Como hemos visto en estas semanas en clase, el mundo moderno, del que René Descartes fue el autor que inauguró una de las dos grandes corrientes filosóficas del momento, fue un mundo mecánico. Tanto los filósofos como los científicos (en muchas ocasiones los intelectuales eran ambas cosas) estaban maravillados con el progreso científico y veían el cósmos como una perfecta pieza de relojería.
Un buen ejemplo de la relación de los autores de esta época con las máquinas es el caso de Leonardo da Vinci, inventor, dibujante, músico, escritor, etc. Todo un intelectual. Diseñó una bicicleta, una nave voladora, un tornillo aéreo e incluso un tanque.
En línea con el gusto por lo mecánico, Descartes llegó a pensar que los animales eran como máquinas porque no tenían “alma” (en esto es contrario a Aristóteles) ni eran capaces de hablar. Hoy en día, sin embargo, la reflexión sobre los animales como seres merecedores de respeto y buen trato es una de las que están sobre la mesa entre los temas filosóficos candentes.
Estos ejemplos os pueden ayudar a entender mejor la ambición racionalista por el conocimiento verdadero y evidente, así como la cantidad de veces que Descartes se refiere a las máquinas en sus textos. Si queréis profundizar en este tema, os dejo este estupendo enlace a un artículo de Francesc Llorens: Descartes y el mecanicismo.
Por otro lado, las dos obras principales de Descartes pueden ser consultadas en línea:
Para consultar la presentación que vimos en clase, pulsad aquí.
Como colofón, aquí tenéis los primeros minutos de la película de Rosellini “Cartesius“. Veréis en ella a un simpático e imberbe Descartes que estudia en La Flèche y parece más fascinado por las nuevas ciencias que por la filosofía escolástica. Son las inquietudes iniciales de una de las grandes mentes del siglo XVI.
Quienes queráis incrementar la nota de la evaluación podéis escribir unas cinco líneas explicando qué ocurre en el video y aportando vuestra opinión sobre los temas que se discuten en él. Publicaré las respuestas el día 3 de Febrero de 2013. (Si hay problemas para visualizar el video, aconsejo probar con otro navegador). ¡¡Animáos a participar!!
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Maquiavelo |
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Afirma el artículo 27 de la Declaración Universal de Derechos Humanos lo siguiente:
- Toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten.
- Toda persona tiene derecho a la protección de los intereses morales y materiales que le correspondan por razón de las producciones científicas, literarias o artísticas de que sea autora.
Este artículo, aparentemente, inocuo, cuenta hoy con una innegable actualidad, ya que es un intento de proteger la cultura desde dos puntos de vista: el productor y el receptor. Y es posible que en este sentido no hayamos progresado mucho en los más de sesenta años de derechos humanos: siguen existiendo obstáculos para acceder a la cultura, y los derechos de los productores están menos protegidos.
El primer epígrafe del artículo da por supuesto varias cosas. Lo primero y más importante: el deseo de participar en la vida cultural de la sociedad. Lo cierto es que incluso en los países que se dicen avanzados hay una parte importante de la población que no manifiesta interés alguno por la cultura. El motivo es bien sencillo: el aprecio de la cultura pasa necesariamente por un sistema educativo que desarrolle una especial sensibilidad hacia la misma. Y esto hoy, como ayer y como mañana, brilla por su ausencia. Es triste reconocerlo, pero hoy muchos alumnos logran el título de bachillerato sin ningún interés por la música, el teatro, la literatura o el arte. De nada sirve tener un derecho si no hay una sociedad que lo fomenta, que le soporta y da sentido. Algo de esto es lo que ocurre con un derecho a disfrutar de la cultura en una sociedad que no valora la cultura. Algo que no es, ni mucho menos, exclusivo de España, sino que ocurre en muchos otros países, y se puede constatar en el sistema educativo, pero también en los grandes medios de comunicación, espectáculos de masas, etc. La ausencia de voluntad es fácil de explicar: una sociedad culta es una sociedad menos manipulable. Y esto no interesa a nadie. Algo muy similar ocurre con el progreso científico: el acceso al mismo no es, ni mucho menos igualitario: el nivel económico marca la diferencia y la generalización de la ciencia y la tecnología es sólo una consecuencia, no necesariamente prioritaria, de otros intereses económicos superiores.
