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Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Uno de los rasgos más visibles de nuestro tiempo es el aparente aprecio por el desorden, una patología ideológica que se muestra, entre otras cosas, en la manera irreflexiva e inconsecuente con que se rechaza todo lo que suponga categorizar o jerarquizar las cosas. Así, definir se concibe hoy, por definición, como algo políticamente incorrecto (que estigmatiza y coarta la libertad de ser lo que se quiera a cada instante), sistematizar se percibe sistemáticamente como un ejercicio de dogmatismo poco respetuoso con la diferencia, y clasificar se clasifica como una inaceptable expresión de poder excluyente. No digamos si de lo que se trata es de valorar y (por tanto) de establecer jerarquías: eso es ya fascismo puro (ya saben que en la romántica metafísica de lo líquido y fluido rige aquello del viejo tango: todo es igual y nada es mejor…).
Pero negar el orden como impostura frente al presunto caos indomesticable de la realidad es ya, de entrada, un tipo específico de contradicción. Decir que “todo es fluido” es suponer que todo es permanentemente lo mismo y que, por tanto, nada cambia ni fluye; afirmar que “las cosas son indefinibles” es imposible sin suponer una definiciónmínima de lo que se define y lo que no; proclamar que “toda jerarquía es imposición arbitraria” implica que dicha proclamación (que sitúa una tesis por encima de otras) es tan arbitraria como su contraria. Y así podríamos seguir hasta el infinito. No hay verdad más dogmática que enunciar que “nada es verdad”, ni juicio de valor más “fascista” que estimar que “nada es en realidad más estimable que nada” (con lo que, finalmente, lo valioso solo puede ser lo que impone la voluntad del más fuerte).
El presunto desorden regente tampoco tiene nada que ver con la realidad. El mundo no es energía indiferenciada ni simple materia en movimiento; en él hay leyes, constantes, jerarquía; y hay razones para creer (diga lo que diga la limitada fontanería teórica de los físicos) que no hay más realidad que esa estructura o forma suya (esa forma que tan bien describen las fórmulas matemáticas).
Lo mismo podríamos decir de la ciencia: que no es más que un modo estructurado de jerarquizar datos, hipótesis, teoremas y axiomas con objeto de definir la forma real que subyace al desorden aparente. O del ámbito moral o estético, en el que los seres se clasifican como mejores o peores en multitud de aspectos (entre los cuales también hay una clara jerarquía – no es lo mismo ser más sabio que más inteligente, ni más bello que más fornido –). Si no tuviéramos claro todo esto careceríamos de razón alguna para elegir a nuestros amigos, cuidar nuestra imagen o educar nuestro talento.
Pero si en algún aspecto resulta especialmente sangrante esta aparente negación de la jerarquía y al orden es en el terreno político y social. Nada más estúpido que creer que estás al mismo nivel de los que mandan porque les tratas de tú o porque te hacen “sugerencias” en lugar de darte órdenes. Es falso que exista algo así como una estructura “horizontal”; toda organización mínimamente compleja (un estado, una empresa, un partido, una institución, una familia…) supone asimetría, niveles distintos y, por lo mismo, verticalidad y jerarquía. Simular que este orden no existe no es sino una manera perversa de invisibilizarlo y volverlo, por ello, más difícil de fiscalizar.
Uno de los “brazos armados” de este poder invisible (en la peor de sus versiones) es, justamente, el desorden informativo. La desinformación consiste en difundir representaciones indebidamente desorganizadas (en que se mezclan la ficción o apariencia con la realidad, las partes con el todo, lo contrastado con lo que no, lo que es con lo que debe, lo necesario con lo contingente, lo sustantivo con lo accesorio…), y frente a las que no queda otra que educar a la ciudadanía en habilidades tan filosóficas y desprestigiadas como definir, categorizar, sistematizar y jerarquizarlas ideas y las cosas.
Y digo esto último porque buena parte de las personas con las que me topo son incapaces de hacer todo esto por sí mismas, ni, por tanto, de ordenar y expresar las ideas (las suyas y las ajenas) en un discurso o sistema estructurado desde el que se pueda entender algo de lo que ocurre o tomar decisiones con un mínimo de responsabilidad y espíritu crítico.
Esta alienante incapacidad para pensar de modo estructurado delata, además, un desorden mental que, aceptado con complacencia por el discurso dominante y multiplicado por la fábrica mediática del mundo, está en la raíz de ese deterioro de la salud psíquica que acusamos hoy, y ante el que lo que se precisa no son fármacos o atención psicológica, sino precisamente esto: aprender a pensar o, lo que es lo mismo, aprender a reconocer en el orden de las ideas el orden de todo lo demás. Sin ello, no hay más que cambalache: el viejo orden del poder y del dinero revestido de estupidez y confusión. El tango de siempre, vaya.
El racionalismo se queda con la verdad y abandona la vida. El relativismo prefiere la transformación de la vida a la verdad inmutable. En ambas posturas sufrimos una mutilación, nos dice Ortega. O perdemos la verdad o perdemos la vida. Para salir del embrollo lo primero es entender que el pensamiento es una función vital, tan vital como la digestión o la respiración. Es un instrumento útil y esencial para la vida. La voluntad, es un ímpetu que emerge de las profundidades orgánicas, un querer hacer algo, un deseo de que algo sea. Las voliciones ejecutan actos eficaces que modifican la realidad, que a su vez se muestra como una voluntad externa a la que hemos de adaptarnos. Este dualismo es un aspecto esencial de lo vivo. Por un lado, la voluntad es un producto del sujeto viviente, por otro, lleva en si la necesidad de someterse a un régimen externo (y objetivo). “Ambas instancias se necesitan. No puedo pensar con utilidad para mis fines biológicos si no pienso la verdad. Un pensamiento que nos presentase un mundo divergente del verdadero nos levaría a continuos errores prácticos”. (Aquí se podría objetar que el fin biológico no es la verdad, al menos no la única, sino que es sólo naturaleza, prakṛti. Pero ello exigiría adelantar nuestra propuesta y es más conveniente, por ahora, seguir la argumentación de Ortega). Ese carácter dual es la característica esencial de toda forma de vida. La vida humana tiene una dimensión trascendente. Sale de sí misma y participa de algo que no es ella. Esa salida de sí propicia el pensamiento y la voluntad, la experiencia estética y la emoción religiosa.
El relativista niega que el ser vivo pueda pensar la verdad. Pero esta creencia suya, negativa, es su verdad, por lo que se contradice. Si somos de verdad empiristas observaremos que ciertas actividades inmanentes trascienden el organismo. ¿Pertenece al cuerpo lo que el ojo mira y el modo en que lo mira? ¿pertenece al cuerpo el aire que respira? Ortega cita a Georg Simmel: la vida consiste en ser más que vida: en ella, lo inmanente trasciende más allá de sí misma. Acierta en la trascendencia misma que supone el proceso vital, pero yerra en el objetivo de esa trascendencia. No acaba de liberarse del kantismo en el que se ha educado (más tarde lo hará). Nos dice: “Lo justo debe cumplirse, aunque no le convenga a la vida. Justica, verdad, rectitud moral, belleza, son cosas que valen por sí mismas y no sólo en la medida en que son útiles a la vida”. Ese valer por sí mismas, del Bien, la Justicia y la Verdad, supone reeditar el cielo platónico. Y afirma sentencioso: “esa suficiencia plenaria de la justicia y la verdad nos hace preferirlas a la vida misma que las produce.” Pero luego rebaja su apuesta: “la espiritualidad no es una sustancia incorpórea, no es una realidad, sino una cualidad que poseen unas cosas y otras no. Esta cualidad consiste en tener un sentido, un valor propio” (Scheler asoma por aquí). A continuación, añade algo que suscribimos plenamente: los griegos llamarían a esta espiritualidad nous, no psique. Dicho en términos de nuestra hipótesis de trabajo: la llamarían conciencia, no mente o alma. El alma es mundana y vital. La conciencia trasciende lo mundano y lo vital. Es el no lugar, la no localidad, que impulsa el movimiento y las transformaciones. No como causa, sino como complemento de aquellos. Es, además, el factor que hace posible el goce estético y la experiencia amorosa.
Juan Arnau, Ortega y Gasset: la meditación soleada, El País 30/05/2022“El racionalismo, para salvar la verdad, renuncia a la vida… Siendo la verdad una, absoluta e invariable, no puede ser atribuida a nuestras personas individuales, corruptibles y mudadizas”. El racionalismo es antihistórico. El punto de inflexión de la historia moderna proviene del entusiasmo de Descartes por las construcciones de la razón. De su creencia, incomprobable, en que el orden del pensamiento coincide con el orden de lo real. Y de la distinción de Robert Boyle entre cualidades primarias y secundarias. Las cualidades primarias (solidez, extensión, figura, forma, movimiento o reposo y número) existen de manera objetiva en las cosas, mientras que las secundarias (gusto, color, sabor, sonido, calor, etc.) son subjetivas y sólo existen en la mente del individuo. Sin embargo, la experiencia de la vida se compone fundamentalmente de texturas, colores y sones. “Pero la razón no es capaz de manejar las cualidades. Un color no puede ser pensado, no puede ser definido. El color es irracional.” Frente a él, el número coincide con la razón y puede crear, mediante ésta, el universo de las cantidades. Dada esta situación, Descartes decide, unilateralmente, que el mundo verdadero es el cuantitativo, geométrico, mientras que el mundo de las cualidades, inmediato y magnético, es considerado ilusorio y acientífico. Una decisión que sirve de fundamento a la física moderna, que no sólo ha sido la ciencia en la que hemos sido educados, sino que ha servido de modelo al resto de las ciencias. Se trata, en definitiva, de una inversión de la experiencia espontánea del ser que vive y siente, una “gigantesca antinaturalidad”. Pues se comienza por intuir, llevados por ese magnetismo de lo sensible, que las cosas sean de cierta manera, y luego se buscan las pruebas para demostrar que las cosas son como intuíamos. Ortega recuerda que no son las pruebas quienes nos buscan y asaltan, sino nosotros los que vamos a buscarlas, movidos por un afán teórico.
La física y la filosofía de Descartes se extenderán a todos los ámbitos (el salón, el estrado y la plazuela). Esa es la sensibilidad específicamente moderna. Suspicacia hacia lo espontáneo e inmediato, preminencia de lo cuantitativo, indiferencia ante los cualitativo (esencia de la experiencia humana). El mundo se transforma, gradualmente, en un lugar indiferente a la humana sensación, queda a merced de la “razón pura”, exacta e ineludible (una situación que, en el ámbito político, conduce al orden social definitivo de los totalitarismos). Pero la vida no puede regirse por principios matemáticos, de hecho, no lo hace. Advertir esto, supone entrar en el umbral de una “nueva sensibilidad” (Ortega escribe en 1922, hace exactamente un siglo), una insurgencia que consiste en la negativa a tomar parte por una de estas dos tendencias antagónicas: racionalismo o relativismo. En ambos casos sufrimos una mutilación. Con el relativismo perdemos la verdad, con el racionalismo la experiencia sensible y la ineludible realidad del deseo.
Juan Arnau, Ortega y Gasset: la meditación soleada, El País 30/05/2022Para entender su postura hay que hacer la genealogía de las ideas que consolidan la época moderna. Lo primero es darse cuenta de que el racionalismo de Descartes no es razonable. Marca el rumbo del mundo moderno y lo aboca a la desorientación presente. El debate entre racionalismo y relativismo es, para Ortega, el tema de nuestro tiempo. En muchos sentidos, un siglo después, sigue siéndolo. La proliferación algorítmica es una buena muestra. Vamos a exponer la postura de Ortega, que es una vía media entre ambas tendencias, para, a continuación, exponer la nuestra. Para Ortega, entre la razón (absoluta) y el relativismo (local) marcha de la vida singular. La razón vital o “inteligencia de la vida” (Agustín Andreu) es lo decisivo: cómo entendemos la propia vida y qué sentido le damos.
