La pantalla era un ritual colectivo; se veía en familia y, al llegar a clase, tanto profesores como alumnos habían visto lo mismo la noche anterior. Recuerdo vaciarse la piscina a las seis de la tarde el verano que estrenaron V: Invasión extraterrestre. Y el domingo que vi Cantando bajo la lluviapor primera vez, porque al día siguiente el colegio entero salió al recreo declamando frases de la descacharrante Lina Lamont. Ver Perdidos con el móvil en la mano para debatir teorías del espacio-tiempo parecía similar, pero no lo era. No era bajar al patio con los compañeros para hacer algo juntos, sino sentarse en el sofá para comentar en Twitter con miles de desconocidos a la vez.
Ahora todo el mundo acaba viendo las mismas series, pero nunca a la vez. La cultura del spoiler ha destruido incluso el placer colectivo de comentar. La red social no es un placer compartido, es una adicción individualizada global. Una adicción que te separa de tu familia, tus vecinos, tus compañeros y tus profesores y te conecta con una comunidad sintética, que no existe fuera de la plataforma, diseñada con el objetivo de extraer un beneficio económico de tu atención. Los documentos filtrados de Facebook demuestran que eran conscientes del daño que esa comunidad sintética provoca entre los adolescentes. Pero, como dijo la filtradora Frances Haugen, su avaricia es más fuerte que su preocupación.
Dicen que es difícil demostrar que algo hace daño a la salud mental de un colectivo. No es verdad. Antes de que los fiscales generales de 41 Estados demandaran a Meta, las escuelas públicas de Seattle presentaron una demanda colectiva contra TikTok, Instagram, Facebook, YouTube y Snapchat, con una estrategia muy inteligente. Argumentaron que el deterioro en la salud mental de los estudiantes y el aumento de trastornos de comportamiento, incluyendo ansiedad, depresión, trastornos alimenticios y acoso cibernético, han complicado tanto la labor educativa que se han visto obligadas a invertir en profesionales en salud mental, planes de estudio específicos para proteger a los niños y entrenamiento específico para el personal docente. En otras palabras: las empresas tecnológicas explotan a los niños y delegan las externalidades a su verdadera comunidad.
Marta Peirano, Instagram y TikTok no son televisión, El País 30/10/2023
En esta entrada voy a comentar la Teoría diádica de la moralidad que, por simplificar, voy a atribuir a Kurt Gray, aunque la ha desarrollado trabajando con muchos otros autores. Cuando la conocí hace unos años, la verdad es que me pareció demasiado simple. Al volver sobre ella hace poco creo que tiene más miga de lo que me pareció y que nos puede ayudar a entender muchos aspectos de la moralidad que vemos a nuestro alrededor todos los días. La moralidad es compleja y es muy difícil pretender que una teoría pueda explicarla en su totalidad, pero esta teoría captura aspectos que son esenciales y puede ser complementada con otros enfoques, ya que no es incompatible con ellos.
Gray y colaboradores plantean que la mente humana hace plantillas o modelos de muchas cosas, de lo que es un perro o de lo que es un pájaro, por ejemplo. Un ave es un ser con plumas capaz de volar, aunque sabemos que hay aves que no vuelan. Pues bien, la mente humana tiene una plantilla también de las transgresiones morales, un modelo cognitivo de lo que es una transgresión moral y los elementos claves de este modelo son la intención y el dolor. La esencia de un juicio moral es la percepción de dos mentes complementarias, una díada, compuesta por un agente moral intencional y un paciente moral que sufre (la acción del agente). La díada o pareja moral es asimétrica y está compuesta por un agente intencional (perpetrador) y un paciente que sufre (víctima) y la esencia de la inmoralidad no es simplemente el daño sino daño causado intencionalmente. Hablaremos en general de que la díada está compuesta por individuos pero estas mentes percibidas pueden ser también grupos, corporaciones, robots o seres sobrenaturales.
