¿Cómo leemos la palabra inconstitucionalidad? ¿La i con la n, in, la c con la o, co, y así durante 10 minutos? No, por el amor de Dios. Eso solo lo hacen los niños que están aprendiendo a leer. Los demás, que somos lectores expertos, reconocemos la palabra de un golpe de vista. Y si pone inconstucionalidad, lo más probable es que sigamos reconociéndola, aunque le falte una sílaba. Los correctores automáticos perciben el error de inmediato, pero los humanos no somos muy buenos en eso. El cerebro utiliza masivamente el proceso de rellenado (filling in), que se aprecia muy bien con el ejemplo del punto ciego. En todo el centro del campo visual no vemos nada, porque la retina tiene ahí un agujero por el que sale el nervio óptico. Pero nuestra consciencia no percibe el agujero, porque los procesadores cerebrales de alto nivel lo rellenan con lo que creen que debería estar ahí. El rellenado no es ninguna peculiaridad del punto ciego de la retina. Funciona a todos los niveles de la percepción y el pensamiento.
Un corolario de estos hechos es que nuestro modelo interior del mundo no es el mundo, sino una construcción activa del cerebro, basada en la experiencia anterior, en la cultura recibida y en el conocimiento adquirido. Como no hay dos cerebros iguales, ni dos biografías iguales, esto implica que cada persona tiene un modelo distinto del mundo. Cada uno lo llama realidad, pero ninguno acierta. No conocemos directamente la realidad, solo sus sombras proyectadas en una pared, como en la alegoría de la caverna de Platón.
Las ideas actuales sobre la percepción arrancan tal vez de Hermann von Helmholtz, el gran físico y filósofo alemán del siglo XIX. El tipo era un fenómeno que hizo aportaciones esenciales a la óptica, la meteorología, las matemáticas y la electrodinámica, además de formular la ley de conservación de la energía, pero también era un fisiólogo de talento que recibió la mejor formación en Berlín a cambio de servir como médico del Ejército durante ocho años. Eso sí que es una mili. Helmholtz propuso que la percepción es en realidad un proceso de inferencia inconsciente. Nadie le hizo mucho caso, pero su idea ha sido retomada por los neurocientíficos y los científicos de la computación en nuestro tiempo. Lo llaman procesamiento predictivo, y consiste en lo siguiente.
La función del cerebro no es percibir el mundo, sino predecirlo. El córtex (o corteza) cerebral, donde residen nuestra percepción y nuestra mente, utiliza la información que le llega de los sentidos para actualizar su modelo del mundo y, por tanto, sus predicciones. Pero ese modelo ya se había formado antes, por experiencias previas. Sin eso no podríamos ver nada ni pensar nada. Seríamos como el niño que tarda 10 minutos en leer inconstitucionalidad.
Javier Sampedro, La realidad no es eso que ves, El País 07/10/2022
La ciencia, por cierto, es la mejor estrategia que tenemos para conocer la realidad. Una teoría científica no solo explica de una forma compacta los millones de datos que ya se conocían, sino que también predice aspectos del mundo que nadie había imaginado, como le pasó a Einstein con los agujeros negros. Emergían de sus ecuaciones, pero no logró creérselos. Una teoría ve más allá que su creador.
Javier Sampedro, La realidad no es eso que ves, El País 07/10/2022
El AE parte de la premisa de que la gente debe hacer el bien de la manera más clara, ambiciosa y poco sentimental posible. Basándose en el rigor lógico, “los seguidores del AE creen que se puede salvar una vida en el tercer mundo por unos cuatro mil dólares”, según un reportaje publicado en agosto en The New Yorker, coincidiendo con la publicación del segundo libro de MacAskill, What We Owe the Future (“Lo que le debemos al futuro”), convertido en un fenómeno de ventas en EEUU. El libro es una guía “para llevar una vida más ética” y colaborar en la mejora del futuro de la humanidad. Porque, como apunta MacAskill en otra entrevista con The Guardian, “por extraño que parezca, somos los antiguos” de una humanidad a la que todavía le quedan muchos años por vivir. “Vivimos al principio de la historia, en el pasado más lejano”, observa.
Lo que quiere decir MacAskill es que cuando contemplamos nuestra responsabilidad moral hacia las generaciones futuras, tenemos la sensación de que se trata solamente de dejar el planeta habitable para unos pocos rezagados que quedan por venir. Pero en realidad se trata de una oportunidad para influir en el destino de casi todos los seres humanos que probablemente seguirán habitando el planeta.
Andrea Rodés, El filósofo de los magnates de Silicon Valley, coronicaglobal.elespanol.com, 16/10/2022
Es indudable que los maestros, los padres concienzudos y todo el que pretende educar y no solo seducir o pavonearse debe tener vocación renunciativa. Enseñar es suicidarse un poco: se transmiten conocimientos o actitudes para que el neófito se valga por sí mismo. Es decir, para que se aleje del maestro al que cada vez necesita menos. Los profesores que aspiran a verse siempre rodeados de sus discípulos como la gallina de sus polluelos o los padres que se enorgullecen de que sus vástagos a los 40 años aún les pidan permiso para volver después de medianoche no han cumplido bien su función formativa. Han potenciado su influencia, pero no han liberado a los influidos.
Y es que hay muchos que solo consideran verdaderos maestros a quienes les tatúan una ortodoxia, no a los que les dejan volar. Qué digo una ortodoxia, más bien una ortodoncia, porque lo único que les satisface es aprender a morder. Consideran que esa es la gran lección y cuando el educador renuncia a la dentadura postiza se sienten traicionados. “¡Cuánto me ha decepcionado usted, con la admiración que yo le tenía! Después de que me empeñé en tomarle como modelo...”. Pero hay cosas que no pueden enseñarse, se tienen o no. La principal es la libertad de espíritu, o sea, vivir y escribir sin respiración asistida. Señal de ejercerla es que la peregrinación de discípulos extasiados se convierte en jauría feroz. Es el precio por enseñar de verdad.
Fernando Savater, El verdadero maestro te va a decepcionar, El País 15/10/2022
El simulacro de ejecución y los años en la cárcel de Siberia –que figuran en su novela Recuerdos de la casa de los muertos (1860)– cambiaron a Dostoievski para siempre. Su romanticismo naíf y lleno de esperanzas desapareció. Se volvió mucho más religioso. El sadismo de los prisioneros y de los guardias le enseñó que la visión optimista que tenían de la naturaleza humana los defensores del utilitarismo, el liberalismo y el socialismo era absurda. Los seres humanos reales no tenían nada que ver con lo que promovían estas filosofías.