El análisis de este artículo se termina de complicar con el segundo epígrafe: la protección de los derechos de los creadores. Y es aquí donde se produce un choque peculiar: mientras que en Internet abundan las páginas que defienden los derechos humanos, son muchísimas más las que promueven la violación de estos derechos de propiedad intelectual. Podemos considerarlos o no, abusivos o inaceptables, pero lo cierto es que, estemos o no de acuerdo, la declaración de los derechos humanos recoge entre los mismos los “intereses morales y materiales” que correspondan a la creación de la que se trate. Algo que no puede quedar al arbirtrio de un internauta o de una asociación, ni mucho menos de quienes decidan lanzar una página de almacenamiento on-line con triquiñuelas técnicas para eximirse de responsabilidades. Internet ofrece hoy una plataforma de creación cultural muy amplia. Los escritores, artistas o cineastas del más diverso pelaje pueden decidir si comparten o no su material en la red. Pero una vez tomada esa decisión, la decisión de aquellos que opten por intentar cobrar por sus creaciones debe ser respetada. Podemos discutir cuánto tiempo han de estar vigentes estos derechos o si quizás sean preferibles formas de distribución alternativas a las tradicionales. Pero que alguien desee crear ciencia, arte, y literatura, y quiera también arriesgarse a vivir de esas creaciones son iniciativas que están protegidas por la declaración de derechos humanos. Y respetar esos derechos implica respetar las obras y a las personas que las crean. No vaya a ser que al final seamos muy activistas con algunos derechos y no tanto con otros que nos puedan resultar mucho más molestos.
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Irenäus Eibl-Eibesfeldt |
Discutimos en estos días algunas de las ideas del empirismo de Hume. No sin cierta perplejidad: parece difícil de aceptar que quien se sentía fascinado por la ciencia termine desarrollando una filosofía escéptica. Es más que posible que esta perplejidad derive de una falsa concepción de la ciencia, que quizás se nos inculca desde bien pequeños: la imagen del laboratorio, del experimento y del contacto permanente con las cosas se impone sobre cualquier otra concepción. Hume representa muy bien esta concepción y también las arduas dificultades que la rodean: si queremos ser coherentes con ese apego a la experiencia empírica, tendremos que renunciar incluso a la posibilidad de hacer ciencia. Al buscar su lugar a lo largo de la historia, la ciencia ha ido desplazando a otras formas de pensamiento, entre ellas la filosofía, acusándola de incluir demasiados conceptos abstractos, de elaborar discursos vacíos. Hume, desde el centro de la Ilustración, debería servirnos de recordatorio de que también la ciencia necesita para su elaboración de este tipo de conceptos.
Esto de que la ciencia es experimental y se puede demostrar genera equívocos graves en la gente de a pie, que confunde ciencia con verdad. Y si de algo sirve ese empirismo coherente que representa la filosofía de Hume es precisamente para desenmascarar la actividad científica, y descubrir que en el fondo está construida sobre abstracciones que nos obligan a ir más allá de la experiencia. Que al dejar caer una tiza al suelo alguien vea actuar la fuerza de la gravedad no deja de ser significativo: es la mejor muestra de la efectividad de más de diez años de enseñanza que se pretende científica. Pero no le resta ni un ápice de valor a la crítica de Hume: por más vueltas que le demos y repitamos la experiencia miles de veces, jamás lograremos ver concepto abstracto alguno. Algo parecido ocurre con cualquier experimento: intervienen tantos conceptos abstractos que orientan la mirada del experimentador que se hace prácticamente imposible separar lo teórico, esa parte abstracta inasumible desde un empirismo radical como el de Hume, de lo práctico y experimental. La llamada a la experiencia que se realiza desde el pensamiento científico es incompatible con su propia manera de proceder y trabajar.