La verdad es una e invariable. Esa es una premisa irrenunciable para Ortega. Las cosas son lo que son. Ahora bien, en la historia del pensamiento vemos continuos cambios de opinión. Diferentes épocas, diferentes verdades. Cada individuo y cada sociedad tiene sus convicciones. Lo que llamamos verdad consiste, más bien, en verdades. Y que éstas son relativas. Pero el relativismo tiene un problema (ya lo advirtió Nāgārjuna). Si no existe la verdad, el relativismo no puede tomarse a sí mismo como verdad. Ha de ser, él mismo, relativo. El relativista relativo es un relacionista. Un sujeto dedicado a establecer relaciones entre las distintas visiones del mundo, que no valen todas los mismo, pero que se iluminan unas a otras, formando una colección de perspectivas. Ortega considera que el relativismo es, a la postre, escepticismo, y el escepticismo es una teoría suicida, que va en contra de la fe en la verdad, fundamental para la vida humana. Desde la perspectiva de la libertad, como forma de vida y como objetivo de la vida misma, ser un relacionista no debería suponer ningún problema. Siempre hay camino y siempre hay elección. El relacionismo no suprime la idea de lo mejor. Hay culturas superiores a otras, hay ideas mejores que otras, que ayudan a vivir más que otras. Sin que sea necesario un marco común que cuantifique el valor de cada perspectiva, que mida su distancia a esa verdad única. Pero no nos adelantemos.
El perspectivismo es un tema que recorre la obra de Ortega de inicio a fin. Y se conecta con la razón vital en el hecho de que “cada vida es un punto de vista sobre el universo”. Y vida no es sólo pensamiento, es también acción, y devoción, y voluntad, desarrollo de intereses. La vida, en sí misma, es un órgano insustituible que conquista verdad, una verdad vital, experiencial. Cada vida contribuye a la verdad absoluta, omnímoda. Y no deja de ser verdad por no ser la verdad entera. Se trata de un realismo vital sin parangón. Todas las vidas, hasta la más humilde, son verdad. Incluso las vidas de los ignorantes, de los iletrados, incluso la vida de los malvados y criminales. Nuestra perspectiva parcial forma parte de la perspectiva divina, que es aquella que, según Leibniz, integra todos los puntos de vista.
“La razón pura tiene que ceder su imperio a la razón vital”. A una razón en perspectiva. Las perspectivas, además, son intransferibles. Nadie puede vivir tu vida por ti. La realidad radical no son los átomos o las sustancias, es la vida de cada cual. Ortega tiene una metafísica definida, la razón vital, pero duda en desarrollarla exhaustivamente. No la quiere hacer pública. ¿Los motivos? No lo sabemos. Quizá le pareció demasiado aventurada, demasiado etnográfica, demasiado próxima al relativismo. Prefiere insinuarla, jugar con el brillo de sus metáforas. La cultura es una actividad vital, biológica. Y toda auténtica cultura nació de un individuo, de una vida particular, de una perspectiva. Posteriormente se objetiva y pierde ese carácter personal.
Juan Arnau, Ortega y Gasset: la meditación soleada, El País 30/05/2022La verdad tiene a sus favoritos. Sólo desciende sobre el pretendiente, sobre quien la anhela, sobre quien le ha abierto un hueco en el corazón. “El ser buscador es la esencia misma del amor”. Por eso leemos libros, por eso los buscamos, por eso los escribimos. La búsqueda, en sí misma, es un enigma. “El que busca no tiene, no conoce aun lo que busca y, por otra parte, buscar es ya tener de antemano y presumir lo buscado. Buscar es anticipar una realidad aún inexistente, predisponer su aparición, su presentación”. El neutrino, partícula sin masa predicha teóricamente por Pauli, es un ejemplo ilustrativo. Décadas después se detecta en el laboratorio lo que sólo estaba en la mente de este físico genial. La detectan, eso sí, con instrumentos construidos con la teoría erigida y pensada, por el propio Pauli y su círculo.
Juan Arnau, Ortega y Gasset: la meditación soleada, El País 30/05/2022Ortega nos dice que lleva defendiendo este perspectivismo en sus clases desde 1913. La manía de la filosofía ha sido ser, desde sus orígenes, utópica y los sistemas que progresivamente concibe, universales, válidos para todas las épocas y todas las culturas. La doctrina de la perspectiva vital, de los incontables puntos de vista, exige una nueva concepción de la filosofía, de su alcance y pretensiones. Un inclusivismo, antropológico, que se aproxima al talante hindú en el filosofar. “La razón pura tiene que ser sustituida por una razón vital, donde aquella se localice y adquiera movilidad y fuerza de transformación”. Es importante advertir que Ortega no está contra la razón (único modo de proceder teóricamente) sino contra el racionalismo. La razón es la capacidad de reducir, analíticamente, la cosa a sus elementos constitutivos. Pero, ante el elemento, ya no puede proceder racionalmente y se ve obligada a dejar paso a la intuición.
Visto desde nuestro tiempo, las filosofías de la época moderna comparten, en su mayoría, el primitivismo racionalista. Ese primitivismo podría llamarse ingenuidad o candor, característico del objetivismo que ignora al observador y procede como si no estuviera presente. “El mundo definido por estas filosofías no era en verdad el mundo, sino el horizonte de sus autores.” Pero la peculiaridad de cada ser, de cada época, de cada pueblo, lejos de ser un inconveniente para captar la verdad es precisamente el órgano mediante el cual la realidad se manifiesta. Eso sí, en la porción que le corresponde. “La verdad integral sólo se obtiene articulando lo que el prójimo ve con lo que yo veo… Cada individuo es un punto de vista esencial. Yuxtaponiendo las visiones parciales de todos se lograría tejer la verdad omnímoda y absoluta.” Un pluralismo de corte budista. El mundo, lo real, como la integral de todos los seres, de todas las perspectivas. No hay nadie al mando, no hay una perspectiva privilegiada. Los mundos se conservan o destruyen en función de los seres que los habitan, en función de la integral de sus estados mentales. De ahí que Ortega saque a colación del problema de dios. “Esta omnisciencia, esta verdadera “razón absoluta” es el sublime oficio que atribuíamos a Dios. Dios es también un punto de vista; pero no porque posea un mirador fuera del área humana, que le haga ver directamente la realidad universal, como si fuera un viejo racionalista. Dios no es racionalista. Su punto de vista es el de cada uno de nosotros: nuestra verdad parcial es también verdad para Dios.” Ortega se ha convertido al mito oriental de la divinidad participada en los seres. Lo divino nada sin guardar la ropa. Ahora el destino del universo está en manos de los seres que lo habitan. Ese mito, de origen védico, fue el adoptado, de una manera más o menos consciente, por el budismo. Cada perceptiva sobre la realidad es verídica, pero no es la única realidad. La percepción no engaña (aquí Goethe), la que engaña es la mente, que puede ser más o menos confusa, más o menos diáfana.
Es inevitable recordar, en este punto de nuestra discusión, un aforismo de Tagore que se atreve a descifrar el gran enigma, la ilusión cósmica (māyā). “El ojo no te ve a Ti, que eres la pupila de cada ojo”. La divinidad, huyendo de la soledad, se ha transformado en los seres. Desde el tigre a la araña, desde el ser humano hasta la más humilde brizna de hierba. Ortega lo asume. “Dios está en todas partes y por eso goza de todos los puntos de vista, y en su ilimitada vitalidad recoge y armoniza todos nuestros horizontes. Dios es el símbolo del torrente vital, a través de cuyas infinitas retículas (filtros) va pasando poco a poco el universo, que queda así impregnado de vida, consagrado, es decir, visto, amado, odiado, sufrido y gozado”. Se ha obrado la inversión. Ortega, que sabía poco de budismo, se ha convertido, sin saberlo, en discípulo de Siddhārtha Gautama. Dios ya no está, o mejor, está en la mirada de cada uno de los seres. Ese es el genuino “tema de nuestro tiempo”, aceptar ese reto, asumir esa fidelidad a lo divino, abrir bien los ojos y saber, que en esa mirada, se juega el destino del mundo.
Juan Arnau, Ortega y Gasset: la meditación soleada, El País 30/05/2022
Storr describe algunas de las formas en las que este funcionamiento nos afecta, haciéndonos a veces un poco delirantes. “Tendemos a creer hechos que halagan la historia heroica que al cerebro le gusta contar sobre nosotros y nuestras tribus, en lugar de la verdad ―señala el autor―. También nos hace irracionales acerca de otras personas. Al cerebro narrador le gusta dividir el mundo en héroes y villanos”. Esta gran simplificación hace común que veamos a las personas en el lado opuesto del espectro político como enemigos o, directamente, como malas personas. En realidad, son personas que utilizan otros relatos para explicarse cómo funciona el mundo, relatos con los que nosotros no comulgamos. Así, es normal que nos cueste cambiar de opinión, porque esos cambios pueden dinamitar los pilares de las narrativas que sostienen nuestra existencia: nos caemos al vacío.
Según la ciencia, los sucesos de la vida se comprenden y se recuerdan mejor si van engarzados en esa historia que nos contamos todo el rato. El neuroeconomista Paul Zak ha señalado que las historias generan oxitocina en el cerebro, una hormona que produce sensaciones agradables, aumenta la confianza y reduce el miedo social. Las neuronas espejo, además, cruciales para la empatía, nos permiten ponernos en el lugar de los protagonistas de los relatos, sufrir y alegrarnos con ellos, por eso lloramos o entramos en tensión cuando estamos sentados en la butaca del cine. Según ha encontrado el Instituto del Cerebro de la Universidad del Sur de California, la lectura de historias provoca una respuesta universal en el cerebro, similar en cualquier ser humano, como si la capacidad de reaccionar a ellas formara parte de nuestra naturaleza más fundamental.
Sergio C. Fanjul, El cerebro humano es una máquina que se alimenta de cuentos, El País 30/05/2022
Aquí y allá, unos y otras exigimos respeto a nuestras ideas o deseos, a la lengua o la memoria, a nuestros sueños y sueldos, los gustos peculiares o los disgustos familiares. La sociedad del espectáculo sigue llamando “respetable” al público, y en las batallas incruentas de las redes abundan los contendientes de verbo cruel pero súbitamente quisquillosos ante las críticas ajenas. Aunque hoy no enviemos padrinos ni abofeteemos con el guante, somos adictos a la aprobación del ojo ajeno. Como explica Andrea Marcolongo en El viaje de las palabras, “respeto” deriva del verbo latino “mirar” y comparte raíz con “perspectiva”: alude a enfocar a los demás sin desfigurarlos ni mostrarlos odiosos. En la etimología de “odio”, Andrea descubre una curiosa relación con “odontólogo”, pues literalmente significaba “dolor de muelas”. Odiar y despreciar corroe como la caries.
Irene Vallejo, En busca del templo perdido, El País Semanal 14/05/2022
Los bulos ya no son noticias: simplemente están ahí. El ruido es el mensaje. Las técnicas subliminales alteran el estado mental de miles de millones de personas. Después de una década de estudios alternativos y una “crítica de internet” aún más marginal, de repente todos tenemos claro el diagnóstico. Las multitudes entienden por fin cómo funciona el capitalismo de las plataformas, pero no hacen nada al respecto. Esperar a Bruselas es el nuevo esperar a Godot. Como no va a haber unas leyes antimonopolio que desmantelen los monopolios tecnológicos, la censura política (a la manera de Rusia y China) parece la opción más fácil. Con las plataformas centralizadas como única opción, que cada uno aprenda por su cuenta parece la única salida. Cada usuario tendrá que resolver por sí mismo la cuestión del ruido, como investiga la filósofa holandesa Miriam Rasch en su último ensayo, Autonomie: een zelfhulpgids(autonomía, una guía de autoayuda). Rasch señala una paradoja: las empresas tecnológicas socavan nuestra autonomía, nuestra libertad de elección y nuestras posibilidades de actuación individuales, al mismo tiempo que alaban esos valores.
Ya sabemos lo que ocurre cuando se pide a los gigantes de las plataformas que nos proporcionen soluciones tecnológicas para los problemas de “adicción” que ellos mismos han creado deliberadamente. El ruido tecnosocial está en nuestra cabeza, en los dedos, controla los ojos y excita los nervios. Eliminar el ruido se considera un asunto personal, una responsabilidad moral que recae en el individuo, en el usuario, y que puede resolverse con meditación (Harari), con aplicaciones de desintoxicación digital, apagando las notificaciones o instaurando días sin móvil.
La noción original de la cibernética, formulada por Norbert Wiener en los primeros años cuarenta del siglo pasado, afirma que se puede predecir mejor el futuro si se elimina el ruido. En la ideología occidental “sin fricciones”, eso se plasma en el ideal de la optimización, el culto a la prolongación de la vida y a la compresión del tiempo para dar cabida a todas las experiencias posibles. En este contexto, el Otro se convierte en última instancia en ruido, un obstáculo que hay que eliminar después de haberlo consumido.