A la gente no solo le interesa el pan –o lo que estos filósofos llamaban la “maximización del beneficio”–. Todas las ideologías utópicas presuponen que la naturaleza humana es fundamentalmente buena y simple: el mal y la complejidad son el resultado de un orden social corrupto. Acaba con las carencias y acabarás con la delincuencia. Para muchos intelectuales, la propia ciencia había demostrado estas afirmaciones e indicaba el camino hacia el mejor de los mundos posibles. Dostoievski rechazó todas estas ideas, que consideraba un dañino sinsentido. “Está claro, y es inteligible hasta la obviedad”, escribió en una reseña de Anna Karénina de Tolstói, “que el mal reside más profundamente en los seres humanos de lo que suponen nuestros médicos sociales; que ninguna estructura social eliminará el mal; que el alma humana seguirá siendo como siempre ha sido […] y, finalmente, que las leyes del alma humana son todavía tan poco conocidas, resultan tan recónditas y misteriosas para la ciencia, que no hay ni puede haber ni médicos ni jueces finales”, excepto el propio Dios.
Dostoievski comprendió no solo nuestra necesidad de libertad, sino también nuestro deseo de librarnos de ella. La libertad tiene un coste terrible, y los movimientos sociales que prometen liberarnos de ella siempre tendrán seguidores. Ese es el tema de las páginas más famosas que escribió, “El Gran Inquisidor”, un capítulo de Karamázov. El intelectual Iván le recita a su santo hermano Aliosha su “poema” oral en prosa para mostrarle sus preocupaciones más profundas.
Ambientada en España durante la Inquisición, la historia comienza con el Gran Inquisidor quemando herejes en un auto de fe. Mientras las llamas perfuman un aire ya rico en laurel y limón, el pueblo, como ovejas, asiste al aterrador espectáculo con una veneración servil. Han pasado quince siglos desde que Jesús prometió volver rápidamente y anhelan alguna señal suya. Entonces, con su infinita piedad, Él decide mostrarse ante ellos. Suavemente, en silencio, se mueve entre ellos, y lo reconocen enseguida. “Ese podría ser uno de los mejores pasajes del poema, me refiero a cómo lo reconocieron a Él”, comenta Iván con irónica autocrítica. ¿Cómo saben que no es un impostor? La respuesta es que cuando uno está en presencia de la bondad divina, es tan hermosa que es imposible dudar.
El Inquisidor también sabe quién es el forastero, y enseguida ordena su detención. ¡El pastor de Cristo es quien manda que lo arresten! ¿Por qué? ¿Y por qué los guardias obedecen y el pueblo no se resiste? La respuesta a estas preguntas la conocemos cuando el Inquisidor visita al Prisionero en su celda y abre su corazón ante él.
A lo largo de la historia de la humanidad, explica el Inquisidor, ha habido un enfrentamiento entre dos visiones de la vida y de la naturaleza humana. Para adaptarse a la época y el lugar, han ido cambiando constantemente de nombre y de dogmas, pero en esencia siempre han sido las mismas. Una visión, que el Inquisidor rechaza, es la de Jesús: el ser humano es libre y la bondad solo tiene sentido cuando se elige libremente. El otro punto de vista, mantenido por el Inquisidor, es que la libertad es una carga insufrible porque conduce a la culpa interminable, al arrepentimiento, la ansiedad y las dudas irresolubles. El objetivo de la vida no es la libertad, sino la felicidad, y para ser feliz la gente debe deshacerse de la libertad y adoptar alguna filosofía que afirme tener todas las respuestas. El tercer hermano de los Karamázov, Dimitri, comenta: “El hombre es ancho, demasiado ancho; ¡yo lo haría más estrecho!”, y el Inquisidor aseguraría la felicidad humana “estrechando” la naturaleza humana.
El catolicismo medieval habla en nombre de Cristo, pero en realidad representa la filosofía del Inquisidor. Por eso el Inquisidor ha detenido a Jesús y pretende quemarlo como el mayor de los herejes. En nuestra época, aclara Dostoievski, la visión de la vida del Inquisidor adopta la forma del socialismo. Como en el catolicismo medieval, la gente renuncia a la libertad por la seguridad y sustituye las agonías de la elección con la satisfacción de la certeza. Al hacerlo, renuncia a su humanidad, pero el trato merece la pena.
Para explicar su posición, el Inquisidor vuelve a contar la historia bíblica de las tres tentaciones de Jesús, una historia que, en su opinión, expresa los problemas esenciales de la existencia humana como solo podría hacerlo una inteligencia divina. ¿Puede imaginarse, pregunta retóricamente, que si esas preguntas se hubieran perdido cualquier grupo de sabios podría haberlas recreado?
En la paráfrasis del Inquisidor, el diablo primero exige:
Quieres ir al mundo […] con alguna promesa de libertad que los hombres en su simplicidad […] no pueden ni siquiera entender, que temen y temen, pues nada ha sido más insoportable para un hombre y una sociedad humana que la libertad. Pero ¿ves estas piedras en este desierto reseco y estéril? Conviértelas en pan, y la humanidad correrá detrás de ti como un rebaño de ovejas.
Jesús responde: “No solo de pan vive el hombre.” Así es, replica el Inquisidor, pero precisamente por eso Jesús tendría que haber aceptado la tentación del diablo. La gente, en efecto, anhela lo significativo, pero nunca está completamente segura de saber distinguir entre lo realmente significativo y falsificaciones. Por eso se persigue a los no creyentes y se conquistan naciones para convertirlas a una fe diferente, como si el acuerdo universal fuera en sí mismo una prueba. Solo hay una cosa de la que nadie puede dudar: del poder material. Cuando experimentamos un gran sufrimiento, eso, al menos, resulta incuestionable. En otras palabras, ¡el atractivo del materialismo es espiritual! La gente lo acepta porque es cierto.
El Inquisidor le reprocha a Jesús que, en lugar de alegrar a la gente quitándole el peso de la libertad, lo que ha conseguido es… ¡aumentarla! “¿Has olvidado que el hombre prefiere la paz, e incluso la muerte, a la libertad de elección siendo consciente de que existen el bien y el mal? Nada es más seductor para el hombre que su libertad de conciencia, pero no hay mayor causa de sufrimiento.” La gente quiere sentirse libre, no serlo, y por eso, razona el Inquisidor, lo correcto es llamar libertad mejorada a la no libertad, como suelen hacer los socialistas.