Todo esto nos puede llevar un paso más allá: si revisamos por encima la historia de la filosofía, nos damos cuenta de que hay un rasgo común a muchas teorías del conocimiento, en ocasiones tan opuestas como el racionalismo y el empirismo: todas ellas valoras el conocimiento científico y pretenden jsutificarlo. Así lo hizo Descartes desde la orilla racionalista, o el mismo Kant. Locke o Russell son buenos ejemplos de partidarios de la ciencia desde el empirismo. La cuestión es hasta qué punto estos empiristas, y otros tantos que en el mundo han sido, no están obligados a abrir la puerta a conceptos abstractos que son imprescindibles para desarrollar la ciencia. Y podemos pensar que la rendija para la abstracción sea en el caso de la ciencia lo más pequeña que podamos pensar y que queramos incluso controlar todos y cada uno de los conceptos que se utilicen en cada caso. Pero por pequeño que sea ese espacio, resurgirá como un ave fénix un viejo problema filosófico: por qué hemos de dar validez a las abstracciones científicas y no a otras abstracciones, como las filosóficas. Por más vueltas que le demos no encontraremos solución alguna. Este es el motivo central de que los críticos de la filosofía que emplean argumentos de inspiración positivista o empirista resulten tan divertidos: queriendo recortar tanto la abstracción terminan minando el suelo que ellos mismos pisan.
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Jean Baudrillard |
Parece existir una tradición que consiste en utilizar nociones matemáticas fuera de su contexto. Para Lacan, son los toros y los números imaginarios, para Kristeva, los conjuntos infinitos, y aquí los espacios no euclidianos.[1] Pero, ¿qué significado podría tener esta metáfora? Por otro lado, ¿cómo sería un espacio euclidiano de la guerra? Notemos de pasada que el concepto de «hiperespacio de refracción múltiple» no existe ni en matemáticas ni en física: es una invención baudrillardiana.Los escritos de este autor están atestados de metáforas semejantes tomadas de las matemáticas y la física. Por ejemplo:Lo más extraordinario es que las dos hipótesis, la apocalipsis del tiempo real y de la guerra pura y el triunfo de lo virtual sobre lo real, se producen al mismo tiempo, en un mismo espacio-tiempo, persiguiéndose la una a la otra de modo implacable. Es la señal de que el espacio del acontecimiento se ha convertido en hiperespacio de refracción múltiple, que el espacio de la guerra ya es definitivamente no euclidiano (Baudrillard, 1991, pág. 49; cursivas del original).
Sin embargo, no toda la física de Baudrillard es metafórica. En sus escritos más filosóficos parece tomar la física —o por lo menos su versión de la misma— al pie de la letra, como en su ensayo Le fatal, ou l'imminence réversible, dedicado al tema del azar:En el espacio euclidiano de la historia, el camino más recto entre dos puntos es la línea recta, la del Progreso y la Democracia. Pero eso sólo es válido para el espacio lineal de la Ilustración.[2] En nuestro espacio no euclidiano de finales de siglo, una curvatura maléfica desvía invenciblemente todas las trayectorias. Ligada, sin duda alguna, a la esfericidad del tiempo (visible en el horizonte de finales de siglo como la de la tierra en el horizonte al caer el día) o a la sutil distorsión del campo gravitacional. (...)Debido a esta retroversión de la historia hacia el infinito, a esta curvatura hiperbólica, el mismo siglo escapa a su propio fin (Baudrillard, 1992, págs. 23-24).A esto, sin duda, le debemos ese efecto de «física recreativa»: la impresión de que los acontecimientos colectivos o individuales se precipitan por un orificio de la memoria. Este desvanecimiento está causado, sin lugar a dudas, por ese movimiento de reversión, por esa curvatura parabólica del espacio histórico (Baudrillard, 1992, pág. 36).
