Afegeix la llegenda |
Fibonacci / Wikimedia |
Fibonacci / Wikimedia |
Edifici Digital Harbour de Melbourne. Joe Bekker / Wikimedia |
Fibonacci / Wikimedia |
Pisagatos / Wikimedia |
Wikimedia |
Wikimedia |
Tó campos1 / Wikimedia |
Cmlgee / Wikimedia |
Es muy poco probable que nuestra civilización llegue a una era “post-humana”
Es muy poco probable que una civilización genere un número significativo de simulaciones computerizadas de su historia evolutiva.
Es muy probable que vivamos en una simulación computerizada.
Si ayer salía por aquí la presencia del método en la vida cotidiana, hoy nos vamos a centrar en otro de sus rasgos: la duda metódica. Se podría decir que con esta propuesta Descartes inaugura un recurso que tendrá largo recorrido en filosofía: el experimento mental. Es algo en lo que conviene incidir: ni por asomo se angustiaba el filósofo francés con la imposibilidad de distinguir la vigilia del sueño, o con la rocambolesca hipótesis de que haya un genio maligno dedicado a engañarnos a todos. De lo que se trata es de encontrar el modo de dar respuesta a este tipo de desafíos, es decir, de aceptar las reglas del juego y estar dispuestos a buscar una posible respuesta a quien nos planteara tales objeciones. Estamos, por tanto, ante una idea mucho más sútil: vamos a ver cómo es posible fundamentar lo que sabemos. Estar seguro de que aquello que damos por cierto realmente lo es. Antes este tipo de enfoques, la reacción más habitual es la perplejidad. Se hace difícil concebir cómo es posible que todo vaya a ser falso, que hayamos vivido en el error durante un tiempo, sea mucho o poco, y no nos hayamos podido dar cuenta. Sin embargo, volvamos hoy a la vida cotidiana: no es difícil encontrar ejemplos cercanos, en las que esta experiencia del error, de la duda o la desconfianza termina convirtiéndose en protagonista.
El terreno de los sentimientos y las relaciones humanas está especialmente abonado para este tipo de vivencias. Es sencillo encontrar casos que terminan siendo dramáticos, en los que la verdad, por dolorosa, no se afronta. El ser humano prefiere vivir engañado antes que asumir circunstancias que no desea vivir. Ocurre, por ejemplo, en el caso de la infidelidad o cuando alguien querido empieza a comportarse de una forma no querida. Cuántas veces se escucha aquello de “nunca pensé que mi hijo…” o “no creía que iba a ser capaz de”. No necesitamos de genios malignos: somos nosotros mismos los encargados de engañarnos, de mirar para otro lado cuando la realidad no nos gusta. La estrategia de la avestruz es innegablemente cartesiana y a la vez invierte los términos de la pregunta: no se trata tanto de cómo asegurar que lo que sabemos es verdadero, cuanto de cómo garantizarnos que seremos capaces de no engañarnos a nosotros mismos, de no caer en el error permanentemente sin necesidad de que nadie nos conduzca al mismo. El error como experiencia humana es tan antiguo como nuestra propia especie: vivimos precisamente gracias a que nos equivocamos y a que nos hemos equivocado muchas veces a lo largo del tiempo. El pensamiento de Descartes nos invita precisamente a algo tan cotidiano como a aprender del mismo o, mejor dicho, a buscar entre todo lo que sabemos aquello de lo que no podemos dudar.
Descartes no es un escéptico, pero a su modo sí es un filósofo del desengaño (valga la expresión). A este respecto, no está de más apuntar que este es precisamente uno de los temas centrales de todo el siglo XVII. Aparece una y otra vez en el barroco, lleno de espejos, de cosas que no son lo que aparentan. El arte barroco nos recuerda también la mentira de la vida, lo feo de la belleza y el sueño de la realidad. Algo que también pasó al teatro, convertido en una de las obras claves de todo el teatro español. Una experiencia, por cierto, que está bastante lejos de lo que vivimos hoy. En absoluto somos cartesianos. Ni por asomo cuestionamos nuestro conocimiento o nos planteamos la posibilidad de intentar construirlo desde cero. El error o el engaño se destierran de una sociedad que valora la exactitud, la autenticidad o la sinceridad, sin reparar un momento en las trampas o la cara oculta de estos conceptos. La duda, se nos dice, es mala, y siempre son preferibles las certezas, la seguridad. Al margen de que todo sea un trampantojo, o de que forme parte del escenario de eso que llamamos vida, obra inconmensurable en la que cada cual juega su papel. Hasta que el amante fiel se descubre a sí mismo como cornudo, o el padre entregado se ve obligado al amargo trago de aceptar que su hijo no es el que él quiso educar. Es entonces cuando nos acordamos del pobre Descartes, del genio maligno y, sobre todo, de los tontos que hemos sido por no querer ver. Por no querer pensar.
