Las inteligencias artificiales no están entrenadas para pensar ni , por tanto, conocer sus propios límites de conocimiento. Son generadoras de respuestas estadísticas que no buscan la verdad sino la plausibilidad, la verosimilitud.
Carissa Véliz
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La Constitución otorga a cada uno de los 50 Estados un número de electores en el Colegio Electoral equivalente a la suma de su representación en el Congreso (dos senadores por Estado y un número de miembros de la Cámara de Representantes en función de la población, entre 1 y 52). Con las excepciones de Maine y Nebraska, el candidato que vence en un Estado se lleva todos sus votos electorales, sin importar que gane por un voto o por tres millones. Para salir elegido presidente hay que lograr 270 de los 538 votos electorales. Pese a lo obsoleto y potencialmente antimayoritario de la figura, el Colegio Electoral tiene sus defensores. Como la personalidad de la derecha estadounidense Dennis Prager, para el que más que un obstáculo se trata de una “idea brillante” de los fundadores, que “no querían una democracia, querían una república”. Según Levitsky y Ziblatt, la idea de que el Colegio Electoral forma parte de un sistema de controles y contrapesos calibrados con minuciosidad “no es más que un mito”. Fue una solución de compromiso ante la falta de mejor acuerdo.
Colomer explica que el sistema se diseñó cuando no se esperaba que existiesen partidos. Se contaba con que, al no alcanzarse la mayoría suficiente en el Colegio Electoral, la elección del presidente pasase a la Cámara de Representantes. “Eso muestra el desconocimiento de cómo funcionaría la democracia en un país nuevo, sin experiencia, sin precedentes, sin referencias de otros países para consultar”.
La regla de que el ganador de un Estado se lleva todos sus votos, unida a la sobrerrepresentación de los menos poblados, permite ganar las elecciones a un candidato que pierda en el voto popular. Hoy por hoy, eso favorece a los republicanos, más fuertes en los Estados sobrerrepresentados en el voto popular. En la mayoría de los Estados hay un claro favorito y solo siete están realmente en juego: Arizona, Georgia, Míchigan, Pensilvania, Wisconsin, Nevada y Carolina del Norte. “La presidencia se dirime según los deseos de entre 150.000 y 200.000 votantes indecisos de unos pocos condados clave, en un puñado de Estados bisagra. Ellos serán los que decidan el próximo presidente”, advierte David Schultz, editor de Presidential Swing States (Estados péndulo presidenciales, sin edición en español).
Iker Seisdedos, Miguel Jiménez, Por qué estados Unidos es una democracia defectuosa, El País 20/10/2024
Lo imprescindible no cuenta. El relato dominante deja fuera a quien decide cuidar lo interior. La palabra “economía” proviene del griego oikos, “casa”; en su origen remoto, describía la administración del hogar. La gran paradoja es que, a lo largo del tiempo, la economía se ha mostrado displicente con el espacio hogareño. Nadie duda del beneficio de actividades como criar a los niños, limpiar, lavar la ropa o cuidar enfermos. Sin embargo, salvo que contratemos a alguien para ocuparse de ellas, no computan en la contabilidad productiva, no son relevantes ni crean riqueza o derechos. Incluso la profesión carece de reconocimiento y se paga mal. Arrinconamos esa esfera íntima que, más que una esfera, vendría a ser la cuadratura del círculo. Poco valoradas, excluidas de los grandes indicadores, las tareas domésticas y los cuidados subsisten en el subsuelo social. Parece que no respondiesen a una lógica económica, sino solo amorosa. La economía, nacida en el hogar, no quiere decir su nombre.
Contemplamos los cuidados como un asunto privado, olvidando su dimensión colectiva. Cada cual debe resolver sus necesidades como pueda, con sus solos recursos. Mientras algunos multimillonarios investigan cómo lograr una inmortalidad de élite, los sistemas públicos sufren recortes, y quienes cuidan caen en un desamparo cada día más asfixiante. En la tragedia griega Alcestis, de Eurípides, el dios Apolo concede al corrupto rey Admeto el don de la vida eterna. Para lograrlo, alguien debe acceder de manera voluntaria a morir en su lugar. Obsesionado, el monarca ofrece grandes sumas de dinero a los más pobres de su reino, pero nadie acepta. Al final, su esposa Alcestis, enferma, asume el pacto mortal y asegura así el futuro de sus hijos. Esta muerte canjeable ofrece una metáfora distópica de las sociedades donde el dinero compra la salud —cada vez más negocio y menos derecho—. A medida que gana terreno la lógica del sálvese quien pueda, una parte creciente de los esfuerzos recae en la red de afectos, sin apenas apoyos ni facilidades, y así emerge la soledad del cuidador de fondo.
Las personas que deciden acompañar a un ser querido enfermo afrontan renuncias constantes, agotamiento y aislamiento. Para todas ellas la entrega está penalizada: dejar el trabajo, reducir su jornada, salarios mermados, sueños enterrados, reproches, ansiedad, bregar tensas y demacradas de un sitio a otro. La sociedad entera descansa sobre esos trabajos no remunerados, pero a la vez condena a quien pretende conciliar profesión y cuidados.