Aparte de un grupo de artistas del sonido electrónico que está envejeciendo a toda velocidad, ¿quién disfruta del ruido? Esta es una pregunta engañosa. El ruido está en todas partes e incluso se utiliza como recurso. La distracción no es el enemigo. Perder la concentración se considera, en general, como un alivio temporal, un gesto de protección y una huida justificada. Las informaciones falsas siguen reclamando nuestra atención, aunque solo sea durante una fracción de segundo. El ruido ya no es un subgénero cultural que nos despierta los sentidos. Es un estado general. Un ejemplo es el inversor indio Vibhu Vats, para quien el ruido es la norma: “A la naturaleza humana no le gusta el silencio. Eso está pensado para ascetas, santos y ermitaños. El ruido es la sal de la vida. Si se elimina, la vida sería sana pero aburrida. No despreciemos el ruido. Es mejor aceptarlo como un mal necesario y regular su consumo”.
Geert Lovink, El ruido es la nueva banda sonora de tu vida, El País 15/05/2022
Fernando Broncano, La escritura en invierno. J. M. Coetzee y el antagonismo entre representación y verdad, El laberinto de la identidad 15/05/2022
En realidad, Joan Fuster quiso ser y fue siempre un ensayista en la clara estirpe de Montaigne. Ensayos fueron sus versos —líricos, rabiosos o angustiados—, sus estupendos aforismos —tan ácidos como los de Cioran, pero menos teatrales—, sus estudios históricos, sus libros de crítica literaria y artística, sus guías de viaje y hasta sus trabajos aparentemente eruditos. En sus mejores años —los cincuenta y sesenta del siglo pasado—, sus textos, en diarios o en libros, eran un compendio de ironía docta y sonriente que incitaba al descreimiento, la ponderación y el debate sobre todo lo humano y lo divino, sin mediaciones ni prejuicios, dentro de lo posible (porque la censura, siempre vigilante, se podía circundar, pero no obviar).
Para Fuster, el ensayo es “literatura de ideas o no es”. Las ideas están para agitarlas, ver hasta dónde llegan y por qué, y el escepticismo es un método que, a partir de una desconfianza ecuménica, no pretende abolir un principio de verdad, pero sí depurarlo. “Convicciones es preciso tener, pero pocas”. En cambio, las nociones provisionales del pensador desconfiado “no hacen milagros, pero tampoco provocan hecatombes”. El objetivo del debate —que se desea civilizado— es “que quede un saldo positivo de distensión y progreso”. En un ambiente tan proclive al dogmatismo circunflejo como el que Fuster tuvo que vivir, su ensayismo fue un buen desinfectante. Muy insolente —tanto como le dejaron— pero eficaz.
Enric Sòria, La suspicacia metódica, El País 14/05/2022
Los humanos también respondemos a ciertos automatismos, incluso en nuestras facetas más originales y creativas. Ocurre con el lenguaje. Nosotros no nos damos cuenta, pero estamos obedeciendo reglas gramaticales y lingüísticas todo el tiempo, a una velocidad altísima, para poder comunicarnos. La gramática no es más que eso, un conjunto de reglas o un programa que obdecemos. Y esas gramáticas existen para todo: para el pensamiento, para las matemáticas, la física, para nuestro comportamiento social cotidiano... Obedecemos constantemente a reglas, porque si no, no podríamos vivir en sociedad. En realidad, la originalidad y la creatividad son elementos muy raros. La creación de una nueva instrucción o un nuevo programa, tanto en el arte como en la ciencia, es un momento inusual. En el siglo XIX, muchos pensaron que aquello era lo que nos distinguía como seres humanos.
La máquina aprovecha nuestros automatismos psíquicos y sociales y los capitaliza. La economía del Big data es eso. Respondemos a ciertos patrones de conducta que dependen de nuestra educación, nuestra edad, nuestro origen, nuestro sexo... Una máquina puede clasificar todos esos automatismos e identificarlos. Aprovechar esos datos para extraer estadísticas y predecir cómo se comporta la gente. Las empresas venden esos paquetes de datos porque son una manera de conocer la sociedad y su evolución casi con un escáner permanente. Para el marketing o la publicidad electoral, esto es perfecto. En función de nuestros likes, nuestros movimientos y búsquedas, se va definiendo nuestro grupo social, nuestra edad, nuestra cultura, etc. Somos como autómatas cuando sumamos todos esos parámetros.
En la mayor parte de los casos, nuestros comportamientos obedecen a elementos de orden biológico o de orden social. Son muy pocos esos momentos de gracia, de creación, donde el ser humano logra superar sus automatismos. En general estamos bastante más cerca de las máquinas que de los dioses, como dirían los griegos.
Esa capitalización de nuestros automatismos invirtió la relación entre el ocio y el trabajo. Para los griegos, la persona ociosa era el amo, era el ciudadano libre en oposición al esclavo que obedecía instrucciones. Y gracias al Big Data, el ocio se convirtió en un elemento de producción de riqueza porque capitaliza nuestros automatismos, o sea, nuestra obediencia a elementos sociales o psicológicos. En el momento en que creemos que somos libres, porque estamos dándole instrucciones a una máquina, también somos autómatas. Hay una inversión por la cual se aprovechan nuestras instrucciones y se convierten en capital. Hay una inversión entre amo y esclavo. Ocurre con un aria de 'Don Giovanni', de Mozart. Leporello, el criado, va tomando nota de todas los romances de Don Juan y crea un archivo que después recita en el aria del catálogo. Leporello, el criado, cataloga los comportamientos de su amo. A veces, internet nos conoce más de lo que nos conocen nuestros seres cercanos, incluso más de lo que nos conocemos a nosotros mismos.
Cómo los drones detectan un blanco. Además de los misiles que dispara, tienen dispositivos para intervenir comunicaciones y son capaces de saber dónde está su objetivo, con quién habla y qué dice. A través de ciertos patrones de comportamiento, el dron es capaz de predecir si esa persona es una amenaza, un terrorista de Al Qaeda o del Estado Islámico, por ejemplo. Construye el perfil de la persona hasta que finalmente se decide si esa persona merece ser el blanco de un misil. Por supuesto, por el momento esa decisión se toma la toma un ser humano. Pero, en realidad, la mayoría de las informaciones que determinan si la persona es un terrorista o no las proporciona el propio dron. O sea, que entre entre la decisión humana y la automatización directa hay un solo paso que no se dio por las protestas de varios científicos. Las campañas publicitarias nos apuntan no con misiles, sino con publicidad. Lo cual es mucho menos dañino, claro. Pero se podría decir que obedecen al mismo funcionamiento: crean perfiles y patrones de comportamiento.
Ana Ramírez, entrevista a Dardo Scavino: "Los humanos estamos más cerca de los autómatas que de los dioses", el confidencial.com 11/05/2022
Adam Smith desconcertó con algo más escandaloso aún: demostró que el progreso no se debe a la caridad, sino al egoísmo. Dijo textualmente: “No obtenemos los alimentos por la benevolencia del carnicero, del cervecero o el panadero, sino por la preocupación que tienen ellos en su propio interés, sus necesidades, sus ambiciones.” No nos dirigimos a sus sentimientos humanitarios, sino a su egoísmo cuando reclamamos esos objetos, porque de lo contrario ellos no producirán ni se ocuparían de exhibir sus productos y venderlos. Ocurre que la palabra egoísmo se ha cargado de color negativo, sin entenderse su funcionalidad. El egoísmo no debe ejercerse contra el prójimo, sino para atenderse a uno mismo sin dañar al otro. Y el otro debe comportarse del mismo modo. El mundo no funciona sobre la base de la clemencia.
Utilizando distintas palabras, puede decirse que siempre se actúa según el deseo o el interés de cada uno. Es propio de la vida en general. Los esfuerzos que se realizan para incrementar la solidaridad y el bien de amplias comunidades oscurecen el motor que trabaja desde el fondo de los inconscientes. Un sabio se esmera en señalar los caminos virtuosos y un delincuente en realizar un exitoso delito. Pero cada uno opera a partir del impulso que le llega desde sus oscuras profundidades. Es horrible lo que suele hacer el delincuente, pero opera siguiendo su deseo, no el del otro.
Marcos Aguinis, El inmortal Adam Smith, Letras Libres 01/05/2022
Según estudia Raoul Girardet en Mitos y mitologías políticas, todas estas fantasías, que los políticos llaman “relatos”, y que yo prefiero llamar “cuentos”, suelen organizarse en cuatro familias.
Primero está la familia mítica de la edad de oro, que suspira por un pasado feliz y glorioso, en el que las naciones, religiones o razas todavía no se habían adulterado ni mezclado. Edad que muchos consideran dichosa, no tanto porque se ignorasen las palabras de tuyo y mío (lo cual podría darle malas ideas a los cabreros), sino porque cada uno estaba en su casa y Dios en la de todos. Si fuese una bandera, su lema sería: “Orden y regreso”.
En segundo lugar se halla el mito del complot, que responsabiliza de todos los males a algún grupo malévolo o resentido, que estaría dispuesto a maquinar contra la buena gente de toda la vida con el objetivo de hacerse con el poder. De este modo, la angustiosa complejidad del mundo, que nos envuelve como una niebla contra la que no sabemos cómo luchar, se transforma por arte de magia en una serie de miedos, simples y concretos, que creemos poder conocer y controlar. En política y en religión, contra el diablo se vive mejor.
En tercer lugar está el mito del líder carismático, del que se espera que libere a la comunidad amenazada por las fuerzas del mal. Son los Jeremías que anuncian la inminencia de un apocalipsis que nunca se produce, los Savonarolas que caminan descalzos sobre las brasas de la hoguera de las vanidades, los Torquemadas que juran coger por los cuernos a un demonio de paja que ellos mismos han rellenado, los timoneles que prometen devolvernos a Ítaca de una tacada, y los caudillos, los führer y demás flautistas de Hamelín que, en vez de llevarse las ratas al río, se llevan a los niños a la guerra.
En cuarto y último lugar se halla el mito de la unidad. Religiosa, nacional, racial, no importa, porque lo que realmente la define es el odio que siente hacia sus enemigos, exteriores o interiores, casi siempre tan imaginarios como ella misma. Desarreglada por un estado permanente de excepción, la comunidad se siente legitimada a mentir, a marginar o a matar en defensa propia, erigiéndose de ese modo en una verdadera unidad de desatino en lo universal.
Nadie se halla libre de la fascinación de las mitologías políticas. Nos prometen orden en vez de caos, sencillez en vez de complejidad, seguridad en vez de miedo y compañía en vez de soledad. De lejos son sirenas marinas, y su canto es hipnótico, pero una vez que nos hemos arrojado a sus brazos se tornan sirenas antiaéreas y no tardan en caer las bombas. No hace falta ser Homero para saber que sólo existe un remedio para que no nos lancemos todos al mar, y es que nos atemos al mástil de la justicia social y nos tapemos los oídos con la cera de una educación verdaderamente ilustrada. Quizá así podamos hacer más amable el viaje, porque de volver a Ítaca ya podemos irnos olvidando. Y no pasa nada, porque, como dijo Kavafis, nos basta el largo camino.
Bernat Castany Prado, El líder carismático, el complot, el pasado glorioso: los mitos de la política producen monstruos, El País 26/05/2022
Fuera de Estados Unidos, los tiroteos masivos ocurren muy raramente. ¿Por qué son tan frecuentes ahí? Según la derecha estadounidense, no es porque sea un país en el que un joven de 18 años perturbado pueda comprar fácilmente armas militares y un chaleco antibalas. No, sostiene Dan Patrick, vicegobernador de Texas. Es porque “somos una sociedad ruda”.
Ya sé que decirlo es un esfuerzo inútil, pero imagínense la reacción si un destacado político liberal declarara que la razón por la cual Estados Unidos tiene un grave problema social inexistente en otros sitios es que los estadounidenses somos malas personas. Los comentarios no tendrían fin. Pero cuando es un republicano quien lo afirma, apenas levanta un murmullo.