Es difícil saber qué entiende Baudrillard por «reversibilizar» una ley de la física. Es cierto que en física se habla de la reversibilidad de las leyes, una fórmula condensada que se usa para designar su «invariancia respecto a la inversión del tiempo».[3] Pero esta propiedad era ya bien conocida en la mecánica newtoniana, teoría determinista y causal por excelencia, y no tiene nada que ver con la incertidumbre ni se sitúa, en absoluto, en los «confines físicos y biológicos» de la ciencia. (Por el contrario, precisamente la no reversibilidad de las leyes de las «interacciones débiles», descubierta en 1964, constituye una novedad aún no bien comprendida.) En todo caso, la reversibilidad de las leyes no guarda relación alguna con una supuesta «reversibilidad del orden causal». Finalmente, las confusiones —o fantasías— científicas de Baudrillard le conducen a hacer aserciones filosóficas injustificadas: no aporta ningún argumento para apoyar su idea de que la ciencia llega a hipótesis «contrarias (...) a su propia lógica».Esta pauta de pensamiento la retoma una vez más en el ensayo titulado Instabilité et stabilité exponentielles:Esta reversibilidad del orden causal, esta reversibilidad del efecto sobre la causa, esta precesión y este triunfo del efecto sobre la causa son fundamentales. (...) Esto es lo que entrevé la ciencia cuando, no satisfecha con cuestionar el principio determinista de causalidad (eso es una primera revolución), presiente, más allá del principio de indeterminación, que todavía desempeña una función como hiperracionalidad —el azar es una flotación de las leyes, lo que ya es, de por sí, extraordinario—, pero eso que, en lo sucesivo, presiente la ciencia en los confines físicos y biológicos de su ejercicio, consiste, en realidad, en que no sólo existe una flotación, una incertidumbre, sino una reversibilidad posible de las leyes físicas. Ése sería el enigma absoluto: no una ultrafórmula o metaecuación del universo (lo que todavía era la teoría de la relatividad), sino la idea de que toda ley puede reversibilizarse (no sólo la partícula en la antipartícula, la materia en la antimateria, sino las leyes en sí mismas). Dicha reversibilidad —las grandes metafísicas siempre han desarrollado esta hipótesis— es la regla fundamental del juego de las apariencias, de la metamorfosis de las apariencias, contra el orden irreversible del tiempo, de la ley y del sentido. Pero resulta fascinante observar cómo la ciencia llega a las mismas hipótesis, contrarias como son a su propia lógica y a su propio funcionamiento (Baudrillard, 1983, págs. 232-234; cursivas del original).
En primer lugar, la teoría del caos no invierte de ningún modo la relación entre el efecto y la causa. Incluso en los asuntos humanos, ¡mucho dudamos de que una acción del presente pueda afectar a un acontecimiento del pasado! En segundo lugar, la teoría del caos no tiene nada que ver con la hipótesis de Benveniste sobre la memoria del agua.[4] Y, finalmente, la última frase, aunque construida a base de terminología científica, carece de sentido desde el punto de vista científico.El texto continúa en un crescendo de sinsentido:Todo el problema del discurso sobre el final (el final de la historia, en particular) consiste en tener que hablar, a la vez, del más allá del término y de la imposibilidad de terminar. Esta paradoja deriva del hecho de que en un espacio no lineal, en un espacio no euclidiano de la historia, el final es inidentificable. Efectivamente, el final sólo se concibe en un orden lógico de la causalidad y la continuidad. Ahora bien, los acontecimientos mismos, por su producción artificial, por su vencimiento programado o la anticipación de sus efectos, sin contar su transfiguración mediática, anulan la relación de causa a efecto y, por ende, toda continuidad histórica.Esta distorsión de los efectos y las causas, esta misteriosa autonomía de los efectos, esta reversibilidad del efecto sobre la causa, que engendra un desorden o un orden caótico (es exactamente nuestra situación actual: la de una reversibilidad de la información sobre lo real, que engendra un desorden de los acontecimientos y una extravagancia de los efectos mediáticos) no deja de evocar la teoría del caos y la desproporción entre el batir de alas de la mariposa y el huracán que desencadena en las antípodas del planeta. No deja de evocar tampoco la paradójica hipótesis de Jacques Benveniste sobre la memoria del agua. (...)Quizá haya que considerar la historia misma como una formación caótica en la que la aceleración pone fin a la linealidad, y donde las turbulencias generadas por la aceleración alejan definitivamente la historia de su final, al igual que alejan los efectos de sus causas (Baudrillard, 1992, págs. 155-156).