A lo largo de las siguientes seis horas, el escáner EEG/MEG realizaría una película en 3D del comportamiento de mi cerebro en acción: trillones de sucesos eléctricos y químicos, más o menos provocados y cotejados por el cuestionario que hicimos anteriormente. Las neuronas generarán unos picos distintivos en el voltaje, y las reacciones químicas liberarán cantidades detestables de calor e infrarrojos. Cada uno de esos microsucesos será procesado por un software analítico que triangulará su posición en una localización específica. Luego, quedará clasificada por situación, fuerza, tiempo y, fuera, en las cajas del salón, quedará integrada en un espacio matemático que revestirá la señal electrofisiológica en una matriz de información bioquímica y metabólica. Finalmente, todo deberá ser codificado dentro de una señal de datos. El código, presumiblemente, representará todo lo que he pensado con mi conciencia. (…)
Luego, esos dos mil trillones de bits de información que conforman mi conciencia, o mi identidad, mi ego, o, por llamarlo de alguna manera, mi CDS, mi Conciencia de Ser, fluirán a través de un par de amplificadores de señal de 2.4 Ghz, esas cosas que parecían altavoces, y luego a través de un cable de fibra óptica paralelo a través de todo el vestíbulo, para finalmente subir por la escalera, hasta llegar a una pequeña antena de transmisión en la azotea de la rectoría.
Agustín García Calvo |
Apuramos estos días de enero las últimas ideas de Descartes. Algo muy propio: estos días de frío, que acabaron con el autor francés en su día, son el marco más adecuado para entender su pensamiento de estufa y habitación. Se intenta, en la medida de lo posible, que no se le perciba como un autor extravagante y que sus propuestas sean entendidas siempre en el marco en el que fueron formuladas. Así ocurre, por ejemplo, con el tema del método. La propuesta cartesiana tiene valor en si mismo, aunque solo sea por el hecho de señalar el del método como uno de los principales problemas con que ha de enfrentarse el conocimiento humano y la ciencia. Junto a importantes precedentes como Bacon, Descartes nos advierte de lo que ya nos decía en su día un anuncio de neumáticos: la potencia sin control no sirve de nada. El caso es que las famosas cuatro reglas (evidencia, análisis, síntesis y comprobación) resultan chocantes a quien se acerca al asunto por primera vez. Por qué cuatro reglas y no cinco o tres, o por qué exactamente esas reglas. Y sobre todo: no se tiene una intuición clara de que estas reglas recojan nuestra forma de conocer. En fin, que nos dedicamos a ir por la vida sin método algno, y no reparamos en los famosos cuatro pasos cartesianos.
La cuestión es que en realidad somos más cartesianos de lo que pensamos. O dicho en otras palabras: el autor francés no se sacó de la manga sus reglas, sino que seguramente se fijó en la ciencia de su tiempo. Y la ciencia, en definitiva, es también experiencia cotidiana refinada, sometida a un ejercicio de depuración. Nada hay más cartesiano que el niño que coge un reloj de su casa y lo desmonta pieza a pieza. Qué duda cabe que de punto de partida hay un desafío: saber cómo demonios se mueven esas manecillas, o cómo funciona el juguete que se va a desmontar. Laborioso y paciente, termina por sujetar entre sus manos un montón de piezas sueltas, tuercas y engranajes, carentes de significado y de función sin estar conectados entre sí. Comienza entonces el auténtico desafío: ahora que ya sabemos de qué piezas consta el aparato en cuestión, hay que ser capaces de volverlo a montar. Nada produce más orgullo que la restitución completa oa la reintegración a pleno rendimiento. Lo hemos vuelto a montar y funciona. Y así somos de por vida: hay quien se atreve a quitar piezas del coche o quien tira de destornillador y algo de tiempo para aislar las piezas de un ordenador personal o sustituir las que puedan estar defectuosas. Y nadie pondrá en duda que en todo este proceso hemos logrado aumentar, y mucho, nuestro conocimiento. Cartesianismo puro y duro.
