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Luis Roca Jusmet
Una secta es algo habitual, normalizado y aceptado en nuestra sociedad. Al darle a la palabra un sentido tan extremo, destructivo y negativo nos privamos de una palabra/idea que es fundamental para entender las dinámicas de nuestra sociedad. Una secta es un grupo cerrado, con una jerarquía interna que se considera en posesión de la verdad y con una propuesta salvadora, en el sentido que sea. Los partidos, las iglesias, muchos círculos en torno a unos textos que se asumen como dogmas tienen tendencias sectarias. Las sectas siempre polarizan por las certezas sobre las que se constituyen y porque los miembros se identifican con ellas, les da un sentido de pertenencia y una identidad.
Por otra parte, están los grupos de poder económico y corporativo que se mueven por intereses particulares y quieren imponerlos, por la fuerza o manipulando. Tanto uno como otro son tendencias antidemocráticas de una sociedad democrática.
Lo único que puede neutralizarlas a nivel político son las leyes, las instituciones y
la separación de poderes. La idea de un Estado de Derecho que debe garantizar los derechos de todos los ciudadanos que pertenecen a él. La idea de que los sujetos del Estado son todos y cada uno de los ciudadanos. Es decir, lo universal y lo singular (todos y cada uno) contra lo particular (lo grupal). Y una aceptación del pluralismo que va contra estas tendencias sectarias y que implica la aceptación del otro como adversario con el que competir no como un enemigo a destruir.
A nivel cultural me parece que el pluralismo pasa, no por la competencia, sino por la cooperación. No por la tolerancia del multiculturalismo sino por la apertura de un diálogo intercultural. Porque los grupos culturales cerrados, homogéneos, también son sectas. Pienso que algo que tiene de bueno la globalización, aparte de ir hacia un derecho común, como antes he apuntado, es la creación de un espacio intercultural, en el que cada tradición cultural huye tanto de la arrogancia como de la culpa y del victimismo, y es capaz de reflexionar críticamente sobre sí misma, potenciando lo bueno y excluyendo lo malo. ¿Desde qué perspectiva? Desde la defensa de la universalidad de los derechos humanos y la búsqueda de un espacio compartido desde lo intercultural. Pero sobre todo desde esta reivindicación de lo singular, de este sujeto capaz de construirse éticamente y trazar su propio camino.
Hay en la modernidad una tensión entre lo universal y lo singular en contra de lo particular. Lo particular es lo grupal, propio de las sociedades tradicionales premodernas y que hoy, como he dicho al principio, se conserva en forma de sectas. Todos tenemos múltiples influencias culturales y una la compartimos con unos y otras con otros. No hay una identidad única con la que identificarnos. Pero la propia modernidad ha generado particularismos muy peligrosos, como el nacionalismo, que me parece algo contra lo que también hay que luchar. No un patriotismo razonable, una identificación relativa con una nación política sino una identificación absoluta con lo que bien se llamó “una comunidad imaginaria”. Y el otro particularismo es el totalitarismo, que esto si coincide con la peor expresión de lo sectario.
Le comenté a mi dilecto Ferran Sáez que vi en El Callao, el barrio más humilde de Lima, una enorme pintada que decía: «Aprender a aprender: Esfuerzo y perseverancia». Y le añadí: «Aún hay pobres con conciencia de clase»
Respuesta de Ferran: «Fíjate, amigo, que cuando dices "conciencia de clase" en este contexto estás haciendo un magnífico juego de palabras pedagógico: clase en el sentido social y clase en el sentido educativo»
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
Estaba guardando la ropa de verano y las fundas de mis trajes me recordaban las que se usan como sudario para envolver cadáveres. Me pareció ver esas fundas-sudario en la televisión, colgadas de una barra preparada para ir «envasando» púdica y rápidamente los cadáveres de los migrantes devueltos por las olas. Desde entonces no puedo dejar de pensar en las tráqueas embutidas de agua de esos cuerpos amortajados. Ni de imaginarme su agonía. Ni de preguntarme que hubiera sido de mi si hubiera nacido en Senegal, Mauritania, Malí, Marruecos…
Los datos cardinales para explicar la tragedia migratoria están claros: la ruptura del orden mundial (y su secuela de guerras descontroladas); la crisis climática (y su reguero de sequias y desastres); el cierre de fronteras (requisito para la precarización de la mano de obra que llega a los países ricos); y una creciente desigualdad económica global. Vamos con lo último.
