Franco Berardi, Respirare. Caos y control
muro de Fernando Broncano
"No fue Isaac Newton. Hoy en día, por lo general, se reconoce que Newton no solo era un científico, sino el más grande de todos los científicos que hayan vivido jamás, a pesar de que Newton nunca se consideró un científico. No podía hacerlo, puesto que la palabra no existía en aquel momento.
Newton se consideraba a sí mismo como un «filósofo», palabra que describe a los pensadores de la antigua Grecia y que proviene de las palabras griegas que significan «amante del conocimiento».
Por supuesto, podemos amar diferentes tipos de conocimientos. Los filósofos que estudian principalmente la naturaleza son, por lo tanto, «filósofos naturales».
Newton se consideraba un filósofo natural, y el tipo de cosas que estudiaba tenía que ver con la filosofía natural. Así, cuando escribió el libro en el que describía cuidadosamente las tres leyes del movimiento y su teoría de la gravedad universal —el libro científico más importante que se ha escrito—, lo llamó (en latín) Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, que significa Principios matemáticos de la filosofía natural.
La palabra griega equivalente a «natural» es physikos, que se traduce como «física». La filosofía natural también puede ser considerada como la «filosofía física», concepto que se abrevia en la palabra «física».
La física fue dejada de lado, en cierta manera, ya que no era adecuada como palabra general para referirse a la filosofía natural. No obstante, se necesitaba una palabra corta, ya que los términos «filosofía natural» contienen demasiadas sílabas.
Existía, por ejemplo, la palabra «ciencia», del término latino que significaba saber. Sin embargo, debido a que se necesitaba una palabra que fuera corta y adecuada para expresar el tipo de conocimiento en el cual estaban interesados los filósofos naturales, se comenzó a utilizar gradualmente el término «ciencia» para referirse a la filosofía natural.
Más tarde, alrededor de 1840, un filósofo natural inglés llamado William Whewell comenzó a utilizar la palabra «científico» para referirse a alguien que estudiaba y comprendía este tipo de ciencia. En otras palabras, los filósofos naturales comenzaron a ser considerados 'científicos'.
Solo después de 1840, pues, pudieron existir personas que se consideraran «científicos». En este caso, ¿quién fue el primer científico? Whewell era un buen amigo de Michael Faraday y sugirió algunas palabras nuevas para conceptos que Faraday había elaborado, palabras como «ión», «ánodo», «cátodo» y demás. Es más: Faraday fue el mayor filósofo natural de su época, y uno de los diez mejores de todos los tiempos con toda seguridad, y probablemente el experimentador más grande que haya existido.
Si Whewell pensaba en alguien como científico, apuesto a que pensó primero en Faraday. ¡Y si no lo hizo, lo haré yo!
Sostengo que Michael Faraday fue el 'primer científico'. Y el 'primer físico', por cierto, ya que Whewell también inventó ese nombre".
Isaac Asimov, Viaje a la ciencia (1995)
Cualesquiera que sean las razones profundas del ocaso de Occidente, cuya crisis vivimos actualmente en todos los sentidos decisivos, es posible resumir su desenlace extremo en lo que, retomando una imagen icónica de Ivan Illich, podríamos llamar el «teorema del caracol». «Si el caracol», afirma el teorema, «después de haber añadido un cierto número de espirales a su concha, en lugar de detenerse, continuara su crecimiento, una sola espiral más aumentaría 16 veces el peso de su casa y el caracol sería inexorablemente aplastado». Esto es lo que está ocurriendo en la especie que un tiempo se llamó homo sapiens con respecto al desarrollo tecnológico y, en general, a la hipertrofia de los dispositivos jurídicos, científicos e industriales que caracterizan a la sociedad humana.
Siempre han sido indispensables para la vida de ese mamífero especial que es el hombre, cuyo nacimiento prematuro implica una prolongación de la condición infantil, en la que el pequeño es incapaz de proveer a su supervivencia. Pero, como suele ocurrir, precisamente en aquello que asegura su salvación se esconde un peligro mortal. Los científicos que, como el brillante anatomista holandés Lodewijk Bolk, han reflexionado sobre la condición singular de la especie humana, han extraído, de hecho, consecuencias por decir poco pesimistas sobre el futuro de la civilización. Con el paso del tiempo, el creciente desarrollo de las tecnologías y las estructuras sociales produce una inhibición real de la vitalidad, que es preludio de una posible desaparición de la especie. De hecho, el acceso a la etapa adulta se aplaza cada vez más, el crecimiento del organismo se ralentiza cada vez más y la duración de la vida ―y, por tanto, de la vejez― se prolonga. «El progreso de esta inhibición del proceso vital», escribe Bolk, «no puede sobrepasar un cierto límite sin que la vitalidad, sin que la fuerza de resistencia a las influencias nefastas del mundo exterior, en resumen, sin que la existencia del hombre se vea comprometida. Cuanto más avanza la humanidad por el camino de la humanización, más se acerca a ese punto fatal en el que el progreso significará destrucción. Y ciertamente no está en la naturaleza del hombre detenerse ante esto».
Es esta situación extrema la que vivimos hoy en día. La multiplicación sin límites de los dispositivos tecnológicos, el sometimiento cada vez mayor a limitaciones y autorizaciones legales de todo tipo y especie, y la sujeción integral a las leyes del mercado hacen a los individuos cada vez más dependientes de factores que escapan por completo a su control. Günther Anders ha definido la nueva relación que la modernidad ha producido entre el hombre y sus instrumentos con la expresión: «desnivel prometeico» y ha hablado de una «vergüenza» ante la humillante superioridad de las cosas producidas por la tecnología, de las que ya no podemos en modo alguno considerarnos dueños. Es posible que hoy este desnivel haya alcanzado el punto de máxima tensión y el hombre se haya vuelto completamente incapaz de asumir el gobierno de la esfera de los productos que ha creado.
A la inhibición de la vitalidad descrita por Bolk se añade la abdicación de esa misma inteligencia que podría frenar de algún modo sus consecuencias negativas. El abandono de ese último vínculo con la naturaleza, que la tradición filosófica llamaba lumen naturae, produce una estupidez artificial que hace aún más incontrolable la hipertrofia tecnológica.
¿Qué le ocurrirá al caracol aplastado por su propia concha? ¿Cómo podrá sobrevivir entre los escombros de su casa? Éstas son las preguntas que no debemos dejar de hacernos.
Giorgio Agamben, Il guscio della lumaca, quodlibet.it 23/05/2024
Es probable que muy pocos de los que van a votar en las elecciones europeas se hayan cuestionado el significado político de su gesto. Puesto que están llamados a elegir un «parlamento europeo» no mejor definido, pueden creer más o menos de buena fe que están haciendo algo que corresponde a la elección de los parlamentos de los países de los que son ciudadanos. Conviene aclarar desde ahora que no es así en absoluto. Cuando se habla hoy de Europa, lo que se reprime es ante todo la propia realidad política y jurídica de la Unión Europea. Que se trata de una verdadera represión se desprende del hecho de que se evite a toda costa llevar a la conciencia una verdad tan embarazosa como evidente. Me refiero al hecho de que, desde el punto de vista del derecho constitucional, Europa no existe: lo que llamamos «Unión Europea» es técnicamente un pacto entre estados, que sólo afecta al derecho internacional. El tratado de Maastricht, que entró en vigor en 1993 y dio a la Unión Europea su forma actual, es la sanción extrema de la identidad europea como mero acuerdo intergubernativo entre Estados. Conscientes de que hablar de una democracia con respecto a Europa carecía por tanto de sentido, los funcionarios de la Unión Europea trataron de enmendar este déficit democrático elaborando el proyecto de la llamada constitución europea.
Es significativo que el texto que lleva este nombre, redactado por comisiones de burócratas sin ningún fundamento popular y aprobado por una conferencia intergubernativa en 2004, fuera rechazado rotundamente cuando se sometió a votación popular, como en Francia y Holanda en 2005. Ante el fracaso de la aprobación popular, que anuló de hecho la autodenominada constitución, el proyecto fue tácitamente ―y quizás habría que decir vergonzosamente― abandonado y sustituido por un nuevo tratado internacional, el llamado Tratado de Lisboa de 2007. Sobra decir que, desde el punto de vista jurídico, este documento no es una constitución, sino una vez más un acuerdo entre gobiernos, cuya única sustancia se refiere al derecho internacional y que, por tanto, se cuidaron de no someter a la aprobación popular. No es de extrañar, por tanto, que el llamado parlamento europeo que se va a elegir no sea, en verdad, un parlamento, porque carece del poder de proponer leyes, que está enteramente en manos de la Comisión europea.
Algunos años antes, el problema de la constitución europea había suscitado, por otra parte, un debate entre un jurista alemán cuya competencia nadie podía poner en duda, Dieter Grimm, y Jürgen Habermas, que, como la mayoría de los que se llaman filósofos, carecía por completo de cultura jurídica. Contra Habermas, que pensaba que en última instancia podría fundar la constitución en la opinión pública, Dieter Grimm tuvo buen juego al sostener la inviabilidad de una constitución por la sencilla razón de que no existía un pueblo europeo y, por tanto, algo parecido a un poder constituyente carecía de fundamento posible. Si bien es cierto que el poder constituido presupone un poder constituyente, la idea de un poder constituyente europeo es el gran ausente en los discursos sobre Europa.
Desde el punto de vista de su supuesta constitución, la Unión Europea carece, por tanto, de legitimidad. Así pues, es perfectamente comprensible que una entidad política sin una constitución legítima no pueda expresar una política propia. La única apariencia de unidad se consigue cuando Europa actúa como vasallo de los Estados Unidos, participando en guerras que en modo alguno corresponden a intereses comunes y menos aún a la voluntad popular. La Unión Europea actúa hoy como una sucursal de la OTAN (que es a su vez un acuerdo militar entre estados).
