cuando dejas de creer en ello. Existe independientemente de nuestra capacidad de comprenderla, describirla o asimilarla, lo que queda demostrado en la persistencia de nuestros errores de cálculo, entendimiento e interpretación a lo largo de la historia.
Giordano Bruno no muere porque el universo sea finito y su centro sea la Tierra. Ignaz Semmelweis no acaba en el manicomio porque los microbios no existen. Sus lamentables destinos no tiene nada que ver con la realidad. Tienen que ver con que su verdad en ese momento no es compatible con la verdad de la comunidad de la que dependen. La verdad no es un hecho sino un acuerdo colectivo. No existe fuera de nuestra cabeza, sino que solo tiene sentido en relación con los demás.
La verdad no es real. Es una construcción cognitiva, un subproducto de la interpretación que depende del lenguaje y de los sistemas simbólicos que usamos para ponernos de acuerdo. Por ejemplo, es verdad que dos más dos son cuatro, pero solo dentro de un sistema que hemos inventado para mantener un registro del grano, controlar a los esclavos e invocar objetos en la imaginación. Pero hay sistemas lógicos donde dos más dos no siempre es igual a cuatro, y la aritmética no siempre es la herramienta adecuada para describir la realidad. Hay culturas donde no existen los números. Los aborígenes australianos no saben contar. La verdad es más profunda y trascendente que los hechos, porque tiene que ver con los valores. Por eso decimos que la ficción es una mentira que cuenta la verdad. Por eso dice Keats que la verdad es belleza y la belleza, verdad.
Y por eso no es la realidad lo que está en crisis, sino el acuerdo. El contrato social. El diccionario que establece los significados de las cosas, el manual que determina qué es cada cosa y qué lugar ocupa en la jerarquía cotidiana de la comunidad. Y la culpa de esa crisis no es de la propaganda ni la desinformación. Es la disonancia cognitiva de seguir hablando de valores democráticos frente a la realidad del capitalismo, el expolio y la desigualdad.
No tenemos los mismos derechos y oportunidades. Estudiar no garantiza un trabajo, y trabajar no garantiza un salario. El salario no garantiza una vivienda. Pagar impuestos no garantiza el acceso a los servicios básicos. Cumplir con las responsabilidades no garantiza tener derechos, y tenerlos significa cosas distintas cada día. No somos todos iguales ante la ley.
Nadie espera que el poder se haga responsable de nada. Las instituciones no operan de forma abierta y accesible. Los líderes y funcionarios públicos no rinden cuentas a la comunidad. Esta disonancia cognitiva es el tumor que socava nuestras bases, afectando nuestra integridad y nuestro futuro. El miedo podría hacernos fuertes, pero no tenemos miedo, sino una angustia de futuro que fomenta la competencia y la división ciudadana. Estamos enfermos de nihilismo, injusticia y confusión.
Marta Peirano, Esto no es una crisis de realidad, El País 07/10/2024
El escepticismo ha sido, en mayor o menor medida, un debate que ha ocupado a buena parte de los grandes filósofos de la historia, entre los que destacan los siguientes:
Y es que, como dice, Stella Villarmea, en último término, el escepticismo se convierte en una herramienta con la que analizar la noción de conocimiento, la noción de verdad: “de ahí que la «amenaza» del escepticismo haya supuesto tradicionalmente uno de los mayores acicates para el desarrollo de la historia de la filosofía”.
David Rubio, Qué es el escepticismo: cuando la verdad no existe, publico.es 03/10/2024
Cuentan que Sócrates decía que una vida que no es examinada no merece la pena ser vivida. Para que el viaje merezca la pena, muchos pensadores de la historia nos invitan a detenernos un tanto en la introspección, en el silencio, en la soledad, para no limitarnos a vivir en la periferia de nuestro ser y tomar con entereza las riendas de nuestra vida hasta donde sea posible.