En esa bóveda de amparo mutuo, todos podemos contribuir a hacer más leve el peso, también desde la periferia de la enfermedad. El filósofo estoico Epicteto, contemporáneo de Marco Aurelio, sabía que no es fácil acercarse a esas tierras de penumbra: ante el dolor ajeno, experimentamos torpeza, desconcierto y desazón. Escribió en su Enchiridion sobre el arte de ayudar y consolar sin hundirnos y sin tampoco esquivar a quien sufre: “Cuando veas a alguien llorar de pena, procura no dejarte vencer por el mal. Acompáñale en su pena y, si es necesario, comparte sus lamentos. Esfuérzate, sin embargo, por no gemir interiormente”. El contexto de individualismo creciente nos ha desentrenado en la colaboración. Hemos olvidado la pregunta más sencilla: ¿qué necesitas? Esas situaciones requieren sutileza para encontrar palabras simples, para decir: llámame cuando estés abrumada. Si, como suele suceder, la persona que cuida ya no tiene tiempo libre, quizá la única opción es acompañarla en sus tareas cotidianas. Nutrir la confianza, no criticar, no aconsejar, no sermonear. Colaborar no consiste en arengar a los demás explicando qué harías tú para resolver sus problemas, como un oráculo. Se trata de aligerar el peso, disminuyendo en lo posible el estrés y la ansiedad.
En algún momento de nuestra evolución, la carga compartida se afianzó como mecanismo adaptativo, no solo porque la unión hace la fuerza, sino también porque las amenazas parecen menos abrumadoras cuando se afrontan en comunidad. Quienes han tejido relaciones solidarias sufren menos miedo que quienes se sienten solos. Cuando aflora la angustia, es momento de mirar al invisible, alumbrar la penumbra y salvar los destellos. La persona enferma y sus acompañantes forman una unidad: son todas pacientes y reclaman atención.
Irene Vallejo, La soledad del cuidador de fondo, El País 20/10/2024
Auschwitz podría no ser únicamente el acontecimiento único que dejó mudos a los poetas —Theodor Adorno afirmó la imposibilidad de escribir poesía tras la profunda herida de lo allí sucedido—, podría no representar solo la excepción política que marcó un antes y un después en la historia de la humanidad, como se ha venido interpretando con fuerza desde que sucedió. Tal vez hubo un Auschwitz antes de Auschwitz y lo hay también después de él.
La idea de la existencia de un Auschwitz antes de Auschwitz viene sustentada, ya lo sabemos, por las tesis del pensamiento decolonial, de las cuales viene hablándose recientemente en abundancia, y según las cuales muchos procesos coloniales utilizaron técnicas de deshumanización con rasgos muy parejos a los de Auschwitz. Pero, ¿y si Auschwitz, el paradigma, el ejemplo perfecto del campo de concentración, viniese repitiéndose a lo largo de nuestras democracias, adoptando disfraces que nos hacen no reparar demasiado en ello? ¿Y si los estados de excepción, donde hay una suspensión de la norma, como sucedió en los campos de concentración nazis, del que Auschwitz es culmen, no fuesen en realidad una excepción sino la norma misma, la estructura de nuestras avanzadas democracias? ¿Y si Europa no es más que una continua máquina de producción de pequeños estados de excepción?
El filósofo italiano Giorgio Agamben, recordemos, señalaba la existencia en el corazón mismo de nuestras democracias de una estructura de mutua dependencia entre zoés y bíos. Bíos son las vidas que tienen derechos, las vidas ciudadanas, las que tienen biografía, mientras que las zoés representan el vivir común a todos los seres vivientes, las formas de vida que están desposeídas de derechos, las que solo contienen el mero hecho de vivir, y a menudo en un grado tan alto que son matables, es decir, que se puede disponer de ellas sin que siquiera ese acto conlleve una respuesta. Son las vidas nudas. Sin duda el campo de concentración nazi es la culminación de esa suspensión de la norma, el lugar donde pueden suceder los crímenes más abyectos. Pero Agamben trae el modelo del campo a las políticas recientes y reconoce los mismos elementos constitutivos de los estados de excepción en sucesos tales como el del estadio de Bari, en el que en 1991 la policía italiana amontonó a inmigrantes albaneses antes de devolverlos a su país, o el Velódromo de Invierno, en el que las autoridades de Vichy agruparon a los judíos antes de entregarlos a los alemanes, o las zones d’attente de los aeropuertos internacionales franceses, en los que durante cuatro días los extranjeros que solicitan el reconocimiento del estatuto de refugiado pueden ser retenidos antes de que intervenga la autoridad policial. No obstante, también el patrón se reconoce en Guantánamo, o en las medidas que tomó EE UU a propósito del 11 de septiembre, saltándose la Declaración de Ginebra sobre prisioneros de guerra. Estas zonas y situaciones de exclusión son solo algunas muestras, pero si al abrir el periódico fuésemos capaces de tener otra mirada encontraríamos muchos más cada día.