Por eso, retomando con no demasiada ironía la fórmula que Marx utilizó para el comunismo, podría decirse que la idea de un poder constituyente europeo es el espectro que acecha hoy a Europa y que nadie se atreve a evocar. Sin embargo, sólo un poder constituyente de este tipo podría devolver la legitimidad y la realidad a las instituciones europeas, que ―si un impostor es, según los diccionarios, «el que obliga a los demás a creer cosas que no son ciertas y a obrar de acuerdo con esa credulidad»― no son en la actualidad más que una impostura.
Otra idea de Europa sólo será posible cuando hayamos despejado el campo de esta impostura. Para decirlo sin tapujos ni reservas: si realmente queremos pensar en una Europa política, lo primero que tenemos que hacer es quitar de en medio a la Unión Europea, o al menos estar preparados para el momento en que, como ahora parece inminente, se derrumbe.
Giorgio Agamben, Europa o l'impostura, quodlibet.it 20/05/2024
Hace unos días se hicieron públicas las
imágenes del telescopio espacial Euclid, lanzado hace casi un año para
captar el universo más lejano y oscuro. Las imágenes son espectaculares, pero
el asunto ha pasado sin pena ni gloria por el saturado escenario mediático.
Parece que la gente tenía mejores cosas que ver. ¿No es increíble?
Tal vez no tanto. Seguramente la mayoría de las personas tenemos un concepto de lo real más exigente que el que supone el universo de los científicos, e intuimos que casi cualquier otra cosa o imagen (una serie de ficción, un conflicto diplomático, las canciones de una artista pop o los estertores de un niño machacado en Gaza) es más real y merece más atención que las lejanas galaxias fotografiadas por un telescopio.
La cosmovisión actual es, de hecho, una de las más pobres que ha parido la historia. No solo carece de encanto mitológico, sino de profundidad filosófica. Describir el mundo como un evento espaciotemporal surgido inexplicablemente de la nada y compuesto en un 95% de una materia desconocida no parece especialmente interesante. Si a eso sumamos la incapacidad congénita de la ciencia para comprender las cosas que más nos importan (la felicidad, la justicia, la conciencia, el propio conocimiento, la razón de ser del mismo cosmos…) tenemos una explicación plausible de por qué a la gente le importan relativamente poco las fotografías del Euclid.
Es posible que hace siglos, aún sin telescopios ni imágenes detalladas a todo color, la gente estuviera mucho más pendiente del cielo. Y no porque no hubiera otros estímulos distractores (realmente los había y, a escala, seguro que tan absorbentes como los de hoy), sino porque entonces el cielo era parte de una realidad poblada de elementos trascendentes (míticos o racionales) que explicaban el mundo, lo relacionaban con nuestra condición existencial y hasta parecían útiles para orientar nuestras decisiones vitales.
Ahora, la gente no ve en el cielo más que imágenes psicodélicas, parecidas a las que puede generar cualquier ordenador, asociadas a una montaña de datos que pocos comprenden y que, en el fondo, no sirven más que para inventariar el aspecto más superficial (visible, cuantificable) de una ínfima parte del mundo.
Alguien dirá que esta cosmovisión desencantada que nos trae la ciencia nos libra al menos de dogmatismos irracionales (más allá de los dogmas consustanciales a la propia ciencia, claro). Es cierto. Pero promueve, por el contrario, un nihilismo huero (y no menos irracionalista). Tampoco dudo que la ciencia moderna, ciega para los problemas metafísicos, epistemológicos, existenciales, morales o estéticos, pero esforzadamente precisa para todo lo demás (si es que queda algo), pueda seguir generando nuevos y sorprendentes ingenios que, si no nos matan antes, sirvan para proporcionarnos una vida más cómoda y longeva. Pero ¿para qué querríamos una vida tan larga y ociosa si no se nos da la más repajolera esperanza de saber qué diablos pintamos aquí?
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en el diario EL PAIS.
Hace unos días se reunieron los miembros de la Red de Asesores en Política Educativa del Consejo de Europa para dar forma al proyecto de implantación de un “Espacio Europeo para la Educación para la Ciudadanía”, una estrategia cuyo objetivo es reforzar una educación en valores comunes y en cultura democrática que ponga en el centro la capacitación del juicio crítico del alumnado. Estaba previsto que la reunión se celebrara en Tbisili, Georgia, pero la situación política de aquel país (vecino de Ucrania) lo desaconsejó ―a la par que hacía patente la pertinencia de fortalecer la educación democrática y en derechos humanos en toda la UE―.
Lo que el Consejo de Europa promueve como una necesidad para evitar lo que lamentablemente ocurre en muchas partes de Europa y del mundo, fortaleciendo el conocimiento de las instituciones democráticas, la asunción racional de valores comunes, y el desarrollo del espíritu crítico frente a la desinformación y los discursos de odio, consiste en consolidar contenidos similares a los de materias como la vieja Educación para la Ciudadanía, que hubo de retirarse de los currículos de nuestro país debido a la feroz e incomprensible resistencia del Partido Popular.
Es precisamente este mismo partido, empeñado desde hace años en borrar la educación cívica del mapa, el que, según la prensa, pretende proponer ahora una proposición no de ley para instar al Gobierno a incluir la enseñanza de la Constitución y los valores democráticos en la Educación Primaria y Secundaria. No sería esta rectificación una mala noticia si no fuera porque tales enseñanzas están ya amplia y profundamente implementadas en la ley educativa actual. Y no de modo transversal, como alega el Partido Popular, sino como parte de los contenidos y competencias específicas de varias áreas y materias de carácter troncal.
Así, si uno acude a los reales decretos que establecen los contenidos y competencias que rigen los planes de estudio de todo el Estado, podrá comprobar (solo hay que leer el BOE) la obligación de que el alumnado, a través del trabajo en áreas y materias concretas, conozca y analice los valores constitucionales y los procedimientos e instituciones democráticas (por ejemplo, en la nueva materia de Educación en Valores Cívicos y Éticos, tanto en Primaria como en Secundaria); o que reconozca los derechos y deberes constitucionales (en la materia de Geografía e Historia); o que realice un análisis comparado de los distintos regímenes políticos y sus constituciones para reconocer el legado democrático de la Constitución de 1978 como fundamento de nuestra convivencia y garantía de nuestros derechos (en la asignatura de Historia de España). Recordemos, además, que el currículo tradicional de esta última asignatura se modificó, dando más peso al estudio de la época contemporánea, justo para ―entre otras cosas― poder tratar con detalle de las diversas constituciones de nuestro país, desde la Constitución de Cádiz hasta la actual.
¿Qué más pretende el Partido Popular? Desde luego, es digno de reconocimiento que en la propuesta difundida por el PP se incida en la necesidad de garantizar la capacidad crítica, el inconformismo y la autonomía de juicio de las nuevas generaciones. Este es, de hecho, uno de los objetivos clave de la nueva ley educativa, y no, de nuevo, de forma «transversal», sino como parte de los contenidos curriculares de materias muy concretas (la ya citada Educación en Valores Cívicos y Éticos, la Filosofía, que vuelve a ser troncal en todo el Bachillerato, la Lengua y Literatura, la Historia, etc.). Lo que no parece coherente es que en la propuesta del PP se exija promover una formación crítica y, a la vez, transmitir los artículos constitucionales de forma «práctica» y sin necesidad de acompañarlos de explicaciones de fondo ni de fundamentación alguna, como se desprende de la información disponible. ¿En qué quedamos entonces? Porque promover el inconformismo y el espíritu crítico enseñando los artículos de la Constitución como si fueran la tabla de multiplicar, sin explicaciones de fondo ni fundamentación alguna, son intenciones claramente opuestas. No se enseña al alumnado a ser crítico ni a comprometerse con la Constitución haciéndole memorizar y repetir sus artículos como si fuera un loro, sino ofreciéndole razones y argumentando con él acerca de su valor y pertinencia.
Parece en fin que la iniciativa del Partido Popular viene a reivindicar la orientación hacia la educación cívica, crítica y en valores democráticos que inspira justamente a la Lomloe y a las más recientes recomendaciones europeas en política educativa; orientación que es exactamente la misma que la que informaba a la vieja y perseguida Educación para la ciudadanía… La lástima es que el PP no haya estudiado antes la ley vigente, ni analizado la consistencia de su propuesta.
Todos sabemos qué es el progreso —la abolición de la esclavitud, el crecimiento en los derechos, la eliminación de la desigualdad…—, pero también que ciertos movimientos que solemos calificar como progresistas o no lo son del todo o no sabemos exactamente por qué lo son. Hace tiempo, constatamos el carácter problemático y controvertido del progreso, abandonamos su concepción lineal, su mecanicismo e incontestabilidad, la praxis consistente en hacerlo avanzar acelerando el movimiento en la dirección conocida. Ya no es tan fácil reconocer “el movimiento real” de la historia, como pensaban Marx y Engels. Es mucho más certera aquella idea de Adorno de que el progreso articula el movimiento social y al mismo tiempo lo contradice. Por eso tiene sentido que se planteen propuestas de desaceleración con objetivos que no tienen nada que ver con las motivaciones reaccionarias, aunque guarden ciertas similitudes formales. El progreso no es el camino hacia un fin prescrito, sino la apertura hacia lo mejor. Sin la posibilidad de cambiar, si no fuera posible el nacimiento de realidades alternativas, el progreso no tendría sentido. Pero si eso es así, entonces la idea misma de progreso es más un problema que una solución; es un espacio de posibilidades que tiene que ser explorado y no tanto una insistencia en lo que ha dado buenos resultados hasta ahora.