Supongo que tengo que decir, para que conste, que personalmente no creo que los estadounidenses, tomados de uno en uno, sean peores que nadie. Si acaso, lo que siempre me ha llamado la atención al volver de viajes al extranjero es que, por término medio, son (o eran) excepcionalmente amables y agradables de tratar. Lo que nos distingue es que a las personas que no son amables les resulta muy fácil armarse hasta los dientes.
Vale, creo que todo el mundo se da cuenta de que nada de lo que dicen los republicanos sobre cómo responder a los tiroteos masivos se traducirá en verdaderas propuestas políticas. Ni siquiera intentan darles una explicación. Al contrario, se limitan a hacer ruido para sofocar el debate racional hasta que la última atrocidad desaparece del ciclo informativo. Lo cierto es que los conservadores consideran que las matanzas a tiros y, de hecho, la tasa asombrosamente alta de muertes por arma de fuego en EE UU, son un precio aceptable por seguir defendiendo su ideología.
¿Pero qué ideología es esa? Yo diría que, si bien hablar de la singular cultura de las armas estadounidense no es del todo erróneo, resulta demasiado limitado. A lo que realmente estamos asistiendo es a una agresión a gran escala a la idea misma del deber cívico, de que la gente debe seguir ciertas reglas, aceptar algunas restricciones a su comportamiento, para proteger las vidas de sus conciudadanos.
En otras palabras, deberíamos considerar la vehemente oposición a la regulación de las armas como un fenómeno estrechamente relacionado con la vehemente (y muy partidista) oposición a la obligatoriedad de las mascarillas y a las vacunas ante una pandemia mortal, así como a las normas ambientales como la prohibición de los fosfatos en los detergentes, entre otras cosas.
¿De dónde viene este odio a la idea del deber cívico? No cabe duda de que, en parte, como casi todo en la política estadounidense, tiene que ver con la raza. Sin embargo, algo que no refleja es nuestra tradición nacional. Cuando oiga hablar de la educación en casa, recuerde que EE UU prácticamente inventó la educación pública universal. Antes, la protección del medio ambiente no era un asunto partidista: la Ley de Aire Limpio de 1970 fue aprobada por el Senado sin un solo voto en contra. Y dejando a un lado la mitología de Hollywood, la mayoría de las ciudades del Viejo Oeste imponían límites más estrictos a la posesión de armas de fuego que los del gobernador de Texas Greg Abbott.
Como ya he indicado, no acabo de entender de dónde viene esta aversión a las normas básicas de una sociedad civilizada. Ahora bien, lo que está claro es que las mismas personas que más levantan la voz hablando de “libertad” están haciendo todo lo posible para convertir a EE UU en una pesadilla distópica al estilo de Los juegos del hambre, con puestos de control por todas partes vigilados por hombres armados.
Paul Krugman, La guerra republicana contra las virtudes cívicas, El País 28/05/2022
Leo las Cartas a un escéptico en materia de formas de gobierno, de Pemán (en la segunda edición, de 1937). El título, sin duda, es un guiño a las Cartas a un escéptico en materia de religión, de Balmes y, en cierta forma, es una reivindicación de la claridad conceptual de Balmes. Pemán tiene algo de Balmes de Cádiz; es decir, de un Balmes con más sol, más alegría y más voluntad de estilo.
Pemán es valiente y claro y ambas cosas se agradecen, porque te permiten señalar con nitidez las zonas de acuerdo y de desacuerdo y, al mismo tiempo, te fuerzan a interrogarte sobre tus propias convicciones. En este sentido es un analista terapéutico.
El texto tenía un destinatario claro. Y este no es un lector intemporal, sino el lector de El Debate y de quienes, tras la proclamación de la segunda república, se habían declarado indiferentes a las formas de gobierno. Pemán argumenta que en política la forma es el contenido y que nadie puede considerarse escéptico con respecto al contenido, porque el régimen político tiene repercusiones directas en la manera de concebirse a sí mismo del ciudadano. Pero al leerlo es imposible ignorar nuestra actualidad e interrogarnos por esta monarquía con formas republicanas que es nuestra forma de gobierno.
Cuando leemos una de sus novelas "Madame Bovary" nos encontramos con un personaje como Emma insatisfecha con su vida y su estatus social . Idea que a mucha gente le sucede , eso de no sentirse a gusto donde hemos nacido y lo que deseamos ser. ¿Acaso somos dueños de nuestro destino? Si el entorno nos enmarca y condiciona no podemos satisfacer nuestros deseos aunque tengamos derecho. El tener acceso a vidas posibles e imaginables indica que trazarnos nuestro destino está lleno de adversidades. Emma es infiel en una moralidad tóxica a propósito de las lecturas románticas que ha leído a lo largo de su vida. Ese romanticismo precisamente idealiza el deseo y lo convierte en un pecado capital . Como en el libro de Cervantes , "El Quijote" la lectura de libros de caballerías puede llevar a la locura y a perder la cabeza . En el caso de Madame Bovary será la vida con su suicidio . Pero en lugar de convertirse en una heroína acaba sucediendo todo lo contrario , su desdicha aumenta hasta llevarla a desear no vivir más en esta vida insulsa. Claro lo que sucede en el fondo es enamorarse de las ideas del amor , de la construcción de su deseo de ser quien no es. Un poco pasará también con la novela de Cyrano de Bergerac , donde el protagonista intenta superar su situación para encontrarse con su bella amada. Pero el quedarse atrapado en sus sentimientos y en esa realidad mediocre y insulsa obliga a mentirnos constantemente sobre lo que somos y queremos ser.
Viene una madre a pedirme un consejo que no le puedo dar. No puedo caer en la frivolidad de improvisar un diagnóstico simplemente por quedar bien. Así que le digo que su caso ha de ser analizado despacio por un especialista. Me responde soltándome la retahíla de especialistas a los que ha acudido. Es obvio que está desorientada y muy cansada y yo no tengo para ella una sincera palabra de consuelo. Poco antes de despedirnos me asegura que ya no puede más, que dimite; se ha quedado sin fuerzas. Su hijo tiene un trastorno caracterial grave que se manifiesta esporádicamente con conductas muy violentas. Me alejo de ella empapado de su tristeza, comprendiendo su cansancio y dejándola con su dolor.
Kant, Sobre el fracaso de todo ensayo filosófico en la Teodicea (1791)
Difícilmente puede ser sacrificado el sufrimiento, y la maldad que los hombres originan, en aras de unas metas morales que se alcanzarían en un final armonioso, sea intrahistórico o suprahistórico, concedido por Dios.
Para Kant no es posible afirmar que el mal moral sea un medio o un fin desde el que Dios podrá conseguir un bien para el hombre. Ello implicaría una instrumentalización del mal, difícilmente justificable al atentar contra la santidad de Dios. Este enfoque llevaría consigo que el mal moral quedara exculpado por ser derivado de la débil naturaleza humana, surgida de las manos del Creador.
… no sólo se está eximiendo a quien lo comete de su responsabilidad, sino que igualmente cabría cuestionar por qué Dios ha creado al hombre con tan deficiente naturaleza que le posibilita cometer atroces crímenes. Y si se responde que el Creador no quiere que el hombre realice el mal moral, pero lo “permite” en aras a otros fines morales más elevados, entonces habrá que reconocer que no es omnipotente.
Hume, Diálogos sobre Religión Natural (1776)
"¿Quiere Dios prevenir el mal, pero no puede?, entonces es impotente. ¿Puede, pero no quiere? Entonces es malévolo. ¿Puede y quiere?, entonces ¿de dónde sale el mal?" (David Hume, Diálogos sobre religión natural, X capítulo)
… ¿cómo es posible que Dios exista y sea además bueno al mismo tiempo que se evidencia de un modo tan real en la vida humana la maldad moral y el sufrimiento?
… el mal físico y el mal moral constituyen en Hume un fuerte impulso para la reflexión, aunque ambos tipos de mal superan nuestras capacidades de comprensión intelectual. Parece que el silencio se impone ante la ausencia de explicación o justificación de las desgracias humanas, algunas provocadas por la libertad. Otros por la fuerza descontrolada de la naturaleza (el terremoto de Lisboa, 1755)
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... yo postulo de entrada que un ateo es alguien para quien la idea de una mente divina creadora del mundo no tiene utilidad ni sentido alguno. Visto así, el ateísmo no quiere decir gran cosa. Simplemente significa la ausencia de la idea de un dios creador.
Muchas de las prácticas que se reconocen como religiosas expresan la necesidad de dar sentido al tránsito humano por este mundo. Puede que todo sea «nacer, copular y morir» después de todo, como dice el Sweeney Agonistes de T. S. Eliot: «A eso se reduce la vida toda». Pero los seres humanos han sido reacios a aceptarlo y se esfuerzan por otorgar a sus vidas una significación más que humana. Los animistas tribales y los practicantes de las grandes religiones del mundo, los devotos de las sectas que creen en los platillos volantes y las hordas de fanáticos que han matado y han muerto por los credos seculares modernos dan fe, todos, de esa necesidad de sentido. Con su reverencial invocación del progreso de la especie, el descreimiento proselitista de los últimos tiempos obedece a ese mismo impulso. La religión es un intento de hallarle un sentido a los hechos, no una teoría que trate de explicar el universo.
El ateísmo no es una visión del mundo que se haya ido repitiendo tal cual a lo largo de la historia: han existido múltiples ateísmos con cosmovisiones contradictorias. En la Grecia, la Roma, la India y la China antiguas, había escuelas de pensamiento que, sin negar que los dioses existieran, estaban convencidas de que éstos no se interesaban por los asuntos humanos. Algunas de esas escuelas elaboraron versiones tempranas de la filosofía que sostiene que todo lo que hay en el mundo está compuesto de materia. Otras se abstuvieron de especular acerca de la naturaleza de las cosas. El poeta romano Lucrecio pensaba que el universo se compone de «átomos y vacío», mientras que el místico chino Zhuangzi, siguiendo las enseñanzas del (posiblemente mítico) sabio taoísta Lao-Tse, consideraba que el mecanismo del mundo era inaprehensible para la razón humana. Dado que la visión que uno y otro poseían de la realidad no contemplaba la existencia de una mente divina creadora del universo, ambos eran ateos. Pero a ninguno de los dos les preocupaba «la existencia de Dios», pues tampoco concebían la idea de un dios creador que tuvieran que cuestionar o rechazar.
Si muchas son las religiones diferentes que existen y han existido, no son (y han sido) menos los ateísmos distintos. El ateísmo del siglo XXI casi siempre se ha manifestado como una forma de materialismo. Pero ésa sólo es una de las visiones del mundo que los ateos han suscrito a lo largo de la historia. Algunos ateos –como el filósofo decimonónico alemán Arthur Schopenhauer– estaban convencidos de que la materia es una ilusión y de que la realidad es espiritual. De hecho, no existe una «visión atea del mundo». El ateísmo simplemente excluye la posibilidad de que el mundo sea obra de un dios creador, pero ésa es una posibilidad que no encontramos en la mayoría de religiones.
John Gray, Siete tipos de ateísmo, Sexto Piso, Madrid 2018
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Estamos en época de exámenes, entre ellos los de EBAU (la antigua selectividad), y la prensa nos recuerda en tono laudatorio que determinadas titulaciones universitarias exigen una nota de ingreso casi imposible. Hace años era el grado de Medicina, y ahora el premio a la exigencia se lo lleva el doble grado de Física y Matemáticas. Hay hasta una lista “top cien” con las carreras en las que es más difícil entrar. ¿No les resulta increíble celebrar tal estupidez?
¿Por qué deberíamos aplaudir como papanatas una política universitaria que lo que hace es recortar un servicio público? ¿Por qué no va a poder un chico o chica con buenas notas, o incluso regulares, estudiar la carrera de sus sueños en la universidad pública (sobra decir que los que pagan una privada no necesitan notas ni siquiera regulares)? Todos conocemos estudiantes de enorme talento que no empezaron a demostrarlo hasta que no pudieron aplicarlo en algo que les interesara de verdad.
Afirma en la prensa el decano de una de las facultades que participan de este doble grado de Física y Matemáticas (la Facultad de Física de la Complutense) que uno de los motivos para limitar el acceso es que faltan recursos (laboratorios, personal…), pero no explica por qué no se les da prioridad a tales recursos, siendo como son tan demandados, y uno tiende a creer que el verdadero motivo es otro, a saber: que “si ponemos pocas plazas – declara el decano aludido – nos aseguramos de que los que entran son los mejores y, por tanto, podrán cursar las asignaturas con menos dificultad”. Es decir, que se trata también (¿o fundamentalmente?) de mantener un ridículo espíritu elitista alrededor de unos conocimientos presuntamente más difíciles y que parece que no pueden estar al alcance de cualquiera que se esfuerce por adquirirlos.