Sin embargo, la tesis que sostiene Agamben es aún más fuerte: estas situaciones no son una excepción, sino, al contrario, una estructura necesaria de inclusión excluyente, una gestión política que necesita siempre la exclusión de algún otro para situarse donde está, un vínculo necesario que une el poder con la vida nuda y que está adornado de modo que resulte invisible sin una adecuada observación. Auschwitz es el paradigma del campo de concentración, del estado de excepción, es su hipérbole. Pero lejos de ser una anomalía en la historia de Europa es la expresión desmedida de lo que sucede una y otra vez. Por eso, Auschwitz no puede gozar del prestigio de la mística. Es cierto que es el epítome terrible, el lugar en el que se produjo el más ignominioso modo de hacer de la vida una vida nuda, de realizar la más absoluta condición de lo inhumano. Pero es también la terrorífica representación de lo que sucede cada día. Es importante que se relea desde esta perspectiva, que el concepto que es Auschwitz se ponga al día, que no quede como el altar del horror, si queremos avanzar en justicia social. Porque Auschwitz es la matriz oculta del espacio político en el que vivimos todavía y donde se suceden pequeños Auschwitzs. Un estado de excepción, un campo, sucederá siempre que encontremos un lugar de indiferenciación, una zona gris en que la vida nuda y la norma entren en un umbral de indiferenciación, independientemente de los crímenes que allí ocurran, solamente con que pudieran ocurrir al amparo de toda impunidad.
Aurora Freijo, El esqueleto de Auschwitz, El País 19/10/2024
I
Tenían los Pekenikes una canción titulada Tren transoceánico a Bucaramanga que parecía en realidad una de esas canciones que Ennio Morricone componía mientras se duchaba para animar la acción de una película del oeste. Pero yo me quedé con Bucaramanga por lo que este nombre me sugería de exótico, aventurero y extraño. En realidad no me sugería nada concreto sino, más bien, era la inconcreción de la sugerencia, que apuntaba a unas experiencias inéditas, lo que me llamaba la atención. Así que cuando una fundación colombiana me invitó a Bucaramanga a inaugurar un congreso sobre lectoescritura dije inmediatamente que sí. Bucaramanga, al fin, estaba a mi alcance.
II
Si eran altas las expectativas, más alta fue la decepción. Fue la ciudad, que quede claro, la que no correspondió a mis esperanzas, porque la gente las sobrepasó: resultó acogedora y entrañable y hasta tuve la inmensa suerte de encontrarme con los amigos de una escuela de Cúcuta a los que dedicó en parte mi libro Prohibido repetir, que hicieron seis horas de coche por aquellas carreteras infernales para poder darme un abrazo. Ese abrazo ha sido de lo mejorico del viaje. Su calor no se desvanecerá fácilmente.
III
Como la ciudad no nos ofrecía perspectivas halagüeñas, mi mujer y yo decidimos adentrarnos por un camino que parecía conducir a la selva, esperando que la naturaleza nos recompensara del desconsuelo urbano. Y por allí nos fuimos, siguiendo un sendero estrecho bordeado de la fogosa y frondosa vegetación tropical.
IV
Estábamos tan a gusto sintiéndonos, al fin, un poco aventureros, acogidos con los brazos abiertos por la Madre Naturaleza, que nos llevamos una decepción terrible cuando descubrimos que el camino conducía a este lugar:
I
Ando sumido en un intento de resintonizarme con la realidad de aquí -lo pueden llamar «trastorno por disritmia circadiana» o simplemente «jet lag»- después de tres semanas de viaje intenso y gozoso por tierras de Colombia y Perú: Bogotá, Bucaramanga, Girón, San Gil, Barichara, Lima, Arequipa, Cuzco, Ollantaytambo, Cuzco, Lima y, de nuevo, Bogotá (incluyendo Zipaquirá y Cajicá). Ha habido días en los que, al despertarme, lo primero que me preguntaba era en qué ciudad estaba.
II
Viajar está muy bien, siempre que asumas que dejas atrás todos aquellos detalles que hacen de una casa un hogar y que no encontrarás en ningún hotel, por muchas que sean sus rutilantes estrellas, porque tu sofá es tu sofá, y tu almohada es tu almohada y tu Petit Cafè es tu Petit Cafè.
III
He visitado lugares fantásticos y me he encontrado con personas amigables, que marcan, sin duda, nuevos comienzos en mi vida. Se suele decir que todo lo que encontrarás en un viaje ya lo llevas metido en la maleta cuando sales de casa. En parte es así, pero no es menos cierto que al abrir la maleta, de regreso en casa, te encuentras con que traes prendidos en la ropa trajinada aromas nuevos y que cada uno de ellos te remite a un paisaje (o sea, a un estado del alma) o a un rostro (o sea a una apertura a una relación).
IV
Y, por cierto, nos vemos el martes:
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
España se convierte, quiera o no el gobierno, en un país de propietarios
ricos vs. desheredados viviendo al límite. Desheredados que irán aumentando
conforme acabe de desinflarse la riqueza acumulada por ese asomo de clase media
que brotó en el último tercio del siglo XX, y de cuyo menguante patrimonio
viven todavía hoy, en un quiero y no puedo, gran parte de nuestros jóvenes.
Esta desigualdad en el acceso a la vivienda no es, por cierto, más que uno de los destrozos del huracán especulativo que cruza la península, dejando paisajes rurales desolados (pese a estar repletos de placas solares) o centros urbanos y costas destruidos por la plaga turística.
Este compendio de desigualdad, desolación y destrucción difícilmente va a perjudicar directamente a las generaciones mayores, la mayoría de ellas con la vida resuelta, casas en propiedad, jubilaciones garantizadas y pocas razones para temer los efectos del cambio climático, pero sí, desde luego, a los más jóvenes, cuyo futuro es la moneda con la que se apuesta en el capitalismo de casino que dirige el mundo.