Muchos cambios sociales que calificamos como progresivos son ambivalentes, con resultados secundarios no deseados: liberaciones que nos hacen más vulnerables; profusión de la información disponible que no mejora el conocimiento, sino que desorienta; aumento de las posibilidades de intervención de cualquiera en el espacio público que es tanto una conquista democrática como la causa de la desinformación. Frente a la idea de una acumulación lineal está la realidad de soluciones que generan otros problemas o que tienen un alto coste del tipo que sea.
Si el progreso ya no es lo que era, ¿en qué puede consistir hoy la regresión? Un cambio regresivo es algo distinto del mantenimiento de lo presente. Querer conservar algo no es necesariamente regresivo. Hay casos en los que recuperar una práctica tradicional puede ser una forma de progreso, como se plantea en la rehabilitación de viejas formas de producción alimentaria o en las propuestas de desaceleración, desconexión o reivindicación de la cercanía. Pueden ser discutibles o utópicas, pero no necesariamente regresivas cuando responden al intento de corregir algún efecto secundario de lo que se consideraba progresivo sin haber reflexionado suficientemente sobre ello.
Los reaccionarios tienen otras motivaciones y objetivos. Su posición responde a la nostalgia de las certezas estables, de los roles incuestionados, los límites respetados y la seguridad a cualquier precio. Los reaccionarios se sienten sobrepasados por la dinámica social, que rechazan, en todo o en parte, a diferencia de los conservadores, que pretender equilibrar esa dinámica. La regresión es el intento de volver o mantener algo que no se puede conservar. Por eso se puede discutir con los conservadores acerca de la magnitud o necesidad de lo que se pretende conservar, pero no es posible negociar con los reaccionarios sobre el alcance de la regresión.
Daniel Innerarity, Los reaccionarios, El País 21/05/2024
La historia está poblada de fanáticos que han leído muchos libros: basta echar un vistazo a las guerras de religión o poner la oreja en una discusión académica caliente sobre el comercio de la lana en la Segovia del siglo XII. Sea como sea, que la cultura vacuna contra el fanatismo es un brindis al sol del tamaño de este otro, relacionado y socorrido, que reza que los problemas sociales se arreglan con más educación. Esto se convirtió en una creencia extendida desde los tiempos de la Ilustración, pero hoy tenemos suficientes pruebas de que la ignorancia puede galopar con más brío que el conocimiento por las carreteras de un sistema educativo obligatorio y universal. También sabemos que el fanático es como el paranoico, y encuentra pruebas de que tiene razón hasta en el dibujo que dejan las cagadas de paloma. Dale muchos libros a un fanático y obtendrás un fanático pedante. Entonces, ¿tiene realmente la cultura el poder que normalmente se le atribuye? Y más importante, ¿es manejable, se le pueden fijar objetivos?
Juan Soto Ivars, "De la cultura se dicen muchas tonterías en la academia, internet y el Ministerio", elconfidencial.com 19/05/2024
Las ultraderechas tipo Milei y Vox no apoyan el judaísmo. Como herederos ideológicos del fascismo lo siguen despreciando. Lo que apoyan es el sionismo ya que este les dota de un marco supremacista que les sirve para romper todo vínculo con el otro que consideran inferior.
Cuando el desquiciado Milei llora ante el muro de los lamentos en Jerusalén no lo hace desde el judaísmo por siglos asediado y perseguido. Aquel que precisamente construyó una ética del otro (Levinas). Su emoción es porque ese acto lo conecta con el sionismo supremacista.En la medida de que el actual Israel (estado fundado por judíos socialistas) ha girado hacia ese sionismo extremo e integrista, es que las ultraderechas han dejado atrás -en parte- su antisemitismo para glorificar un país en el que ven concretado su ideario supremacista.
De ahí devoción del franquista y fascista español Santiago Abascal por Israel. Así como la del delirante Milei quien dice que habla con Moisés (sic). Y del neonazi Bolsonaro. Lo que les vincula con el actual Israel es, pues, una visión supremacista, violenta e inhumana.
Por ello es importante que quienes defendemos una ética humanista y universal basada en el otro (la cual reivindica la dignidad del más débil y sufrido ante toda consideración) debemos denunciar el falso pro judaísmo de estas ultraderechas herederas ideológicas del fascismo.
Elvin Calcaño Ortiz. 25/05/2024
Al amparo de la democracia ateniense, Aristóteles definió a los humanos como seres sociales, animales cívicos inseparables de las redes de afectos, vínculos, intercambios, solidaridades y sueños compartidos que nos anudan y sostienen. En su Política, argumentó que un individuo no logra ser feliz en una ciudad infeliz: las penalidades de tus vecinos son también tu desgracia. “Quien es incapaz de vivir en comunidad o quien nada necesita por su propia suficiencia no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios”. El ideal de independencia y arrogante autonomía puede ofrecer una vida divina o fiera, pero en todo caso inhumana. También había sombras en la comunidad imaginada por Aristóteles; las mujeres y esclavos quedaban excluidos de la ciudadanía. Sin embargo, un mensaje poderoso late en sus palabras: todos los seres humanos somos políticos, y no solo los profesionales del gremio parlamentario.
Loables o detestables, las decisiones del poder nos afectan siempre. Quizá por eso, los griegos llamaban “idiota” —cuya raíz significa “propio”— a quienes se desentendían de los asuntos públicos, pendientes solo de sus intereses particulares. En tiempos de sobresalto, la política se vuelve sospechosa y las sociedades se fragmentan en archipiélagos de esfuerzos aislados, privados —de aliento colectivo— y desconfiados. En esos momentos, cuando se ignora lo que nos anuda y abundan los idiotas, suben al poder quienes se las saben todas.
En uno de los más famosos diálogos de Platón, el filósofo Protágoras —portavoz intelectual de aquella joven democracia— se pregunta cómo logramos convivir en sociedad, pese a los conflictos y los exabruptos. Para explicarlo, cuenta un mito donde las ideas respiran, tienen carne, músculo y rostro. Cuando los dioses crearon el mundo, encargaron a dos titanes, Prometeo y Epimeteo, distribuir dones entre la multitud de seres vivos. Y, ay, el atolondrado Epimeteo —cuyo nombre significa “el que actúa primero y piensa después”— insistió en ocuparse a solas del reparto; como todos los grandes incompetentes, estaba muy seguro de sí mismo. Empezó por los animales: a unos dio garras y dientes afilados; a los más débiles, velocidad para huir o un hábil camuflaje. Sin embargo, olvidó reservar un regalo para la especie humana. Ahí quedamos, inermes, torpes, sin alas ni aletas, patilargos, cabezones, vulnerables… una calamidad. Para resolver el desastre, Prometeo robó del cielo la chispa del fuego y así aprendimos a encender hogueras. Apiadándose de nuestra especie desvalida, el dios Zeus nos regaló la justicia y el sentido político. Protegidos de la oscuridad y el frío por ambos dones —el fuego y la palabra que une—, inauguramos las veladas en torno al círculo hospitalario de luz para contar cuentos, coser y cantar, crear comunidad. Al amor de la lumbre, incluso antes de inventar las mesas, la humanidad practicó las sobremesas.
De esa manera, aunque seamos débiles por separado, nos hicimos fuertes al colaborar. No tenemos zarpas, pezuñas, aguijones o caparazones, pero aprendimos a tejer sociedades. Solos valemos poco, nuestra verdadera ventaja competitiva es el talento para cooperar. La filósofa María Zambrano nos definía como “soledades en convivencia”. En Persona y democracia reclamó “una sociedad humanizada donde lograr que la historia no se comporte como una antigua deidad que exige inagotable sufrimiento”. Frente al desamparo que siempre nos acecha y, a falta de colmillos, nos protege actuar como animales políticos, capaces de compartir, cuidarnos y divertirnos juntos. Gracias a los dioses, tenemos chispa. Y en la densa oscuridad, somos breves fulgores que se buscan.
La antropología y la biología evolutiva confirman las intuiciones de aquellos mitos originarios. En su ensayo The Secret of Our Success, Joseph Henrich actualiza a Epimeteo: el ser humano es una criatura débil, lenta y no particularmente hábil para trepar a los árboles; nacemos gordos, prematuros y con el cráneo abierto. En una casa de apuestas prehistóricas, nuestra cotización habría sido nula. Heinrich sostiene que los logros de nuestra especie no son fruto de una inteligencia innata o habilidades mentales especializadas. El motivo es que crecemos aprendiendo de otras personas. Cada generación construye sobre los cimientos de las estrategias y sabiduría acumuladas por generaciones previas. Este bagaje supone una ventaja tan grande que la selección natural ha favorecido durante milenios a quienes mejor aprenden socialmente. La trenza entre la cultura y los genes nos volvió peculiares, un nuevo tipo de animal: aprendices adaptativos. Heinrich afirma que la innovación depende de nuestra habilidad para colaborar más que de nuestro intelecto, y el gran reto es evitar la fragmentación y la disolución de nuestras comunidades.
La ciencia muestra que los mayores avances no son destellos de mentes excepcionales, únicas e irrepetibles. Al contrario, los grandes descubrimientos son resultado de hallazgos previos, colaboración y saber compartido a lo largo del tiempo. Sin embargo, en la escuela aprendemos nombres estelares asociados a tecnologías revolucionarias. Idolatramos una mitología protagonizada por líderes carismáticos y paternalistas, gobernantes providenciales, emprendedores solitarios y genios disruptivos. En una perversa paradoja de nuestra política, las habilidades necesarias para ganar elecciones —ferozmente competitivas— eliminan de la carrera a quienes gobernarían de forma serenamente colaborativa. Ser un pedazo de pan cotiza a la baja —y al hambre— en el mundo del apego al ego.