Y ojo: poner el conocimiento al alcance de todos no quiere decir abaratar dicho conocimiento, sino dar a todo el mundo (y no solo a cierto estándar – bastante discutible – de estudiante modélico) la oportunidad de dominarlo. Y este es precisamente, o debería ser, uno de los significados del término “universidad”: el del empeño por universalizar el saber. Más aún cuando hablamos de saberes (la física y la matemática) fundamentales no solo para entender otras ramas de la ciencia, sino también para acceder a aquellos modos de gestión y producción de información de los que dependen hoy los flujos económicos y de poder.
Un segundo significado esencial del término “universidad”, igualmente ajeno a todo tipo de elitismos, es el de ser la institución en la que se promueve un conocimiento total, es decir: un conocimiento que atiende a todas las dimensiones del saber y a todos los aspectos de la persona, y que lo hace, además, enraizándose críticamente en las ideas y concepciones que, desde la antigüedad clásica (aunque no solo desde ella), determinan nuestra manera de conocer y pensar.
Que la universidad, haciendo honor a su nombre, haya de proporcionar un saber y una formación total o universal, quiere decir que, lejos de concebirse como una formación profesional de alto nivel al servicio de las empresas (que deberían prestar y pagar por sí mismas esa formación, al menos en su dimensión más específica), ha de entenderse como lo que desde su origen fue: una institución educativa diseñada para el cultivo de la ciencia y el conocimiento puro (sea o no útil para multiplicar el dinero), la capacitación política de la ciudadanía y el desarrollo moral de las personas. Más aún en una época como la nuestra, en la que apenas tenemos más certidumbre que la de los enormes desafíos políticos que vamos a tener que afrontar colectivamente: el cambio climático, la distribución de los escasos recursos, el aumento de las desigualdades, los populismos antidemocráticos, el cambio de modelo productivo, la disminución del trabajo disponible, etc. Una época para la que más nos vale formar ciudadanos ética y políticamente activos, dueños de un saber global y una concepción integral de la realidad, que mileuristas casi analfabetos y super-especializados en sectores económicos que lo mismo están hoy en la cima de la empleabilidad que son completamente olvidados en unos años.
Me enteré hace unos días que en las universidades norteamericanas existe un “currículo fundamental” (“core currículum”) obligatorio en todos los grados y por el que se dota al alumnado de una formación intelectual básica y general (tanto de humanidades como de ciencias) a través del análisis y el diálogo crítico o socrático en el aula. Una formación que es tan importante y decisiva para los estudiantes como la que los capacita como especialistas en una u otra rama del saber. Bueno sería que lo copiáramos, y que no nos hiciéramos siempre con lo peor, sino también con lo mejor del modelo imperante.
Uno de los rasgos que define a estas personas es que se les da peor percibir lo aleatorio: es decir, tienen una mayor tendencia a observar patrones donde solo hay unos puntos colocados al azar, a ver una cara donde solo hay unas sombras. “Los resultados muestran una mayor consistencia cuando las tareas de toma de decisiones perceptuales involucran la identificación de un rostro, y los creyentes cometen significativamente más identificaciones erróneas y falsos positivos que los escépticos”, concluye el estudio. Este factor se explica solo: si ante un estímulo ambiguo creemos observar algo concreto y definido como una cara, es más fácil que aparezcan fenómenos inexplicables en nuestro entorno.
La neurocientífica Susana Martínez-Conde ve claro el mecanismo que lo explica: “Nuestro cerebro está siempre intentando conectar causa y efecto o está intentando siempre buscar explicaciones y atribuir significado a cosas que no lo tienen”. “Gran parte de la información que nos rodea es aleatoria, caótica, desordenada y nuestro cerebro intenta imponer un orden. Eso nos ha servido de mucho a lo largo de la evolución, pero claro, también podemos conectar causas y efectos de manera incorrecta”, explica. Esto genera tanto supersticiones como pensamientos paranormales, según Martínez-Conde, o incluso las ilusiones que experimentamos cada vez que vamos a un espectáculo de magia y vemos que el mago hace un gesto con la varita y desaparece el conejo.
Javier Salas, En la mente de los que creen en lo paranormal, El País 04/05/2022
La inteligencia artificial se ha ido infiltrando en la mayoría de los ámbitos de nuestras vidas. En la última década, el impacto de los algoritmos ha generado importantes efectos económicos y sociales en todo el mundo. Y el ámbito judicial no ha sido impermeable a esta gran transformación. Los problemas de lentitud, ineficacia y politización que se atribuyen a los sistemas judiciales occidentales han impulsado el uso de algoritmos en estas instituciones. Para paliar dichas deficiencias la IA promete un incremento exponencial de la eficacia y de la neutralidad en la toma de decisiones.
Los expertos partidarios de introducir estos nuevos sistemas matemáticos consideran también que la justicia podría ser más objetiva cuando aborda un problema porque no se ve afectada por las emociones. Sin embargo, existen muchas voces que piden ser muy precavidos ante estas consideraciones porque, como indica el magistrado del Tribunal Superior de Galicia, Luis Villares, “el algoritmo no es capaz de detectar las razones por las cuales se producen las conductas humanas”.
Razonamientos semejantes se originan en relación al comportamiento de la IA sobre las decisiones judiciales respecto al sesgo por género, ideología o creencias religiosas. Ante tales circunstancias, la gran promesa de los algoritmos es la neutralidad ideológica y la imparcialidad política. “Y este es el argumento más sencillo para demostrar que, en el ámbito legal, no puede existir una inteligencia artificial neutral, porque alguien diseña el software”, expone Markus Gabriel, filósofo de la Universidad de Bonn.
‘Justicia artificial’ explora las inquietantes cuestiones que plantea esta transformación digital y se pregunta si necesitamos de sistemas algorítmicos para conseguir una justicia verdaderamente más neutral, menos sesgada y con mayor independencia política. Y, por encima de todo, una cuestión: ¿estaríamos dispuestos a ser juzgados y sentenciados por algoritmos?
Evaluar se convierte, a menudo, en una carrera de obstáculos que el alumno supera y el docente certifica, pero que no responde a la finalidad de mejorar el aprendizaje ni en cantidad ni en calidad. Los autores de este libro proponen realizar una evaluación formativa que permita realmente el crecimiento del alumnado.
Por eso nos invitan a reflexionar sobre algunas prácticas de evaluación que quizá hayamos repetido sin plantearnos a fondo si funcionan o no. ¿Por qué hacemos lo que hacemos? ¿Qué sustento teórico tiene? ¿Recogemos evidencias cuyo análisis da lugar a una acción inmediata posterior capaz de mejorar el proceso de aprendizaje?
La evaluación formativa no es algo trimestral, mensual o semanal. Debe suceder a la vez que el aprendizaje, es decir, dentro de nuestras aulas. Y, además, es posible lograr que los estudiantes
participen en ella de manera muy activa. Se trata de una labor gratificante para el docente, que comprueba cómo sus alumnos aprenden más.
Sobre los autores
Mariana Morales es consultora educativa independiente [https:] para instituciones y centros educativos en España y Latinoamérica, especializada en evaluación formativa.
Participa como docente en cursos universitarios de posgrado en diversas instituciones públicas y privadas. Ha intervenido en más de 70 centros educativos, acompañando regularmente a los docentes en su desarrollo profesional. Licenciada en Filosofía y Letras (Filología), ha sido profesora de Secundaria y Bachillerato durante 15 años.
Juan Fernández es biólogo y docente desde hace más de una década, y el creador de la web www.investigaciondocente.com (en Twitter @profes madeinuk), en la que traduce y comenta libros y artículos de referencia sobre educación que no han sido traducidos al castellano. Autor del libro Educar en la complejidad, ha escrito sobre educación para distintos medios y ha participado como formador con diversas instituciones públicas y privadas, compartiendo lo aprendido en estos años. Actualmente está realizando su doctorado en Psicología Educativa.
Primeras páginas de La evaluación formativa.
La entrada La evaluación formativa se publicó primero en Aprender a pensar.
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El pasado día 9 coincidieron dos actos especialmente relevantes y, en las actuales circunstancias, de signo preocupantemente opuesto: el Día de Europa, en el que se conmemora la declaración del ministro francés Robert Schuman, germen de la Unión Europea, y el Día de la Victoria sobre la Alemania nazi que celebra cada año Rusia y cuyo acto central es un gran desfile militar en Moscú.
Que ambos eventos sean, en la presente situación, con el telón de fondo de la guerra en Ucrania, significativamente opuestos quiere decir que, más que nunca, enaltecen valores e ideales completamente distintos. La cooperación política y económica, y la construcción de un marco identitario común, con objeto de evitar nuevas guerras, en el caso de la UE, y la guerra como forma de autoafirmación de una identidad diferenciadora y excluyente, y de unos intereses geopolíticos y económicos particulares, en el caso de la celebración de Putin.
A este respecto, y aunque ambas están relacionadas con el fin de la II Guerra Mundial, las dos celebraciones suponen formas muy diferentes de encajar las lecciones de la hecatombe que supuso dicho conflicto. La Unión Europea, con todos sus innumerables defectos, ha logrado empezar a materializar durante estos setenta años el ideal de una sociedad internacional de apoyo mutuo que, bajo la cobertura ideológica de un cosmopolitismo ilustrado, convierta la guerra en un medio ineficaz de lograr objetivos (todo ello desde la certeza de que una nueva guerra mundial sería la última para todos). La visión, sin embargo, que representan Vladimir Putin y la derecha populista y ultranacionalista que lidera en Rusia (y que es espejo de la que carcome también a Europa) supone la utilización de la violencia en todas sus dimensiones como el modo fundamental de lograr los objetivos políticos.
Hay que añadir, para no incurrir en ingenuidades, que la propuesta que representa la UE tiene, hoy por hoy, la forma de un pequeño (aunque vistoso) islote en mitad de la tormentosa confluencia entre potencias (Rusia, China o los propios EE. UU) ancladas aún en las estrategias del realismo político y de la lucha militar y económica por la supremacía.
Desde luego, es difícil de creer que desde ese pequeño islotepolítico que es la UE vaya a imponerse mañana la paz perpetua kantiana sobre la nietzscheana y ancestral voluntad de poder de las naciones y los hombres. Por el contrario, es mucho más probable, por no decir inevitable, que antes o después eclosione de nuevo el conflicto entre unos y otros. Pero mientras tanto, y justamente por ello, Europa no debe cejar en su propósito, convencida de que, al fin, la verdadera victoria es la que impronta al mundo con los valores e ideas del vencedor.
Recuerdo siempre a este respecto un fabuloso cuento de Borges, la Historia del guerrero y la cautiva, en la que un bárbaro, enamorado de la belleza de las ciudades latinas que arrasaba, acabó abandonando a los suyos y defendiendo a Roma hasta la muerte. Si observan ustedes con perspectiva verán que es esto mismo lo que ha ocurrido con frecuencia en el curso de la historia. Somos como somos en Occidente (y, justo por su influencia, en la casi totalidad del planeta), por la impronta que nos dejó ese minúsculo islote político que fue la Grecia clásica, aún amenazado como estuvo siempre por grandes potencias militares (Persia, Esparta y luego Roma) que, sin embargo, y salvo Roma (que adoptó íntegramente la cultura helénica), no han dejado más que una modesta huella en el mundo.
Mientras tanto, y además de persistir en la fidelidad a los ideales y actitudes que han inspirado este reducto político de pluralidad y convivencia que es hoy Europa, cuyas imperfecciones y legitimidad no nos cansaremos, desde luego, de cuestionar (la autocrítica es parte esencial de nuestra idiosincrasia), podemos y debemos seguir haciendo todo lo que podamos por aminorar o retrasar, al menos, la victoria coyuntural de la barbarie, en este caso, la que representan Putin, su odio expreso a los valores occidentales (o, lo que es lo mismo, a los derechos humanos), y su salvaje incursión bélica en Ucrania, en Siria, o en todos aquellos lugares que pretenden, legítimamente, hacer lo mismo que el bárbaro del cuento de Borges.