Para hacer feliz a la gente, hay que desterrar toda duda. La gente no quiere que se le presente información que, como diríamos hoy, contradiga su “relato”. Harán lo que sea para evitar que lleguen a su conocimiento hechos no deseados. La trama de Karamázov, de hecho, gira en torno al deseo de Iván de no admitir para sí mismo que desea la muerte de su padre. Sin permitirse a sí mismo eso, allana el camino hacia el deseado asesinato. No se puede empezar a entender ni a las personas ni a la sociedad si no se comprenden las múltiples formas que existen de lo que podríamos denominar epistemología preventiva.
A continuación, el diablo tienta a Jesús para que demuestre su divinidad arrojándose desde un lugar elevado para que Dios lo salve con un milagro, pero Jesús se niega. La razón, según el Inquisidor, es mostrar que la fe no debe basarse en los milagros. Una vez que uno es testigo de un milagro, queda tan sobrecogido que la duda es imposible, y eso significa que la fe es imposible. Bien entendida, la fe no se parece al conocimiento científico ni a la prueba matemática, y no se parece en nada a la aceptación de las leyes de Newton o del teorema de Pitágoras. Solo es posible en un mundo de incertidumbre, porque solo entonces uno puede elegir libremente.
Por la misma razón, uno debe comportarse moralmente no para ser recompensado, ya sea en este mundo o en el siguiente, sino simplemente porque es lo correcto. Comportarse moralmente para ganar una recompensa celestial transforma la bondad en prudencia, como ahorrar para la jubilación. Sin duda, Jesús hizo milagros, pero si crees en Dios como consecuencia de ellos, entonces –a pesar de lo que dicen muchas iglesias– no eres cristiano.
Al final, el diablo le ofrece a Jesús el imperio del mundo, que este rechaza a pesar de que, según el Inquisidor, debería haberlo aceptado. La única manera de alejar a la gente de la duda, le dice a Jesús, es a través de los milagros, el misterio (tienes simplemente que creer en nosotros, sabemos de lo que hablamos) y la autoridad, algo que podría garantizar un imperio universal. Solo unos pocos individuos fuertes son capaces de ser libres, explica el Inquisidor, así que tu filosofía condena a la miseria a la mayoría de la humanidad. Y así, concluye escalofriantemente el Inquisidor, “hemos corregido tu obra”.
En Los demonios (1871), Dostoievski predice con asombrosa exactitud lo que sería el totalitarismo en la práctica. En Karamázov se pregunta si la idea socialista es buena incluso en la teoría. Los revolucionarios de Los demonios son despreciables, pero el Inquisidor, por el contrario, es alguien totalmente desinteresado. Sabe que irá al infierno por corromper las enseñanzas de Jesús, pero está dispuesto a hacerlo por amor a la humanidad. En resumen, ¡traiciona a Cristo por razones cristianas! De hecho, va más allá que Cristo, que dio su vida terrenal, al sacrificar su vida eterna. Dostoievski agudiza al máximo estas paradojas. Con su inigualable integridad intelectual, retrata al mejor socialista posible, a la vez que esclarece los argumentos a favor del socialismo con mayor profundidad que los verdaderos socialistas.
Aliosha, por fin, exclama: “¡Tu poema es una alabanza a Jesús, no un reproche a él, como pretendías!” Todos los argumentos han venido del Inquisidor, y Jesús no ha pronunciado ni una palabra en respuesta: ¿cómo puede ser eso? Hazte la siguiente pregunta: después de escuchar los argumentos del Inquisidor, ¿elegirías renunciar a toda capacidad de elección a cambio de una garantía de felicidad? ¿Dejarías que sea un sabio sustituto de tus padres quien tome decisiones por ti, permaneciendo para siempre como un niño? ¿O hay algo más elevado que la simple felicidad? Llevo años planteando esta pregunta a mis alumnos, y ninguno ha aceptado el trato del Inquisidor.
Vivimos en un mundo en el que la forma de pensar del Inquisidor resulta cada vez más atractiva. Los científicos sociales y los filósofos asumen que las personas son simplemente objetos materiales complicados, no más capaces de sorprender genuinamente que las leyes de la naturaleza de suspenderse a sí mismas. Los intelectuales, cada vez más seguros de que saben cómo lograr la justicia y hacer felices a las personas, consideran que la libertad de los demás es un obstáculo para el bienestar de la humanidad.
Para Dostoievski, en cambio, la libertad, la responsabilidad y la capacidad de sorprender definen la esencia humana. Esa esencia hace posible todo lo que tiene valor. El alma humana es “tan poco conocida, resulta tan recóndita y misteriosa para la ciencia, que no hay ni puede haber ni médicos ni jueces finales”, solo personas siempre incompletas bajo un Dios que les dio la libertad.
Gary Saul Morson, Fiódor Dostoievski, el filósofo de la libertad, Letras Libres 01/11/2021
La izquierda rousseauniana parece haberse impuesto a la izquierda volteriana, contribuyendo así a un crear un campo de antagonismo que puede resultarle muy desfavorable. La izquierda manda, regula y prohíbe, mientras la derecha reivindica una vida más despreocupada y espontánea. Una se preocupa por la vida buena, mientras la otra se dedica a la buena vida. En la trifulca política son los límites al aire acondicionado, el consumo de carne o la corrección del lenguaje, frente a las terrazas, la ciudad iluminada y la desregulación. En medio de este marco es inevitable que la izquierda parezca cursi y moralizadora, que para amplios sectores de la población no esté consiguiendo aparecer como mejor, sino simplemente como más mandona. ¿Habremos de concluir que el sufrimiento es el único método que conoce la izquierda y que la derecha tiene el monopolio del placer? ¿Explicaría esto la diferente valoración que la opinión pública hace de la diversión de unos y de otros, de las fiestas de Boris Johnson y de Sanna Marin? Al margen de otras diferencias relevantes, puede que esa distinta calificación se deba a que asociamos a la derecha con el disfrute y a la izquierda con el sacrificio, por lo que en un caso no vemos ninguna incoherencia y en el otro sí.
No superará la izquierda este antagonismo que le es tan desventajoso mientras no formule una idea diferente del placer, al que ha venido considerando como algo individualista y burgués. En un marco dominado por el consumo, el placer solo aparece como un principio de confirmación del orden social. Pero la izquierda podría pensar el placer como un placer consciente de sus límites y que encuentra su autenticidad e intensidad en el compartir. No cualquier placer equivaldría a imposición o conformismo, sino aquel placer corto de vista, rudo, que desconoce el gozo del respeto y el disfrute compartido; el placer del que la izquierda hace bien en desconfiar es el placer vinculado al abuso, a la ausencia de límites, según aquella definición clásica de la propiedad que otorga al propietario el derecho de hacer lo que quiera con ella (el derecho de “usar y abusar”), una disposición absoluta y exclusiva, sean las riquezas naturales, pero también los cuerpos de las mujeres.
