Una de las principales manifestaciones de la actual crisis de la democracia liberal es la falta de equilibrio entre el poder judicial y el poder legislativo. El paisaje institucional se ha ido modificando progresivamente y cada vez más decisiones se sitúan fuera del alcance de las instituciones mayoritarias. Esta mutación ha producido lo que puede llamarse una “juristocracia pospolítica” (Ran Hirschl), es decir, un disciplinamiento jurídico de las democracias, un estrechamiento del campo de acción política, una contracción sistémica de lo políticamente posible.
La principal demostración de que los tribunales deciden mucho, tal vez demasiado, es el desplazamiento de la vida política desde los parlamentos al sistema judicial. Organismos que supuestamente están concebidos para ejercer una función apolítica y neutral incrementan el conflicto político en torno a ellos porque se sabe que ya apenas cumplen aquella función y que toman decisiones eminentemente políticas. Por citar solo un ejemplo reciente: los tribunales han concedido la inmunidad a Trump, pero es que los demócratas habían puesto sus esperanzas en que fuera derrotado por los tribunales y no en las urnas. El término “politización” es demasiado benigno para calificar lo que está pasando, a saber, que el derecho se ha convertido en la continuación de la política por otros medios.
La teoría clásica de la democracia defendía la existencia de contrapesos y equilibrios (checks and balances), pero lo que hoy vemos es más contrapesos que equilibrios. Hay una creciente sustitución de la política por el Derecho, una estrategia para sustraer cada vez más asuntos de su disponibilidad democrática. Claras mayorías políticas no consiguen llevar a la práctica lo que han conseguido acordar porque se les enfrenta un gremio de jueces que no han sido elegidos y que no rinden cuentas a nadie. ¿Cómo se verifica entonces el principio de que todos los poderes emanan del pueblo en el caso del poder judicial?
La revisión de constitucionalidad puede estar funcionando como un mecanismo de protección de determinados intereses y, lo que es más grave, para disminuir la capacidad de abordar las transformaciones sociales y políticas necesarias en unos tiempos cambiantes. En medio de una cultura jurídica positivista no resulta fácil que se abra paso la creatividad de la política, en consonancia con la variación de las interpretaciones sociales de lo jurídico, como pudimos comprobar con ocasión de la ley sobre el consentimiento sexual y la correspondiente perspectiva de género en torno a la elaboración, interpretación y aplicación de las normas jurídicas. La correcta politización de la justicia es el intento de devolver a la escena de la política, de las mayorías políticas, demasiadas cosas que fueron desplazadas hacia el ámbito judicial, supuestamente neutral, donde se hacen valer otro tipo de mayorías, es decir, donde se hace otra política.
Cuando la judicial review se utiliza para contrarrestar a las mayorías políticas, entonces lo que sucede es que hay demasiados incentivos para limitar su poder o ampliarlo en función de a qué actor político beneficie. Lo que el poder judicial revisa es que determinadas cosas no se puedan revisar.
La gran cuestión que hemos de resolver es cómo alcanzamos el equilibrio adecuado entre la estabilidad jurídica y el espacio móvil y modificable de la vida democrática. Debemos lograrlo sabiendo que el papel de los tribunales de justicia no puede ejercerse a costa de devaluar los parlamentos, la elección popular, de reducir lo político a lo jurídico. El centro de la conversación democrática debe ser lo que queremos hacer y no lo que está jurídicamente permitido o prohibido.
Daniel Innerarity, La juristocracia, El País 24/07/2024