Por respeto a los principios en los que tenemos nuestra principal baza, y justo para evitar, hasta que sea inevitable al menos, la guerra, las acciones de la UE deben, pues, incidir en lo ya hecho: un bloqueo económico total contra el régimen de Putin y un apoyo militar legal, aún midiendo cada paso, a los que, fuera de nuestras fronteras, defienden los ideales europeos de quien no tienen nada que ofrecer más que rencor, involución y barbarie.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
El concepto de mérito, por ejemplo, presupone ingenuamente que todos los chicos compiten en igualdad de condiciones y que la competencia que demuestran es, ante todo, fruto de su iniciativa y empeño personal. Pero esto no está en absoluto claro. De hecho, la mayoría de los factores de los que depende el “éxito” académico de un alumno (dotes naturales, educación recibida, influencias del entorno…) no dependen fundamentalmente de ninguna decisión suya; como tampoco depende de él, por cierto, que el sistema educativo decida estimar como meritorio el dominio de determinadas capacidades en lugar de otras.
Otra prueba de la discutible relevancia del concepto de mérito es que la inmensa mayoría de los alumnos y alumnas que obtienen peores resultados académicos pertenezcan a entornos socioeconómicos deprimidos. Sería mucha casualidad que todos ellos fracasaran por “falta de mérito”. Es especialmente sangrante, por ello, que muchos de mis colegas (algunos, para más inri, de izquierdas) insistan en el cuento de la cenicienta neoliberal de que la “excelencia educativa” y la “cultura del esfuerzo” (contra lo que, según ellos, va la LOMLOE) sean la única y mínima oportunidad que tiene la gente humilde de triunfar en un sistema social que los aliena y explota, con lo que estarían confirmándonos (a) que con la desigualdad social no hay quien pueda, (b) que los que están abajo han de esforzarse el doble por llegar arriba (así es la vida), y (c) que los que no logran “triunfar” y dejar de ser pobres (la inmensa mayoría) lo tienen merecido por no haberse esforzado lo suficiente, con lo que a su inferior condición de partida han de sumarle la humillación moral de postularse como responsables de la misma.
A esta simplona y demagógica noción de “mérito” une el manifiesto la crítica, no menos superficial, a la presunta “disminución de contenidos” que propugna la LOMLOE, cuando lo que realmente promueve esta ley es todo lo contrario: la amplificación de la propia noción de “contenido”, que no solo se refiere a los conceptos de toda la vida, sino también, y con el mismo nivel de explicitud y rigor, a un buen número de destrezas, actitudes y valores. Además, la misma ley, y por el desarrollo del enfoque competencial al que obligan las recomendaciones europeas, exige ahora un dominio pleno (no solo teórico y académico) de tales contenidos, de forma que no solo sirvan para hacer ejercicios en una pizarra, sino también para pensar, plantear y resolver cuestiones en muchos otros ámbitos.
Reivindica también el manifiesto que no desaparezcan las notas numéricas y las “Menciones de Honor”, lo que presupone otras dos cuando menos discutibles creencias. La primera es que la complejidad que implica la evaluación de un alumno pueda ser reducida a algo tan absurdo como la diferencia entre un 4,75 y un 5 en la puntuación de un examen; y la segunda, que el interés de un ser humano por aprender sea asimilable al de un perro de Pavlov por salivar, es decir, a algo que solo se manifiesta bajo la promesa de un premio o mención.
Acabo refiriéndome al asunto del adoctrinamiento. Dice el manifiesto que los conceptos de tipo moral o ideológico deben ser desplazados de las aulas. ¿Pero cómo? No hay un solo sistema educativo en el mundo, ni una sola ciencia, saber o práctica, que no incorpore, de forma explícita o implícita, aspectos ideológicos y morales (concepciones del mundo, criterios más o menos acríticos de verdad, creencias sobre el ser humano, pautas morales y cívicas, nociones políticas, presupuestos estéticos…). Así, y como cualquier otra ley educativa de cualquier lugar y época, la LOMLOE establece los valores (emanados de leyes y principios vigentes) que han de regir la convivencia y la propia práctica educativa. ¡Ni existe, ni es posible, una educación moralmente aséptica tal como la que propugna el manifiesto!
Lástima, eso sí, que la ley no haya insistido en dotar de mayor presencia en todos los niveles educativos a materias que, como la ética, sirven precisamente para inmunizar al alumnado contra la asunción acrítica de todo presupuesto moral o ideológico (también de los que se desprenden del manifiesto que hemos comentado). De ser así, la LOMLOE habría dado un paso aún más decisivo en la tarea de mejorar la calidad educativa y, por lo mismo, de preparar a los alumnos para un verdadero ejercicio, crítico y comprometido, de la ciudadanía.
Dos días divertidos en Madrid y Sevilla. Ayer, a las 11:00, cita con Toni Cantó en la Oficina del Español. No lo conocía personalmente y me cayó muy bien. Fui a entregarle El eje del mundo. A las 12:30, encuentro con el enormísimo Emilio del Río en el Círculo de Bellas Artes (qué fácil es todo con este hombre, elegante, generoso, inteligente, divertido y.,.. por si fuera poco, riojano. ¡Cuánto lo admiro! A las 15:30, conferencia en el Aquinas College, después emocionante ceremonia de graduación de los alumnos de bachilleratto de los colegios del CEU-San Pablo, a los que apadrinaba. Les hice un discurso emotivo que creo que les gustó en el que les canté las bienaventuranzas y terminé dándoles dos consejos. El primero, que cuiden sus relaciones con el empollón de la clase en la universidad, porque quizás tengan que acudir a él en el futuro para pedirle trabajo; la segunda, que si sacan malas notas, no todo está perdido, porque pueden llegar a ministros en el gobierno de España. A las 21:00, cena con Diotima pero, de camino, parada a saludar a Marcos Obregón, que presentaba Contra el diagnóstico -editado por Rosamerón- en la librería Machado. Hoy a las 8: AVE a Sevilla. En la estación de Atocha he comprado El Mundo porque en el suplemento cultural -La Lectura- aparece una entrevista que me hace Julio Valdeón. A las 13:00 conferencia, comida cordialísima y salida a la intemperie: 41 grados. Me he encerrado en la habitación del hotel, ducha y siesta. Me he despertado hace poco, cena en el mismo hotel y vuelta a la habitación. Sigo muerto de sueño. Mañana, a las 8:00, vuelta a casa.
Querido Manel,
Tu carta es deliciosa, plagada de sentido del humor, sinceridad e ingenio. Empezaré por el final: nos vemos, sí, el próximo domingo y lunes estaré ahí presentando un libro, esta vez no mío. ¿Te apuntas a lo que surja, comida, cañas, cena...? Tienes en la tarjeta adjunta la cita, pero puede haber otras.
Te agradezco de veras la seriedad con que me has tomado y sé que eres sincero cuando dices que mi entrevista te removió. No me extraña tanto. A pesar de que todos parecemos hechizados, todos estamos a la vez aguardando algo, incluso necesitaríamos un "milagro". Como dice Aksel, un personaje inolvidable de La peor persona del mundo: "Estoy harto de fingir que todo va bien".
En mi caso concreto, el diagnóstico es rotundo: mi vida es muy dudosa, necesito otra transformación (cuando creíamos haber llegado a puerto, dice Leibniz, nos sentimos arrojados de nuevo a alta mar). Quiero decir que es inseparable esta entrevista "tardía", este próximo verano cumplo 70 años, de la urgencia de hacer cuentas, cuanto antes. Y a ser posible, no dejar muchas deudas pendientes.
Tu simpática frase, Dios ya tuvo su momento, me recuerda aquel chiste de un conocido cómico estadounidense (aunque a lo mejor la plagió, como todo lo suyo): "Si Dios existe espero que tenga una buena disculpa". Efectivamente, el estado del mundo es un escándalo. ¿Para qué existe "Dios", cualquier valor que queramos convertir en valor supremo, si el mundo es una vergüenza? Para que tengamos sentido del humor y del humor, para darnos el valor de resistir y esperar, intentando interpretar los signos. La tarea es siempre adivinar el presente, pues el futuro vendrá por añadidura: ¿Dónde estamos, verdaderamente? Quizá lo que parece bueno (Zelenski, Obama) no lo es tanto. Quizá lo que parece horrible (Putin) no lo es tanto. Por ejemplo, para mí el espectáculo es el infierno, pero no descartaría que dentro de él también pueda haber milagros. American beauty fue muy premiada, y sin embargo es maravillosa. Desde que vi La grande bellezza ya no sé qué pensar de Rafaela Carrà, por ejemplo. Siempre he odiado a Elvis, pero ¿quién sabe? Etcétera.
Pasó su momento, dices con mucha gracia, y no creo que sea bueno resucitarlo. "Nadie parece estar por la labor, quizá tú eres la excepción". Pienso, sin embargo, que no hay el momento. Cualquier momento es bueno para una epifanía, pues vivimos esencialmente igual que en el s. VII antes de Cristo: a la vez en el infierno y a un paso de otro cielo. En el limbo de una indecisión, mejor dicho: donde nunca puede ocurrir nada entre nosotros, por eso nos pasamos el día buscando obscenidades.
Nunca es al momento, siempre lo es. Es urgente romper cuanto antes con "la superstición de la cronología" (Weil), la gran creencia de este Occidente laico, decadente, de ojos y oídos tardíos. La religión del Progreso es el retiro de una cultura cansada, asustada de que la vieja vida mortal siga. Sobre esto Nietzsche fue bastante clarividente.
Por mi parte, no creo ser una excepción precisamente en este plano. No creo ser la única persona que necesita una resurrección, otra posibilidad. Y quizá sin romper con nada, más bien uniendo de otro modo los pedazos, los restos del naufragio. Sin una revolución, otra resurrección, otro arte de las dosis, ¿cómo vivir ya, cómo escalar la cima del propio corazón, la de una muerte propia, que no sea amarga?
Resucitar a Dios es resucitar la posibilidad de otro materialismo, que pueda y envuelva el espíritu del capitalismo. Pues de un espíritu, de una metafísica se trata: el despegue, la separación. Tenemos dos manos. No es necesario tanto enfrentarse a la infamia como infiltrarse en ella, envolverla. Huir de esta gigantesca cárcel sin paredes, que se confunde con nuestra segura diversión, ingresando hacia el interior.
Una cosa que no comenté, y que odio, es esta extensión de un protestantismo laico que permite una relación directa e interior con "Dios" (aunque ese Dios sea solo el de la visibilidad y el éxito), relación que hace al prójimo inescrutable, enredado en estrategias de selección permanente. Estrategias teñidas del simulacro de un catolicismo cálido e inclusivo. Reencarnado en los cuerpos, el capitalismo se ha reencantado. Pero un día descubres que no existes para ese prójimo sonriente más que en la medida en que su estrategia pasa por ti. Por eso la obsesión de la visibilidad, porque hemos perdido el hilo oculto que mantiene lo visible. Hemos perdido la presencia real, la fe en lo sensible, de ahí la huida masiva hacia lo virtual. Frente a toda esa idolatría del Yo, esto a favor de la violencia, de una violencia inclusiva. Esto también es Dios.
No se trata de humillar más a los hombres, ya lo están bastante. Se trata de ayudar a rebelarse, aunque esa rebelión pueda tomar mil formas, algunas parezcan estúpidas, y no todas tengan que parecerse a las de Irene Montero o Paul B. Preciado.
Después, una cosa muy importante es que el dolor, el tormento, es inevitable. Spinoza decía algo así como que sufrimos porque somos parte, no todo. Quizá también Dios es parte, por eso comparte el sufrimiento de los hombres. Los accidentes vienen, las desgracias vienen, a veces por caminos inesperados. Como la necesidad de lo que ocurre es insondable, como la tempestad del afuera es inevitable, más útil que preguntarse "Por qué" han ocurrido las cosas es tal vez un "Para qué", intentando convertir la inevitable basura en estiércol, en abono. Hacer algo con lo que nos ha marcado. Esto no es exactamente resignación. Es también una rebelión inteligente, de hormigas, que no siempre puede pretender asaltar espectacularmente "los cielos".
El mal viene de vivir, de morar en una existencia que nunca ha sido nuestra, "del hombre". La religión positiva de la Ilustración ha sido, en este sentido, funesta. Ha convertido la historia, absolutizada como un último Reich, en un holocausto. Nos ha incapacitado absolutamente para aquella inteligencia estoica y cristiana de interpretar los signos, de convertir los accidentes en un monumento duradero.