Un reciente informe de Oxfam confirma que no más de tres mil familias (un 0,000X de la humanidad) controla el 13% del producto interior bruto mundial, unos 4.666.666.666 (¿será cosa del diablo el número?) por familia, mientras que el 50% de la población, unos cuatro mil millones de personas, subsiste con menos de siete dólares diarios (muchos con menos de dos o tres).
Este grado brutal de desigualdad, fruto de cuarenta años de desregulación económica, lo condiciona todo. El mundo entero se mueve al ritmo de los intereses de la oligarquía que lo provoca. La necesidad de rentabilizar contantemente el capital de esas tres mil familias no solo determina el número y rumbo de las pateras, también condiciona el paisaje campestre, los precios del super, el índice de paro, la deuda nacional, el acceso a la vivienda, la contaminación del aire, las producciones de Hollywood y el curso de las guerras que seguimos, como una serie más, a través del telediario.
¿Por qué nos conformamos con el poder de esta oligarquía de ultrarricos? No es fácil responder. En la Edad Media era Dios quien justificaba las desigualdades. ¿Y ahora? ¿Es por la fuerza? ¿Cómo, si somos ocho mil millones contra casi nadie? ¿Es porque reconocemos sus méritos? Tampoco. Por ingenuamente que nos creamos la fábula meritocráticoliberal, nadie es tan tonto como para creer que esas tres mil familias sean un millón de veces mejores que nosotros (tanto como su patrimonio respecto al nuestro). ¿Entonces?
La respuesta más certera es que ese olimpo de milmillonarios representa el sueño de la inmensísima mayoría, y nadie se rebela contra lo que sueña, por absurdo e irrealizable que sea. Tengan por seguro que, mientras no exista un sueño mejor, esa mezcla de ilusión insensata y codicia será la que siga moviéndolo todo para que nada se mueva; para que lo que para unos son fundas donde guardar la ropa, para otros sea el único y último abrigo que les depara este mundo atroz.
I
Voy en autobús. Nadie mira por la ventanilla. Nadie mira al de enfrente. Nadie alza la cabeza sino para constatar lo que aún falta para llegar a su destino. Nadie comparte nada. Las manos, ocupadas en los teléfonos móviles, no tienen nada que compartir. Mucho mejor que el asiento disponga de un conector USB que de una inmensa ventana para asomarnos al paisaje.
II
Recuerdos remotos, pero no borrosos, sino frecuentísimos y nítidos, de mi infancia en los campos de labranza. Comienzo por la jota del labrador, que parecía ir guiando con ella el arado. Ya no se canta. Ya no se ara. Ya no se mira al cielo como quien mira al tirano de quien depende el pan de cada día. El papel del cigarro, que había que liar parsimoniosamente y la bota en el ribazo, a la fresca. Si pasaba algún conocido por el linde, se lo llamaba, invitándolo a un pitillo y un trago. Y alzando los riñones ante la tarea ya hecha y la por hacer se hablaba. Se hablaba de todas esa nimiedades que hoy ya no tenemos para contar. Pero en esas nimiedades que acompañaban al liado del cigarrillo o al chorro de vino que salía alegre de la bota se encontraba el secreto de un mundo. Y no lo sabíamos. Se necesita tener algo entre manos que sea imprescindible compartir para disfrutarlo: el cigarrillo, la bota para pasar unos minutos hablando de nada y, sin embargo, dándole sentido a todo.
III
Voy dándole vueltas a la idea de Ortega de que la vida solo es comprensible como un inmenso fenómeno deportivo. Eso es todo. Y no es poca cosa.
"ES MÁS FÁCIL IMAGINAR EL FIN DEL MUNDO QUE EL FIN DEL CAPITALISMO".
Tan rotunda frase, que suma miles de citas, ya en 2009 Mark Fisher la atribuyó a FREDRIC JAMESON. Este filósofo y crítico cultural estadounidense, ubicado en la tradición marxista, nos ha dejado al morir (22.09.2024) una obra tan inmensa como valiosa. A ella habrá que volver incontables veces, pero la frase que se le atribuyó siempre será un buen epítome de su pensamiento.