Pero nuestros circuitos neuronales no fueron moldeados por la evolución para obtener la verdad sino para sobrevivir. Responden a mecanismos biológicos fuertemente labrados en nuestros genes que han sido seleccionados maximizando nuestro fitness, nuestra capacidad de adaptación al medio. Con genes propios de cazadores-recolectores, uno de estos mecanismos nos impulsa a devorar fuentes de energía en cuanto estén disponibles, como los alimentos azucarados, no vaya a ser que mañana no encontremos sustento. Y al hacer con la tecnología que sean abundantes, nuestro impulso natural nos genera en todo el mundo problemas de obesidad. Del mismo modo, otro de estos mecanismos favorece y estimula nuestra curiosidad por consumir información, activando circuitos neuronales semejantes a los del hambre. En cuanto hemos sido capaces de producirla de forma masiva, llamativa y casi gratuita, la competencia por nuestra atención ha generado auténticos problemas de infobesidad. Una mentira morbosa y viral no sólo es mucho más atractiva que la verdad, es mucho más fácil de producir y monetizar.
Los próceres de las redes sociales han sabido explotar bien estos mecanismos optimizando los algoritmos para captar nuestra atención. Y la han monetizado fomentando lo que Ted Gioia llamaba la cultura de la dopamina, esa creciente tendencia a maximizar la recompensa que ese neurotransmisor nos produce, alterando las pautas de nuestro comportamiento. Así, hemos ido transicionando desde una cultura más lenta tradicional a otra acelerada que economiza nuestra atención maximizando ese chute.
Esa constante distracción adictiva aumenta nuestro nivel de aletargamiento, nos enreda en scrolls infinitos, irrelevantes, improductivos y sin sentido, y asegura que nuestra estancia en la caverna se prolongue. Pero cualquier dosis incremental de dopamina nos va desensibilizando, y nuestra estancia siempre queda insatisfecha. Si esta desensibilización se va produciendo, y las redes sociales, reconvertidas en plataformas de generación de contenidos adictivos e hiperpobladas de bots de IA generativa, están a pesar de todo estancándose en sus tasas de crecimiento o incluso declinando en el número de usuarios reales y activos… ¿no es necesario mirar a medio plazo e invertir para generar un nuevo modelo aún más deslumbrante, atractivo y diferenciador? ¿Uno que nos conduzca a profundizar en la caverna para volver a intentar atraparnos quizá hasta el infinito? ¿Es el metaverso una forma sublimada de extender esta realimentación dopamínica, de abarcarnos por completo, incluso con excusas medioambientales?
Pero no hay que dejarse engañar. Hay muchas dietas de dopamina que se predican desde multitud de frentes que no buscan necesariamente liberarnos y salir de la caverna, sino alimentar el mito obsesivo de hacernos mejores. Hay en ellas todo un interés por liberarnos de la distracción para aumentar nuestra productividad, afines al discurso ideológico del capitalismo, interesado en alinear nuestra búsqueda de autorrealización con la producción y el consumo. Se trata de una denuncia de la cultura de la dopamina tramposa que en realidad lo que busca es aumentar esa productividad a ritmos de autoexplotación, como los que denuncia Byung-Chul Han. Pero no creo que la actitud ludita y tecnófoba, al estilo amish, tenga sentido, ni sea una solución factible. Apelar al regreso al tacto de los objetos frente a la futilidad de las no-cosas del mundo digital, como predica el filósofo coreano, parece un brindis al sol que, más que otra cosa, lo que logra es vender libros.
En realidad, tanto las dietas de dopamina como su consumo desmedido ocultan otra realidad y es que detenerse a pensar sigue siendo incómodo. El silencio y la soledad siguen inquietándonos, y nos empujan al calor del fondo de la caverna. Es posible que el proyecto del metaverso siga adelante fiando todo a nuestra reticencia por salir de ella, buscando extender el entretenimiento hasta narcotizarnos del todo. Porque, quizá, sacar la cabeza nos exponga a la angustia existencial que nos exige decidir libremente sin referentes, como describiera Sartre; a mirar al fondo del abismo de Nietzsche y que el abismo a su vez mire en nuestro interior, estremeciéndonos; a palpar a tientas que a la salida de esa caverna quizá no haya otra cosa más que el absurdo silencio de Camus con el que el Universo responde cuando le interrogamos por su sentido.