El ejemplo tecnológico no es muy distinto al que se puede vivir en cualquier cocina. Supongamos que nos ponen un pollo, pelado y sin plumas, encima de la mesa, junto a una tabla y un buen cuchillo. ¿Qué haría un buen cartesiano? Sin lugar a dudas: despiezar el pollo en menos de cinco minuto. Hacer los cortes por el lugar adecuado, sin necesidad de romper los huesos más allá de donde se juntan con otros huesos. Sacando cada una de las piezas limpias y listas para poner a dorar en la sartén. Siendo capaces de convertir cada una de las pechugas en cinco o seis filetes para poner a la plancha. El carnicero cuenta con un conocimiento analítico innegable: su capacidad para hacer cortes limpios es el fruto de años de experiencia, pero también de la búsqueda permanente de las partes más simples del animal y del conocimiento exhaustivo de las mismas. El divide y vencerás que funciona hasta en la guerra está instaurado también en muchos de nuestros hábitos sin que reparemos en ello. El valor de la filosofía cartesiana, como el de toda filosofía, reside precisamente en sistematizar y conceptualizar una práctica tan humana como la investigación analítica, y poner esta forma de conocimiento como una de las bases de la ciencia. Conocer es separar, refinar. Y a partir de ahí volver a recomponer. Este es uno de los motores de la ciencia y de no pocos procederes humanos.
Despertar |
¿Qué significa ser falso? ¿Es lo mismo que una persona sea falsa a que lo sea una cosa?
Falsĭtas, término latino para definir a la falsedad. Se le entiende como falta de verdad o autenticidad de un objeto o individuo. Sin embargo, una falsedad puede no coincidir con una mentira, ya que este término hace referencia a una ocultación o tergiversación de la realidad de manera parcial o absoluta.
Si lo comparáramos con su opuesto, la autenticidad, la falsedad está vinculada a una imitación de un objeto real con una pretensión de parecer verdad. El dinero falso, la ropa falsa, las marcas de productos de lujos falseados, etc. Ejemplos hay para aburrir.
Por otro lado, la falsedad suele vincularse a las personas como la “hipocresía”. Esto es, un fingimiento de cualidades o sentimientos al os que auténticamente se tienen. Y repetimos que esto no le convierte en una persona mentirosa, sino, más bien, en una persona falsa. La falsedad, de este modo, está vinculada a la falta de coherencia entre ideas, pensamientos y acciones. Una persona hipócrita es una persona con poco sentido de la coherencia.
En el ámbito de la filosofía, la falsedad es lo que se opone a la verdad en un sentido metafísico, aunque podríamos oponerlo a lo auténtico si lo viéramos desde una perspectiva ética. Spinoza escribió en su Ética lo siguiente: La falsedad consiste en una privación de conocimiento, implícito en las ideas inadecuadas, o sea, mutiladas y confusas
Por otro lado Aristóteles ya defendió a lo Falso (Ψεῦδος) en un sentido de la falsedad en las cosas porque las cosas no son realmente.
«Falso se dice también de las cosas que existen realmente, pero que aparecen de otra manera de cómo son o lo que no son; por ejemplo, la sombra, los ensueños, que tienen alguna realidad, pero no son los objetos cuya imagen representan, Y así se dice que las cosas son falsas, o porque no existen absolutamente, o porque no son más que apariencias y no realidades.
Una definición falsa es la que expresa cosas que no hay; digo falsa en tanto que falsa. Y así una definición será falsa cuando recaiga sobre otro objeto que aquel con relación al que es verdadera: por ejemplo, lo que es verdadero del círculo, es falso del triángulo. La definición de cada ser es una, bajo un punto de vista, porque se define por la esencia; bajo otro punto de vista es múltiple, porque hay el ser en sí, y después el ser con sus modificaciones; hay Sócrates y Sócrates músico. Pero la definición falsa no es propiamente definición de cosa alguna.»
Aristóteles, Metafísica, libro V, 29
La entrada Qué es la falsedad aparece primero en Blog de Filosofía - Filosóficamente.
Katherine McAuliffe |
Rafael Sánchez Ferlosio (izquierda) y José Luis Pardo, en casa del primero. Luis Sevillano |
Helene Alberti amb la seva pròtesi voladora per demostrar la llei grega del moviment còsmic. Font: Cortesia de la Boston Public Library, Col·lecció Leslie Jones. |
Pròtesi voladora de la Sra. Alberti. Font: Cortesia de la Boston Public Library, Col·lecció Leslie Jones. |