Sin embargo, y a pesar de lo claro que resulta todo esto, una inmensa proporción de esos jóvenes desheredados está siendo descaradamente embaucada con discursos ultraliberales y populistas. Discursos que, a cambio de baratijas ideológicas e identitarias, abducen a los jóvenes para que presten su apoyo a los proyectos políticos que más peligrosamente comprometen su futuro.
Qué la mayoría de jóvenes desheredados o condenados a serlo vote a las derechas, e incluso adopte (en sus opiniones y poses) el estilismo conservador de los dueños del cortijo, responde a un patrón histórico e ideológico muy viejo: aquel por el que las clases bajas y de medio pelo imitan las costumbres e ideas de las idolatradas clases altas, pero con la salvedad de que los jóvenes de ahora deberían estar lo suficientemente educados como para no dejarse engañar de esta manera. ¿Estaremos equivocados en esto?
Luego está la cuestión del victimismo crónico en que chapoteamos todos. Vale con que, tras cincuenta milagrosos años de democracia en este país, creamos estúpidamente que ese es el estado natural de las cosas. Vale que parte de la izquierda se haya transformado en una troupe de curas laicos obsesionados con la moral sexual o los derechos de las minorías. Vale que se esté muy desencantado de la política. Vale con todo eso y más. Pero eso no justifica la inacción y falta de una ambición política coherente por parte de las nuevas generaciones. No vale con estar todo el tiempo quejándose. Los jóvenes son ya mayorcitos para darse cuenta de lo que se cuece. Porque en esa caldera, la carne destinada al sacrificio es claramente la suya.
¿Cuál fue la vanguardia que realmente supuso una ruptura con el arte tradicional? La crítica del arte coincide en que, de entre todos los ismos, el cubismo fue el movimiento que realmente supuso una ruptura estética más allá de la provocación y la voluntad de crear un nuevo arte que, una tras otra, fueron propugnando todas las vanguardias y, aún más allá, los diferentes movimientos artísticos desde el Romanticismo en el siglo XIX. Al menos en lo que respecta a las artes plásticas.
El cubismo suponía el fin de las reglas que habían marcado el arte occidental desde, al menos, el Renacimiento. Empezando por la perspectiva y acabando por la figuración. Así lo consideraban ya sus propios impulsores, desde Pablo Picasso a Georges Braque y Juan Gris, e incluso Paul Cézanne, quien sin ser nunca un pintor cubista sí exploró otras tradiciones artísticas que le permitieron superar las estéticas imperantes para abrir nuevos caminos.
Ramón Álvarez, En pos de la cuarta dimensión, La Vanguardia 05/10/2024
Lo he intentado. He intentado ponerme en el pellejo de los asesinos porque en el de las víctimas es demasiado fácil y hasta placentero. Allí donde no puedes hacer nada para impedir un crimen, al menos te sientes bueno. No quiero sentirme bueno estos días. He intentado lo contrario. He intentado empatizar con Shimon Zucherman y Yehuda Levinger; y hasta con Kovi Margolis. Desde el aire, vale, porque el aire es abstracción y pirueta; desde cerca no sé, aunque es verdad que a un cuerpo lo podemos deformar de tal modo que acabe por parecernos (lo sabían muy bien los nazis) un piojo o un gusano. ¿Pero los objetos? ¿Puedo empatizar con esos soldados israelíes que desvalijan cajones, rompen platos, manosean ropa interior, roban bicicletas, torturan peluches? Mucho más humanos que los cuerpos, fácilmente deshumanizables, son los objetos que esos cuerpos han tocado en vida; mucho más corporales que los cuerpos mismos son los enseres personales, y ello justamente porque sobreviven a sus usuarios. Hace casi 50 años aprendí de Sánchez Ferlosio lo que es una metonimia; recuerdo aún estremecido que en Las semanas del jardín, en efecto, nuestro genial escritor citaba como ejemplo un haiku japonés en el que se describía, ay, la ropa tendida al viento de un niño muerto. Me impresionó mucho. Tanto que en un poema reciente me atreví a ir un poco más allá y el viento, después de secarla, se llevaba la ropa y esta vez —decía yo— nadie bajaba a buscarla. Y la ropa así volaba y volaba y volaba por el mundo sin niño dentro y sin padres que pudieran al menos recogerla y doblarla y guardarla religiosamente en un cajón.
Santiago Alba Rico, Empatizar con el sargento Blancovich en Gaza, El País 11/10/2024
¿Por qué se me ocurre apelar a Nietzsche cuando colectivamente estamos inmersos en una incertidumbre civilizatoria que trastoca nuestras certezas más arraigadas? Tal planteamiento nos podría sonar hasta paradójico, tratándose de un pensador que afirmaba que “no hay hechos sino interpretaciones”, que se negaba a sistematizar su filosofía y despotricaba vehementemente contra cualquier doctrina que pretendía responder a los misterios de la existencia con andamios dialécticos muy bien montados, edificantes, majestuosamente coherentes y sistemáticos, como las de Kant, Fichte o Hegel. O quizá por eso mismo: si la referencia a Nietzsche me parece hoy relevante es precisamente porque fue el gran filosofo –emulando a Spinoza y algunos más– de la inmanencia. A diferencia de la trascendencia, que estipula que hay una determinación desde el exterior y desde una instancia jerárquica superior (ya sea la ley natural o Dios), lo inmanente se enfoca en el mundo tal como es, tal como aparece, tal como lo vivimos en la experiencia.