Javier Jurado, La atracción de la Metaverna, Ingeniero de Letras 12/10/2024
"ES MÁS FÁCIL IMAGINAR EL FIN DEL MUNDO QUE EL FIN DEL CAPITALISMO".
Tan rotunda frase, que suma miles de citas, ya en 2009 Mark Fisher la atribuyó a FREDRIC JAMESON. Este filósofo y crítico cultural estadounidense, ubicado en la tradición marxista, nos ha dejado al morir (22.09.2024) una obra tan inmensa como valiosa. A ella habrá que volver incontables veces, pero la frase que se le atribuyó siempre será un buen epítome de su pensamiento.
José Antonio Pérez Tapias
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Noté que hay un fascinante mecanismo mágico de negación y proyección invertida según el cual la mera mención de la clase automáticamente es considerada como si uno quisiera degradar la importancia de la raza y el género. En realidad ocurre exactamente lo contrario: el Castillo de Vampiros usa un concepto en definitiva liberal de la raza y el género para opacar la clase. En todas las polémicas absurdas y traumáticas que hubo en Twitter este año acerca de los privilegios fue notable que la discusión del privilegio de clase estuvo completamente ausente. La tarea, como siempre, sigue siendo la articulación de clase, género y raza; pero lo que caracteriza al Castillo es justamente la desarticulación de la clase respecto de las otras categorías. El problema que se proponía resolver el Castillo de Vampiros era el siguiente: ¿cómo conservar un poder y una riqueza enormes y seguir apareciendo como una víctima, como alguien marginal y opositor? La solución ya estaba ahí, en la Iglesia cristiana. Por eso el Castillo acudió a las estrategias infernales, las patologías oscuras y los instrumentos de tortura psicológica que inventó el cristianismo, y que Nietzsche describió en La genealogía de la moral. Este sacerdocio de la mala conciencia, este nido de beatos traficantes de culpa, es exactamente lo que predijo Nietzsche cuando dijo que se venía algo peor que el cristianismo. Aquí está...
El Castillo de Vampiros se alimenta de la energía y las ansiedades y vulnerabilidades de estudiantes jóvenes, pero sobre todo vive de convertir el sufrimiento de grupos particulares (cuanto más «marginales» mejor) en capital académico. Las figuras más loadas del Castillo de Vampiros son aquellas que han abierto un nuevo mercado del sufrimiento; aquellos que puedan encontrar a un grupo más oprimido y subyugado que los explotados anteriores subirá de rango rápidamente.
La primera ley del Castillo de Vampiros es: individualiza y privatízalo todo. Si bien en teoría dicen estar a favor de críticas estructurales, en la práctica jamás se enfocan en nada que no sea el comportamiento individual. Algunas personas de clase trabajadora no tuvieron una gran educación, y a veces pueden ser irrespetuosas. Recuerden: condenar individuos es siempre más importante que prestar atención a estructuras impersonales. La clase dominante propaga ideologías de individualismo, mientras tiende a actuar como una clase. (Muchas de las que llamamos «conspiraciones» son la clase dominante mostrando solidaridad de clase.) El CV, sirviente de la clase dominante, hace lo contrario: habla de «solidaridad» y «colectividad» de la boca para afuera, pero se comporta como si las categorías individualistas impuestas por el poder fueran lo más importante. Como en el fondo son pequeñoburgueses, los miembros del Castillo de Vampiros son intensamente competitivos, pero lo reprimen, de un modo pasivo—agresivo que es típico de la burguesía. Lo que los une no es la solidaridad, sino un miedo mutuo; el miedo a ser los próximos denunciados, expuestos, condenados.
La segunda ley del Castillo de Vampiros es: haz que el pensamiento y la acción parezcan muy, muy difíciles. No puede haber liviandad, ni mucho menos humor. El humor, por definición, no es serio, ¿no? El pensamiento es trabajo duro, cosa de acentos refinados y ceños fruncidos. Allí donde hay confianza, introducen escepticismo. Dicen: no se apresuren, hay que pensar en esto con más detenimiento. Recuerden: tener convicciones es opresivo, y puede desembocar en gulags.