La modernidad nos ha incapacitado, en suma, para intentar la subversión de la aceptación. Ninguna renuncia (Lispector) deja de transformar lo aceptado. Deleuze, siguiendo a Nietzsche, decía: una tontería, un error, una bajeza vistos en su eterno retorno ya no son la misma tontería, error o bajeza.
En fin, querido Manel, esto es lo que se me ocurre al hilo de tu ingenio. Ha sido un placer. Estaré encantado de continuar contigo esta conversación y sus diferentes barrios.
A ver si nos vemos sábado o domingo. Un abrazo,
Ignacio
19/05/2022
Dios ya tuvo su momento, no creo en la necesidad de resucitarlo. Nadie está por la labor, a lo mejor tú eres la excepción. Tampoco creo que sea necesario y puede que incluso contraproducente. Sí que estoy de acuerdo contigo que bajo el manto divino se escondían nuevos mantos y bajo estos, otros, indefinidos mantos, a la manera de pequeñas muñecas rusas (sí, siempre nos quedará Rusia) encajadas bajo otras más grandes. En un momento se pensó que rota la primera muñeca se venía abajo todo el tinglado, aunque por lo que parece las pequeñas muñecas cobraron vida propia. El problema no es que nadie crea, sino que se cree demasiado, existe una epidemia de creencias como muñecas en las tiendas de souvenirs.
Tu tarea parece ser es la de recuperar los mejores fragmentos conservados que sirvan para restaurar la original, pero dudo que el resultado sea el óptimo. A pesar que la técnica del pegado haya mejorado y el asesoramiento arqueológico busque liberarse de todo anacronismo, difícil será no apreciar las costuras, aunque casi invisibles, que conectan y delimitan las diferentes piezas.
Ya los griegos destacaron la hybris, el endiosamiento, como una constante humana, aunque tuvieron que pasar siglos para entronizar la figura del hombre en el centro, desde entonces el proceso parece que no tenía intención de detenerse. La tecnología al hombre le ha sido de gran ayuda, le ha llevado de la mano a lo largo de este camino para situarlo por encima de Dios. Sin embargo, la acompañante en cualquier momento, no demasiado lejano, si ya no se ha dado, le presentará la factura del servicio; la criatura va a poner de rodillas a su creador, de la misma manera que éste lo hizo con el suyo. Lo ilimitado del sueño tecnológico (re)ahogará a Narciso en su propia salsa hasta que quede reducido en la mayor de las insignificancias.
¿Sería esta humillación e irrelevancia de lo humano la condición, que como algunos ya plantearon, para que pueda reavivarse de nuevo la llama de la creencia en Dios? Desde la perspectiva de una teodicea actualizada, la ausencia divina sería el estadio necesario para preparar su apoteósico regreso. Para eso, la diabólica máquina habría sido sin saberlo cómplice de Dios durante un período de tiempo que ha allanado el camino para recobrar el lugar privilegiado que le corresponde.
Tú dices el “silencio de Dios” es necesario: la crueldad, la muerte incluso de inocentes, el genocidio, Eurovisión y Chanel … ha de entenderse como una oportunidad. Qué grande es la sabiduría divina y qué necios los humanos. Un eslogan que circula en el circuito de la literatura de la autoayuda viene a decir casi lo mismo: en China a la crisis le llaman oportunidad. No estoy seguro si los divulgadores de este lema han leído a Leibniz.
De verdad, que tus palabras me han generado muchas ideas, no te las he respondido todas, tu pensamiento es denso y parece que está bastante consolidado, yo necesito todavía recuperar el tema religioso que tenía olvidado y que tu entrevista me ha hecho recordar. Si quieres más adelante podríamos contrastar más cuestiones cuando lo tenga más elaborado. Como escribe Hume en el libro X de Diálogos sobre religión Natural: “Las viejas cuestiones de Epicuro continúan sin encontrar respuestas: ¿Dios quiere prevenir el mal, pero no puede? Entonces es impotente. ¿Puede, pero no quiere? Por tanto, es malévolo. ¿Puede y quiere? Entonces, ¿de dónde sale el mal?”.
Acabo con una anécdota de judíos en relación a la “indiferencia” de los dioses respecto a los affaires humanos: “Esto va de dos judíos que están contando chistes sobre el Holocausto. De repente aparece Yahvé: ¿Cómo os atrevéis a hacer bromas sobre el Holocausto?, les pregunta. Y los judíos al unísono le responden: “Y tú qué sabes si no estabas?”.
16/05/2022
Gracias por estimularme.
Nos vemos
Manel
...en qué medida podemos considerar a Dios, en parte, co-responsable de la maldad derivada de la libertad, sobre todo, si se sigue manejando la idea de que tal ser todopoderoso es el creador del cosmos y de la humanidad. Es este problema nuclear la fuente intelectual de lo que se denominó en la cultura occidental, al menos a partir de Leibniz (inventor del termino), Teodicea, es decir, “justificación de Dios ante el mal en el mundo y en el hombre”.
Leibniz se propuso mostrar la compatibilidad de la existencia del mal (metafísica, física y moral) en el mundo con la de un Dios omnipotente, omnisciente y bueno.
No se trata de considerar a Dios responsable último del mal que el hombre realiza, sino más bien de constatar que “lo permite” en aras de otros bienes superiores que el propio hombre con esfuerzo puede alcanzar o que el mismo Dios es capaz de otorgar con sabiduría, superando así las graves consecuencias de las maldades humanas.
Todo lo que acontece tiene un por qué y un para qué, nada es resultado de la causalidad. El mal, en sus diversas variantes, ha de ser integrado en un plan divino que la razón humana, aunque no pueda penetrar del todo, sí es capaz de comprender en sus líneas generales, explicar de modo inteligible el origen y el sentido del mal que los humanos padecemos o provocamos.
Dios es algo así como un genial arquitecto y matemático que elige, entre numerosos proyectos de mundos posibles que contempla en su entendimiento, aquel que globalmente considerado resulta el mejor de todos, y por ello lo crea voluntariamente, le otorga existencia. Dios no elige de modo azaroso y arbitrario, sino que siempre actúa de manera racional e inteligible, dada su capacidad para abarcar la totalidad de lo real.
Desde esta perspectiva globalizadora no es extraño mantener que Dios ha creado el mejor de los mundos posibles, porque no le queda más remedio que elegir lo mejor, de lo contrario no podría ser considerado como la suma perfección. Pero que Dios escoja lo mejor, no significa que sea siempre lo mejor para los hombres en particular.
… siendo Dios perfecto, omnisciente, omnipotente y bueno, ha creado el mejor de los mundo posibles, a pesar del mal metafísico (imperfección del cosmos), del mal físico (el dolor y el sufrimiento humano y del mal moral (el pecado realizado libremente por el hombre).
El mal es un ingrediente de este mundo porque así lo ha previsto y querido Dios. Lo cual nos hace pensar que gracias a los males que padecemos o provocamos (y que el ser perfecto permite) será posible alcanzar y gozar de mayores bienes, desde una perspectiva universal que a los humanos se nos escapa, sometidos al espacio y al tiempo, condicionantes de nuestra visión particular de lo que acontece.
Es inevitable que lo creado sea imperfecto; solo Dios es perfecto. Pues bien, en ello radica la posibilidad de que el mal moral, derivado de la acción libre, se haga presente en el mundo.
Aunque Dios es bueno, y ha creado al hombre a su imagen y semejanza, esta criatura finita y libre puede realizar malas acciones, pecar. Por consiguiente, el mal moral y el físico (dolor y sufrimiento) proviene del mal metafísico. Es decir, de la imperfección de la criatura.
… aunque Dios, por supuesto, no es la causa de las malas acciones de los hombres, desde su omnisciencia las prevé, y a pesar de su omnipotencia las permite.
El ser humano, aunque su libertad es siempre limitada, en tanto que criatura, puede elegir entre el bien y el mal. Sin aquella facultad no estaríamos ante seres racionales. No es posible pensar en un mundo de personas sin libertad y, por tanto, sin la posible ejecución de maldades. Y este es “el mejor mundo posible”. Es tal el valor de la libertad, que si Dios hubiera creado seres inclinados siempre a realizar acciones buenas, sin capacidad para hacer el mal, ese mundo sería menos valioso, no sería “el mejor de los posibles”.
Por consiguiente, los males que el sujeto libre ocasiona, globalmente considerados un “mal menor”, si pudiéramos compararlo con el bien total que supone la creación de seres racionales libres (Teodicea, 23-25).
El mundo humano creado desde la perfección y santidad divinas merece la pena, aun a riesgo de que las criaturas racionales y libres podamos inclinarnos en ocasiones por las más abominables maldades.
Enrique Bonete Perales, La maldad. Raíces antropológicas, implicaciones filosóficas y efectos sociales, Cátedra, Madrid 2017, págs. 34-43
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
Sospechar está muy bien. Sirve para desvelar intenciones o fuerzas ocultas. Pero deja de aparejarse noblemente con el pensamiento crítico cuando se delata como un simple mecanismo de defensa. Y es esto lo que le pasa a parte de la izquierda con respecto a la guerra de Ucrania: que dice que sospecha y que no le cuadran las cosas, cuando lo que realmente no cuadra (ni siquiera consigo misma) es la posición que ha decidido adoptar.
Y no cuadra por varias razones. La primera porque es de una parcialidad que asusta. Vean si no: indignación unánime cuando el agresor es el imperialismo occidental (en el Sáhara, Palestina, Cuba, Iraq…) y casuística y suspicacia máxima cuando se trata del otro (imperialismo). No hay más que leer estos días a los columnistas de los periódicos más alternativos. ¿Cambiarían esta suspicacia por la indignación y la pancarta si la invasión de Ucrania fuera obra de la OTAN? Ni lo duden.
El segundo elemento de descuadre es lo que el filósofo Santiago Alba llama con acierto “elitismo paranoico”. Según este delirio negacionista, compartido por parte de la extrema izquierda y la ultraderecha, la información (“pro-ucraniana”) que recibimos es pura propaganda de guerra (la de los USA y la OTAN, claro). De manera que el invasor podría estar realmente defendiéndose, las matanzas ser ficticias y los bombardeos a saber. Solo ellos, una pequeña élite al loro de las artimañas del sistema, sabe realmente de qué va la cosa. ¿Se puede hacer algo ante una paranoia de este tamaño? Poco: cualquier objeción en contra no sería más que otra prueba de lo manipulados que estamos los demás.
Un descuadre por la tangente es el “recurso a la complejidad”. “Es muy complejo de analizar”, te dicen, con superioridad, si te posicionas en defensa del país agredido. “Hay que contextualizarlo muy bien”, añaden. “No es una cuestión de buenos y malos (dicen con descaro los que no se cansan de moralizar sobre todo), sino de un enrevesado conflicto geoestratégico ante el que poco cabe hacer y todos son culpables”. “¡Vaya!”, dices tú, sospechando (no vas a ser menos) que todo sería muchísimo más simple si, de nuevo, el agresor fuese la pérfida OTAN.
A este recurso a la complejidad se le adjunta a veces una suerte de pesimismo realista no menos desconcertante. De golpe, la misma izquierda que expresa con entusiasmo su idealismo y su ira revolucionaria frente a los tejemanejes yanquis en Oriente Próximo o América Latina, admite resignada que frente al expansionismo ruso no hay nada que hacer, que Putin ya avisó de que no quería intrusos en su “zona de seguridad”, y de que nos merecemos lo que está pasando por no apreciar en lo que valen los delirios hegemónicos del sátrapa ruso. ¿No es esto un tanto sospechoso?
Para ahondar en el descuadre, no falta en algunos una auténtica (y miserable) demonización de la víctima. Así, para ellos Ucrania no es realmente una democracia a defender, sino un nido de nazis (¿por qué no también de drogadictos, como afirma Putin?) cuyos siniestros gobernantes (el principal de ellos un sospechoso cómico proliberal) estarían sacrificando a su pueblo para hacerle el juego (el juego que sospechan ellos) a la OTAN. ¿Serviría de algo recordarles que hay muchos más nazis y ultraderechistas en la mayoría de los países de la UE, o que las barbaridades del régimen de Sadam Hussein o Afganistán no debilitaron ni un ápice la (justa) condena a la invasión USA? No. Imbuidos como están de la falaz suposición de que “los enemigos de mis enemigos son mis amigos”, y de que Putin, pese su imperialismo agresivo, su tradicionalismo ultraconservador y la oligarquía mafiosa a la que representa, igual tiene todavía su sex appeal como viejo espía bolchevique, se muestran inmunes a toda evidencia.
