Aunque la deriva colapsista del ecologismo es comprensible, también puede tratarse de uno de sus mayores errores políticos. Existen pruebas sólidas de que los mensajes ecológicos apocalípticos, si no vienen acompañados de soluciones creíbles, pueden movilizar a minorías activistas pero desmovilizan al conjunto de la sociedad. A este problema se le añade otro más importante: la confusión estratégica. Lo que cabe esperar en el corto y medio plazo, si no reaccionamos, no es estrictamente un colapso. Un colapso, en sentido riguroso, es una quiebra rápida, destructiva e irreversible del orden social, tras la que el gobierno ni el mercado podrían hacerse cargo de las necesidades de la población; en otras palabras, un escenario de Estado fallido.
Pero la trayectoria general más probable, si hacemos las cosas mal, será sumergirnos en un proceso gradual de apartheid ecológico, en el que tanto los recursos naturales como la seguridad climática serán acaparados por minorías privilegiadas, a costa de aumentar la vulnerabilidad de grupos sociales excluidos. Ello irá en paralelo con el crecimiento de la desigualdad, del autoritarismo político y de la degradación de las condiciones materiales de vida de las grandes mayorías, lo cual no es estrictamente un colapso. Por eso afirmar que el colapso es nuestro destino tiene también algo de mito, en su acepción de atribución de cualidades inexistentes a un objeto. Y la cuestión terminológica importa porque las palabras van asociadas a disposiciones de ánimo y elecciones.
La mejor evidencia científica nos asegura que el futuro estará marcado por un incremento de las convulsiones que la crisis ecológica ya inyecta en nuestro presente: eventos climáticos extremos, nuevas pandemias, destrucción de ecosistemas. No obstante, será la política la que determine su intensidad y también el modo en que nos impactarán. Un cúmulo continuado de muy malas decisiones colectivas, empezando por no reducir nuestras emisiones de gases de efecto invernadero en tiempo récord, podría conducir a escenarios parecidos a eso que sugiere la palabra colapso.
Sin embargo, hay muchas otras opciones abiertas. Los caminos ilusionantes siguen estando a nuestro alcance, comenzando por frenar el desastre ecológico y revertirlo en algunas de sus aristas más peligrosas. Los argumentos para la esperanza no son inexistentes dado que en los últimos cinco años hemos asistido a una serie de hitos importantes: una conciencia verdaderamente masiva del problema impulsada por las movilizaciones juveniles de 2019; avances tecnológicos revolucionarios en materia de renovables, electrificación y baterías; y las primeras apuestas gubernamentales decididas hacia la descarbonización, como la Ley para la Reducción de la Inflación en E.U., el Pacto Verde Europeo o el XIV Plan Quinquenal Chino. Se suman los fallos judiciales contra importantes intereses económicos que sientan precedentes en nombre de las generaciones futuras, como ha ocurrido en
Holanda o en
Suiza, donde los tribunales han obligado a los gobiernos a profundizar unos planes climáticos nacionales considerados insuficientes. También referéndums victoriosos como el de
Yasuní, que dejarán parte del petróleo del Ecuador en el subsuelo, pese al detrimento económico a corto plazo que esto podrá suponer para el país andino.
Al mismo tiempo, las semillas políticas de las respuestas más aberrantes y regresivas han echado raíces sólidas. En todo el mundo prosperan opciones electorales negacionistas, que acompañan su rechazo a la transición ecológica con una peligrosa llamada a abandonar la democracia y con la devaluación de ideas como la igualdad, la dignidad y la justicia social. El futuro que prefiguran es evidente: acaparar espacio ecológico y defender privilegios, con el fin de excluir del bienestar y la seguridad a otros pueblos, naciones o grupos humanos. Donald Trump es el ejemplo perfecto de esta política en auge: las dos medidas estrella que promete aplicar al inicio de su mandato son
“perforar, perforar y perforar” al tiempo que cierra la frontera. Esto es, negacionismo climático y externalización de las consecuencias, que se sufren más en el sur global que en el norte. Nuestra época está mucho más preñada de fascismo, esto es, de formas de regresión política autoritaria, que de colapso. De modo involuntario, el ecologismo colapsista, que en el fondo es una forma de renuncia a la política, alimenta imaginarios colectivos muy fértiles para que ese fascismo de apartheid ecológico llegue al poder. Lo que supone una triste inversión de los objetivos con los que nació el ecologismo, pues su tarea siempre fue cimentar la esperanza en la sostenibilidad, no alimentar la desesperación.