La tercera ley del Castillo de Vampiros es: propaga tanta culpa como sea posible. Cuanta más culpa mejor. La gente se tiene que sentir mal: es una señal de que comprenden la gravedad de las cosas. Está bien tener privilegios de clase si uno siente culpa por ello y hace que quienes están en una posición de clase más subordinada también se sientan culpables. Uno también hace algunas cosas buenas por los pobres, ¿no?
La cuarta regla del Castillo de Vampiros es: esencializa. Si bien en nombre de los miembros del CV siempre se esgrime fluidez identitaria, pluralidad y multiplicidad (en parte para ocultar su propia posición invariablemente rica, privilegiada y burguesa), el enemigo siempre debe ser esencializado. Como los deseos que animan al CV son en gran medida deseos de sacerdote, deseos de excomulgar y condenar, debe haber una clara distinción entre el Bien y el Mal, y este último debe ser esencializado. Noten la táctica. X dice algo/se comporta de determinada manera; lo que dijo o su comportamiento podría ser interpretado como transfóbico, machista, etc. Hasta ahora, todo bien. La sorpresa viene después. X pasa entonces a ser caracterizado como transfóbico, machista, etc. Toda su identidad se ve definida por un comentario equivocado o un error de conducta. En cuanto el CV organiza su caza de brujas, la victima (muchas veces una persona de clase trabajadora, no educada en las reglas de etiqueta pasivo-agresivas de la burguesía) puede ser incitada a perder los estribos, confirmando aún más su posición de paria, el próximo a ser consumido por el fuego de la quema.
La quinta ley del Castillo de Vampiros es: piensa como un liberal (porque eres uno). El trabajo del CV de avivar una furia reactiva consiste en señalar sin parar lo más obvio: el capitalismo se comporta como el capitalismo (¡no es muy agradable!), los aparatos represivos del Estado son represivos. ¡Hay que protestar!
Mark Fisher, Salir del Castillo de Vampiros, jacobinlat.com 10/07/2022
Durante siglos, el barco de Teseo se llevaba cada año hasta Delos en honor y agradecimiento a Apolo por haber salvado las vidas del héroe y de sus acompañantes. A lo largo de los años, la embarcación se había deteriorado y se habían reemplazado las piezas originales por otras nuevas, y los filósofos atenienses debatían sobre si se podía hablar del mismo barco aunque no conservara ninguna de las tablas ni de los treinta remos que usó Teseo en su viaje a Creta.
Plutarco recoge la historia en la biografía del héroe griego incluida en sus Vidas paralelas. Desde entonces, el barco se ha usado como ejemplo para hablar de nuestra identidad y para poner en duda hasta qué punto somos siempre las mismas personas.
El símil funciona incluso desde un punto de vista fisiológico: gran parte de las células de nuestro cuerpo se renuevan cada pocos años y es obvio que cambiamos mucho desde que somos bebés hasta que llegamos a la edad adulta. También pueden cambiar, al menos en parte, nuestras ideas y nuestro comportamiento. Por ejemplo, es habitual sentirse muy ajeno a un tuit o a un artículo escrito hace unos años, y no nos cuesta creer al padre de familia con una juventud delictiva que asegura que ya no es la misma persona que entonces.
Muchos filósofos se han preguntado qué es lo que cimenta nuestra identidad, una idea más huidiza de lo que puede parecer a primera vista. John Locke proponía en su Ensayo sobre el entendimiento humano que la identidad personal es sobre todo psicológica y está basada en nuestra percepción y en la continuidad de nuestra memoria y de nuestra experiencia. De modo similar, Hume comparaba la mente en su Tratado de la naturaleza humana con “una especie de teatro donde distintas percepciones aparecen sucesivamente”. No somos más que “un haz o colección de diferentes percepciones que se suceden las unas a las otras con una rapidez inconcebible y que se hallan en un flujo y movimiento perpetuo”.