José Antonio Pérez Tapias
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Noté que hay un fascinante mecanismo mágico de negación y proyección invertida según el cual la mera mención de la clase automáticamente es considerada como si uno quisiera degradar la importancia de la raza y el género. En realidad ocurre exactamente lo contrario: el Castillo de Vampiros usa un concepto en definitiva liberal de la raza y el género para opacar la clase. En todas las polémicas absurdas y traumáticas que hubo en Twitter este año acerca de los privilegios fue notable que la discusión del privilegio de clase estuvo completamente ausente. La tarea, como siempre, sigue siendo la articulación de clase, género y raza; pero lo que caracteriza al Castillo es justamente la desarticulación de la clase respecto de las otras categorías. El problema que se proponía resolver el Castillo de Vampiros era el siguiente: ¿cómo conservar un poder y una riqueza enormes y seguir apareciendo como una víctima, como alguien marginal y opositor? La solución ya estaba ahí, en la Iglesia cristiana. Por eso el Castillo acudió a las estrategias infernales, las patologías oscuras y los instrumentos de tortura psicológica que inventó el cristianismo, y que Nietzsche describió en La genealogía de la moral. Este sacerdocio de la mala conciencia, este nido de beatos traficantes de culpa, es exactamente lo que predijo Nietzsche cuando dijo que se venía algo peor que el cristianismo. Aquí está...
El Castillo de Vampiros se alimenta de la energía y las ansiedades y vulnerabilidades de estudiantes jóvenes, pero sobre todo vive de convertir el sufrimiento de grupos particulares (cuanto más «marginales» mejor) en capital académico. Las figuras más loadas del Castillo de Vampiros son aquellas que han abierto un nuevo mercado del sufrimiento; aquellos que puedan encontrar a un grupo más oprimido y subyugado que los explotados anteriores subirá de rango rápidamente.
La primera ley del Castillo de Vampiros es: individualiza y privatízalo todo. Si bien en teoría dicen estar a favor de críticas estructurales, en la práctica jamás se enfocan en nada que no sea el comportamiento individual. Algunas personas de clase trabajadora no tuvieron una gran educación, y a veces pueden ser irrespetuosas. Recuerden: condenar individuos es siempre más importante que prestar atención a estructuras impersonales. La clase dominante propaga ideologías de individualismo, mientras tiende a actuar como una clase. (Muchas de las que llamamos «conspiraciones» son la clase dominante mostrando solidaridad de clase.) El CV, sirviente de la clase dominante, hace lo contrario: habla de «solidaridad» y «colectividad» de la boca para afuera, pero se comporta como si las categorías individualistas impuestas por el poder fueran lo más importante. Como en el fondo son pequeñoburgueses, los miembros del Castillo de Vampiros son intensamente competitivos, pero lo reprimen, de un modo pasivo—agresivo que es típico de la burguesía. Lo que los une no es la solidaridad, sino un miedo mutuo; el miedo a ser los próximos denunciados, expuestos, condenados.
La segunda ley del Castillo de Vampiros es: haz que el pensamiento y la acción parezcan muy, muy difíciles. No puede haber liviandad, ni mucho menos humor. El humor, por definición, no es serio, ¿no? El pensamiento es trabajo duro, cosa de acentos refinados y ceños fruncidos. Allí donde hay confianza, introducen escepticismo. Dicen: no se apresuren, hay que pensar en esto con más detenimiento. Recuerden: tener convicciones es opresivo, y puede desembocar en gulags.
La tercera ley del Castillo de Vampiros es: propaga tanta culpa como sea posible. Cuanta más culpa mejor. La gente se tiene que sentir mal: es una señal de que comprenden la gravedad de las cosas. Está bien tener privilegios de clase si uno siente culpa por ello y hace que quienes están en una posición de clase más subordinada también se sientan culpables. Uno también hace algunas cosas buenas por los pobres, ¿no?