En la vieja idea de suprimir la propiedad privada lo más valioso no era la vacua pretensión de una propiedad colectiva que es completamente irreal, sino la apelación a un modo diferente de poseer. El placer de los cuerpos puede entenderse como una apropiación recíproca que no carece de límites, fundamentalmente el señalado por la idea del consentimiento. No se trata de que las cosas carezcan de dueño, sino de que no haya formas de propiedad que impliquen una dominación directa sobre otros o aquella dominación indirecta que supondría desentenderse de los efectos que el abuso de lo propio puede tener sobre los otros. El consentimiento sexual y la ecología tienen en común ser formas de entender el placer como realidades compartidas, entre las personas y entre las generaciones.
Es posible pensar de otro modo el placer y la propiedad, como gozo compartido. Lo común es un modo de apropiación que se pone como límite el abuso. Los placeres pueden aumentar cuando se comparten de manera igualitaria. Gozar en la igualdad, la satisfacción de formar parte de una sociedad justa son formas de placer que podrían ser una alternativa positiva a su reducción individualista.
Daniel Innerarity, La izquierda y el placer, El País 12/10/2022
Entrevista que me hizo Albert Lladó para el Cultura/s de La Vanguardia:
Sutilmente, nuestra amiga parisina, B.M., me pide una pequeña narración del viaje que hemos hecho estos días pasados mi mujer y yo por Colombia y Ecuador. No es una empresa fácil porque son muchas las personas memorables que hemos conocido, muy ricas e intensas las experiencias vividas y muy clamorosas las añoranzas. Estamos ya en casa, pero casi nos vamos arrastrando por el suelo como las iguanas de Ecuador. No podemos levantar cabeza por el peso del sueño y de la sucesión de los flashes de lo vivido. Espero que sirvan estas pinceladas.
Por supuesto, hemos caminado. Mucho. Nada más aterrizar en Bogotá, el 1 de octubre, subimos y bajamos (andando, por supuesto), la empinadísima y retorcida cuesta del cerro tutelar de Monserrate (3152 metros de altura, 512 sobre la ciudad). Yo ya sabía que para los colombianos esta es una inmejorable carta de presentación.
A lo largo del viaje hemos cometido una y otra vez errores de principiante, aunque sin consecuencias lamentables. Por ejemplo, el primer hotel lo elegimos en el centro de Bogotá, cerca de la catedral, olvidando que las zonas céntricas de estas ciudades no suelen ser ni las más limpias ni las más acogedoras, aunque sean las más populares y concurridas. Nos volvió a pasar algo parecido en Medellín cuando al disponer de un rato libre decidimos acercarnos a la catedral metropolitana y nos encontramos con el tristísimo espectáculo humano de la Plaza Bolívar, a cuya fuente van a limpiarse las legañas los vagabundos que aún conservan un poco de pundonor, que son la aristocracia de este sumidero de la dignidad humana.
No pretendo asustar a nadie. La verdad sea dicha, con un poco de precaución se puede caminar por la mayor parte de la ciudad, cosa que a nosotros nos exigía una continua resistencia a la tentación inercial de convertir la pobreza en motivo turístico. La pobreza es aquí escandalosa porque se pasa sin transición de la riqueza a la miseria, sin que la existencia de una clase media bien articulada permita una cierta convivencia en los espacios intermedios. De ahí que entre un hotel de cuatro estrella y otro de tres, haya un abismo
El martes, día 4, tuve el inmenso honor de participar, en Cúcuta, en el "Tercer Foro Internacional de Filosofía en la Escuela", que tiene lugar en el Colegio Julio Pérez Ferrero, de esta ciudad fronteriza, bajo la inteligente e incansable dirección del entrañable amigo Jorge Enrique Ramírez, filósofo y maestro de este centro.
Cúcuta es, posiblemente, la zona más devastada por los enfrentamientos civiles en Colombia: guerrilla, paramilitares, militares, narcotraficantes (primero, colombianos y ahora mexicanos)... De ahí la emoción que me embargaba al dirigirme a adolescentes que estaban, todos, marcados, por los desastres de la guerra. ¡Pero qué ganas tenían de hablar y con qué destreza lo hicieron! ¡Qué preguntas más hondas! ¡Cómo se agruparon en torno a mí para seguir hablando de todo, hasta del estoicismo. No olvidaré en mi vida ni este encuentro ni la inagotable generosidad de Jorge, que al día siguiente nos llevó a Pamplona, ciudad cercana a Cúcuta. Y. aprovecho para decir que esta última ciudad está bañada por el río Pamplonita. De Pamplona nos acercamos al puente internacional Simón Bolívar. Había en el aire una tensión difícil de definir. Mucha policía visible y mucha más intuible. A lo lardo de los días precedentes se habían ido formando grupos de emigrantes venezolanos dispuestos a ir caminando hasta la frontera de Estados Unidos -su última frontera-, siguiendo el éxodo épico de la pobreza expuesta a todo tipo de abusos.
De Medellín, a donde llegamos el día 5, me cautivó la frondosidad floral de su vegetación tropical. No tuve mucho tiempo para disfrutar de los espacios que se supone que todo turista debe visitar, porque el objeto de la visita era un congreso en el que tuve la fortuna de conocer a dos personas cuyos nombres ya ocupan un lugar de honor en mi agenda: Jorge Eslava (del Instituto Colombiano de Neurociencia) y al tan sabio como divertido Francisco Cajigao. Creo que también aquí pude hacer realidad mi lema: "Cuando vayas al mercado, no te olvides de volver con un amigo".
El lunes 10, aterrizamos en Guayaquil, y allí nos esperaban David Pacheco y su mujer, Jhaky Vega, que, después de cebarnos con una comida realmente exquisita, se empeñaron en llevarnos al Parque Nacional de El Cajas, por encima de los 4.000 metros. En esta ciudad hemos sido tratados de manera formalmente excelente y cordialmente cariñosa, si bien, al menos en mi caso, el cansancio acumulado se iba convirtiendo en una rémora que iba pesando cada vez más. De hecho, creo que lo que me ha proporcionado de manera incontestable este viaje es la evidencia de que ya no tengo veinte años.
Y ya estamos de vuelta, en casa, donde con tanto cariño me ha recibido mi sofá.
Hace cuarenta años y en plena transición, los alumnos rebeldes llevábamos en la carpeta o la chupa las pegatinas de la Joven Guardia Roja, la chapa con la bandera republicana y el retrato del Che… Hoy, si quieres epatar a tus padres, profes y camaradas, exhibes en el móvil los vídeos de VOX, te pones como un berraco defendiendo los toros y la caza, llamas «maricones» a los que no son tan machotes como tú, y si eres todavía más chulo, adoptas toda la parafernalia nazi que haga falta para que te pare la policía (o, en su defecto, el jefe de estudios de guardia).