Estas historias recuerdan a la variante del experimento mental que propuso Hobbes en De corpore (Sobre el cuerpo): ¿Qué pasaría si alguien recogiera todas las piezas descartadas del barco de Teseo original y construyera una nueva embarcación? ¿Cuál sería el verdadero barco de Teseo: el reparado que cada año ha hecho el viaje a Delos o el que se ha construido con las piezas desechadas, pero originales? ¿Pueden serlo los dos? ¿O no lo es ninguno?
Visto todo esto, ¿cómo sé que yo soy yo? Pues hay una parte psicológica y social que es clave: somos nosotros quienes damos identidad a ese conjunto de sensaciones, como me explicaba para el artículo de Verne Vicente Sanfélix, catedrático de Filosofía en la Universidad de Valencia. Nosotros y los demás: vivimos en una sociedad, como decían el Joker y George Costanza. Si, por ejemplo, pierdo la memoria en un accidente, mi familia, mis amigos y el DNI ayudarán a identificarme. Es decir, nuestra identidad se construye a partir de muchos elementos que pueden parecer débiles si los aislamos y los escudriñamos, pero todos juntos muestran un armazón consistente que por lo general no nos da problemas.
Jaime Rubio Hancock, Mocedades, el Partido Republicano y el barco de Teseo, Filosofía inútil 25/09/2024
En las civilizaciones más antiguas, la humillación y la arbitrariedad eran atributos del poder y, además, estrategias para escenificar poderío. Se desplegaban como demostraciones jerárquicas de fuerza y estatus. Emperadores, faraones y reyes hacían gala de su dominio blandiendo el cetro sin piedad, y los dioses eran temidos por su cólera. Así escribía el profeta Isaías: “Ya viene el día del Señor, implacable, con furia y ardiente ira, para convertir la tierra en un desierto”. La rabia que irradian ciertos poderosos no es nueva, sino un viaje en el tiempo a las formas más ancestrales de dominio.
Nuestros antepasados griegos acuñaron el concepto hybris, que significaba arrogancia y exceso. Describía una pasión violenta inspirada por la diosa de la obcecación, Ate, que arrastraba a los héroes y los poderosos a avasallar al prójimo. Esos atropellos tenían consecuencias desastrosas y eran castigados por otra diosa, Némesis, encargada de vengar a los agraviados y restablecer el equilibrio. La tragedia griega representó a menudo este círculo diabólico de poder, soberbia, ceguera, error fatal y caída. Para la mentalidad clásica, la prudencia era la virtud intelectual necesaria para adaptar la propia actuación a la invariable complejidad de las circunstancias.
Nuestros remotos antepasados sabían que quien disfruta de mando o éxito absoluto se desliza por una pendiente peligrosa hacia el orgullo y el atropello. Tanto en el paganismo como en el cristianismo hubo voces innovadoras —esas sí— que defendían una forma distinta de gobernar. Ya el poema de Gilgamesh narra el camino del protagonista desde la arrogancia y el abuso hasta la sabiduría. Al comienzo, Gilgamesh, rey de Uruk —en el actual Irak—, es un joven soberbio y un soberano tiránico. Convertido en un monstruo egoísta, oprime a su pueblo porque nada puede interponerse ante sus deseos. Sus súbditos claman al cielo y su llanto es atendido. La gran Diosa Madre crea a un hombre a partir del polvo: Enkidu, tan fuerte como Gilgamesh, pero de una extraordinaria inocencia. La amistad con él significa para el rey feroz una iniciación a la camaradería. Los dos emprenden un gran viaje, una aventura que navega entre pérdidas, duelo, fracasos y lecciones de humildad. El protagonista regresa sabiendo que ni el monarca más triunfador puede impedir la muerte de sus seres queridos o la suya propia. Al final, Gilgamesh se comporta como un rey compasivo y logra “cerrar las puertas del dolor”. Ha aprendido a gobernar —a su ciudad y a sí mismo— sin violencia, sin egoísmo y sin los arrebatos de un corazón incapaz de descanso. Paradójicamente, se vuelve más poderoso al comprender que no es inmortal ni extraordinario. Su recuerdo perdura porque supo reconocerse como perdedor.