Como enseñan los cuentos infantiles y Aristóteles, el mito del triunfador hecho a sí mismo es irreal: todo avance solitario es en realidad solidario. Por algo llamamos “compañías” a las empresas y, por eso, el lugar donde aprendemos —el colegio— nos reclama ser buenos colegas. De hecho, separarnos y enfrentarnos disminuye nuestra prosperidad. Divididos somos más combativos y conflictivos, menos efectivos. No es casualidad que las palabras sólido, salud y solidario tengan el mismo origen lingüístico. Hemos construido sociedades sobre una paradoja: a la debilidad debemos nuestra fortaleza. La indigencia del ser humano se convierte en el principio de nuestro poder, escribe Zambrano. La evolución cultural favoreció el crecimiento de las tribus, la cooperación, la armonía interna y la valentía para compartir riesgos. Ante los problemas ajenos, milenios de selección premiaron el compañerismo, no el “con su pan se lo coman”. Lo que nos hizo diferentes es no ser indiferentes a los demás.
Irene Vallejo, Animales, dioses, idiotas, milenio.com 04/05/2024
En este artículo publicado en la revista El Búho se pretende iniciar un abordaje sobre la sensibilidad desde el enfoque sapiencial, que enfatiza la relación existente entre la sensibilidad con el ámbito de la espiritualidad y, por otra parte, sugiere la tarea de redefinir la cualidad de la sensibilidad en cuanto resulta ser un elemento indispensable para la consecución de la “vida buena”. Desde este contexto, el artículo continúa matizando algunos obstáculos que dificultan el “despertar” de la sensibilidad humana y, por último, proporciona algunas indicaciones para cultivar la sensibilidad. El artículo es el siguiente:
El abordaje filosófico de la sensibilidad no se ha vinculado habitualmente con la espiritualidad humana. Si se ha tratado sobre la cuestión, ha sido, por un lado, como si la sensibilidad perteneciera a un ámbito inferior o menos esencial que la razón -una concepción, por cierto, estrecha de la razón- o, por otro lado, la sensibilidad se ha contemplado desde una perspectiva innata y biológica que fundamenta la fundamentación de muchas de las teorías epistemológicas existentes. Sin embargo, es importante incidir en la idea de que la sensibilidad también apunta a un ámbito del ser que fundamenta el conocimiento, las emociones y acciones humanas. Es a través del enfoque de la filosofía sapiencial (2) cómo podemos descubrir la importancia que tiene la relación íntima e indisoluble entre la sensibilidad y la espiritualidad porque, entre otras cosas, se configura como una cualidad constitutiva y esencial del ser humano.
Antes de abordar el tema en cuestión, es necesario definir qué entendemos por sensibilidad en el contexto de la filosofía sapiencial. Etimológicamente, la palabra «sensibilidad» viene del latín sensibilitas y significa «cualidad de poder percibir estímulos, por medio de los sentidos» (3). Con esta acepción se está mencionando una capacidad para tener sensaciones, tanto sensaciones externas para poder tener un conocimiento de los objetos físicos, como cuando escuchamos una melodía o vemos una mesa. Y también hace referencia a un conocimiento de sensaciones internas, en las que se remite a nuestra vida mental y emocional como la tristeza o nuestros pensamientos. Sin embargo, como ya anticipaba más arriba, también se da una acepción de la sensibilidad más genuina y esencial que fundamenta nuestra identidad más profunda.
La filosofía sapiencial, nos muestra que la sensibilidad supone lo que es el aire para el fuego, es decir, esa cualidad «a priori» que da fuelle para que el fuego se mantenga siempre encendido. Si entendemos que el fuego es la humanidad, lo que nos hace humanos es la sensibilidad. De aquí, se deduce que necesitamos recurrir a una concepción del ser humano que esté más allá de lo físico-biológico o mental y en la que esté presente una dimensión espiritual. Para ello, se remite a la instancia nous, que hace referencia al intelecto y a la inteligencia, que se designa como el «ojo de la mente», que es diferente de la percepción que ofrecen los sentidos físicos. Lo que especifica al ser humano, es decir, la identidad última es, pues, el nous. Mónica Cavallé se refiere al nous en estos términos:
La filosofía clásica distinguió entre el nous, la razón superior o la aprehensión contemplativa, y la razón inferior, la razón discursiva o mente pensante. Nous y diánoia son los términos con los que Platón y Aristóteles establecían esta diferencia. La traducción latina de los mismos dio lugar al binomio intellectus y ratio. Buena parte de la tradición filosófica occidental ha olvidado la sabiduría silenciosa, la contemplación, el nous (lo que hay de más divino en el ser humano, según Aristóteles) (4).
Platón, en el mito de la caverna, muestra magistralmente la distinción entre estos dos tipos de sensibilidad con la imagen del esclavo en la caverna que está «dormido», es decir, que se mantiene insensible. Al salir de la caverna es cuando gradualmente va «despertándose» y consigue aflorar «su sensibilidad» más profunda. Para Platón, pues, hay dos maneras de recurrir a la realidad: a través de los sentidos y a través del nous. Con la primera, el esclavo es menos sensible, en el sentido de que se aleja de la auténtica realidad y, por tanto, de la verdad. Mientras, que a través del nous, aludimos a una sensibilidad que es fuente del sentido de la verdad, del sentido del bien y de la belleza. Como dice Platón:
«-Ya lo comprendo bien -dijo-, aunque no de manera suficiente. Creo que la empresa que tú pretendes es verdaderamente importante e intenta precisar que es más clara la visión del ser y de lo inteligible adquirida por el conocimiento dialéctico que la que proporcionan las llamadas artes. A estas artes prestan su ayuda las hipótesis, que les sirven de fundamento; ahora bien; quienes se dedican a ellas han de utilizar por fuerza la inteligencia y no los sentidos, con lo cual, si realmente no remontan a un principio y siguen descansando en las hipótesis, podrá parecerte que no adquieren conocimiento de lo inteligible, necesitando siempre de un principio. Estoy en la idea de que llamas pensamiento, pero no puro conocimiento, al discurso de los geómetras y demás científicos, porque sitúan el pensamiento entre la opinión y el puro conocimiento».(5)
El nous, en definitiva, es el origen y fundamento de nuestra sensibilidad. Y ello, nos permite ahondar en lo más profundo de nuestro ser. Es lo que nos da mayor discernimiento y libertad. Lo profundo en nosotros mismos, no puede provenir de nuestros patrones de conducta, nuestros pensamientos y emociones, sino de una instancia que nos permite ser sensibles a éstos, sin confundirnos con ellos y, por lo tanto, estar presentes. Nos permite trascender nuestra propia particularidad, siendo fuente de discernimiento y comprensión profunda y nos proporciona nuestro sentido último de identidad. Sin embargo, este supuesto no excluye la razón discursiva, ni tampoco nuestras emociones, porque por un lado, nuestra identidad última reside en algo común, universal e impersonal que se vincula con la razón universal pero también acoge dichos contenidos de conciencia. Tal como dice Alejandro Lax:
Aquí radica la clave del arte de vivir: una danza entre la inteligencia intuitiva y la razón discursiva, un estar afuera desde adentro, un ex-stasis sapiencial. El drama de la razón es ignorar la intuición, y el drama de la intuición es despreciar la razón. Si la filosofía es una actividad del pensamiento, la vida filosófica es un arte de vida. No es erudición, sino sabiduría. No es una actividad racional ni irracional, sino transpersonal.(6)
Obstáculos para la sensibilidad.
El obstáculo mayor que oculta nuestra sensibilidad suelen ser las creencias limitantes, que no son más que las suposiciones que asumimos como ciertas sin serlo. Estas creencias son los límites de nuestra comprensión (7) y giran alrededor, en este caso, sobre ideas que giran alrededor del miedo al sentir o, que también, remiten a la idea asumida de una incapacidad para poder “trascender” y “superar” todo lo que se nos presenta en nuestra vida. También, se dan creencias que se basan en la suposición de que la hipersensibilización nos hace buenas personas, menos egoístas y que, por tanto, nos humaniza.
En realidad, los seres humanos somos seres que nos vemos afectados por lo que nos ocurre y por lo que sucede en el mundo. Sin embargo, estar afectados no quiere decir ser arrastrados por nuestros pensamientos, juicios y emociones. Si la ausencia de sensibilidad nos convierte en seres insensatos, pasivos e indiferentes y, en consecuencia, nos separa del mundo y de los demás. También, se da la susceptibilidad, que es una sensibilidad extrema y distorsionada, que nos aísla en un mundo mental proclive al desbordamiento emocional. La susceptibilidad es, en realidad, una muestra de narcisismo y de falta de sensibilidad, en el que las personas interpretan el mundo a través de sus propias interpretaciones, deseos y miedos. No es lo mismo “padecer” una impresión que “percibir” una impresión. En palabras de Oscar Brenifier:
Habría que distinguir padecer una impresión y percibir la impresión. Así, cuando me irrito, puedo padecer esa irritación, ser determinado por ella, o bien puedo percibir esa irritación, por un redoble de la sensibilidad. En cierto modo, el “sensible”, en el sentido habitual, carece de sensibilidad: no percibe el afecto que se impone a él, está demasiado pegado, y pegado queda. En cierto modo es ciego, insensible. Mientras que el que es sensible en un sentido riguroso del término puede, al contrario, percibir su propia sensibilidad. En ese sentido distingue su objeto, que es el sujeto de la acción. Ese es el verdadero sensible, véase el hipersensible.