El último contrasentido del que se sirve la izquierda para mantenerse libre de toda relevancia política es la apuesta por un pacifismo paternalista empeñado en dictaminar lo que realmente conviene a los ucranianos, y en reivindicar unas negociaciones de paz que, fracaso tras fracaso, y con la bota del agresor en la cabeza, no pueden ser más que una rendición de facto. Como si de pronto, los adalides de las luchas justas y la rebelión de los pueblos oprimidos manifestaran una aversión mística e incondicional a las armas. Parece que el pueblo ucraniano no tiene derecho a vender cara su libertad y soberanía. Y que aquello del “no hay paz sin justicia” o “el más vale morir de pie que vivir de rodillas” no cuadra cuando se trata del enemigo secular del imperio yanqui.
Algo no cuadra, en efecto, en parte de la izquierda. Y ganas dan, como dice un amigo mío, de animarlos a irse a la Rusia de Putin. Tal vez eso les ayude a juzgar con más claridad todo lo que los ucranianos están defendiendo por nosotros, y que no es sino el “pérfido” imperio del que (muy cómodamente) viven y en el que (a diferencia del otro) pueden decir y desvariar todo lo que quieran sin ir por ello a la cárcel.
Es frecuente que recordemos con viveza cada pequeña humillación o violencia sufrida. Más aún si no supimos o pudimos responder a ella. El maltrato injustificado al que nos sometió una autoridad, la actitud prepotente y amenazante de alguien, un insulto gratuito, la cacicada de un jefe o un profesor… Son situaciones que recordamos con vergüenza y rabia, imaginando una y otra vez lo que tendríamos que haber dicho y hecho para enfrentarnos al que nos violentaba así.
Si nos afectan tanto esas cosas, ¿qué grado inconmensurable de humillación y rabia no sentirá una persona a la que le arrancan a bombazos todo lo que tiene? Si yo recuerdo durante años abusos anecdóticos como los referidas antes, ¿qué no le pasará por la cabeza a alguien al que le han hundido la casa, le han matado a la madre, o los soldados le han violado consecutivamente a la hija y a la nieta, como contaba hace días en los medios un anciano ucraniano? ¿Qué clase de abismal falta de respeto es que un tipo al que no conoces, desde un bunker a mil kilómetros, y para satisfacer sus propias ambiciones, te trate como a un insecto insignificante y arrase con tu casa y tu ciudad, te deje sin medios de vida, asesine a tus hijos, y te obligue a morir o a convertirte en un paria dependiente de la caridad ajena?
A veces me pregunto cómo hacen los que resisten en las ciudades sitiadas de Ucrania sin apenas esperanza de victoria o siquiera de supervivencia. ¿Qué haría yo en su lugar? ¿No estaría constantemente tentado por la idea de rendirme y optar a conservar la vida? ¿Qué es lo que alimenta el valor, que parece a veces temeridad, de los soldados y la población civil ucraniana (o siria, o yemení, o…)?
A veces creo que la respuesta esté en el odio. Es tan brutal, tan indeciblemente humillante la violencia que ejerce a veces un tirano sobre ti, que el odio que inevitablemente genera supera cualquier previsión o cálculo sobre tus propias fuerzas. El odio, como ocurre con el amor, puede generar una energía casi sobrehumana, y proporcionarte, incluso en las peores condiciones, la vitalidad necesaria para hacer lo que tienes que hacer sin desmayarte o dejarte vencer por el pánico.
Pero no es solo odio o rabia lo que hace que nos opongamos hasta el final a la iniquidad y el abuso. Es también la conciencia, tal vez no muy clara, de que sin haberte enfrentado al que te pone la bota en la cabeza, es muy difícil llevar una existencia digna o simplemente soportable. Si ya es imposible superar del todo los acontecimientos traumáticos que asociamos a una guerra, que no decir si has de afrontar la humillación añadida de rendirte al tirano que ha arruinado tu vida y asesinado a tus seres queridos. Y mucha gente en nuestro país sabe, lamentablemente, de lo que hablo.
El odio, hace falta decirlo, no siempre es malo o negativo. La aversión hacia quien nos aplasta y el deseo de zafarnos a toda costa de él, es un sentimiento, como se diría ahora, de lo más saludable. Hay cosas, actitudes y actos que han de ser extirpados con decisión y ante los que toda capitulación es una invitación a que el mal se multiplique. Tenemos derecho a odiar. Es, en ocasiones, y desgraciadamente, nuestra única opción. El odio y la intolerancia (o la “tolerancia cero”, para decirlo con un eufemismo políticamente correcto) son actitudes necesarias frente a la arbitrariedad y la violencia. Sin este despeje enérgico de lo que los imposibilita, no hay diálogo ni convivencia pacífica posibles. No solo el odio o la intolerancia, por supuesto; también son imprescindibles la memoria, la exigencia imprescriptible de justicia, el reconocimiento y reparación de las víctimas, y, sobre todo, la competencia para oponernos con todas las fuerzas, incluyendo la de las armas, a los que se creen legitimados para tratarnos a los demás como carne de cañón o víctimas colaterales de sus propios fines e intereses.
Releía hace unos días un viejo ensayo del famoso antropólogo Marvin Harris. En él quería demostrar que las religiones (singularmente el cristianismo) que predican el amor incondicional y el “poner la otra mejilla” al enemigo germinan históricamente cuando las opciones más expeditivas han fracasado (en el caso de los judíos del s. I, la de deshacerse a las bravas de la ocupación romana), y es entonces que a los vencidos solo les queda conformar su maltrecha dignidad a la esperanza de una justicia celeste. De ser como dice Harris, habría una prueba más de que nadie puede vivir en la pura ignominia, de que la mera existencia no representa nada especialmente valioso, y de que, pese a los fatuos e inconsistentes modelos morales que se nos inculcan, estos no pueden evitar, justo por su debilidad e inconsistencia, que todavía haya personas dispuestas a luchar y morir por principios que son también, al menos nominalmente, los nuestros.
He llegado este mediodía a Madrid, donde ya se asoma el verano a la dureza del asfalto. Madrid en verano es un barco a la deriva sobre un mar de asfalto encendido. He dejado en el hotel mis cuatro cosas (una, en realidad) y me he dirigido en metro a la Universidad CEU-San Pablo, donde me esperaban a las 13:30. Lo que no esperaba yo era encontrarme entre los oyente a personas a las que aprecio mucho, como Pablo Velasco, Jaume Vives o Manuel Oriol. Como decía aquel, ¡qué agustico se está entre amigos! Tras una exposición por mi parte del tema que nos traíamos entre manos (la familia y la corrección política), ha habido debate y comida, todo al mismo tiempo. Mi conclusión es que conviene debatir con una lata de cerveza en la mano, porque al sujetar la lata te desembarazas inmediatamente de academicismos, retóricas escolásticas y pedanterías, y estás en condiciones de llamar al pan, pan, y al vino, vino,
Vivo con tanta intensidad estos encuentros que al acabarlos me siento agotado. He vuelto caminando al hotel y me he echado una siesta antes de ir a la Librería Berceo, una librería de viejo, a gastar dinero en vicios impostergables.
Por el camino he recibido un mensaje de Aurora Nacarino, la entrañable editora de Deusto, que me publicará mi próximo ensayo, el más ambicioso que he escrito hasta ahora. A medida que lo iba escribiendo, iba también modificando mis ideas iniciales, y a medida que lo reescribía para recoger las modificaciones, iba remodificándolas. Así que ha sido este un largo diálogo conmigo mismo que, previsiblemente verá la luz a finales de año.
Mi mujer me ha llamado para decirme que nos ha llegado el último libro de García-Máiquez, un poeta que pasará a los libros de texto. Lo ha devorado y me ha hablado maravillas de su contenido.
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
Así, me reencuentro en un reciente artículo en prensa (“La nueva y la vieja pedagogía” de la profesora y filósofa Rosa María Rodríguez Magda), con el viejo tópico de que las nuevas pedagogías, en su afán por que los niños “sean felices y la cultura no les dañe”, los “infantilizan” y les impiden ser “sabios y críticos”. Bien. Como titular de prensa no tiene precio. ¿Pero en qué nos fundamos para suponer que atender al bienestar o felicidad del alumnado está reñido con la educación y la cultura? ¿Es el sufrimiento, entonces, la vía adecuada para el aprendizaje? Tal vez algunos pedagogos (que no sean predicadores o instructores militares) puedan creer justificable esto último, ¿pero es cierto? Hay “sabios y críticos” filósofos que piensan todo lo contrario (que la felicidad y la sabiduría son inseparables). ¿No habría
que discutir un poco sobre esto?
Prosigue el artículo citando otro lugar común del “debate pedagógico”: el del presunto contubernio entre la “nueva pedagogía” y el neoliberalismo. Ahora bien, si esto fuera verdad, resultaría que el neoliberalismo estaría promoviendo una pedagogía del “igualitarismo”, la “inclusividad” y la “convivencia” (que es como describe la autora a la “nueva pedagogía”). ¿No es un poco extraño? ¿Se podría decir, entonces, que la “vieja pedagogía” del “esfuerzo y el mérito individual”, la “excelencia” y la “competencia” (es decir, de aquellas bazas en que se ha escudado siempre la ideología neoliberal) es la que mejor sirve a las opciones no liberales?
Igual de inconsistente o “líquido” es el retrato de la “nueva pedagogía” que hace la autora como presunto fenómeno “posmoderno” (o “post-transmoderno”, como dice ella). Así, se afirma que en la nueva pedagogía “lo fragmentario sustituye a la visión global”. ¿Pero es así? Basta una consulta superficial a los documentos que inspiran o desarrollan esa “nueva pedagogía” (los currículos de la nueva ley educativa, por ejemplo) para encontrar justo lo contrario: una fijación por integrar objetivos, capacidades, contenidos y materias (hasta el punto de que se habla ya de una nueva competencia clave – la “competencia global” – entendida como la capacidad para entender la realidad desde una perspectiva integrada). ¿Entonces?
Afirma también la autora que en la nueva y postmodernapedagogía lo “subjetivo sustituye a lo objetivo”, pero sin precisar nada más. ¿Querrá esto decir que enseñar de modo más activo, haciendo partícipe al alumnado, implica que este invente los contenidos; o que prestar una (mínima) atención a la educación emocional (la hermana pobre o inexistente de los sistemas educativos) supone dejar de razonar en las clases? ¿Es, por demás, posible una “formación sin enseñar contenidos”, como dice la autora que hace la nueva pedagogía? ¿Qué estamos entendiendo entonces por “contenido”?
Acaba la articulista apelando al argumento de autoridad, y citando a la experta en educación Inger Enkvist y a la filósofa Hannah Arendt, aunque sin que esto ayude a aclarar nada. ¿Qué quiere decir Enkvist cuando afirma que las “nuevas pedagogías” conducen al fracaso? Porque en definir qué se entiende por “fracaso” (y por “logro”) educativo está gran parte de la madre del cordero del debate pedagógico. Tampoco explica Rodríguez Magda en qué contexto afirma Arendt que no hay que “dirigirse a los niños como adultos y creer que deben ser autónomos” (¿no habíamos quedado que no había que infantilizarlos?), ni considerar el “juego como un medio idóneo para el aprendizaje” (contrariando sin más a lo que, desde Platón, afirman la mayoría de los pedagogos desde hace siglos).
Todas estas preguntas, y muchas más, quedan en el aire, por lo que el artículo, como tantos otros, más que aportar luz a un debate complejo y repleto de ambigüedades, lo que hace es limitarse a difundir sofismas como el de los excesos de la pedagogía (¡como si lo que sobrase a los docentes españoles fuese formación pedagógica!), la eliminación de la memoria (una falsedad aprendida de memoria y repetida mecánicamente), o el carácter pernicioso de la tecnología (desde el prejuicio generacional de que la cultura digital condiciona o distorsiona la educación más que otros contextos o mediaciones socio-comunicativas).
Es lamentable, pero así, y con este nivel de discusión, difícilmente iremos nunca a ningún lado.