Uno de los argumentos más esgrimidos para sustentar en la ciencia la existencia de Dios es que el ser humano presenta rasgos (la consciencia, las capacidades cognitivas fiables, los ojos, el lenguaje, la cultura, etc.) que no pueden proceder de la evolución por selección natural y que, por tanto, tienen que ser obra de un Gran Diseñador. El asunto de la singularidad humana frente al resto de los animales es complejo, no lo vamos a negar, y la discusión está presente ya en Darwin y en sus contemporáneos. Y, por supuesto, es un tema en el que las creencias religiosas han jugado un papel fundamental, aunque las aguas parecen ahora mejor encauzadas que hace 150 años.
El punto en el que, en efecto, puede radicar la discrepancia mayor entre muchos creyentes (de diversas religiones) y lo que mantiene una visión naturalista evolutiva es la mente humana. Como afirmó el papa Juan Pablo II en su “Mensaje a los miembros de la Academia Pontificia de Ciencias” el 22 de octubre de 1996, aunque el creyente puede aceptar que el cuerpo humano es producto de la evolución biológica, ha de asumir la existencia de un “alma” que no es producto de la evolución, ni surge de la materia, sino que es creación de Dios. Y entonces, importará lo que entendamos por “alma”. Si se trata de un principio espiritual, indestructible por la muerte, y en el que reside lo que de especial y valioso hay en el ser humano, incluyendo la autoconsciencia y la razón, entonces el creyente asume una idea que, por respetable que sea, no pertenece a la ciencia, puesto que presupone la existencia de lo sobrenatural y de Dios, y, en consecuencia, no puede utilizar esa misma idea como base para intentar demostrar desde la ciencia que Dios existe. No tiene sentido decir que lo singular del ser humano reside en un alma espiritual e inmaterial y concluir de ahí que la singularidad del ser humano prueba la existencia de Dios, puesto que lo que está en cuestión es si se da tal singularidad y, en caso de darse alguna, si esta es explicable sin recurrir a lo sobrenatural. De hecho, si por “alma” entendemos lo que la ciencia llama mente, o, de forma menos comprometida ontológicamente, procesos mentales, entonces no hay más remedio que discrepar de la posición que mantiene que no puede ser el resultado de la evolución por selección natural. Los estudios actuales sobre cognición animal, etología cognitiva, primatología y paleonantropología muestran de una forma muy convincente que la mente humana, igual que la mente de los animales, es producto de una historia evolutiva en buena parte compartida. Está bien documentado al respecto en la literatura científica la existencia en los grandes simios de un grado bastante alto de autoconsciencia, de metacognición (es decir, de acceso a sus propios estados cognitivos) y de capacidad para realizar inferencias causales y de otros tipos. Se discute incluso, con evidencias cada vez más favorables, si poseen una Teoría de la Mente, es decir, si saben interpretar a los otros como agentes intencionales, agentes cuya conducta obedece a estados mentales.
Ha de admitirse, sin embargo, que no todos los que aceptan una visión naturalista de la mente están dispuestos a asumir que es el producto de la selección natural. Hay quien piensa que es un subproducto de la evolución (una exaptación), o quien piensa que es más bien una lenta construcción social. Hay hasta quien piensa que no tiene sentido hablar de mente desde un punto de vista científico. En mi opinión, estas explicaciones no adaptacionistas son mucho menos parsimoniosas y plausibles que la explicación adaptacionista, pero, en todo caso, el tema de la evolución de las capacidades cognitivas humanas está en auge.
La percepción del abismo ontológico entre seres humanos y animales (que cuando se refiere a las capacidades cognitivas quizás sería mejor llamarlo “abismo epistemológico”) puede ser debida a que han desaparecido todas las especies de homínidos descendientes del ancestro común que tenemos con los chimpancés, y que existió hace algo más de 6 millones de años.
Este aparente abismo en lo que a las capacidades cognitivas se refiere ha llevado a algunos, como al filósofo creyente norteamericano Alvin Plantinga, a sostener que solo la acción de Dios puede explicar la fiabilidad de las mismas. Una fiabilidad tal que nos permite conocer el mundo con la precisión con la que la ciencia lo hace. Según Plantinga, la probabilidad de que la presión selectiva conduzca por sí sola a la posesión de capacidades cognitivas tan fiables es –según su tesis– baja o inescrutable y, por tanto, tenemos buenas razones para aceptar la intervención sobrenatural en la aparición de las mismas. Este razonamiento se basa en la idea de que, incluso si asumimos el adaptacionismo evolucionista, la selección natural no puede explicar la fiabilidad de dichas capacidades, puesto que para la supervivencia y reproducción bastan capacidades cognitivas efectivas en la consecución de esos fines, aunque no sean fiables en su representación del mundo. Nuestras capacidades cognitivas tienen un grado de fiabilidad que va mucho más allá de lo que necesitamos para la lucha por la supervivencia y el éxito reproductivo. La debilidad del argumento es que no es en absoluto evidente que la fiabilidad de las capacidades cognitivas humanas no pueda ser explicada de una forma naturalista. De hecho, la epistemología evolucionista, una corriente de pensamiento fundada por Quine, sostiene justo lo contrario. Sin esas capacidades cognitivas fiables los primates y, entre ellos, los seres humanos no habrían podido, por ejemplo, adaptarse al ambiente social complejo en el que viven. En un ambiente social complejo el éxito reproductivo depende en gran medida de lo correctas que sean, por ejemplo, las creencias sobre las relaciones dentro del grupo.
El creyente, si así lo quiere, puede hacer compatible su aceptación de la evolución del ser humano, incluida la evolución de la mente humana, con su creencia en Dios. Hay creyentes evolucionistas que consideran que el proceso general de la evolución por selección natural está últimamente regido de algún modo por la voluntad de Dios. Un ejemplo notable fue el biólogo evolucionista Theodosius Dobzhanky, que era un creyente fervoroso. Lo que no puede hacer (y me parece que muchos creyentes estarían de acuerdo con esto) es basar una supuesta demostración de la existencia de Dios en que hay algo en el ser humano que escapa a una explicación científica evolucionista, porque, aunque por ahora lo hubiera, en nada probaría esa carencia la existencia de Dios. Digamos de pasada que la evolución biológica es un hecho bien establecido por la ciencia, y que la supuesta crisis de la teoría de la evolución a la que algunos aluden cuando se discuten estos temas consiste únicamente en ver si la versión actual de la teoría de Darwin, la Teoría Sintética, necesita de una ampliación bajo los mismos supuestos fundamentales o debe introducir algunos supuestos nuevos que complementen la acción de la selección natural en la explicación de la aparición de ciertos rasgos novedosos.
Antonio Diéguez,
Dios no es tema de la ciencia, Letras Libres 01/08/2024