Sin embargo el que solemos llamar hipersensible es en realidad el insensible que se ignora, y que reemplaza la sensibilidad por la sinceridad (la expresión del padecimientodelaimpresión)terminando porcreerse (fijándolo) lo que siente y lo que afirma.(8)
La sensibilidad, por tanto, queda definida por este “redoble” de la sensibilidad, en el que las personas somos conscientes de cómo, desde dónde vivimos y nos relacionamos con el mundo, con nosotros mismos y con los demás. Me vuelvo insensible cuando dejo de estar atento, mis creencias operan sin ser cuestionadas y me alejo del anhelo de verdad. Es decir, cuando soy ignorante y asumo como verdaderas esas creencias que pasan a cifrar mi identidad. Partimos, de que la identidad última y real de cualquier persona es esencial y común en todos los seres humanos. Y esta afección de la alteridad en nosotros nos regala la posibilidad de vivir siguiendo el curso de la Vida, su pulso y desenvolvimiento. En cuanto estoy presente lúcidamente con la Realidad, sin intentar modificar, cambiar, manipular, esperar, argumentar justificar y culpabilizar, mi sensibilidad me abre a la puerta de lo Real. Mientras que deambulo por un mundo menos real en cuanto la alteridad se muestra como un conflicto con mis propios intereses, temores y expectativas. Me siento, de este modo, insensible por mucho que llore o que grite. La sensibilidad filosófica no viene dada por una ausencia de emociones, ni siquiera, por una emoción de mayor o menor intensidad. Va a la par de una mirada con los menos filtros posibles de la realidad, en la que sí se da un sentir que nos aproxima a ser uno con la realidad.
¿Cómo cultivar la sensibilidad?
Lo que favorece el cultivo de la sensibilidad es acercarnos a ella tal como se manifiesta en nuestra interioridad. Podemos ver indicios de que vamos en buena dirección porque remite a nuestra sabiduría interior y da lugar a nuevas comprensiones.
Una práctica clave a la hora de contactar con nuestra sensibilidad interior es la de realizar un trabajo deautoconocimiento para cuestionar las creencias limitantes que ocultan nuestra sensibilidad. Es importante descubrir nuestra filosofía operativa(9), identificar los patrones emocionales, conductuales y las creencias limitantes que operan en nuestro día a día. El cuestionamiento filosófico de estas creencias nos da un mayor nivel de conciencia y, por tanto, “despierta” una nueva comprensión. La comprensión es la base de la sensibilidad. Es decir, que el anhelo de verdad, esa búsqueda inevitable que compartimos esencialmente todos los humanos, nos lleva a recordar lo que somos y aviva la sensibilidad. Una sensibilidad que siempre está latente y que despertamos incesantemente. Nuestra misión es la de estar despiertos, aunque siempre estemos más dormidos o inconscientes que despiertos. Tal como diría Chuang Tse:
”Cuando soñamos, no sabemos que soñamos. Incluso interpretamos el sentido de lo que soñamos mientras soñamos e ignoramos que estamos soñando hasta que nos despertamos. De igual modo habrá un gran despertar tras el cual sabremos que esto es un gran sueño que soñamos. Los tontos, sin embargo, creen estar despiertos y se dicen a sí mismos que saben”.(10)
Una de las prácticas también más recurrentes que nos ayuda a despertar nuestra sensibilidad es el diálogo filosófico y las lecturas filosóficas. El objetivo del diálogo filosófico según Sócrates se refleja en estas líneas:
No cuido en absoluto aquello que suele preocuparnos a la mayoría de la gente: asuntos de negocios, administración de bienes, cargos de estratega, éxitos oratorios, magistraturas, coaliciones, facciones políticas. No me siento atraído por este camino… sino por ese otro que, a cada uno de vosotros en particular, le haría el mayor bien, intentando convencerle de que cuide menos lo que tiene y que cuide más lo que es, para convertirle en alguien lo más excelente y razonable posible”. (11)
El diálogo mayéutico es, pues, una práctica filosófica que permite educir la sabiduría innata humana para contactar con lo que ya sabemos, pero está “dormido”. Para Sócrates, a través del diálogo podemos recordar o rememorar las ideas de la Belleza, la Verdad, el Bien y la Justicia que están latentes en nuestra interioridad.
Los diálogos y las lecturas filosóficas nos ponen en contacto con esta dimensión más profunda, que es la fuente de la sensibilidad hacia lo bello, bueno y verdadero. Como diría M. Cavallé se trata de una obediencia o escucha autorresponsable realizada en primera persona:
El diálogo con personas sabias puede facilitar esta obediencia o escucha (ob-audire) de lo profundo en nosotros, al igual que el contacto con el arte genuino refina nuestra sensibilidad ante lo bello. Pero este ob- audire nada tiene que ver con la obediencia en la que, sin más, renunciamos a nuestra autorresponsabilidad, esto es, a ejercitar el propio discernimiento en cuestiones que nos conciernen íntimamente y en las que nadie nos puede sustituir.(12)
La sensibilidad no es un producto cultural sino que abarca lo profundo que se halla en ciertas producciones filosóficas, literarias y culturales para poder despertar o favorecer el desarrollo de la profundidad que está latente en nuestro interior. La filosofía sapiencial nos invita a situarnos en ese fondo en el que emerge la sensibilidad hacia lo bello, lo bueno y lo verdadero, en el que no se dan conceptos sino desde donde paladeamos y saboreamos la vida. Hay un conocimiento que no está vinculado a tener unas teorías más o menos correctas o elaboradas, sino a un conocimiento que tiene que ver con el ser. Por tanto, la sensibilidad está vinculada con el ser.
Otro elemento primordial para cultivar nuestra sensibilidad es el de “abrirse a la vida”: soy sensible, en cuanto me abro a la vida y, con ello, confluyo con el mundo, con los demás y con uno mismo. En esa apertura descubro que soy uno con el mundo y que los límites que me separan de la Unidad se desvanecen. La sensibilidad no trata de ponerse en el lugar del otro sino comprender desde dónde y cómo vive su vida. Es más bien la observación sostenida, atenta y sin juicio de cómo siente y vive su vida. Estar atento sin más. La sensibilidad me acerca, no me aleja de los demás. Tal como dice Nietzsche: “Aprender a ver implica habituar el ojo a la calma, a la paciencia, a dejar que las cosas se nos acerquen; aprender a aplazar el juicio, a rodear y a abarcar el caso particular desde todos los lados”.(13)
Las filosofías sapienciales, tanto de Oriente como de Occidente, reconocen las mismas intuiciones filosóficas para expresar la “apertura de la vida”. Entienden que la Vida (el Lógos14 y el Tao) son principios inteligentes que están presentes en todos los seres vivos. Muestran que la vida que se da a través de las personas puede ser “saboreada” a través de la escucha del Lógos y del Tao. Nuestra identidad esencial viene vinculada a esa escucha, a ese despertar de nuestra sensibilidad más profunda. Mientras que la identidad superficial -como ya he dicho anteriormente- se configura con las ideas que hemos asumido de forma acrítica de nosotros mismos, del mundo, y de los demás. Esta identidad superficial o Ego impone su lógos particular y no el Lógos Universal que rige a todos por igual y que se manifiesta a través de nosotros.
Por último -aunque hay más prácticas- quiero resaltar la contemplación para cultivar la sensibilidad. Frente a una sensibilidad dormida, la filosofía reivindica la experiencia contemplativa, que remite a una experiencia del Ser, que resulta transformadora porque nos abre al mundo desde un sentir que emerge desde nuestra interioridad más profunda y radical. Supone, pues, un antídoto y un acto revolucionario porque implica una pausa o una acción de detenerse ante la aceleración del tiempo que no para de correr. La contemplación nos lleva a otro lugar porque nos conecta con lo que ya somos: la belleza, la bondad y la inteligencia de nuestro ser es lo que nos hace sensibles a las cosas bellas, buenas y verdaderas. Contemplar es, pues, una experiencia del Ser que implica una mirada atenta, profunda y detenida sin juicio, una experiencia del Ser en la que somos uno con lo contemplado. En esta idea de fundirse con el objeto, subyace la idea de que la belleza, la verdad y lo bueno que reside en todos los cuerpos son una e idéntica. Aquí en este punto resulta necesario hacer una referencia a Platón, cuando expresa de forma magistral el camino del amor y el anhelo que reside en nosotros mismos de aspiración de la belleza y, también, a través de la contemplación, podemos “engrandecer nuestro espíritu”, elevarnos hacia el pensamiento puro y amor de la belleza y la verdad.