La cuarta regla del Castillo de Vampiros es: esencializa. Si bien en nombre de los miembros del CV siempre se esgrime fluidez identitaria, pluralidad y multiplicidad (en parte para ocultar su propia posición invariablemente rica, privilegiada y burguesa), el enemigo siempre debe ser esencializado. Como los deseos que animan al CV son en gran medida deseos de sacerdote, deseos de excomulgar y condenar, debe haber una clara distinción entre el Bien y el Mal, y este último debe ser esencializado. Noten la táctica. X dice algo/se comporta de determinada manera; lo que dijo o su comportamiento podría ser interpretado como transfóbico, machista, etc. Hasta ahora, todo bien. La sorpresa viene después. X pasa entonces a ser caracterizado como transfóbico, machista, etc. Toda su identidad se ve definida por un comentario equivocado o un error de conducta. En cuanto el CV organiza su caza de brujas, la victima (muchas veces una persona de clase trabajadora, no educada en las reglas de etiqueta pasivo-agresivas de la burguesía) puede ser incitada a perder los estribos, confirmando aún más su posición de paria, el próximo a ser consumido por el fuego de la quema.
La quinta ley del Castillo de Vampiros es: piensa como un liberal (porque eres uno). El trabajo del CV de avivar una furia reactiva consiste en señalar sin parar lo más obvio: el capitalismo se comporta como el capitalismo (¡no es muy agradable!), los aparatos represivos del Estado son represivos. ¡Hay que protestar!
Mark Fisher, Salir del Castillo de Vampiros, jacobinlat.com 10/07/2022
Durante siglos, el barco de Teseo se llevaba cada año hasta Delos en honor y agradecimiento a Apolo por haber salvado las vidas del héroe y de sus acompañantes. A lo largo de los años, la embarcación se había deteriorado y se habían reemplazado las piezas originales por otras nuevas, y los filósofos atenienses debatían sobre si se podía hablar del mismo barco aunque no conservara ninguna de las tablas ni de los treinta remos que usó Teseo en su viaje a Creta.
Plutarco recoge la historia en la biografía del héroe griego incluida en sus Vidas paralelas. Desde entonces, el barco se ha usado como ejemplo para hablar de nuestra identidad y para poner en duda hasta qué punto somos siempre las mismas personas.
El símil funciona incluso desde un punto de vista fisiológico: gran parte de las células de nuestro cuerpo se renuevan cada pocos años y es obvio que cambiamos mucho desde que somos bebés hasta que llegamos a la edad adulta. También pueden cambiar, al menos en parte, nuestras ideas y nuestro comportamiento. Por ejemplo, es habitual sentirse muy ajeno a un tuit o a un artículo escrito hace unos años, y no nos cuesta creer al padre de familia con una juventud delictiva que asegura que ya no es la misma persona que entonces.
Muchos filósofos se han preguntado qué es lo que cimenta nuestra identidad, una idea más huidiza de lo que puede parecer a primera vista. John Locke proponía en su Ensayo sobre el entendimiento humano que la identidad personal es sobre todo psicológica y está basada en nuestra percepción y en la continuidad de nuestra memoria y de nuestra experiencia. De modo similar, Hume comparaba la mente en su Tratado de la naturaleza humana con “una especie de teatro donde distintas percepciones aparecen sucesivamente”. No somos más que “un haz o colección de diferentes percepciones que se suceden las unas a las otras con una rapidez inconcebible y que se hallan en un flujo y movimiento perpetuo”.
Estas historias recuerdan a la variante del experimento mental que propuso Hobbes en De corpore (Sobre el cuerpo): ¿Qué pasaría si alguien recogiera todas las piezas descartadas del barco de Teseo original y construyera una nueva embarcación? ¿Cuál sería el verdadero barco de Teseo: el reparado que cada año ha hecho el viaje a Delos o el que se ha construido con las piezas desechadas, pero originales? ¿Pueden serlo los dos? ¿O no lo es ninguno?
Visto todo esto, ¿cómo sé que yo soy yo? Pues hay una parte psicológica y social que es clave: somos nosotros quienes damos identidad a ese conjunto de sensaciones, como me explicaba para el artículo de Verne Vicente Sanfélix, catedrático de Filosofía en la Universidad de Valencia. Nosotros y los demás: vivimos en una sociedad, como decían el Joker y George Costanza. Si, por ejemplo, pierdo la memoria en un accidente, mi familia, mis amigos y el DNI ayudarán a identificarme. Es decir, nuestra identidad se construye a partir de muchos elementos que pueden parecer débiles si los aislamos y los escudriñamos, pero todos juntos muestran un armazón consistente que por lo general no nos da problemas.