Y tanto entonces, hace cuarenta años, como ahora, los adultos biempensantes (entre los que uno se cuenta ya) andamos escandalizados. «¡A dónde vamos a ir a parar! ¡Menuda juventud!» – decían y seguimos diciendo –. La diferencia es que entonces la minoría díscola éramos nosotros (¡los rojos que venían a destruir España!), y ahora lo son ellos (¡los fachas que vienen a acabar con nuestra democracia!). No está mal: que vengan los “fachas” es señal de que alguna vez se fueron…
¿Pero viene de verdad alguien? No lo sé. Cuesta estar seguro de que los fachas que despuntan hoy por varios países de Europa vayan a reinstaurar algo parecido al fascismo de los años 30 (como costaba, a finales de los 70, pensar que los rojos de entonces iban a refundar algo similar a la Unión Soviética). De momento, el auge de la ultraderecha parece, con todas sus complejidades, de un tipo similar al facherío de nuestros adolescentes: un grito de protesta de los que se sienten el último mono, sueñan emocionados con un cambio que apenas pueden describir, y disfrutan desafiando la moralina dominante. Pero súmenle a todo eso un cúmulo de tensiones prebélicas y una recesión profunda que acabe con el Estado protector y… quién sabe lo qué puede pasar.
Por ello conviene cuidarse de esas exhibiciones, cada vez más desenvueltas, de ideas y actitudes que creíamos superadas y parecen extenderse entre los jóvenes: machismo, xenofobia, homofobia, exaltación de la violencia… Ahora bien, la pregunta, naturalmente, es: cómo. Y la respuesta, por mucho que impaciente a muchos, solo puede ser la de siempre: a los jóvenes solo se les corrige educándolos.
«¿Pero es que no los educamos ya?» – preguntará alguien –. Pues no sabría qué decirles. Si por educar se entiende soltarles de vez en cuando una homilía sobre lo buenos que son nuestros valores, no estamos haciendo nada. Ningún ser humano se convence de la legitimidad de algo por simple enunciación, por entusiasta que esta sea.
Tampoco vale prohibir lo que tendríamos que esforzarnos por cambiar. En primer lugar, porque para cambiar la conducta de alguien no cabe más que convencerlo, y una prohibición es lo contrario de una argumentación convincente. Y, en segundo lugar, porque imponerle algo a un ser racional (sin darle razones para ello) es violentarlo y, por lo mismo, provocarle unas ganas tremendas de violar lo mismo que le impones. Prohibir es el antónimo exacto de educar y, en boca de un educador, una patética manifestación de impotencia que ningún adolescente que se respete a sí mismo puede aceptar (aunque lo disimule).
Piensen, además, a dónde conducen las prohibiciones. ¿Por qué íbamos a limitarnos a prohibir, por ejemplo, que un chico haga el saludo nazi en clase? ¿No es mucho más peligroso que lea el Mein Kampf o que haga proselitismo entre sus compañeros en el patio? ¿Habrá que controlar entonces los libros que se traen al centro, o colocar micrófonos en los pasillos, como si en vez de educadores fuésemos una especie de «policía de la moral» persiguiendo «discursos de odio» (e incitando, seguramente, a un odio mucho mayor que aquel que pretendemos evitar)?
Por supuesto, y anticipándome a las objeciones que imagino, esto no quiere decir que no se deban prohibir aquellos actos en los que se ataque, maltrate o amenace a otros (como los ya célebres exabruptos de los alumnos de un colegio mayor de Madrid); la diferencia entre emplear el lenguaje para expresar tus ideas (por equivocadas que estén) y usarlo para acosar o intimidar a otras personas debería estar clara, aunque a veces no lo parezca.
Ahora bien: si educar no es dar homilías ni prohibir cosas, ¿qué es lo que es? Educar es un arte de seducción y, en cierto modo también, de corrupción. Seducir a alguien es despertar su deseo por ser algo mejor de lo que es; y corromperlo es demostrarle que para ello ha de desprenderse de ideas y valores erróneos y ajenos, en el fondo, a sí mismo. No hay proceso de madurez que no sea una sucesión de encuentros con gente que, en lugar de soltarte filípicas o prohibirte cosas, te escucha con cuidado, te demuestra amablemente lo idiota que eres y te ayuda a buscar algo mejor. Y los jóvenes que hoy saludan como nazis buscando llamar nuestra atención necesitan como nadie de esos encuentros. De hecho, es lo que están pidiendo – literalmente – a gritos.
El conglomerat que formen els algoritmes, el Big Data i la robòtica, en la mesura que són capaços de produir noves formes de realitat (i de control), estan transformant ara mateix l’entorn humà i ens obliguen a repensar l’abast de moltes idees que provenien de la tradició il·lustrada, començant per l’autonomia moral i la identitat personal. La intel·ligència artificial (AI) no tan sols provoca un canvi d’escala en el coneixement, sinó que transforma la mateixa manera de conèixer, de tal manera que ens aboca a una mutació cultural i ho fa, a més, acceleradament. Si haguéssim de caracteritzar el segle xxi, seria gairebé tòpic dir que assistim a un canvi de civilització, a una transformació del món que no acabem d’entendre però que experimentem cada dia, immersos com estem de grat o per força en una societat tecnològica. Sabem que estem abocats a un procés de mutació de l’humà, però ignorem com navegar entre els canvis.
La nostra autonomia personal (que amb un eufemisme sinistre ara es vol reduir a «sobirania de dades») se’ns esmuny a les xarxes. Hem delegat la gestió de les nostres vides en els algoritmes i, a la pràctica, en depenem. Tecnologies que operen en línia o en un món de realitat ampliada generen percepcions, provoquen emocions i prenen decisions significatives que regeixen un món on habitem persones fetes de carn i de desigs, que no ens resignem a ser tractats (tan sols) com a fluxos d’informació. Les conseqüències d’una pèrdua real de la nostra capacitat de decidir en una societat tecnificada, són d’una importància social i política que no es pot menystenir.