Conclusión
Sin una concepción del ser humano espiritual no podemos encarar una sensibilidad que nos lleve al buen vivir (15), que incide de forma directa para alcanzar una buena convivencia social y política. Para ello es necesario partir de una concepción del ser humano trina, en la que la identidad última es espiritual. Entiendo por espiritualidad una dimensión humana universal en la que el ser humano se encuentra abierto a lo infinito, absoluto y a la eternidad. Una dimensión que nos pone en contacto con lo profundo y radical de nuestro ser, que no es nada distinto que la del resto del universo, a pesar de las singularidades del ser humano. Las personas pueden experimentar esta dimensión en su vida diaria cuando en sus acciones diarias se vislumbra lo trascendente. Vislumbramos la belleza, la verdad, la bondad y la inteligencia de otros seres porque se dan actitudes de escucha, atención y discernimiento propio que nos llevan a comprender profundamente la realidad. El anhelo de más verdad en nuestras vidas es innato pero trasciende los fundamentos biológicos y los productos culturales. Y, aunque éstos pueden remitirnos a la sensibilidad como cauce espiritual inagotable y eterno, también pueden adormecer dicha sensibilidad. Por ejemplo, la mano de una madre que mece una cuna puede verse desde el amor incondicional, que implica cuidado, escucha y respeto por el propio desenvolvimiento de su hijo. Sin embargo, también puede ser la mano que mece una cuna una persona que no escucha e impone lo que quiere que su hijo sea. La espiritualidad está vinculada con esa entrega a lo que la vida quiere manifestar en nosotros mismos y con los demás. Somos seres espirituales pero podemos ocultar esta dimensión, cerrarnos a ella, pero no puede desaparecer porque siempre está allí más o menos despierta o dormida.
La espiritualidad tiene que ver con “cuidar la vida”, y a su vez, con abrazar la unidad. «Abrazar la unidad» alude a la capacidad del hombre para darse cuenta de que todos los seres son iguales en cuanto nacidos del Tao y todos al Tao regresan; de que la esencia de todos los seres los hace formar una unidad esencial, aunque las apariencias indiquen que cada ser es único y diferente a todos los demás. Cuando el hombre ve que todo forma una unidad en el Tao (que es el origen de todo), ve igualmente que no hay diferencias esenciales entre ninguna cosa o ser del universo. Tal como afirma Chuang Tse:
La clave para el cuidado de la vida –decía el maestro Lao Tse– está en poder abrazar la unidad y no perderla, en saber qué será bueno y malo sin tener que recurrir a la adivinación, en saber pararse y saber retirarse, en saber no mirar a los otros sino a uno mismo por dentro, en ser ingenuo, en ser natural, en ser espontáneo, en ser niño. Sé que los niños se pasan día y noche llorando, pero no pierden la voz, porque hay en ellos un cierto equilibrio; y apretando sus manitas, pero no sufren calambres, porque hay en ellos una cierta virtud; y mirando pasmados todo lo que les rodea afuera, pero no están afuera, porque lo de fuera es nada para ellos. Sé que andan sin saber adónde, sé que están sin saber qué están haciendo y sé que se adaptan a las cosas y a las cosas se amoldan. Sé como ellos y habrás logrado la clave para el cuidado de la vida. (16)
Y no podemos “saborear” nuestra sensibilidad que remite a nuestro fondo lúcido en el que somos belleza, inteligencia y bondad en una voluntad férrea que se basa en el esfuerzo, en una instrucción o en un método infalible. La única vía posible es la de “vivirnos” como seres espirituales que anhelamos la verdad, el bien y la belleza. Y la verdad tiene que ver con que somos uno con la Naturaleza, no parte de ella. En realidad, es el camino más simple, pero también es el más arduo. No tiene fin, ni tampoco hay pretensión, ni propósito de llegar a nada. Simplemente es ver desde lo que nos permite ver. La sensibilidad está íntimamente unida con nuestra mirada. Si la mirada está ofuscada, expectante y temerosa, nuestra sensibilidad se teñirá de tonalidades acordes. Mientras que, si podemos discernir entre lo que nos permite ver, poner luz a lo que vemos, entendiéndose como nivel de conciencia, y diferenciarlo de lo que sentimos pensamos y hacemos (contenidos de conciencia), entendiéndose como estados que fluctúan y que no remiten a mi identidad última, nuestra sensibilidad será una brújula que nos indicará que vamos por el buen camino. Como dice Antonio Pino “El ego es lo que nos separa de lo real”. Éstas son sus palabras:
Nuestro cerebro no sirve tan sólo para leer mapas de carreteras y para hacer pedidos por Internet (razón instrumental). Sino para pensar, o experimentar, lo absoluto (aquello que no depende de otra cosa más que de sí mismo), el ser, el devenir, la naturaleza, la suma de todas las cosas, el Todo. (…).
Este Todo es una inmanencia inagotable, la inmensidad que nos lleva en su seno. Lo podemos experimentar, por la noche, al mirar las estrellas. Sólo es necesario un poco de atención y de silencio. La oscuridad, que nos aleja de lo más próximo, nos abre a lo más lejano. El universo está ahí, nos envuelve, nos rebasa: es todo y nosotros no somos casi nada. Y cuando consigo sentir (esto) en lugar de pensarlo (“quien piensa no percibe, quien percibe no piensa” dicen los maestros zen) adquiero una conciencia óptima, por contraste, de nuestra propia pequeñez.
Esto puede ser una herida narcisista, tal vez, pero que engrandece el alma, porque el ego, si está instalado en el lugar que le corresponde, deja de ocuparlo todo. Lo lejano nos sienta bien: aleja nuestras angustias. La contemplación de la inmensidad, que vuelve ridículo al ego, hace que mi egocentrismo, y por tanto la ansiedad, sea algo menos fuerte, algo menos opresivo. ¡Qué sosiego repentino cuando el ego se retira! No hay otra cosa que todo, no hay más que el inmenso hay del ser, de la naturaleza y del universo, y ya nadie en nosotros que pueda sentir miedo; nadie hay, en este momento, en este cuerpo para preocuparse; esto es lo que los griegos llamaban la ataraxia, y los latinos pax (paz, serenidad), porque todo ego vive en el espanto, siempre. El ego es lo que nos separa de lo real.(17)
No podemos obviar, por último, la relación existente entre la vulnerabilidad y la sensibilidad. Somos seres precarios y limitados, que estamos expuestos, conmovidos y afectados por circunstancias físicas y experiencias psico-biográficas. La vulnerabilidad no puede entenderse como debilidad porque ello nos lleva a ocultarla y nos convierte en seres insensibles. La insensibilidad, como he apuntado anteriormente, nos ha llevado a cometer los peores crímenes de la humanidad porque la sensibilidad va de la mano del camino de la verdad, mientras que la insensibilidad está vinculada con la ignorancia, porque vivimos hipnotizados por creencias asumidas de forma acrítica. Mostrar nuestra vulnerabilidad nos lleva a ser sabios de la condición humana y, por tanto, sensibles y tener afinidad con la naturaleza profunda del ser humano. Es la puerta a un amor incondicional a la vida, a ese santo decir sí que promulgaba Nietzsche y que rescata la idea del amor que somos, que emerge de nuestro interior hacia el mundo y a los demás. Cuánto menos sensibles, más violentos y menos comprensivos somos. Entonces, realmente, el elemento revelador es ver cómo aflora nuestra sensibilidad y de qué manera sostenemos nuestra vida en nuestro día a día. Miremos, pues, a través de este texto de qué manera lo hacemos :
No me interesa quién eres ni cómo llegaste aquí. No me interesa qué, con quién o dónde has estudiado. Quiero saber qué te sostiene por dentro cuando se derrumba todo lo demás. Quiero saber si has tocado el corazón de tu propio dolor, si te han abierto las traiciones de la vida o si te has contraído y cerrado de miedo a más dolor. Quiero saber si te puedes sentar con el dolor, el mío o el tuyo sin moverte para esconderlo o apagarlo o conciliarlo. Quiero saber si puedes estar con alegría, mía o tuya; si puedes bailar con desenfreno y dejar que el éxtasis te llegue a la yema de los dedos sin precaverte a ser cuidadoso, realista o a recordar las limitaciones del ser humano.(18)
2. La filosofía sapiencial es una expresión acuñada por la filósofa Mónica Cavallé, que alude a aquellas filosofías de todas las épocas y culturas que han tenido como guía el ideal de la sabiduría, esto es, que se han orientado a la realización de los fines últimos de la vida humana y para las que el ejercicio de la filosofía compromete todas las dimensiones del ser humano, no solo sus capacidades intelectuales. Esta forma de entender y practicar la filosofía amplía y complementa el enfoque académico actualmente predominante e intenta recobrar, en contextos contemporáneos, el sentido integral y originario de esta actividad.
3. Definición extraída del diccionario Joan Corominas. Según la RAE, se dan 3 diferentes acepciones: 1. f. Facultad de sentir, propia de los seres animados. 2. f. Cualidad de sensible. 3. f. Manera peculiar de sentir o de pensar. Idea común a distintas sensibilidades políticas.
4. Mónica Cavallé (1917), El arte de ser, Kairós, p. 56. Las características del nous son las siguiente (p. 304-306): a) proporciona el sentido de ser y de presencia lúcida; b) es fuente del sentido de la verdad, del sentido del bien y del sentido de la belleza; c) fuente de discernimiento y de comprensión profunda; d) otorga libertad frente a lo dado; e) nos permite autotrascendernos; e) es la fuente del amor y de la voluntad superior.
5. PLATÓN, La República, Libro VI, (510 a-511d). Obras completas. Traducción, preámbulos y notas por María Araujo, Francisco García Yagüe, Luis Gil, José Antonio Míguez, María Rico, Antonio Rodríguez Huéscar y Francisco de P. Samaranch, introducción de José Antonio Miguel. Aguilar, Madrid, 2a edición, 1981.
6. Alejandro Lax (2021), Filosofía viva. Una iniciación a la vida filosófica, Desclée de Brouwer, p. 149.
7. Mónica Cavallé, en el Arte de Ser afirma: Cuando las tradiciones sapienciales hablan de conocimiento, no coinciden, por lo tanto, con lo que con frecuencia solemos entender por este término. Hablan de conciencia plena; de una comprensión integral que empapa todo nuestro ser; de una visión espontánea y repentina que nos transforma y que solo se nos regala a través del compromiso sin reservas con la verdad.