Beligerante contra los “ultra-mundos”, esos mundos fantasiosos a los que se refieren las religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo, islam) y otras doctrinas, Nietzsche fue un defensor del pensamiento fenomenológico, el que atiende a lo que se desarrolla en el mundo real y que se niega a recurrir a promesas, “mañanas encantadas”, realidades mágicas y paraísos ultra-terrenales. Frente al “más allá”, prefirió el “más acá”. Un “más acá” que según su doctrina del Eterno Retorno debe de ser vivido con la fuerza suficiente como para estar preparado a encarar “el retorno eterno de las cosas”. Es la idea que desarrolla al final de su trayectoria, poco antes de volverse loco, en La gaya ciencia. Allí describe el concepto –ya usado en la Grecia antigua– del amor fati:la capacidad de amar el destino propio y colectivo. La capacidad de amar lo que acontece –lo placentero y lo doloroso. Sin más. Pero ¿Acaso existe algo más exigente?
Esta valentía nietzscheana de la inmanencia y de lo fenomenológico nos puede proporcionar una valiosísima herramienta hoy. Cuando se tambalea nuestra civilización, cuando los desafíos energéticos nunca han sido tan gigantescos, cuando la hybris parece haberse apoderado de los líderes políticos más poderosos, cuando estamos temblando solo de pensar que vamos a llegar inexorablemente a este 2% de aumento del calentamiento global (con referencia de los niveles preindustriales), cuando los transhumanistas están convencidos que con el auge de la IA nuestra especia humana va a ser engullida en una especie alternativa que combina lo humano y la máquina, cuando todo lo que hemos sido nos aparece borroso y puesto en cuestión, este es el momento de no huir. En vez de practicar el escapismo y refugiarnos en promesas propias de los “ultra-mundos”, toca más que nunca aprehender la realidad tan como es, y hacerle frente.
De la misma forma que Nietzsche supo lidiar con sus inmensos dolores corporales durante toda su vida, y hacer de su observación la base de su filosofía de resiliencia vital, nos toca como humanidad encajar lo más grande. “Lo que no me mata me fortalece”, dijo el filósofo de Röcken. Pero había que añadir: con tal de que esté presente la actitud beligerante, llena de “espíritu de la esperanza”, a la manera en que la define en su último ensayo el filósofo coreano Byung-Chul Han. ¿Seremos capaces de amar nuestro destino, aún cuando este nos aparece oscuro, vertiginoso, terrible? Unos cuantos, con Elon Musk como totem, apuestan por lo “trashumano”. Otros, emulando al filosofo prusiano, preferirán lo “sobre-humano”.
François Musseau, El 'amor fati' nietzscheano, en tiempos de tormenta, fronterad.com 10/10/2024
La magia natural, la alquimia o la astrología, fueron, además, siguiendo a la historiadora Frances Yates y su hipótesis hermética, fundamentales para el desarrollo de la ciencia moderna en el Renacimiento. En tiempos en los que el conocimiento solo se buscaba en los textos sagrados o los sabios griegos (también sagrados de algún modo); los magos naturales, los alquimistas y los astrólogos decidieron dejar de escrutar lo escrito e interrogar directamente a la naturaleza. Por eso Johannes Kepler o Isaac Newton, además de padres de la ciencia moderna, pasaron bastante tiempo dedicados a la pseudociencia, todavía no considerada como tal.
Pero del goce estético o el interés como manifestación cultural a tomarse en serio estas disciplinas hay un trecho: sería como seguir confiando en la teoría del flogisto o el éter luminífero. El conocimiento avanza, aunque no para todos, como se ve en la feria de Chamartín, donde se sigue fiando el futuro a velas olorosas y filtros de amor: el futuro es el gran objeto de este esoterismo ferial. Y es natural que cuando el porvenir se ve tan turbio se acuda en busca de pociones y pirámides que lo aclaren. El mercado global de la astrología fue valorado en 12.800 millones de dólares en el año 2021, según cita Yuval Noah Hararien su reciente ensayo Nexus (Debate), antes de explicar la influencia que esa pseudociencia, a pesar de su carácter supersticioso, ha tenido en la historia de la humanidad. Por ejemplo, condicionando las decisiones de tantos reyes y emperadores. Algunos gobernantes todavía se la toman en serio.
Que el horóscopo esté de moda y el esoterismo se mantenga en un mundo eminentemente científico-técnico (para bien y para mal) es algo que horrorizaría a Carl Sagan, pero que no es tan extraño. Una razón estriba en lo que Max Weber llamó desencantamiento del mundo: en una sociedad cada vez más racional y con menos espacio para lo espiritual, necesitamos aferrarnos a algo. La mentalidad posmoderna, que nivela todo tipo de discursos, científicos y pseudocientíficos, como construcciones sociales, allana el camino. La citada sensación de futuro abolido hace que, ante la incertidumbre, nos refugiemos en creencias obsoletas que prometen que cualquier cambio está en nuestra mano, o en la de nuestro mago de referencia.