Un algoritme és un conjunt de regles operatòries l’aplicació de les quals permet resoldre un problema mitjançant un nombre finit d’operacions, o més tècnicament «una estructura de control composta finita, abstracta, eficaç, donada de manera imperativa, que aconsegueix un propòsit determinat sota disposicions determinades» (Hill, Robin K., “What an Algorithm Is”, Philos Technol 29 (1), 2016, p. 47). A través dels algoritmes és possible una gestió de la vida incomparablement més complexa que qualsevol forma de control coneguda fins ara i que no sa- bem com gestionar. Per potència, per velocitat i per intensitat, la modificació que la robòtica ha produït en tots els aspectes de la vida humana no té comparació amb cap altra època en la història. La tradició occidental, que des del Gènesi es proposava dominar/administrar la terra i la realització pràctica d’aquest domini a través de la idea il·lustrada del progrés tecnològic, sembla haver arribat a la seva culminació a través dels algoritmes que duen amb ells una gestió d’una vida (ara sí!) definitivament racionalitzada i on l’eficàcia de l’acció es maximitza cada cop més.
La gestió algorítmica de la vida no és una quimera sinó una realitat que provoca malfi- ança perquè no tenim eines de control social que la limitin. Comprendre els canvis mentre estem canviant, reparar el vaixell en mig de la tempesta, resul- ta una tasca potser excessiva, però segurament és l’imperatiu ètic més urgent ara mateix.
Perdre la capacitat de comprensió del món va molt més enllà de perdre l’autonomia humana. Amb algoritmes, emprant eines d’aprenentatge au- tomàtic (i sovint «de caixa negra», val a dir, mecanismes als que l’usuari no pot accedir), s’està realitzant la intuïció del vell Leibniz quan deia que arribaria el moment que els homes ja no discutirien sinó que calcularien i això significa un novum radical en la història de la humanitat amb un abast que encara estem lluny de comprendre per- què implica una transformació d’arrel de la nostra concepció de la llibertat i de l’autonomia. Fascinats i entretinguts com estem per les aplicacions lúdiques de la informàtica a la vida quotidiana, ben poca gent recorda l’exercici del poder sense regles sempre ha estat una característica del totalitarisme. La barreja d’un gran poder i una immensa ceguesa és un perill que sembla no importar gaire socialment parlant. En el món del Big Data no hi ha només problemes d’enginyeria sinó de societat.
Que el canvi tecnològic s’estigui produint sense control social, ni regles morals i polítiques per a gestionarlo implica un perill social i emocional significatiu.
L’homo technologicus que hem estat sempre ha transformat finalment la natura i per als més pessimistes podem estar al caire mateix de l’autodestrucció si com a civilitza- ció no ens fem capaços d’entendre els termes (i els límits) de la nostra a dependència respecte a les eines en què hem delegat la gestió de les nostres petites vides.
La robòtica i els ordinadors es van estructurar i van créixer sense que ningú determinés prèviament unes regles del seu ús, una mica com les ciutats incòmodes i mal construïdes que creixen al seu aire i sense planificació (cosa que ja lamentava Descartes). Les regles han vingut després i això ex- plica en bona part que quan els usuaris no saben quin són els límits i els drets que regeixen els terri- tori se sentin desprotegits i temorosos.
Contra el que temen els tecnòfobs, la tecnologia té una clara tendència a resoldre els problemes que ella a mateixa provoca. El programa progressista de la Il·lustració –que fins ara ha estat el més exitós en la història de la humanitat, malgrat les aparences– implica una confiança bàsica en la racionalitat tecnològica i és un fet provat que els problemes provocats per la ciència sempre s’han resolt a través de més i millor ciència i no amb l’enyor d’un passat, ni amb la prohibició de la investigació en àrees diguem-ne perilloses o moralment farcides d’indecisions i dubtes. Milito entre els qui defensen que abandonar el programa de la Il·lustració i la idea de progrés és un error greu i podria tenir conseqüències fatals.
La informàtica, com qualsevol altra tecnologia no farà per ella sola que món sigui just o bo, però aspira a regir-se per regles raonables i, per tant, bàsicament morals. Que una regla sigui raonable signi- fica senzillament que la seva aplicació té moltes (però moltes....) més conseqüències positives que negatives i no nega que la seva utilitat sigui parcial o imperfecta. D’aquí la necessitat d’una gestió ètica de les dades, que si bé no garanteix la justícia o la bondat d’un algoritme, procuri com a mínim, estalviar (-nos) biaixos i inconseqüències.
Ramon Alcoberro, Ex Machina. Ètica, Big Data, Algoritmes i Robots, Edicions Enoanda 2022
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
La única razón que se esgrime para justificar este ejercicio «adultocéntrico» del poder es la misma que se emplea para rechazar que se pueda votar desde los dieciséis años (algo que se ha vuelto a debatir estos días en el Parlamento). La susodicha razón es que los jóvenes de dieciséis o diecisiete años son presuntamente inmaduros para participar en política, un argumento completamente capcioso que ya se empleó, siglos ha, para negar el derecho al voto a las clases populares o a las mujeres. De ellas también se decía entonces (igual que de los jóvenes ahora) que eran inmaduras, maleables, poco hechas a asumir responsabilidades y emocionalmente inestables…
El argumento es obviamente falso. Pero conviene desgranar los motivos. El primero es que se funda en una determinación completamente arbitraria de lo que supone ser «moral o políticamente maduro» (una determinación que inexplicablemente se deja en manos de neurólogos o psicólogos, como si estos tuvieran competencia alguna para definir qué sea lo «moral»). Y el segundo es que, independientemente de esta falaz presunción, la inmensa mayoría de los estudios (justamente científicos) coinciden en que los jóvenes entre dieciséis y dieciocho años tienen, como mínimo, la misma capacidad para pensar lógicamente, argumentar y tomar decisiones racionales que los adultos…
Por supuesto, se puede argüir que los jóvenes de diecisiete son más impulsivos y «emocionales» (o incluso «radicales», como he leído por ahí). Del mismo modo que se puede decir que los ancianos son por lo general más conservadores, los ciudadanos sin estudios más influenciables, o los adultos de clase media-alta más moderados… ¡Puestos a hacer generalizaciones! Ahora bien, ¿invalida esto el derecho al voto de los ancianos, las personas sin estudios o los ciudadanos acomodados? De ninguna manera. Se supone que la democracia se funda precisamente en considerar los intereses y deseos de todos, estén influidos por lo que estén influidos. ¿y por qué habría de ser peor estar influido «por las hormonas» que por el afán (no menos emocional) de defender tus intereses de clase?
Frente al pésimo argumento de la presunta “inmadurez” moral de los jóvenes encontramos, sin embargo, un elevadísimo número de razones a favor de disminuir la edad para votar. La primera es obvia: si los jóvenes de dieciséis años pueden emanciparse, trabajar, dar consentimiento médico, casarse o ser penalmente responsables, ¿por qué no van a poder también votar? ¿Por qué motivo vamos a considerarlos «maduros» para formar una familia o trabajar, pero no para elegir a aquellos que les gobiernan?