Esta evolución histórica encuentra un nuevo hito en la Biblia, que transita del Dios de la venganza al Sermón de la Montaña. En la última cena, Jesús, siempre defensor de los corazones mansos, protagonizó un acto de humildad tan insólito que incluso incomodó a sus discípulos: “Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros”. Abolía así la soberbia del líder para transformarla en un ideal de sencillez y cuidado. Séneca, en Sobre la clemencia, escribió a Nerón que son tiranos quienes disfrutan la crueldad. Y añadió: “No hay ningún animal que deba recibir un trato más delicado que el hombre. Con ninguno hay que tener más cuidado. Con los ciudadanos, la gente desconocida y de humilde condición, hay que actuar con tanta mayor consideración cuanto que es más fácil destrozarlos”. En un trasfondo de violencia ancestral, estas son las originalidades, las audacias.
¿De qué hablamos cuándo hablamos de crueldad? El término proviene de la raíz latina de crudo, aplicado al que se recrea en la sangre. De la misma imagen en griego procede la palabra sarcasmo, “burla que penetra en la carne”. A lo largo de la historia, las potencias y los individuos se muestran crueles cuando se sienten inestables: al empezar su ascenso y al dar señales de declive. Como escribió la poeta Maya Angelou, el miedo provoca la mayoría de crueldades. En realidad, no es sino impotencia ataviada de prepotencia.
Hemos necesitado milenios de rebeldías para dejar de ser vasallos y súbditos. En un largo tránsito político, paso a paso y siglo a siglo, nuestros antepasados levantaron límites y contrapesos para conseguir que el poder no sea vicio y sevicia, sino servicio. Aprendimos que la violencia acostumbra a ser un acto de debilidad. Frente a la idea antigua y obsoleta del líder, lo nuevo, lo insólito, el verdadero cambio consistió en lograr, con gran esfuerzo y contra el muro de los privilegios, que los líderes tuvieran la obligación de bajar la cerviz y respetar a todos. Que nos eviten exhibicionismos de vanidad. Que se acostumbren a rendirse y a rendir cuentas. Que al final de cada legislatura teman a Némesis, y quizá, algunas veces, prefieran ser mansos a cometer desmanes.
Irene Vallejo, La vieja crueldad presume de juventud, El País 22/09/2024
En contra de lo que dicen sus críticos de derechas, el pensamiento woke no es una variante del marxismo. Ningún ideólogo woke se acerca ni de lejos a Karl Marx en su nivel de rigor, amplitud y profundidad de pensamiento. Una de las funciones de los movimientos woke es desviar la atención del impacto destructivo que el capitalismo de mercado tiene en la sociedad. Desde el momento en que las cuestiones identitarias comienzan a volverse centrales en política, los conflictos entre intereses económicos pierden relevancia. Toda esa cháchara ociosa sobre microagresiones expulsa del debate temas como las jerarquías de clase y la relegación de amplios sectores de la sociedad al paro y la pobreza. Al tiempo que halaga los egos de quienes protestan contra cualquier menosprecio a su cultivadísima autoimagen, la política de la identidad condena a la deshonra y al olvido a muchas personas cuyas vidas son arrasadas por un sistema económico que las desecha por no aprovechables.
John Gray, La cháchara ociosa del movimiento 'woke' anula el debate sobre jerarquías de clase, El País 16/09/2024
La tesis central de Nexus es que la función de la información no es representar la realidad, sino crear vínculos entre grandes grupos humanos. Harari admite que tres milenios de filosofía y cuatro siglos de ciencia nos han aportado vastas cantidades de información y un gran poder, pero no cree que por ello nos conozcamos mejor ni seamos más sabios. Como historiador y como analista escéptico de la ciencia y la tecnología, concede mucha más importancia a la construcción de redes cooperativas mediante ficciones, fantasías e ilusiones sobre dioses, naciones y transacciones económicas. Desde esta perspectiva, la Biblia es mucho más valiosa y poderosa que los Principia de Newton y El origen de las especies de Darwin juntos, como un bulo lo es más que un mensaje veraz. La ignorancia es fuerza, como dijo George Orwell.