El último párrafo es baudrillardiano por excelencia. El lector no podrá dejar de advertir la alta densidad de términos científicos y pseudocientíficos[6] que saturan unas frases, por lo demás, vacías de significado.No obstante, es justo decir que estos textos son atípicos en la obra de Baudrillard, pues aluden, aunque sea de modo confuso, a ideas científicas más o menos bien definidas. Lo habitual es toparse con frases como la siguiente:Nunca llegaremos al destino, aunque se trate del Juicio Final, ya que estamos separados de él para siempre por un hiperespacio de refracción variable. La retroversión de la historia se podría perfectamente interpretar como una turbulencia de esta clase, debida a la precipitación de los acontecimientos que invierte su propio curso y traga su propia trayectoria. Ésta es una de las versiones de la teoría del caos, la de la inestabilidad exponencial y de sus efectos incontrolables, que da perfecta cuenta del «final» de la historia, interrumpida en su movimiento lineal o dialéctico por esta singularidad catastrófica (...)Pero la versión de la inestabilidad exponencial no es la única; la otra es la de la estabilidad exponencial, que define un estado en el que, cualquiera que sea el punto de partida, siempre se acaba llegando a ese mismo punto. Poco importan las condiciones iniciales o las singularidades originales, ya que todo tiende al punto Cero —un atractor extraño por sí mismo.[5] (...)De hecho, las dos hipótesis —inestabilidad y estabilidad exponenciales—, aunque incompatibles, son simultáneamente válidas. Más aún, nuestro sistema, en su curso normal —normalmente catastrófico—, las conjuga a la perfección. En efecto, conjuga una inflación, una aceleración galopante, un vértigo de movilidad, una excentricidad de los efectos, un exceso de sentido y de información, con una tendencia exponencial hacia la entropía total. Así, pues, nuestros sistemas son doblemente caóticos, ya que funcionan en la inestabilidad y en la estabilidad exponenciales al mismo tiempo. De este modo, nunca existiría un final, porque nos hallamos en un exceso de final: transfinito —en una superación de las finalidades: transfinalidad. (...)Nuestros sistemas complejos, metastáticos, virales, consagrados exclusivamente a la dimensión exponencial (tanto si se trata de la inestabilidad como de la estabilidad exponenciales), a la excentricidad y a la escisiparidad fractal indefinida, no pueden tener ya un final. Entregados a un intenso metabolismo, a una intensa metástasis interna, se agotan en sí mismos y dejan de tener destino, final, alteridad, fatalidad. Están condenados precisamente a la epidemia, a las excrecencias sin fin de lo fractal, y no a la reversibilidad y a la resolución perfecta de lo fatal. Sólo conocemos los signos de la catástrofe, no conocemos ya los signos del destino. (Por lo demás, la teoría del caos, ¿se ha ocupado del fenómeno inverso, asimismo extraordinario, de la hiposensibilidad a las condiciones iniciales, de la exponencialidad inversa de los efectos con relación a las causas, de los huracanes potenciales que acaban en un batir de alas de mariposa?) (Baudrillard, 1992, págs. 156-160; cursivas del original).
Como señalan Gross y Levitt, «esto es tan pomposo como carente de sentido».[7]Resumiendo: en los trabajos de Baudrillard se encuentra una profusión de términos científicos empleados sin ningún miramiento por su significado y, sobre todo, situados en un contexto en el que son totalmente irrelevantes.[8] Tanto si se interpretan como metáforas como si no, resulta difícil ver qué función desempeñan, salvo la de dar una apariencia de profundidad a observaciones banales sobre sociología o historia. Más aún la terminología científica está mezclada con una terminología acientifica utilizada con la misma ligereza. Cabría preguntarse, a fin de cuentas, qué quedaría del pensamiento de Baudrillard si quitáramos todo el barniz verbal que lo recubre.[9]No existe una topología más hermosa que la de Moebius para designar esa contigüidad de lo próximo y de lo lejano, de lo interior y de lo exterior, del objeto y del sujeto en la misma espiral, donde se entrelazan también la pantalla de nuestros ordenadores y la pantalla mental de nuestro propio cerebro. Según el mismo modelo, la información y la comunicación vuelven siempre sobre sí mismas en una circunvolución incestuosa, en una indistinción superficial del sujeto y del objeto, de lo interior y de lo exterior, de la pregunta y de la respuesta, del suceso y de la imagen, etc. —algo que sólo se puede resolver en un bucle, simulando la figura matemática del infinito (Baudrillard, 1990, págs. 62-63).