Los usos políticos de la nostalgia han sido frecuentes en los últimos años, en general como arma arrojadiza. Quizá el ejemplo más ilustrativo, por frecuente, sea ese en el que alguien, y especialmente si es joven,
afirma que sus padres vivieron materialmente mejor, y enseguida cosecha toda clase de críticas que le tildan de melancólico o de reaccionario. De pronto, el hecho de fondo desaparecía de la discusión y se ponía el foco en el enunciante: quien actuaba así era alguien que se negaba a evolucionar, que continuaba anclado en el pasado, cuando no alguien que anhelaba regresar a modelos autoritarios. Nuestra época es el mejor momento de la historia, y oponerse a ella es ignorancia, mala fe o parte de un programa político.
Poner el acento en la línea temporal no constituye más que un recurso banal para evitar la discusión de fondo: se trata de cerrar los ojos. El ejemplo de la vivienda es evidente. Hubo un tiempo en el que la mayoría de la gente podía comprar un piso y pagarlo en 5 o 10 años. Es algo que muchas personas firmarían ahora: ¿no es mejor tener la opción de adquirir una casa a un precio asequible que pagar cantidades importantes durante 30 o 40 años? ¿
No es mejor tener cierta seguridad que estar siempre sujetos a la posibilidad de perder la vivienda si no se puede afrontar la hipoteca porque se atraviesa un bache? Del mismo modo, la gente quiere tener un trabajo estable con un salario que le permita llegar a final de mes, y si es de forma holgada, mejor. ¿Tan difícil es de entender?
Es curioso, además, que buena parte de las críticas a quienes utilizan la comparación con el pasado,
haya venido de la mano de una clase urbana formada, habitualmente hijos de clases medias o medias altas. Al mismo tiempo que señalaban con el dedo a los nostálgicos, se quejaban de que los alquileres eran demasiado elevados y que se veían obligados a marcharse de los barrios en los que deseaban residir porque no podían pagar los precios. Muchos de ellos trabajaban en empleos no especialmente bien pagados. En teoría los deseos de unos y otros deberían converger, pero por lo que sea, se han convertido en sectores sociales claramente enfrentados que se insultan con calificativos como reaccionarios o pijoprogres.
Pero, regresando a la línea temporal, imaginemos que fuera al revés, y que los precios de las casas y los de los bienes esenciales para la subsistencia mantuvieran los precios actuales, pero resultasen proporcionalmente más baratos que hace 40 o 50 años. El recurso al pasado se justificaría entonces subrayando que, por muchas que fueran las dificultades, se estaba progresando y que se caminaba hacia un futuro mejor. Aun así, eso tampoco nos evitaría tener que afrontar compras de
viviendas o alquileres carísimos: el hecho de que antes nos fuera mejor o peor no nos sacaría de nada. El problema seguiría encima de la mesa. Quizá lo que la gente quiere es que estos problemas se arreglen en lugar de que se discuta sobre pasado y futuro. Pero es justo eso lo que se quiere evitar.
Esta anécdota tiene su relevancia, porque es un síntoma menor de un problema político grave. Demuestra cómo en toda clase de discursos había quedado asimilada una idea, central durante mucho tiempo: estábamos en el fin de la historia, habíamos arribado al mejor de los mundos posibles. En consecuencia, no es que cualquier pasado fuera peor, sino que cualquier referencia a él implicaba la falta de aceptación de la creencia primera: vivíamos en el mejor de los mundos políticos y económicos. Ese que,
como afirmaba recientemente un dirigente español, nos hace creer que tenemos "las ideas más hermosas de la historia de la humanidad y las estamos llevando a cabo".
Quienes se oponen a tal nivel de brillantez intelectual no pueden ser otra cosa que personas que no han asimilado las bondades de la época. En el fondo, la pelea política de los últimos años se ha reducido a una cuestión de mentalidad:
había mucha gente que se resistía a aceptar los cambios y cuya forma de pensar, demasiado atada a las costumbres del pasado, frenaba los avances que la época traía. Por eso el discurso cultural ha sido tan insistente y decisivo en estos años. Siempre había algún elemento de obsolescencia rondando por el discurso: los trabajadores no se daban cuenta de que los chinos eran más baratos y que ser competitivos requería de salarios más bajos, o no sabían readaptarse, o no querían actualizarse; los políticos se resistían a entender que el orden del Estado nación debía dejar paso a las fronteras abiertas al capital; los dirigentes no entendían que el Estado ya no debía tener ninguna presencia en la economía y que sus estructuras tenían que dejar de poner trabas a la libre empresa.