La teoría generalizada de que la información conduce a la verdad, y de ahí a la sabiduría y al poder, es para Harari la “idea ingenua de la información”. El autor se revuelve así contra los visionarios tecnológicos contemporáneos que, como Mark Zuckerberg, Ray Kurzweil y el resto de la plana mayor de Silicon Valley, sostienen que las redes sociales promueven el entendimiento entre personas, crean un mundo más abierto y generan un círculo virtuoso del bienestar por donde fluyen “la alfabetización, la educación, la riqueza, la salud, la democratización y la reducción de la violencia” (Kurzweil). Algunas de las páginas más brillantes de Nexus se dedican a refutar de manera contundente, casi cruenta, ese espejismo candoroso.
Tomemos el caso de los rohinyá, los habitantes musulmanes del oeste de Myanmar (antigua Birmania), un país de mayoría budista. Pese a las esperanzas de convivencia pacífica suscitadas a principios de los 2010, los rohinyá sufrieron en esa misma década unos torbellinos de violencia sectaria y racista promovidos en su mayor parte por las mentiras asesinas aparecidas y propagadas en Facebook, la red social del mismo Zuckerberg al que hemos visto más arriba predicando las virtudes teologales de su negocio billonario. La campaña de limpieza étnica que, en 2016, destruyó los pueblos rohinyá, asesinó a 20.000 civiles desarmados y expulsó de Myanmar a 700.000 musulmanes, se gestó y difundió a través de las falsedades y los mensajes de odio que circularon por Facebook.
La ONU concluyó en 2018 que Facebook había desempeñado un “papel determinante” en la campaña de limpieza étnica, como ya había denunciado Amnistía Internacional y como le parecerá obvio a cualquier otro observador sensato. Pero ni Zuckerberg ni sus ejecutivos ni sus ingenieros pagaron el menor precio por ello, ni tampoco adoptaron ninguna medida de corrección en sus algoritmos. La jurisprudencia norteamericana libera de toda responsabilidad a las plataformas por las mentiras y los mensajes de odio que circulan por sus redes, y así seguimos seis años después pese a las iniciativas legales europeas —que se han topado con la fiera oposición de los abogados de Silicon Valley— e incluso de una creciente suspicacia de parte de la clase política estadounidense.
Pero el blanco de las críticas de Harari no son los ejecutivos de Silicon Valley que han consentido toda esta inundación de odio, ni menos aún los ingenieros que han diseñado los algoritmos. Su blanco son los propios algoritmos, porque la intención del autor es avisar al mundo del riesgo, para él inminente, de que las máquinas se hagan con el control de las sociedades humanas. “Los ejecutivos de California no albergaban animadversión alguna hacia los rohinyá”, escribe Harari. “De hecho, apenas sabían de su existencia”. Algunos lectores se sorprenderán de esta actitud exculpatoria hacia los responsables humanos de la propagación del odio, máxime cuando el autor reconoce y documenta que el objetivo de la empresa era “recopilar más datos, vender más anuncios y acaparar una proporción mayor del mercado de la información”. Pero el caso es que lo que realmente atormenta a Harari es el robot, no sus creadores.
Javier Sampedro, 'Nexus', de Yuval Noah Harari: un mundo ahogado en información, El País 13/09/2024
Una de las principales motivaciones de la mente humana es la necesidad de encontrar asociaciones entre distintos eventos que le permitan anticiparse a la realidad. La selección natural ha favorecido la búsqueda de relaciones causa-efecto para descubrir las reglas del mundo y así promover la supervivencia y la reproducción.