8. Blog de O. Brenifier: Taller de prácticas filosóficas: [https:]] y-percibir-o-cuando-el-sensible-es-un-insensible/
9. Mónica Cavallé, El Arte de Ser p. 175: “He acuñado la expresión «filosofía operativa» para aludir a nuestra filosofía personal real: no a la que decimos y creemos tener, sino a esa otra que quizá desconocemos en buena medida, si bien se revela inequívocamente en nuestro funcionamiento cotidiano, en nuestros impulsos, emociones, acciones y omisiones diarias, y que puede ser muy distinta de la primera. La filosofía operativa es aquella que realmente opera en nuestra vida cotidiana”.
10. Chuang Tse, Textos escogidos. El gran sueño, Alianza Editorial.
11. Platón: Apol. Socr. 36c, 1
12. El arte de Ser p. 28.
13. F. Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos,
14. Una de las acepciones de este término griego es (desarrollado por Heráclito y retomada, entre otros, por los estoicos) es la siguiente: Lógos es la Inteligencia que origina, sostiene, ordena y otorga armonía al devenir.
15. Aristóteles defiende una concepción de la eudaimonia o de la vida buena que cabe calificar como objetivista y naturalista porque, de acuerdo con él, aquello en lo que consiste tener una vida buena depende de las características que las personas tenemos por el hecho de ser humanas. La «vida buena» está, pues. no en el tener sino en el ser. Se identifica así con la felicidad, el fin al que tienden las personas, y acaso por eso todas lo buscan.
16. Tse, Chuang. Textos escogidos, La perfección. 63
17. Antonio Pino, revista Búho no 13, p.8-9 [https:]] La invitación, inspirado por Oriah el soñador de la montaña, citado por Danah Zohar e Ian Marshall, en el prólogo de Inteligencia espiritual, Plaza & Janés Editores, Ed 2001.
18. La invitación, inspirado por Oriah el soñador de la montaña, citado por Danah Zohar e Ian Marshall, en el prólogo de Inteligencia espiritual, Plaza & Janés Editores, Ed 2001.
I
Aún no ha acabado el día y me llega otra invitación -un poco enrevesada- para pasar unos días "de trabajo" en Punta Cana. Dios es grande. Y el azar es su profeta.
II
Ligero malestar en la garganta, pero que parece ir a más. Se ha ido añadiendo el dolor de cabeza (una nube ligera) y una sensación de cansancio (no del todo desagradable). Como aveces un puro solo es un puro, igual es que estoy cansado.
III
Terminada la traducción de la vida de Plotino, ahora toca limpiarla, fijarla y darle esplendor. Hay muchos comentarios que hacer y me gustaría que el lector se encontrara con una lectura fácil del texto de Porfirio y unas notas a pie de página un poco más elevadas, que resaltaran el vocabulario propio del neoplatonismo y su fuente en los textos platónicos.
IV
Visitar la mente de Plotino es como hacer vacaciones pagadas a un país maravilloso, ajeno, ciertamente, pero por eso aún más atractivo. Las grandes construcciones de la mente humana debieran tener su lugar en la historia del arte.
I
Tengo tres invitaciones a viajar sobre la mesa. La primera me llega de Bucaramanga, la segunda de Arequipa y la tercera, de San José de Costa Rica. Veremos qué se puede hacer. Nunca me he sentido colombiano en Colombia, ni peruano en Perú, ni costarricense en Costa Rica... y sin embargo, en ningún lugar de Hispanoamérica me he sentido extranjero. Se ha dicho -y hago mío el dicho- que hay perfiles de España que solo se descubren al otro lado del charco. Y son esos perfiles los que me animan a decir que sí, pero la insensata prudencia me va susurrando peros.
II
Domingo. 14:00. Me llama mi hijo preguntándome si pueden venir a comer.
- ¿Cuántos? -pregunto.
- Cinco.
- ¡Claro!
Yo no sé de dónde salen los recursos, pero es justamente en estas situaciones, cuando pillado desprevenido abres el frigorífico y hay cuatro cosas, cuando más abundante te sale la comida y, sobre todo, cuando más sabrosa sabe la presencia de todos.
Ser padre, y no digamos ya ser abuelos, es vivir en estado de disposición permanente, es ser un comando de intervención rápida. Y eso está muy bien.
III
Ayer por la tarde terminé la traducción de La vida de Plotino, de Porfirio, que he ido haciendo a ratos muertos. No he quedado completamente satisfecho. Quería hacer una traducción que al lector actual le resulte asequible y cercana a su lenguaje cotidiano, pero para ello hay que enseñarle a Plotino a hablar en español y no sé si lo he conseguido.
IV
Ando enredado con los papeles de la declaración de hacienda. Este es para mí el peor trabajo del año. Me sobrepasan estas cosas elementales del orden económico.
V
Llevo semanas arrastrando la lectura de la muy voluminosa biografía de Kierkegaard escrita por Joakim Garff. Demasiado prolija, un exceso de menudencias, un alud de detalles que ni contribuyen a perfilar la biografía intelectual del filósofo danés ni tienen suficiente fuerza dramática por sí mismos. Ayer comencé a leer en diagonal.
La transmisión está en crisis porque, empeñados en correr tras el viento del futuro, el pasado es una rémora. Quien lo dude, que se pase por las facultades de educación y comprobará que la figura del maestro transmisor ha quedado obsoleta. Hoy el maestro ha de limitarse a acompañar, porque enseñar algo a un niño es violentarlo. La mera explicación embrutecería a quien la recibe porque subordina una inteligencia a otra. Si no me creen, lean a Rancière. Nadie quiere ser heredero pudiendo ser pionero. Por eso, lo que predomina en las ciencias humanas es la flacidez intelectual del constructivismo y el historicismo.
El historicismo es la ideología que defiende que si escribimos después de Cervantes, entonces escribimos mejor que él. La manera de refutarlo es encontrarnos a nosotros mismos en los textos de Platón, de Esquilo, de Calderón… Pero los clásicos - no precisamente por su culpa- se han vuelto difíciles y, como dice Homer Simpson, si algo es difícil no vale la pena estudiarlo.
El constructivismo es la versión epistemológica de la preferencia del historicismo por el proceso frente al producto. Nos dice que todas las cosas humanas están socialmente construidas y, por lo tanto, que todo será de otra manera. Solo hay una excepción: el constructivismo mismo, que sería una verdad intemporal. Este es hoy el último reducto de la fe laica.
Estamos tan imbuidos de novolatría que no se nos ocurre pensar que los grandes hombres del pasado hayan podido ver en nosotros verdades que el presente esconde. Para recuperar su visión hay que ser modernos, claro, pero no solo. Hay que remontar la corriente del historicismo y el constructivismo para ver las cosas humanas con los ojos de los antiguos. Bajo su perspectiva entendemos que el diálogo suele acabar mal (por ejemplo, con la cicuta); que las ilusiones que proyectamos sobre nosotros mismos son verdaderas en sus consecuencias; que cuando lo posible devora lo real, la realidad nos parece el residuo frustrante de una idea; que si la filosofía busca transformar la opinión en conocimiento, la sofística sabe que una metáfora puede tener más poder movilizador que un silogismo; que la política es la caverna, que es un mundo sin exterior (por ello es posible la autonomía); que para hacer ciencia nos subimos a los hombros de los gigantes que nos han precedido y conseguimos ver más lejos que ellos, pero para comprender las cosas humanas es mejor coger su mano y sentarse a dialogar con ellos (nadie se atrevería a subirse a los hombros de Sócrates); que las tensiones inevitables entre la vida pensada y la vida vivida son una invitación al cuidado autónomo de nosotros mismos; que no hay manera de algodonar el mundo (como pretenden el “Great Awokening” y el llamado “emotional turn”) para evitar que nos hagamos daño al caer (la realidad duele); que no es sensato vaciarse de ideas para dejar espacio libre a los sentimientos; que si hay una tensión entre la razón (Atenas) y la fe (Jerusalén) es porque la razón se esfuerza en ocultar la fe que la sostiene; que mientras la ciencia busca la fijación del ser, nosotros somos un flujo que no cabe en ninguna definición: pertenecemos al tiempo más que al espacio porque todo cuanto amamos ha sido ya tocado por la muerte; etc.
Los clásicos merecen este nombre porque al incidir en estas tensiones nos muestran las permanencias antropológicas y solo si hay permanencias tiene sentido la transmisión.
Como la novolatría se afirma a sí misma mediante la obsolescencia de todo nuestro mundo, vivimos en una sorprendente paradoja: certificamos cada día un nuevo progreso en cualquier campo del saber, pero su su suma no nos da para un Progreso con mayúscula. Más del 50% de los ciudadanos de los países occidentales está convencido de que a la humanidad no le quedan más de cien años de vida y, cuanto más jóvenes, más pesimistas. La ONU ha puesto nombre a nuestro estado de ánimo: "ecoansiedad". La filósofa Deborah Danowski y el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro hablan en The End of the World del declive de la aventura antropológica y el filósofo francés Jean-Luc Nancy asegura que vivimos en «el tiempo que sabe que puede ser el fin de los tiempos». Destinados también a la obsolescencia, seríamos los últimos humanoides.
¿Hay alternativa?
“En el cénit de una orgía", cuenta Baudrillard en Cool memories, "un hombre susurró al oído de una mujer: ¿Qué vas a hacer después de la orgía?” La respuesta sensata y urgente no es “Pedir hora en el terapeuta”, sino “Leer a Platón”. Fahrenheit 451 es algo más que un escenario posible. Hay orgías que poseen la triste magnificencia del palacio de un dictador.