Hay datos de que la gente percibe las mentes a lo largo de dos dimensiones complementarias. Una es la capacidad de sufrir, de tener sensaciones y sentimientos como miedo, dolor, placer, etc. La otra dimensión es agencia, la capacidad de tener intenciones y de actuar. Una entidad puede puntuar alto en ambas, como por ejemplo un ser humano adulto, otras entidades pueden tener poca capacidad de sufrir y mucha agencia (Dios, Google), otros seres pueden tener mucha capacidad de sufrir y poca agencia (niños, animales) y, por último, otros pueden puntuar bajo en ambas dimensiones (los muertos, objetos inanimados). Lo que se ha observado es que el reconocimiento de derechos correlaciona con la capacidad de sufrir y la responsabilidad (legal, moral) correlaciona con la percepción de agencia. La agencia hace que una entidad sea un agente moral y la capacidad de sufrir y de experimentar cualifica para ser paciente moral y tener derechos.
Pablo Malo, La Esencia de la Moralidad: La Teoría Diádica de la Moral, evolucionyneurociencias.com 19/01/2019
Un anochecer de septiembre de 1731 la voz empezó a correr entre los habitantes de Songy, en la Champaña francesa: una niña de nueve o diez años de edad, descalza, cubierta de harapos y de pieles de animales, con los cabellos metidos en un casco de calabaza y la cara y las manos negras, casi un demonio, había entrado en el pueblo en busca de agua; cuando un vecino le lanzó un gran perro enfurecido, la niña lo mató de un golpe, pero después subió a un árbol y “se quedó dormida plácidamente”.
Marie-Angélique Memmie Le Blanc, la “niña salvaje” de Songy, fue, durante algunos años tras su captura, una pequeña celebridad. La escritora Marie-Catherine Homassel Hecquet –que la conoció– escribió su historia en 1755, y en los últimos años su figura ha vuelto a concitar la atención pública gracias a una biografía de Anne Cayre y a la novela gráfica Salvaje de Aurélie Bévière, Jean-David Morvan, Gaëlle Hersent y Serge Aroles. Pero su caso está lejos de ser único en su tipo, como quizás recuerden quienes hayan visto El pequeño salvaje, filme de François Truffaut inspirado en la historia de Víctor de Aveyron, posiblemente una de las más conocidas y documentadas entre las de niños ferales: Víctor fue capturado en enero de 1800 y sometido a estudio y “tratamiento” por parte del médico Jean Itard, quien intentó demostrar que poseía un “sentido moral natural” del tipo postulado por Jean-Jacques Rousseau; los castigos que le aplicó en nombre de su instrucción no arrojaron resultados positivos y el médico acabó deshaciéndose de él.
Acerca de la supuesta “integración” de la “niña salvaje” de Songy cabe hacer varias salvedades: desde su captura, fue obligada a suspender su dieta de raíces y carne cruda, lo que la condujo a problemas estomacales, de digestión y a una debilidad general que la acompañaron el resto de su vida; internada en hospitales y en conventos, Marie-Angélique se vio obligada a vivir de la caridad de los demás, lejos de los bosques que había convertido en su hogar, transformada en un fenómeno de feria que subsistía de la venta del libro que narra su historia. Según su autora, “el tono de su voz era agudo y penetrante, aunque débil, sus palabras breves y tímidas, como las de un niño que todavía no conoce bien los términos para expresar lo que quiere decir” y “no tenía memoria ni de su padre ni de su madre, ni de nadie de su país de origen, ni apenas de dicho país, excepto que no recuerda haber visto allí casas”. Pero quizás sí recordó hasta el final la visita de una princesa polaca, que “la colmó de mimos. E informada de la rapidez de su carrera, quiso que la acompañara a cazar. Viéndose allí en libertad y entregándose a su verdadera naturaleza, la niña perseguía a la carrera las liebres o conejos que se levantaban, los atrapaba y, volviendo a la misma velocidad, se los entregaba”: el instante luminoso de otra vida de mujer en penumbras durante el supuesto Siglo de las Luces.
Patricio Pron, El llamado de lo salvaje, Letras Libres 01/10/2023
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Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Durante estos días hemos tenido que soportar declaraciones vergonzosas acerca de los migrantes llegados a la península desde Canarias; algunas de ellas de dirigentes políticos con mando en plaza. Ahí tienen al inefable vicepresidente de Castilla-León anunciando una invasión extranjera. O a la presidenta de la Comunidad de Madrid invocando nada menos que a la seguridad nacional. O a un increíble concejal de cultura (¡) de Málaga proponiendo que se marque a los migrantes como a animales (sic) para protegernos, según él, de delitos y enfermedades contagiosas.