Somos buscadores compulsivos de conexiones, arqueólogos de la regularidad, futurólogos intuitivos. Nuestro sistema cognitivo tiene alergia a la ambigüedad y a la incertidumbre. La asociación de eventos es el antídoto para esta “reacción alérgica mental”.
Las supersticiones son el lado oscuro de esa tendencia predictiva tan útil para la supervivencia: asocian eventos que, en realidad, no están relacionados de ninguna forma. La tendencia humana a predecir el mundo inventa estas conexiones. Al fin y al cabo, el aprendizaje de asociaciones es la piedra angular de nuestra adquisición de comportamientos.
Con las supersticiones, esos mecanismos asociativos se pasan de largo, pecan por exceso.
El primer acercamiento científico a la conducta supersticiosa la realizó en 1948 el psicólogo B. F. Skinner mediante un famoso estudio con palomas. Skinner programó que la dispensación de comida ocurriera de manera automática cada 15 segundos. Hicieran lo que hicieran, las palomas recibirían alimento con esa cadencia.
Transcurrido un tiempo, el científico norteamericano comprobó que la mayoría de las aves (seis de ocho, en concreto) habían desarrollado sus propios rituales supersticiosos para conseguir la comida. Una paloma daba vueltas sobre sí misma, otras movían la cabeza de un lado a otro y otra picoteaba el suelo. Este fenómeno se denomina “condicionamiento adventicio” para diferenciarlo del aprendizaje por “condicionamiento operante”, cuando el animal aprende en función de las consecuencias positivas o negativas realmente causadas por su comportamiento.
Con humanos se han encontrado resultados muy similares mediante tareas en las que se instauran conexiones ficticias entre eventos. De hecho, hay todo un campo de estudio en Psicología dedicado a las ilusiones de causalidad, que incluso se han relacionado con la proliferación de pseudomedicinas alternativas, como la homeopatía o el reiki, o las creencias paranormales.
Cuando ya hemos creado una conexión causal entre eventos, uno de los mecanismos que fomenta su mantenimiento es el llamado “sesgo de confirmación”, que forma parte de nuestra caja de herramientas cognitivas.
Tendemos a prestar más atención a aquellos sucesos que confirman nuestras creencias que a los que las contradicen: “Siempre que lavo el coche, llueve”; “el repartidor de Amazon siempre llega cuando no estoy en casa”… Olvidamos con facilidad las numerosas veces que no se cumplieron tales predicciones. Y, al mismo tiempo, recordamos vivamente el momento en que ocurrieron esos incómodos eventos debido al impacto emocional que generan.
Otro mecanismo que favorece el mantenimiento de las supersticiones se basa en lo que los psicólogos denominan “profecía autocumplida”. Es decir, la propia creencia en una predicción puede hacer que se convierta en realidad a través de nuestras acciones.
Nuestra racionalidad natural no es lógica, sino bio-lógica o psico-lógica. La evolución nos ha dotado de un arsenal de atajos cognitivos para procesar grandes cantidades de información y tomar decisiones rápidas (generalmente exitosas) con los datos parciales y ambiguos que recibimos del medio. En cambio, el ejercicio del pensamiento lógico y razonado requiere de la fatigosa tarea de disciplinar nuestra mente para prevenir las falacias y sesgos del pensamiento humano.
Ambos sistemas de pensamiento habitan en nosotros sin aparente conflicto. Por un lado, un sistema intuitivo y automático que está guiado por reglas de andar por casa y que puede derivar en sesgos y falacias del pensamiento. Por el otro lado, un sistema analítico y reflexivo, pero más lento y más costoso, que en las condiciones adecuadas puede comportarse de manera racional y lógica.
Por eso, incluso en las mentes más racionales y analíticas pueden residir creencias irracionales y supersticiones absurdas. Que se lo digan a Niels Bohr, con su herradura de la suerte. Cuando nos quitamos la bata del científico o la toga del juez, nuestra mente es tan crédula como la de nuestros antepasados prehistóricos. Cruzaremos los dedos para que la razón no nos abandone del todo.
Pedro Raúl Montoro Martínez, ¿Por qué somos supersticiosos?, El País 13/09/2024