Hay muchas fuerzas que, rebotadas en el muro del futuro, nos empujan a tiempos preilustrados, y no solo en cuestión de creencias: el ascenso de la extrema derecha asilvestrada y digital también propone un regreso a un estado previo a la Ilustración. El rechazo del racionalismo, el abrazo del autoritarismo y el nacionalismo, la injerencia de la religión en la política o la nostalgia de tradición. Y esto ya no tiene tanto brilli brilli como las cartas astrales. En la Feria Esotérica, un simpático duende da la bienvenida, pero unas temibles brujas son las que nos dicen adiós.
Sergio C. Fanjul, El horóscopo es mentira: opinión impopular, El País 08/10/2024
La esclavitud –que durante mucho tiempo hemos considerado un fenómeno precapitalista, y que era una función indispensable de la acumulación originaria de capital– reaparece hoy de forma extendida y omnipresente gracias a la penetración del mando digital y a la coordinación desterritorializada. La cadena de montaje del trabajo se ha reestructurado en una forma geográficamente deslocalizada: los trabajadores que dirigen la red mundial viven en lugares situados a miles de kilómetros de distancia, por lo que son incapaces de poner en marcha un proceso de organización y autonomía.
La formación de plataformas digitales ha puesto en marcha sujetos productivos que no existían antes de la década de 1980: una mano de obra digital que no puede reconocerse a sí misma como sujeto social debido a su composición interna.
Este capitalismo de plataforma funciona a dos niveles: una minoría de la mano de obra se dedica al diseño y comercialización de productos inmateriales. Cobran salarios elevados y se identifican con la empresa y los valores liberales. Por otro lado, un gran número de trabajadores dispersos geográficamente se dedican a tareas de mantenimiento, control, etiquetado, limpieza, etcétera. Trabajan en línea por salarios muy bajos y no tienen ningún tipo de representación sindical o política. Como mínimo, ni siquiera pueden considerarse trabajadores, porque esas modalidades de explotación no están reconocidas de ninguna manera y sus escasos salarios se pagan de forma invisible, a través de la red celular. Sin embargo, las condiciones de trabajo son, por lo general, brutales, sin horarios ni derechos de ningún tipo.
La película The Cleaners (2018), de Hans Block y Moritz Riesewick, relata las condiciones de explotación y desgaste físico y psicológico a las que se somete a esta masa de semitrabajadores precarios, reclutados en línea según el principio de Mechanical Turk, creado y gestionado por Amazon.
Entre los años noventa y la primera década del nuevo siglo se formó esta nueva mano de obra digital, que opera en condiciones que hacen casi imposible la autonomía y la solidaridad.
Ha habido intentos aislados de trabajadores digitales de organizarse en sindicatos o de desafiar las decisiones de sus empresas: pienso, por ejemplo, en la revuelta de ocho mil trabajadores de Google contra la subordinación al sistema militar.
Estas primeras manifestaciones de solidaridad se produjeron, sin embargo, allí donde la mano de obra digital está unida en gran número y percibe salarios elevados. Pero, en general, el trabajo en red se antoja irregulable, por ser precario, descentralizado y porque, en gran medida, se desarrolla en condiciones de esclavitud.
En el libro Los ahogados y los salvados, Primo Levi escribe que cuando estuvo internado en el campo de exterminio “había esperado al menos la solidaridad entre compañeros de infortunio”, pero luego tuvo que reconocer que los internados eran “mil mónadas selladas, entre las que hay una lucha desesperada, oculta y continua”. Esta es la “zona gris” donde la red de relaciones humanas no se reduce a víctimas y perseguidores, porque el enemigo estaba alrededor, pero también dentro.
En condiciones de extrema violencia y terror permanente, cada individuo se ve obligado a pensar constantemente en su propia supervivencia, y es incapaz de crear lazos de solidaridad con otros explotados. Como en los campos de exterminio, como en las plantaciones de algodón de los estados esclavistas del País de la Libertad, también en el circuito esclavista inmaterial y material que la globalización digital ha contribuido a crear, las condiciones para la solidaridad parecen estar vedadas.
Franco 'Bifo' Berardi, Hipercapitalismo y Semiocapital, ctxt 14/09/2024
Esto no es una crisis de realidad. Lo decimos mucho, pero no creo que eso pueda ser cierto. Me parece que, al decirlo, estamos confundiendo la realidad con la verdad. O, peor todavía, uniéndolas como si fueran dos apéndices de la misma cosa cuando, de hecho, son cosas muy distintas. La realidad es literal y existe sin nosotros. La verdad es un producto de nuestra imaginación.
La realidad no puede estar en crisis porque es inmutable, incontestable y, a menudo, incomprensible. Como decía Philip K. Dick, es aquello que sigue existiendo y no desaparece incluso cuando dejas de creer en ello. Existe independientemente de nuestra capacidad de comprenderla, describirla o asimilarla, lo que queda demostrado en la persistencia de nuestros errores de cálculo, entendimiento e interpretación a lo largo de la historia.
Giordano Bruno no muere porque el universo sea finito y su centro sea la Tierra. Ignaz Semmelweis no acaba en el manicomio porque los microbios no existen. Sus lamentables destinos no tiene nada que ver con la realidad. Tienen que ver con que su verdad en ese momento no es compatible con la verdad de la comunidad de la que dependen. La verdad no es un hecho sino un acuerdo colectivo. No existe fuera de nuestra cabeza, sino que solo tiene sentido en relación con los demás.