Otro buen argumento a favor de facilitar el voto a los más jóvenes es el de promover su compromiso con el ejercicio activo de la ciudadanía, evitando o disminuyendo desde su raíz la desafección política (de hecho, en algunos de los países europeos en que se ha instaurado la medida – como Escocia o Austria – ha aumentado notablemente la participación y el compromiso cívico de los jóvenes).
En tercer argumento es que el acceso al voto de un mayor número de gente joven incrementaría su capacidad para defender sus legítimos intereses (en un contexto económico que les es, además, muy desfavorable) frente a los de una mayoría de adultos y ancianos que, por razones políticas y demográficas, acumulan hoy todos los privilegios y resortes del poder.
Hay finalmente otro dato fundamental, al que tengo, por mi oficio, un acceso privilegiado. Después de trabajar veinticinco años con jóvenes (con jóvenes, precisamente, de entre dieciséis y dieciocho años), puedo asegurar que el grado de preocupación por los verdaderos problemas políticos (como la injusticia, la guerra, la desigualdad, los derechos civiles, etc.), o la capacidad para dialogar o evaluar ideas nuevas, son siempre mayores entre mis alumnos y alumnas que entre gran parte de los adultos que conozco, que o bien «pasan ya de todo», o bien solo se preocupan de aquellos asuntos públicos que afectan a sus particulares intereses o que interfieren con sus más obsesivos prejuicios.
Y sí, podemos sonreír con altivez y pensar que esos jóvenes de los que hablo son unos ingenuos. Pero, aunque así fuera, un sistema político también necesita del voto de los más ingenuos e «idealistas» (que no necesariamente «radicales»). Es decir, de aquellos que, a diferencia de mucha gente mayor, aún pueden mirarse al espejo y darse moralmente la absolución sin demasiados aspavientos retóricos.
Sergio Parra, No pensamos como máquinas y por eso las máquinas no pueden pensar (de momento), Sapienciología 01/10/2022 [https:]]Hacemos cosas, pero eso no significa que podamos programar todo lo que hacemos: piensa en escribir un programa que escriba una novela del orden del Ulises de James Joyce. Ese programa carecería de sentido. En su lugar, escribiríamos la novela directamente (si fuéramos Joyce).
La invención de la rueda no se puede predecir. Y es que una parte necesaria a la hora de predecir un invento consiste en decir lo que la rueda es, y decir lo que la rueda es implica inventarla […] La idea de predecir una innovación conceptual radical es en sí misma una incoherencia conceptual.
En el Cultural de esta semana varios de mis antiguos profesores y referentes en filosofía escriben sobre esta realidad distópica que nos abruma y envilece. En concreto Victoria Camps, Manuel Cruz y Adela Cortina. En el trasfondo de sus escritos se sugieren ideas interesantes como las apuntadas por la profesora de la Historia de la ética , cuando indica que el mundo que tenemos es consecuencia de una libertad ejercida contra nosotros mismos de manera equivocada. Esta claro que la profesora pone el acento en la sensación de desazón y incertidumbre que nos atrapa actualmente fruto de una constante repetición de los males que nos aquejan a todos . Esa idea de actuar haciendo un uso de la libertad comprometida con nuestra especie en un devenir posible al que se nos de la opción de cambiarlo y modificar aquello que no nos funciona bien o nos impulsa a ser catastrofistas. Hasta aquí me parece muy sugerente lo que nos dice sin embargo en el inicio de su artículo me ha producido una cierta contradicción . Afirma lo siguiente : " Crecer en un mundo feliz y querer realizarlo a toda costa , como ocurrió con el comunismo, sólo conduce al desastre" . En base a esa creencia parece que el siglo XX ha fundamentado sus discursos neoliberales señalando el beneficio y las ventajas de este consumo neoliberal de productividad ,inflación y organismos internacionales como el FMI . Y me produce una especial repulsión esa insistencia en atribuir los males actuales a ese "comunismo" como incluso la derecha sostiene desde hace tiempo. Ya a principios del siglo XXI en Alemania con la caída del Muro las referencias a esta ideología se habían difuminado y disuelto en el abandono absoluto . Sin embargo en otra de las lecturas , la de la profesora Adela Cortina que fué referente en mi doctorado con su ensayo sobre "Los hábitos del corazón " en el artículo "¿Ciudadanos solidarios o tontos polarizados? continua sosteniendo esta idea de la incertidumbre para combatirla con una visión de la llamada amistad cívica y una mirada cosmopolita. Tesis que I.Kant ya hablaba en el siglo XVIII durante la Ilustración. La opinión continua diciendo que ha desaparecido la idea del "nosotros" en esta España polarizada, sesgada y sin primera persona del plural. Culpa en parte a los medios de comunicación y a las redes sociales , así como a los partidos políticos de esta situación tan radicalizada y polarizada que impide una visión conjunta. Continua diciendo que la llamada "economía de la atención" enfrenta todavía más a la población sembrando odios, venganzas, antagonismos alejados unos de los otros imposibles de vencer. Hasta aquí uno apelando a su sentido común podría estar de acuerdo . A continuación indica que vivimos con una ciudadanía tomada por tonta puesto que no ve nada más que su mundo local, parcial, descontextualizado . Fruto de un miedo a esta situación de incertidumbre" han aparecido los localismos y nacionalismos cerrados , cortos de vista, burriciegos, incapaces de percatarse que vivimos en un mundo de personas y paises interdependientes. Incluidos los supremacistas , que se creen más poderosos....." Nuevamente sin ser un defensor de ciertos nacionalismos patrios en estas palabras creo observar un enorme sesgo excluyente identificando a esos tribalismos como ella indica a diferencia de un nosotros que si está por la labor . La llamada polarización se produce por ambas partes y excluye a quienes tildan de supremacistas erigiéndose en baluartes de la Nación española. Está claro que ese nosotros resulta interesante , como el Mundo común de Marina Garcés sin embargo no deja de ser paradójico que para criticar posturas separatistas o secesionistas se utilicen argumentos que con su lenguaje excluyen otra opción que no sea la suya.
En estos tiempos, cualquier desacomplejado con un cursillo de escasas horas se te presenta como especialista en neuroeducación, mindfulness, psicodiagnóstico, inteligencias múltiples, educación consciente, disciplina positiva, pedagogía de la luz... o educación emocional. Conozco a varios de estos últimos que bien podrían comenzar a educar sus propias emociones, para dar ejemplo. En cualquier caso, frente a la mermelada emocional dominante, suelo plantearles este dilema:
Las emociones o atienden o no atienden a razones. Si no atienden, no hay educación emocional; si atienden, eduquemos la razón.