Este artículo se publicó en
El Cultural del diario ABC
el sábado 25 de mayo.
1
No suelo utilizar la expresión "pensamiento crítico" porque hace tiempo que descubrí que solemos entender por tal el pensamiento que coincide con el nuestro. Prefiero hablar de "pensamiento riguroso", que sería el pensamiento capaz de dar razones de sí mismo.
II
Hay cuatro enemigos del pensamiento riguroso: la opinión, el autismo, la agrafia y la cobardía. Vamos por partes.
III
La opinión es lo que fomentamos de manera industrial en los centros educativos cuando animamos a nuestros alumnos a que enjuicien lo que no comprenden. Los animamos, por ejemplo, a que nos digan lo que piensan de un texto de Platón cuando no tienen ni idea del pensamiento de Platón. Obviamente, después de que han dicho lo que se les ha pasado por la cabeza, se consideran con derecho a apartar a Platón de su camino intelectual. De esta manera nuestros jóvenes salen de nuestros centros sintiéndose autorizados a juzgar lo que no comprenden: a Colón, a Felipe II, a Aristóteles o a De Kooning.
IV
Platón decía que el pensamiento es el diálogo interiorizado, pero eso significa que para pensar bien hay que dialogar bien. A mi modo de ver lo que honestamente le podemos pedir a un diálogo no es un acuerdo, sino la clarificación de nuestras posiciones. Obviamente, no puedes pensar con rigor si por incapacidad para dialogar eres intelectualmente un autista.
V
Escribir no es solo un medio de transmitir ideas es, sobre todo, un medio de tenerlas. No hay sustituto para este aprendizaje. Ante la hoja en blanco estamos solos con nosotros mismos y con nuestras ideas que a medida que van tomando forma precisa en el texto nos van interpelando de una manera que no sospechábamos al ponernos a escribir. La escritura es el maestro más exigente, nos enseña coherencia.
VI
La cobardía, esto es, el blindaje tras las opiniones ajenas con lo cual en vez de pensar por tu cuenta haces una colección de "textículos" ajenos (con perdón). Decía Séneca que está muy bien ir de flor en flor recolectando polen, pero que lo importante era la miel que se puede hacer con él. La valentía es el coraje de hacer miel.
Asistí hace unos días a
un encuentro en el Ateneo de Cáceres junto a su presidenta, M.ª Ángeles López
Lax, y a su presidente de honor Esteban Cortijo – cuyo reciente libro sobre la
historia del Ateneo he tenido el honor de prologar –. La cosa iba sobre el
futuro de una actividad tan aparentemente anacrónica como la de promover el
encuentro y el debate entre ciudadanos, así porque sí, de cuerpo presente y sin
ser pretexto para pasar la tarde en un bar, obtener un título académico o
medrar en un grupo político, secta o sección de los Boy Scouts.
Cuando me preguntaron qué ventaja específica podría tener hoy – en la época de Internet, del consumo pasivo de cultura y del individualismo global – esto de acudir a un ateneo, la respuesta me vino como un resorte: dialogar con gente distinta y participar de un fenómeno cultural vivo, austero si quieren, pero libre del mercado, del tiesto administrativo, del espectáculo mediático y del elitismo vetusto y críptico (que no crítico) de la academia.
Solo por lo primero, por el encuentro con ciudadanos con creencias, ideologías y conocimientos diferentes, merece mil veces la pena acudir a lugares como el Ateneo de Cáceres (o a las actividades de la Sociedad Científica de Mérida que organiza el profesor Rufino Rodríguez, otro reducto de pluralidad y convivencia en nuestra Comunidad). No hay nada más opuesto a una parroquia o a un seminario universitario – en donde se discute, desde luego, pero de manera tan hiperespecializada que (por motivos diferentes a los de la parroquia) se pierde la noción de realidad –.
Y ojo que con lo de «parroquia» no me refiero solo a la iglesia, sino a todas aquellas congregaciones escolásticas (empezando por las de los adeptos al laicismo) cuyo principal objetivo es celebrar que tienen las mismas ideas y que están encantados de conocerse (o de agarrarse unos a otros de los pelos – como un Barón de Münchhausen colectivo –, no vayan a incurrir en el error de pensar y hundirse en la ciénaga de las dudas). Conozco algunas de estas «parroquias», tanto de derechas como de izquierdas; en ellas la programación es tan previsible y uniforme como los gustos, gestos, opiniones y discursos de quienes acuden regularmente a ellas a comprobar que, al menos en su particular burbuja, todo sigue en orden…
Frente a ese espíritu sectario, acomodaticio y entontecedor del que no quiere arriesgar ni saber nada que no confirme (o a lo sumo matice) sus ideas, del que deja de leer un periódico o se marcha de la sala porque se ha dado voz a quien no piensa como él, o del que hace escrache al «enemigo» para que no pueda ni hablar (¡no vaya a ser que le convenza!), está el espíritu ateneísta y cívico del diálogo y hasta la amistad – la más interesante y provechosa – con el que difiere, incluso hasta las antípodas, de nuestra visión del mundo, y que es el único que en el fondo puede confirmarnos en (o librarnos de) nuestras inciertas certezas. Vayan pues al Ateneo, y piensen en esos pobres bienaventurados que lo tienen todo claro, porque – como decía el maestro Serrat– de ellos es el reino… de los ciegos.
I
Ayer, penúltima sesión del seminario "Después de la orgía", en Madrid. La invitada era, en este caso, Chantal Delsol. Ha sido un lujo conocerla. Es una mujer sabia, discreta y asequible, con las deas muy claras y el coraje de exponerlas aunque vaya a contracorriente.
II
Hay en ella como una fragilidad física que desaparece en cuanto comienzan a salir ideas fuertes en la conversación. Entonces aparece la mujer fuerte, contundente y rigurosa.
III
Recientemente le pedí un ensayo para la editorial Rosamerón a un profesor universitario. Me dijo que sí. Y el sí, a mi parecer, era entusiasta. Pero un par de semanas más tarde me contestó que era incapaz de escribir cumpliendo con la condición imprescindible que yo le había puesto: nada de notas a pie de página. No estaba interesado por su capacidad para recolectar opiniones ajenas, sino por su capacidad para tener ideas propias.
IV
El lunes un catedrático de una universidad de Madrid me reconoció que se sentía inseguro sin armar su discurso con citas. ¿A que se debe esta incapacidad para pensar sin el blindaje de una cita de autoridad? Sin duda se debe a la falta de convicciones firmes.
V
Si aquellos a los que citamos fuesen meros receptores de ideas ajenas no hubiera merecido la pena citarlos. Los citamos porque los vemos con ideas propias. Entonces, ¿por qué no esforzarnos por tener también nosotros nuestras propias ideas?
VI
Lo he dicho y lo repito: la prudencia no es una virtud teórica. Debiéramos enseñar a nuestros jóvenes a pensar imprudentemente y a comportarse prudentemente. Si no lo hacemos, no tiene sentido que vayamos pregonando todo el día la importancia del pensamiento crítico. Una cosa es el pensamiento crítico y otra el pensamiento blindado.
Cuando se siguen estas reglas, un efecto inmediato es que los blancos de tus críticas se vuelven más receptivos a ellas: ya has mostrado que comprendes su postura tan bien como ellos, y también has demostrado tener buen juicio (coincides con ellos en algunos asuntos importantes e incluso algo que han dicho te ha convencido).
"El teu Déu és jueu,
la teva música és negra,
el teu carro és japonès,
la teva pizza és italiana,
el teu gas és algerià,
el teu cafè és brasiler,
la teva democràcia és grega,
els teus números són àrabs, les teves lletres són llatines.
Sóc el teu veí I encara em dius estranger?"
"Tu Dios es judío,
tu música es negra,
tu carro es japonés,
tu pizza es italiana,
tu gas es argelino,
tu café es brasilero,
tu democracia es griega,
tus números son árabes, tus letras son latinas.
Soy tu vecino ¿Y todavía me llamas extranjero?"
Eduardo Galeano
"Després de les lliçons de les últimes dècades, pocs creuen en el lliure comerç, excepte alguns ideòlegs acèrrims. És una teoria que mai va funcionar enlloc. Totes les grans economies es van construir gràcies a un mur de protecció i amb diners del govern"
“La mala comprensión que tienen las élites de la situación parte de que no aprecian el componente social del trabajo. Quienes están obsesionados con la eficiencia lo ven con un medio para asignar recursos. Al hacerlo, subestiman la dignidad que los individuos obtienen de un trabajo con sentido”.
"La pérdida de dignidad que nace de la ausencia de empleo estable y bien pagado no se comoensa con bienes baratos ni con control social.
"Los países con superávits persistentes son los verdaderos proteccionistas. ôr lo tanto, lo más adecuado para forjar algo similar al verdadero libre comercio es introducir potentes mediadas que restablezcan el equilibrio".
Esteban Hernández
19/05/2024
I
La fila para comulgar siempre la cierra un cojo. Suele ser una persona muy mayor, con el cuerpo ladeado hacia la tumba, renqueante y con la mano temblorosa. A veces le cuesta llegar hasta el sacerdote y este lo espera pacientemente.
II
Arrastra un poco los pies que se quedan ligeramente rezagados, hacia la popa.
III
Un día el cojo no aparece. Su ausencia se deja notar. Hasta que pasados uno o dos meses, otro cojo ocupa su puesto. Y vuelta a empezar.
IV
En realidad el cojo es el futuro de todos los que vamos a misa (los domingos por la tarde, en mi caso). Aparentemente vamos delante de él, pero el cojo sabe la verdad: él es el primero de la lista de espera.