Día soleado en Madrid, primaveral, risueño. He dejado las cosas en el hotel (en la Plaza de Oriente) y he ido caminando mansamente hasta la Complutense. Mi destino era la Escuela de Agricultura, pero me he perdido por el campus y he llegado a la cita un poco tarde. Me esperaba un debate con Carlos Fernández Liria que me ha sabido a poco. He tenido la sensación de que hemos estado surfeando sobre lo importante. Después una cena magnífica en el Alcaravea Gaztambide con los jóvenes de la Fundación Tatiana y regreso caminando al hotel en una noche templada con poca gente en la calle.
Sigo intentando poner en práctica mi lema: "Cuando vayas al mercado, no olvides de volver con un amigo".
Estoy escribiendo un artículo largo sobre la amistad, por cierto.
L'aparició de Metavers i altres aplicacions virtuals amb continguts immersius ens situen davant el repte definitiu de protegir la nostra privacitat i, associada a ella, el conjunt de l'activitat cognitiva i els ressorts psíquics que fan possible aquesta última.
(...) la urgència d'una legislació sobre neurodrets té més transcendència després de l'anunci de la nova aplicació que l'imperi de Mark Zuckerberg ofereix. Amb metavers s'estableixen les bases per a una hibridació cognitiva de la psique humana i la màquina que exigeix un control democràtic inexcusable. (...)
Parlem d'un salt evolutiu en el dissenya de la infosfera. Un canvi de paradigma que queda en mans exclusivament privades al tractar-se d'un model de negoci basat en la prestació d'un servei que es desenvolupa dins d'una dinàmica extractiva de dades que retraten la nostra psique a nivells profunds. (...)
Per comprendre la profunditat del desafiament (...) que suposa Metavers abans l'hem de relacionar amb els avenços més recents en el camp de la neurotecnologia. (...) Aquests avenços permeten no només reparar i millorar les funcions cerebrals amb finalitats mèdiques i científiques, sinó, també, controlar-les i manipular-les si no es fixen límits a les tecnologies que les duen a terme. Una cosa té a veure amb l'ús d'implants d'interfície cervell.màquina (BCI) que estan revolucionant la neurociència. Els èxits assolits han aconseguit trataments encomiables contra l'alzheimer i altres malalties nerurològiques, però al preu d'exposar-nos, també, a llindars d'interacció entre el cervell humà i la màquina que desborden allò imaginable. (...)
Aquesta circumstància ens situa davant el desafiament de fixar límits regulatoris sense más dilació a causa del risc potencial de desenvolupaments empresarials o governamentals que manquin de la cobertura ètica que es presenta en els casos que coneixem d'investigació biomèdica. Una cosa necessària si volem prevenir-nos davant dispositius que sondegen l'activitat neuronal de manera invasiva, o a través d'aparells que, sense tocar de manera directa el cervell, registren les seves funcions i hi influeixenmitjançant cascos, ulleres o diademes.
En tots ells la provisió i l'agregació de dades desborda els contorns de la privacitat per entrar de ple en ls protecció de la dignitat humana. (...)
Com assenyalava The NeuroRights Foundation en un document publicat a Horizons l'hivern del 2021, en els últims anys, s'han invertit a nivell mundial més de 19.000 milions de dòlars en 200 projectes d'aquestes característiques. Els avenços en aquest camp són inquietants en vista d'iniciatives com les que promou Neuralink, l'empresa d'innovació neurocientífica d'Elon Musk, que fan servir indiscriminadament BCI amb xips sense fil que connecten el cervell amb ordinadors. L'objectiu no és cap altre que afavorir l'augment de capacitats d'intel·ligència artificial a partir d'hibridacions cognitives de la ment humana amb l'activitat computacional.