La verdad no es real. Es una construcción cognitiva, un subproducto de la interpretación que depende del lenguaje y de los sistemas simbólicos que usamos para ponernos de acuerdo. Por ejemplo, es verdad que dos más dos son cuatro, pero solo dentro de un sistema que hemos inventado para mantener un registro del grano, controlar a los esclavos e invocar objetos en la imaginación. Pero hay sistemas lógicos donde dos más dos no siempre es igual a cuatro, y la aritmética no siempre es la herramienta adecuada para describir la realidad. Hay culturas donde no existen los números. Los aborígenes australianos no saben contar. La verdad es más profunda y trascendente que los hechos, porque tiene que ver con los valores. Por eso decimos que la ficción es una mentira que cuenta la verdad. Por eso dice Keats que la verdad es belleza y la belleza, verdad.
Y por eso no es la realidad lo que está en crisis, sino el acuerdo. El contrato social. El diccionario que establece los significados de las cosas, el manual que determina qué es cada cosa y qué lugar ocupa en la jerarquía cotidiana de la comunidad. Y la culpa de esa crisis no es de la propaganda ni la desinformación. Es la disonancia cognitiva de seguir hablando de valores democráticos frente a la realidad del capitalismo, el expolio y la desigualdad.
No tenemos los mismos derechos y oportunidades. Estudiar no garantiza un trabajo, y trabajar no garantiza un salario. El salario no garantiza una vivienda. Pagar impuestos no garantiza el acceso a los servicios básicos. Cumplir con las responsabilidades no garantiza tener derechos, y tenerlos significa cosas distintas cada día. No somos todos iguales ante la ley.
Nadie espera que el poder se haga responsable de nada. Las instituciones no operan de forma abierta y accesible. Los líderes y funcionarios públicos no rinden cuentas a la comunidad. Esta disonancia cognitiva es el tumor que socava nuestras bases, afectando nuestra integridad y nuestro futuro. El miedo podría hacernos fuertes, pero no tenemos miedo, sino una angustia de futuro que fomenta la competencia y la división ciudadana. Estamos enfermos de nihilismo, injusticia y confusión.
Marta Peirano, Esto no es una crisis de realidad, El País 07/10/2024
El escepticismo ha sido, en mayor o menor medida, un debate que ha ocupado a buena parte de los grandes filósofos de la historia, entre los que destacan los siguientes:
Y es que, como dice, Stella Villarmea, en último término, el escepticismo se convierte en una herramienta con la que analizar la noción de conocimiento, la noción de verdad: “de ahí que la «amenaza» del escepticismo haya supuesto tradicionalmente uno de los mayores acicates para el desarrollo de la historia de la filosofía”.
David Rubio, Qué es el escepticismo: cuando la verdad no existe, publico.es 03/10/2024
Cuentan que Sócrates decía que una vida que no es examinada no merece la pena ser vivida. Para que el viaje merezca la pena, muchos pensadores de la historia nos invitan a detenernos un tanto en la introspección, en el silencio, en la soledad, para no limitarnos a vivir en la periferia de nuestro ser y tomar con entereza las riendas de nuestra vida hasta donde sea posible.
Pero nuestros circuitos neuronales no fueron moldeados por la evolución para obtener la verdad sino para sobrevivir. Responden a mecanismos biológicos fuertemente labrados en nuestros genes que han sido seleccionados maximizando nuestro fitness, nuestra capacidad de adaptación al medio. Con genes propios de cazadores-recolectores, uno de estos mecanismos nos impulsa a devorar fuentes de energía en cuanto estén disponibles, como los alimentos azucarados, no vaya a ser que mañana no encontremos sustento. Y al hacer con la tecnología que sean abundantes, nuestro impulso natural nos genera en todo el mundo problemas de obesidad. Del mismo modo, otro de estos mecanismos favorece y estimula nuestra curiosidad por consumir información, activando circuitos neuronales semejantes a los del hambre. En cuanto hemos sido capaces de producirla de forma masiva, llamativa y casi gratuita, la competencia por nuestra atención ha generado auténticos problemas de infobesidad. Una mentira morbosa y viral no sólo es mucho más atractiva que la verdad, es mucho más fácil de producir y monetizar.
Los próceres de las redes sociales han sabido explotar bien estos mecanismos optimizando los algoritmos para captar nuestra atención. Y la han monetizado fomentando lo que Ted Gioia llamaba la cultura de la dopamina, esa creciente tendencia a maximizar la recompensa que ese neurotransmisor nos produce, alterando las pautas de nuestro comportamiento. Así, hemos ido transicionando desde una cultura más lenta tradicional a otra acelerada que economiza nuestra atención maximizando ese chute.
Esa constante distracción adictiva aumenta nuestro nivel de aletargamiento, nos enreda en scrolls infinitos, irrelevantes, improductivos y sin sentido, y asegura que nuestra estancia en la caverna se prolongue. Pero cualquier dosis incremental de dopamina nos va desensibilizando, y nuestra estancia siempre queda insatisfecha. Si esta desensibilización se va produciendo, y las redes sociales, reconvertidas en plataformas de generación de contenidos adictivos e hiperpobladas de bots de IA generativa, están a pesar de todo estancándose en sus tasas de crecimiento o incluso declinando en el número de usuarios reales y activos… ¿no es necesario mirar a medio plazo e invertir para generar un nuevo modelo aún más deslumbrante, atractivo y diferenciador? ¿Uno que nos conduzca a profundizar en la caverna para volver a intentar atraparnos quizá hasta el infinito? ¿Es el metaverso una forma sublimada de extender esta realimentación dopamínica, de abarcarnos por completo, incluso con excusas medioambientales?