¿Es el
decrecimiento la propuesta con la que el ecologismo puede convertirse en un agente activo de esperanza? A grandes rasgos esta propuesta busca planificar democráticamente una reducción de la esfera material de la economía para reconducirla dentro de los límites planetarios y redistribuir este ajuste ecológico con justicia social. No solo producir de modo más limpio, sino producir menos y repartir mucho más. La idea es necesaria, pero la formulación actual es problemática. Necesaria porque la actual sobrecarga ecológica (hoy se consumen los recursos materiales equivalentes a
1.7 planetas) no es viable; problemática porque, para un sector de la humanidad,
el crecimiento material sigue siendo necesario con el fin de asegurar un suelo básico de necesidades cubiertas que no se ha alcanzado. En cuanto a quienes viven en países ricos, el derroche ecológicamente insostenible convive con una creciente sensación de inseguridad económica y precariedad existencial. El término decrecimiento asusta, ya que sugiere experiencias negativas, como recesión o pobreza; además, cuando desciende del discurso a la práctica, se descubre que su programa aún
es muy inmaduro. Las políticas públicas del decrecimiento no han encontrado aún una formulación coherente ni han pasado la prueba de fuego de la gestión sistemática.
Por ello dentro del ecologismo ha ganado terreno lo que Tim Jackson ha denominado poscrecimiento (
Poscrecimiento. La vida después del capitalismo, 2024): más que una enmienda general al crecimiento, tan revolucionaria que se torna utópica,
el objetivo inmediato deben ser políticas públicas sectoriales que logren reducir impactos ecológicos y consumos materiales al mismo tiempo que mantengan o mejoren los niveles de bienestar social. Ejemplo de estas políticas son la descarbonización de la economía y la extensión del transporte público colectivo, como los buses eléctricos, la reducción de la jornada laboral o una legislación que prohíba la obsolescencia programada que hoy afecta a muchos productos, lo que supone un despilfarro colosal de recursos. También son claves el urbanismo de proximidad –al estilo de la
ciudad de 15 minutos donde los servicios y el empleo estén cerca del lugar de residencia, facilitando la movilidad a pie o en bicicleta– y la adopción de nuevos indicadores en la contabilidad nacional que disputen el monopolio del PIB, como el Índice de Progreso Genuino, el Índice de Desarrollo Humano o un Presupuesto Nacional de Carbono. Por supuesto, cada una de estas políticas tiene que entenderse no como una receta abstracta, sino como posibilidades que deben ser apropiadas y adaptadas a cada contexto regional o nacional. Sin duda, todas ellas deben compartir un mismo objetivo: entender la sostenibilidad no como un castigo, sino como una oportunidad para vivir mejor.
Reintegrarnos dentro de unos límites planetarios violentamente sobrepasados será una de las tareas que definirá el siglo XXI. Pero este ajuste no sucederá automáticamente, sólo la política le dará forma. Sabemos que la política puede generar monstruos, pero también derechos, conquistas y grandes transformaciones, por lo que es el único remedio contra la ecoansiedad. La tarea del ecologismo transformador en el siglo XXI no puede ser jugar un papel de Casandra catastrofista, que, en su empeño de profetizar el colapso, contribuya a la victoria de los monstruos negacionistas o ecofascistas. Su misión, por el contrario, es apuntalar los derechos, las conquistas y las grandes transformaciones del poscrecimiento, demostrando en la práctica que sostenibilidad y prosperidad son una misma cosa, aunque esta última tengamos que definirla de una manera nueva: más tranquilidad, más salud, más comunidad, más servicios públicos, más seguridad climática, más economía del compartir, más tiempo libre, más capacidad de realización personal y de bienestar colectivo. Todos son objetivos compatibles con la integración dentro de nuestros límites planetarios si los combinamos con más redistribución de riqueza y más democracia.
Emilio Santiago,
Sobre colapso, poscrecimiento y futuros sostenibles, Letras Libres 11/10/2024