Aquí és on l'aparició de Metavers i aplicacions semblants ens col·loquen davant la necessitat regulatòria que les nostres democràcies hi intervinguin una vegada per sempre. No només perquè es posen en circulació dispositius que alliberen una potencialitat extractiva de dades que radiografien l'inconscient de ls nostra psique, sinó perquè creen les condicions perquè, mitjançant interfície d'entreteniment, es desenvolupin models d'intel·ligència artificial que facin aterrar situacions distòpiques que la ciència ficció va imaginar fa dècades.
Ens endinsem, per tant, en un àmbit que posa en perill el que amaguem sota l'escorça cerebral. Un desafiament que compromet no només la nostra privacitat més recòndit, sinó també la dignitat de l'éser humà i els ressorts psíquics i morals que, com defensava Hans Jonas, funden l'autenticitat de la nostra espècie.
José María Lassalle, Metavers i neurodrets, La Vanguardia 19/02/2022
Llevo meses sin que me duela nada. Los acúfenos parecen sosegados y los mareos, controlables. Hace buen tiempo, tengo muchas cosas para leer y bastantes más para escribir y voy entregando todo a su tiempo.
Disfrutar de las pausas de calma es una maravilla. La salud es un don, amigos. Y el sol de estas mañanas tan cordiales... Echarse para atrás en la silla del Petit Café, estirar las piernas, dejar caer los brazos y la cabeza y sentir el calor vivificante de este sol invernal. Que tu única preocupación sea si pedir un vermut blanco con patatas o una Alhambra. Los vecinos tienen, todos, su conducta predecible y tranquilizante -¡benditas rutinas!-, como las nubes y los plátanos, que ya empiezan a dejar sentir su rumor germinal. Y el mar, allá lejos, que reclama mi imaginación desde el horizonte. Todo está en orden. Todo encaja.
Pero ningún sufrimiento le espera a quien abandona la justicia y la verdad. En cambio, el sistema de partidos comporta las penalizaciones más dolorosas por insubordinación. Penalizaciones que alcanzan a casi todo —la carrera, los sentimientos, la amistad, la reputación, la parte exterior del honor, incluso a veces la vida familiar—. El partido comunista ha llevado el sistema hasta la perfección.
La atención verdadera es un estado tan difícil para el hombre, tan violento, que cualquier turbación personal de la sensibilidad basta para obstaculizarla. Y de ahí la obligación imperiosa de proteger, tanto como sea posible, la facultad de discernimiento que se tiene en sí mismo, contra el tumulto de las esperanzas y de los temores personales.
Los partidos son un maravilloso mecanismo en virtud del cual, a lo largo de todo un país, ni un solo espíritu presta su atención al esfuerzo de discernir, en los asuntos públicos, el bien, la justicia, la verdad. El resultado es que —a excepción de un pequeño número de circunstancias fortuitas— solo se deciden y se ejecutan medidas contrarias al bien público, a la justicia, a la verdad. Si se le confiara al diablo la organización de la vida pública, no podría imaginar nada más ingenioso.
… la luz interior de la evidencia, esa facultad de discernimiento concedida desde arriba al alma humana como respuesta al deseo de verdad, es desechada, condenada a tareas serviles, como hacer sumas, excluida de todas las investigaciones relativas al destino espiritual del hombre. El móvil del pensamiento ya no es el deseo incondicionado, no definido, de la verdad, sino el deseo de conformidad con una enseñanza establecida de antemano.
… de hecho, salvo raras excepciones, un hombre que entra en un partido adopta dócilmente la actitud de espíritu que expresará más tarde con estas palabras: «Como monárquico, como socialista, pienso que…». ¡Es tan cómodo! Porque no es pensar. No hay nada más cómodo que no pensar.
La pasión colectiva es la única energía de la que disponen los partidos para la propaganda exterior y para la presión ejercida sobre el alma de cada miembro.
Se admite que el espíritu de partido ciega, vuelve sordo a la justicia, empuja incluso a gente honesta al encarnizamiento más cruel contra inocentes. Se admite, pero no se piensa en suprimir los organismos que fabrican tal espíritu.