Pero no hay que dejarse engañar. Hay muchas dietas de dopamina que se predican desde multitud de frentes que no buscan necesariamente liberarnos y salir de la caverna, sino alimentar el mito obsesivo de hacernos mejores. Hay en ellas todo un interés por liberarnos de la distracción para aumentar nuestra productividad, afines al discurso ideológico del capitalismo, interesado en alinear nuestra búsqueda de autorrealización con la producción y el consumo. Se trata de una denuncia de la cultura de la dopamina tramposa que en realidad lo que busca es aumentar esa productividad a ritmos de autoexplotación, como los que denuncia Byung-Chul Han. Pero no creo que la actitud ludita y tecnófoba, al estilo amish, tenga sentido, ni sea una solución factible. Apelar al regreso al tacto de los objetos frente a la futilidad de las no-cosas del mundo digital, como predica el filósofo coreano, parece un brindis al sol que, más que otra cosa, lo que logra es vender libros.
En realidad, tanto las dietas de dopamina como su consumo desmedido ocultan otra realidad y es que detenerse a pensar sigue siendo incómodo. El silencio y la soledad siguen inquietándonos, y nos empujan al calor del fondo de la caverna. Es posible que el proyecto del metaverso siga adelante fiando todo a nuestra reticencia por salir de ella, buscando extender el entretenimiento hasta narcotizarnos del todo. Porque, quizá, sacar la cabeza nos exponga a la angustia existencial que nos exige decidir libremente sin referentes, como describiera Sartre; a mirar al fondo del abismo de Nietzsche y que el abismo a su vez mire en nuestro interior, estremeciéndonos; a palpar a tientas que a la salida de esa caverna quizá no haya otra cosa más que el absurdo silencio de Camus con el que el Universo responde cuando le interrogamos por su sentido.
Javier Jurado, La atracción de la Metaverna, Ingeniero de Letras 12/10/2024
En una entrevista reciente decía el
filósofo Pascal Bruckner que la pandemia había revelado una alergia al trabajo
en el mundo occidental, y creo que tiene toda la razón. Es un secreto a voces
que parte de la gente vivió con alegría el confinamiento, al menos al
principio: gracias a él se les pagaba por quedarse en casa y disfrutar de un
reposado y ocioso modo de vida. De hecho, la mayoría pudimos vivir bastante
bien (no faltaba comida en los supermercados, ni series en la tele, ni nóminas
en nuestra cuenta bancaria) sin tener que ir a trabajar.
Este milagro económico y político, que volvió a desvelar por un momento (aunque se olvidara enseguida) el papel esencial del Estado, nos ha vuelto más receptivos a la extraña creencia de que podemos reducir drásticamente las horas y días de trabajo, o incluso abolirlo o convertirlo en algo estrictamente voluntario. Las teorías sobre la renta universal, las reivindicaciones en favor de un disminución tajante de la jornada o la edad de jubilación, o las utopías cibernéticas de un mundo movido por androides en el que no tengamos que pegar un palo al agua, crecen como las setas, unidas, además, a cierta conciencia ecológica sobre lo malo que es producir y lo necesario que es «decrecer».
Pero todo esto parece esconder un enorme autoengaño y revelar una monumental hipocresía. El autoengaño es el mismo que el de los niños que lo quieren todo; en este caso producir y cotizar menos, pero seguir ganando y consumiendo al ritmo acostumbrado. Queremos trabajar menos (o nada) pero seguir comprando a capricho, conduciendo un coche, viajando a placer o yendo cada fin de semana al teatro o al restaurante de moda. Es como el sueño liberal de pegar el «pelotazo» y retirarse a los cuarenta, pero en la versión de la izquierda infantilizada, consistente en querer convertirnos a todos en ricos rentistas a cargo del Estado (es decir, de los impuestos de los que – ¡malditos capitalistas! – siguen produciendo para nosotros).
La hipocresía de todo esto no es menos sangrante. Todos nos apuntamos a la idea de un trabajo mínimo o vocacional (la universidad está llena de millones de chicos y chicas que, lógicamente, quieren ser artistas, filósofos, periodistas, arqueólogos…) mientras que la obra, el taller, la barra del bar, el camión de la limpieza o la recogida de aceitunas se lo dejamos a los inmigrantes. Es fácil abolir el trabajo, como decía alegremente el otro día un famoso escritor en este periódico, mientras tengamos una línea marítima de pateras con mano de obra que parasitar a precio de saldo.
El ideal de trabajar lo menos posible sería posible (o al menos consistente) si la gente estuviera dispuesta a vivir de una manera tan austera que, por mucho que se quiera idealizar románticamente, sería insoportablemente triste y desagradable para casi todos. Contrariamente a lo que piensa mucho pijoprogre, los pobres, por mucho que les sonrían cuando hacen «turismo solidario», no son más felices, ni más sabios, ni más libres que ellos. Más bien todo lo contrario. Lo averiguaran de primera mano sus nietos, cuando la ilusión estalle, y haya que ponerse manos a la obra para sobrevivir a la miseria material y moral que les estamos dejando.