En mis tiempos en los CV de un profesor lo que se resaltaba era algo tan propio de su oficio como "especialista en matemáticas" o "educación física".
Me he levantado esta mañana con la pierna izquierda ligeramente deflactada.
El verbo deflactar se ha puesto de moda. Deriva del inglés "to deflate" que, originariamente, significada desinflar, y que procede del latín "deflatus", soplar.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
No olviden que a las mujeres iraníes (y a las que viven en otros países islámicos) les toca sufrir una triple opresión: la de ser mujeres en un mundo diseñado por y para los hombres, la de vivir bajo una dictadura, y la de soportar un régimen teocrático en el que la mujer es estigmatizada como propiedad del varón, cuando no como criatura del demonio.
Sin embargo, el clamor de las mujeres iraníes apenas ha generado eco en nuestro país. Yo, al menos, no he visto manifestación o algarada ninguna sobre este asunto, ni en la calle ni en las redes, especialmente desde la izquierda habitualmente autoidentificada con las luchas feministas. De hecho, si uno revisa la prensa militante, apenas encontrará unos pocos artículos al respecto. ¿Por qué?
¿Será la sospecha de que detrás de las protestas existe algún tipo de complot «imperialista» para desestabilizar el país?... Uno se resiste a pensar que se pueda caer intelectualmente tan bajo, pero no sería la primera vez. Si la Guerra y la resistencia de Ucrania es reducible, según parte de esa misma izquierda, a un turbio movimiento de la OTAN en su estrategia de acoso a Putin «el desnazificador», las desesperadas protestas de las mujeres (y de buena parte de la población) en Irán bien podría ser un movimiento instigado por Occidente para meter en vereda a esos rebeldes ayatolas antiimperialistas-entronizados-por-los-imperialistas (y no – ¡por supuesto! – por culturas tan habituadas a la democracia y a la igualdad de género como la persa o la chiita).
¿Pero será todo esto cierto? ¿Será que los americanos y sus secuaces, las viejas potencias coloniales europeas, están subvirtiendo los valores culturales iraníes (tan democráticos como los rusos, los chinos o los de Corea del Norte) para imponer su injusto y etnocéntrico concepto del mundo? ¿O será, más bien, que la gente, que no es imbécil, y sabe cómo vivimos en el «imperio», quiere gozar del mismo nivel, no ya de bienestar (que ese, a veces, no falta), sino de libertad que tenemos aquí?
¿Y qué es esa libertad tan valiosa de la que gozamos los occidentales – preguntarán algunos de los que se han formado en la tradición crítica occidental –? Obviamente no es la de vestir como nos da la gana (aunque ninguno de nosotros soportaría que un «policía de la moral» nos dijera cómo llevar la boina o el pañuelo palestino al cuello). Tampoco se trata de la «libertad»de escoger dónde vamos de vacaciones. La libertad que nos caracteriza es la de poder cuestionarlo radicalmente todo (las ideas, los valores, los dioses, el poder de los poderosos…) sin afrontar, ni de lejos, las mismas consecuencias que en otras partes del mundo. Tal vez no sea mucho. Pero es más de lo que nadie tiene.
¿Y que es esta una reflexión eurocéntrica? Desde luego. Y a mucha honra. No en vano somos la única civilización que yo conozca que ha elevado la autocrítica y la concepción universalista del ser humano tan lejos como para tacharse a sí misma de «etnocéntrica» y reflexionar sistemática (y hasta obsesivamente) acerca de su responsabilidad con respecto a otras culturas.
Y es por ello, y por muchas otras cosas, que Occidente es justo objeto de emulación. El problema está en qué es lo que se imita de él. Así, los tiranos usan la tecnología occidental para violentar los derechos individuales bajo la apariencia del rechazo de los valores del “impuro” Occidente (de los valores, que no de los lujos, claro), mientras que, del otro lado, la gente, buscando librarse de esos mismos tiranos, imitan el modelo occidental de libertad fundado en el pensamiento autónomo, los derechos individuales, la educación laica o la igualdad de hombres y mujeres.
La clave, pues, para ejercer una actitud eurocéntricaadecuada y madura es fomentar este segundo tipo de “imitación” o apropiación de los valores occidentales. ¿Por qué no? Si ya hemos exportado a nivel global el capitalismo y el marxismo, o el paradigma científico-mediático de producción de ideas, tendríamos que hacer lo mismo con lo mejor de nuestra cultura, que no es solo el poder quitarse el pañuelo obligatorio de la cabeza, sino el hábito de cuestionar todo lo que hay dentro de ella. Al fin – insistimos –, no hay nada más occidental que el pensamiento crítico, incluyendo el pensamiento crítico de lo occidental. He ahí por qué se puede ser absolutamente eurocéntrico (y oponerse a todo fundamentalismo y tiranía) y no serlo a la vez en absoluto.
Impartiré un curso en línea sobre LA CONFIANZA. Se trata básicamente de iniciar un trabajo de autoconocimento filosófico. La indagación gira alrededor de la confianza, concretamente, en la confianza incondicional de la realidad, que nos sostiene, acoge y nos lleva a reencontrarnos. Veremos las resistencias, dificultades y creencias que operan en relación a la confianza/desconfianza en nuestra vida, en definitiva, lo que nos une y nos separa del mundo y de los demás.
Hay un artículo que puede facilitar una mayor comprensión sobre el contexto filosófico del que parte y profundiza este curso. Es el siguiente: Sobre la confianza.
El curso es desde el 19 de octubre hasta el 23 de noviembre. Nos reuniremos todos los miércoles (18.30h-20h) a través de la plataforma Zoom.
Más información/inscripción del curso.“Siento que no estemos en el mismo partido político; pero ¿qué remedio? Y lo más tristemente chistoso es que estamos en opuestos partidos, no por ser opuestas nuestras opiniones e ideas, pues yo tengo la evidencia de que pensamos lo mismo en todo, sino por esto que llaman disciplina de los partidos, que nos tienen como alistados en una tropa o pandilla y regimentados a usted, bajo la bandera y mando de Cánovas, y a mí, bajo la bandera y mando de Sagasta, lo cual por mucho que estimemos a los tales caudillos, es incómodo y algo vejatorio”.
- Carta de Juan Valera, siendo embajador de España en Viena, a Marcelino Menéndez Pelayo. 17 de abril de 1893.
Le voy cogiendo cada vez más cariño a Valera a medida que voy conociendo sus debilidades, que son muchas, pero ninguna tan grande como sus virtudes.