… el espíritu de partido ha llegado a contaminarlo todo. Las instituciones que determinan el juego de la vida pública influyen siempre en un país sobre la totalidad del pensamiento a causa del prestigio del poder. Se ha llegado a no pensar casi en absoluto en ningún asunto si no es tomando posición «a favor» o «en contra» de una opinión. Después se buscan argumentos, según el caso, sea a favor, sea en contra. Es exactamente la transposición de la adhesión a un partido.
Incluso en las escuelas, ya no se sabe estimular de otra manera el pensamiento de los niños si no es invitándoles a tomar partido a favor o en contra. Se les cita una frase de un gran autor y se les dice: «¿Estáis de acuerdo o no? Desarrollad vuestros argumentos». En el examen, los desgraciados, puesto que tienen que haber terminado la disertación al cabo de tres horas, no pueden pasar más de cinco minutos preguntándose si están de acuerdo. Y sería tan sencillo decirles: «Meditad este texto y expresad las reflexiones que se os ocurran».
Casi en todas partes —e incluso, a menudo, debido a problemas puramente técnicos— la operación de tomar partido, de tomar posición a favor o en contra, ha substituido a la obligación de pensar. Se trata de una lepra que se ha originado a partir de los medios políticos y se ha extendido, a través de todo el país, a la casi totalidad del pensamiento.
Es dudoso que se pueda remediar esta lepra que nos mata sin antes suprimir los partidos políticos.
Simone Weil, “Notas sobre la supresión general de los partidos políticos”. Texto incluido en los Ècrits de Londres et demières lettres (Escritos de Londres y otras cartas), Èditions Gallimard, 1957. Fechado entre diciembre de 1942 y abril de 1943.
Para valorar a los partidos políticos según el criterio de la verdad, de la justicia, del bien público, conviene comenzar discerniendo sus características esenciales.
Se pueden enumerar tres:
1- Un partido político es una máquina de fabricar pasión colectiva.
2- Un partido político es una organización construida de tal modo que ejerce una presión colectiva sobre el pensamiento de cada uno de los seres humanos que son sus miembros.
3- La primera finalidad y, en última instancia, la única finalidad de todo partido político es su propio crecimiento, y eso sin límite.
Debido a este triple carácter, todo partido político es totalitario en germen y en aspiración. Si de hecho no lo es, es solo porque los que lo rodean no lo son menos que él.
Estas tres características son verdades de hecho, evidentes para cualquiera que se haya aproximado a la vida de los partidos.
La tercera es un caso particular de un fenómeno que se produce allí donde el colectivo domina a los seres pensantes. Es la inversión de la relación entre fin y medio. En todas partes, sin excepción, todas las cosas generalmente consideradas como fines son, por naturaleza, por definición, por esencia, y de la manera más evidente, únicamente medios. Se podría citar tantos ejemplos como se quisiera en todos los campos. Dinero, poder, Estado, grandeza nacional, producción económica, diplomas universitarios; y muchos más.
Solo el bien es un fin. Todo lo que pertenece al dominio de los hechos es del orden de los medios. Pero el pensamiento colectivo es incapaz de elevarse por encima del dominio de los hechos. Es un pensamiento animal. Posee la noción de bien solo lo suficiente como para cometer el error de tomar tal o cual medio por el bien absoluto. Y eso es lo que sucede con los partidos: un partido es, en principio, un instrumento para servir a una cierta concepción del bien público.
La finalidad de un partido político es algo vago e irreal. Si fuera real, exigiría un esfuerzo muy grande de atención, pues una concepción del bien público no es algo fácil de pensar. La existencia del partido es palpable, evidente, y no exige ningún esfuerzo para ser reconocida. Así, es inevitable que de hecho sea el partido para sí mismo su propia finalidad.
En consecuencia hay idolatría, pues solo Dios es legítimamente una finalidad para sí mismo.