Jaime Rubio Hancock, Mocedades, el Partido Republicano y el barco de Teseo, Filosofía inútil 25/09/2024
Este artículo fue publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Mucho se ha hablado estas semanas del llamado «monstruo de Aviñón», el tipo que
drogaba a su mujer para que la violaran otros hombres. Está muy bien que algo
así genere una repulsa visceral. Pero limitarse a calificar de monstruos al
violador y sus compinches no solo no ataja el problema, sino que invita a una
auto exculpación colectiva que lo oculta y perpetua. Pensemos un poco en el uso
que hacemos del término «monstruoso» para calificar aquello que consideramos
reprobable.
Lo monstruoso es una categoría estética y moral que designa lo informe en todas sus formas: lo extraño y caótico, lo irracional, lo injusto, lo feo… En el ámbito social es una herramienta básica de coacción («¡Qué viene el coco!», le decimos a los niños) y de legitimación de la violencia ( a los delincuentes o a los enemigos se les tilda de monstruos antes de ajusticiarlos o de ir a por ellos); aunque a veces también designa un grado superlativo de bondad («Me lo pasé monstruosamente bien»), o un hecho o talento portentosos («Woody Allen es un monstruo del cine»). Curiosamente, en la mitología de muchos pueblos los monstruos son seres hermanados con los dioses.
En la cultura tradicional lo monstruoso puede representar una cierta liberación estética con respecto al orden establecido; de ahí esa mezcla de seducción y horror que nos provocan los monstruos, los crímenes, las historias macabras, el arte grotesco o el humor negro. En los antiguos ritos de inversión carnavalesca – por dar un ejemplo muy estudiado – la gente se entregaba monstruosamente al desorden, dando rienda suelta a la violencia y a los instintos sexuales hasta que, tras el convenido desahogo, volvían mansamente al redil. Curiosamente, esa vuelta al redil se celebraba mediante el ajusticiamiento simbólico (o no tan simbólico) de la figura que encarnaba el espíritu anárquico y anómico del carnaval: un grotesco rey de burlas, monstruo o chivo expiatorio con cuyo sacrificio se representaba la vuelta al orden instituido (esta ceremonia aún permanece fosilizada en muchas de nuestras fiestas tradicionales).
En cierto modo, el monstruo representado en ese nuevo pseudocarnaval que es el espectáculo mediático – el violador, pederasta, parricida, asesino en serie o terrorista televisivo de turno –tiene un poco de todo esto, especialmente de chivo expiatorio, cuya quema judicial (o ajusticiamiento en directo, como el de la bomba teledirigida sobre el malvado terrorista árabe) simboliza la crónica reinstauración del orden tras esa tímida ruptura virtual – seguida con lascivo morbo por los espectadores – que es la parada diaria de monstruos y sanguinarios criminales.
Pero la contemplación de lo monstruoso no solo parece proporcionar hoy una tibia (aunque continua) experiencia mediática de inversión y redención del orden, sino también una reafirmación estética (es decir: ilusoria) de suficiencia moral. Diríamos, parodiando al gran Kant, que la experiencia estética de lo inconmensurable e informe – es decir: de lo monstruoso– no solo produce impotencia y horror, sino también una cierta conciencia difusa de nuestra superioridad moral, y esto en cuanto superponemos a lo monstruoso un no menos infinito e inconmensurable sentimiento de sublime indignación (ese rigorismo moral que tanto nos pone, sobre todo cuando juzgamos a otros). Esta sublime ilusión estética (junto al entretenimiento carnavalesco) es lo que nos impide ver lo que hay que ver: que a ese monstruo– incluyendo al de Aviñón – lo llevamos dentro, y que solo cogiéndolo por los cuernos y deconstruyéndolo de arriba abajo (de las ideas a los genitales) podremos vencerlo. Si es que podemos, y no es todo esto un monstruoso sueño de la razón.