El problema, pues, era la gente que no quería aceptar el hecho de que estábamos en el mejor de los mundos. Y su actitud solo podía estar causada por la ignorancia, el resentimiento, el malestar o la ira, no por elementos racionales. Así se han construido los grandes discursos políticos de los últimos años, que han descrito el enfrentamiento entre una esfera institucional que trataba de aportar soluciones científicas y, por lo tanto, racionales, y el mundo de los sentimientos, generalmente negativos, que llevaban a la gente a creerse cualquier cosa. El último concepto de moda, como de costumbre en EEUU,
es la rabia del hombre blanco rural.
Este marco abarca muchas cosas a izquierda y derecha: caben los bulos y las noticias falsas,
las luchas por los derechos culturales, las críticas a los políticos por no abrir más la economía y los ataques a los gobiernos que no llevan a cabo medidas contundentes de reducción del déficit, entre otros. No se trata únicamente de discursos que se lleven a cabo contra las extremas derechas, sino elementos intercambiables que son utilizados, por un lado, y por el otro. En general, las derechas utilizan estos argumentos en el plano económico y las izquierdas en el cultural.
Pero, una vez más, y como ocurría con la vivienda,
centrar las discusiones entre progreso y reacción, es decir, entre quienes afirman que hemos llegado al mejor de los órdenes posibles y la reivindicación del pasado supone obviar las tensiones políticas reales. Toda esa retórica es secundaria respecto de lo que de verdad está ocurriendo.
Los nostálgicos del liberalismo de la globalización dorada son una isla cada vez más pequeña, muy centrada en Europa y en buena parte de sus clases dirigentes, en reductos como
The Economist y
The New York Times, que sigue manejándose a partir de las viejas ideas. Sus reuniones tienen un aire a los mítines de Ignatieff: todo irá bien, a pesar de las crecientes amenazas, el momento se solventará y se regresará, más o menos, a la institucionalidad y a la economía de la época del fin de la historia.
Nada hace pensar que el futuro nos depare ese regreso, más bien al contrario. El viejo orden se está derrumbando y el primero que empuja en ese sentido es EEUU.
Biden acaba de dictar aranceles elevadísimos a los coches eléctricos chinos, que son aranceles indirectos a la industria alemana, muy implantada en China, por señalar el último ejemplo. Putin y Xi Jinping refuerzan su alianza en Pekín con una escenificación significativa; nadie en el mundo, fuera de Occidente (y este solo en parte) cree en el orden basado en reglas, y menos después de la guerra de Gaza; la extrema derecha crece en Europa; Oriente Medio es cada vez más inestable. Como señal de cómo andan las cosas, el presidente de Congo les dice a los franceses que cada vez que China les visita consiguen un hospital, y que cuando van los occidentales obtiene un sermón;
el primer ministro de Níger se dirige a EEUU afirmando que es inaceptable que los americanos les digan con quién pueden tener relaciones y que lo hagan con un tono condescendiente que demuestra falta de respeto.
Sin embargo, todos estos giros no están causados por
el decaimiento del orden liberal de las últimas décadas: han sido producidos por él. Son la consecuencia de la aplicación de las ideas de esas élites liberales que hoy sienten sobre sus hombros el peso de la melancolía.
Con sus acciones destruyeron
la economía de las clases medias occidentales y empobrecieron a las trabajadoras, se llevaron las industrias a Asia, cerraron muchas empresas por la vía de las fusiones y adquisiciones y generaron una inseguridad vital elevada con los altos precios de los bienes esenciales. Aquel mundo abierto, que trajo guerras sucesivas como las de Afganistán, Irak y Siria, no hizo el mundo más seguro, sino que contribuyó al enorme desajuste en el que vive Oriente Medio, y con él, el mundo entero.
Fue su impulso deslocalizador, que volvería la economía más eficiente y los precios más baratos,
el que proporcionó a China las industrias, el capital, la tecnología y el saber hacer necesario para que hoy Pekín sea una gran potencia cuyos vínculos con Europa y EEUU sean muy difíciles de desatar. Esa visión generó un desastre productivo en Europa y en EEUU, de modo que cuando han hecho falta bienes esenciales, no los teníamos porque se fabricaban muy lejos, como ocurrió en la pandemia. Ni siquiera pueden enviar a Ucrania el armamento y las municiones precisas porque l
a producción en Occidente no permite cubrir la demanda. Y, por si fuera poco, los precios baratos se han convertido en una inflación elevada: la concentración empresarial creó oligopolios y la productiva llevó a que las fábricas se situaran en muy pocos y lejanos lugares, lo que ha provocado que, en momentos como este, los precios aumenten. Da casi ternura escuchar al Biden de los 90 que se burlaba cuando los rusos amenazaban con girar hacia China si Occidente les presionaba en exceso: ahora ya tienen a China y Rusia yendo de la mano, eso que Kissinger logró evitar, y con Irán dentro de su mismo coche.