Pero lo preocupante no es solo la irresponsable demagogia de algunos políticos, sino también las cosas que se dicen por esas nuevas calles y plazas que son las redes sociales. Entre todas las simplezas, bulos y barbaridades que he tenido que escuchar, hay una que me llama especialmente la atención. Es la de invitarnos, a los que pedimos que se acoja a los migrantes como la ley, el deber y Dios mandan, a que los metamos en nuestras casas. «Si tan solidario eres – te dicen – llévatelos a tu casa y ocúpate tú de ellos».
Se podrían dar muchos argumentos para explicar por qué no es fácil, y ni tan siquiera posible crear un centro de acogida o un hospicio clandestino en tu casa. Y decenas más acerca no solo de la necesidad legal y moral de socorrer a estos migrantes, sino también de la conveniencia a todos los niveles de hacerlo. Pero hay algo especialmente interesante de analizar en esa desabrida «invitación» a que nos metamos los migrantes… donde nos quepan.
Veamos: se supone que el que te pide que te lleves los migrantes a tu casa es porque le parece inaceptable que sea el Estado el que los acoja y ayude. Bien: es la posición ultraliberal de que la caridad o la solidaridad son cosa de cada uno, no del Estado. Quien quiera ser solidario que se haga socio de una ONG o que se lleve a los migrantes a su casa – dirán –; pero nadie debería obligarnos a tal cosa a través de nuestros impuestos – añaden –.
Sobra decir que esta posición es perfectamente legítima. Faltaría más. Lo que no es tan aceptable es ser inconsecuente con ella, so pena de volverse uno loco y volver locos a los demás. Así, si uno es ultraliberal y niega el derecho del Estado a intervenir en las relaciones económicas o laborales con otras personas, tendría que estar contentísimo de que llegaran migrantes. ¿No ha de ser el mercado de trabajo un mercado libre? ¿No es la mano de obra una mercancía más? Para un liberal, desde luego que sí. Por ello, nadie entendería que ese mismo liberal exigiera al Estado que no interviniera para socorrer a los migrantes, pero que sí lo hiciera para impedirles venir, «no sea que le quiten el trabajo a los de aquí». Si lo que debe imperar es el mercado, y un senegalés o un sirio trabajan igual o mejor por menos dinero, ¿a quién deberíamos contratar – desde una perspectiva liberal – para nuestra empresa o para lo que sea?
Por supuesto que aquí se entrecruzan los sentimientos nacionalistas (aquello de «los españoles primero», o «los extremeños», o «los navarros», etc.). Pero ojo, esto ya no es ser un liberal, sino más bien todo lo contrario: es ser una especie de nacionalsocialista. Un ultraliberal ha de defender a ultranza la libertad económica y la libre concurrencia del talento individual, venga de donde venga. Desde una perspectiva liberal-meritocrática, ser español no tiene ningún mérito (nadie elige su lugar de nacimiento), ser un buen médico o albañil sí, seas de Cuenca o de Tombuctú.
Así que fíjense, tanto los que creemos en el valor de esa casa común que es el Estado (a ser posible sin el siniestro sótano del nacionalismo), como los que reniegan de ella (los más ultraliberales), deberíamos estar de acuerdo en lo lógico y conveniente de acoger e integrar a los migrantes. No solo son personas con los mismos derechos que nosotros, entre ellos el de competir e intentar mejorar su vida (diría el liberal), sino la única esperanza que tiene este país, o Europa entera, para renovar su ímpetu productivo (empezando por su población en edad de trabajar) y refundarse como una civilización capaz de integrar otras culturas bajo un mismo sistema universal de valores. La otra opción (cerrar fronteras – y pudrirnos dentro –) solo es retóricamente válida para falsos ultraliberales deseosos de lograr el poder – y vivir del Estado – al precio de sembrar todo el odio que haga falta. Puro nacionalsocialismo.