Han creado una economía notablemente desigual que se basa en productos financieros ficticios, y que está sostenida por las deudas, en lugar de impulsar el crecimiento;
es rentista, no productiva. Por si fuera poco, la guerra de Gaza ha dado la puntilla al orden basado en reglas y EEUU es acusado de hipocresía cada vez que lo menciona.
De modo que hay pocos aspectos en los que las ideas de la época dorada no hayan sido un desastre. El coste lo estamos pagando ahora y sea mayor en los años venideros. En este contexto, nuestras élites se preguntan por qué crece
la extrema derecha. La pregunta real es por qué no ha barrido ya en todo Europa con este historial de objetivos alcanzados. Ha ganado unas elecciones un señor con una motosierra, quizá sea el momento de reflexionar en serio.
Aceptar estos efectos como parte de sus acciones tiene que resultar doloroso, y
por eso resulta tan difícil de asimilar. En ese momento surge con fuerza la nostalgia de las élites: insisten en que ese mundo perdido debe conservarse, y recurren a la ira del hombre blanco rural, a los nacionalistas furibundos, a los ignorantes deplorables y a tantos otros calificativos con los que tratar de negar la realidad. Pero esa es una descripción que ahora bien pueden aplicarse a sí mismas. Lo que vivimos ahora es ese momento entre melancólico y resentido de las élites liberales frente a un mundo que se les escapa de las manos.
Y eso es muy peligroso. Lo lógico sería entender el momento,
reconocer la realidad, reaccionar y activar un camino de salida para Europa y Occidente. Pero el giro del establishment europeo, provocado por el malestar más que por la toma de conciencia, amenaza no con seguir anclado en el mundo que anhelan, sino con asir el volante con fuerza y apretar el acelerador. Lo previsible es que se refugien en las políticas que han llevado a cabo hasta la fecha, pero con una insistencia y una profundidad mayores. Ese es el proyecto de las élites enfadadas, y cada vez tiene más aspecto de comenzar a realizarse.
Su opción preferida para el futuro no es otra que la de "
seguir una política económica verdaderamente liberal no distorsionada por objetivos que limitan el crecimiento", es decir, continuar por la vieja senda que nos ha conducido a todos los problemas que afrontamos, pero caminando a más velocidad y con más ritmo. Cada vez hay más posturas entre las élites europeas favorables a esa posición, y la unión previsible entre la derecha y la extrema derechas europeas tras las elecciones del 9-J tendrá estos asuntos en su centro. Más neoliberalismo en economía, más neoconservadurismo en política nacional e internacional.
La reunión de los empresarios españoles con Milei es significativa a este respecto.
A todos ellos les suena muy bien lo que Milei ofertaba, "seguridad jurídica y estabilidad regulatoria", "un marco empresarial favorable", "reducción de inflación y de deuda". Muchos de ellas también coinciden, aunque no lo expresen abiertamente, con que la redistribución de la riqueza se basa en el "resentimiento" y la "envidia" de quienes menos tienen frente a los que están "ganando plata", que son los verdaderos héroes sociales. Hay un punto de admiración respecto del atrevimiento de Milei, aunque les disgusten profundamente sus maneras y lo exagerado de sus declaraciones. Quizá por eso ninguno de ellos fue capaz de mostrar su apoyo público. Milei parece un personaje excesivo para la política europea, está en España de la mano de Abascal y sería significarse demasiado. Sin embargo, esperan que aquello que Milei sugiere lo lleve a cabo el PP cuando gobierne. Es decir, esperan del PP lo que Vox les ofrece, pero no se atreven a decirlo en voz alta. Llegará el momento en que ambas direcciones coincidan.
Este es el momento bipolar del liberalismo.
Todas sus teorías económicas están ancladas en lo que promueven muchas derechas que les parecen inconvenientes Muchos de los lectores de Ignatieff, y muchos de nuestros liberales atraídos por los grandes conceptos de su clásica doctrina, quieren defender la democracia de las derechas populistas, pero al mismo tiempo están de acuerdo con su visión económica. Harían bien en dejar de engañarse, porque no se puede querer a la vez liberalismo político y neoliberalismo económico. El segundo destruye al primero, y hemos recogido numerosas pruebas en los últimos tiempos.
De manera que si quieren democracia, instituciones sólidas y libertades garantizadas, si quieren alejarse de esos autoritarismos que tanto les repugnan, tendrán que elegir en algún momento. En el centro de todo estará la clase de economía por la que se opte para España, para Europa y para EEUU.
En la derecha, las opciones están dibujadas ya: Milei contra Lighthizer. En la izquierda
están todavía por definirse. Mientras tanto, el enfado de las élites con tantos reveses y su refugio en la nostalgia de lo conocido y en el resentimiento contra quienes les mueven el marco constituyen nuestro momento histórico.
Esteban Hernandez,
Nuestros ricos se están enfadando de verdad (y hay un premio que lo revela), elconfidencial.com 20/05/2024