Se pone como axioma que la condición necesaria y suficiente para que el partido sirva eficazmente a la concepción del bien público con vistas a la cual existe es que posea una gran cantidad de poder.
Pero ninguna cantidad finita de poder puede jamás, de hecho, ser mirada como suficiente, sobre todo una vez obtenida. El partido se encuentra, de hecho, debido a la ausencia de pensamiento, en un estado continuo de impotencia que atribuye siempre a la insuficiencia del poder de que dispone. Aun cuando fuera el dueño absoluto del país, las necesidades internacionales serían las que impondrían límites estrechos.
De este modo, la tendencia esencial de los partidos es totalitaria, no solo en lo que respecta a una nación, sino en lo que respecta al globo terrestre. Precisamente porque la concepción del bien público propia -de tal o cual partido es una ficción, algo vacío, sin realidad, es- por lo que impone la búsqueda del poder total. Toda realidad implica por sí misma un límite. Lo que no existe en absoluto no es jamás limitable.
Por eso es por lo que hay afinidad, alianza entre el totalitarismo y la mentira.
Desde el momento en que el crecimiento del partido constituye un criterio del bien, se sigue inevitablemente la existencia de una presión colectiva del partido sobre el pensamiento de los hombres. Esa presión se ejerce de hecho. Se muestra públicamente. Se confiesa, se proclama. Nos horrorizaría, de no ser porque la costumbre nos ha endurecido.
Los partidos son organismos públicos, oficialmente constituidos de manera que matan en las almas el sentido de la verdad y de la justicia.
Se ejerce la presión colectiva sobre el gran público mediante la propaganda. La finalidad confesada de la propaganda es persuadir y no comunicar luz. Hitler vio perfectamente que la propaganda es siempre un intento de someter a los espíritus. Todos los partidos hacen propaganda. El que no la hiciera desaparecería por el hecho de que los demás sí la hacen. Todos confiesan que hacen propaganda. Nadie es tan audaz en la mentira como para afirmar que se propone la educación del público, que forma el juicio del pueblo.
Supongamos que un miembro de un partido —diputado, candidato a diputado, o simplemente militante— adquiera en público el siguiente compromiso: «Cada vez que examine cualquier problema político o social, me comprometo a olvidar absolutamente el hecho de que soy miembro de tal grupo y a preocuparme exclusivamente de discernir el bien público y la justicia.» Ese lenguaje sería muy mal acogido. Los suyos, e incluso muchos otros, lo acusarían de traición. Los menos hostiles dirían: «Entonces, ¿para qué se ha afiliado a un partido?», confesando de esta manera ingenua que, cuando se entra en un partido, se renuncia a buscar únicamente el bien público y la justicia. Ese hombre sería excluido de su partido, o por lo menos perdería la investidura; seguramente no sería elegido.
Por el contrario, se considera totalmente natural, razonable y honorable que alguien diga: «Como conservador… —o como socialista— pienso que…».
Unas jovencitas, que se proclamaban vinculadas al gaullismo como equivalente francés del hitlerismo, añadían: «La verdad es relativa, incluso en geometría».
Si no hay verdad, es legítimo pensar de tal o cual manera en tanto uno es tal o cual cosa. Del mismo modo que se tiene el cabello negro, castaño, rojizo o rubio porque se es así, también se emiten tales o cuales ideas. El pensamiento, como el cabello, es entonces el producto de un proceso físico de eliminación. Si se reconoce que hay una verdad, solo está permitido pensar lo que es verdadero. Entonces se piensa tal cosa no porque se da el caso de que de hecho uno es francés, o católico, o socialista, sino porque la luz irresistible de la evidencia obliga a pensar así y no de otra manera. Si no hay evidencia, si hay duda, entonces es evidente que, en el estado de conocimientos del que se dispone, la cuestión es dudosa. Si existe una débil probabilidad de un lado, es evidente que hay una débil probabilidad; y así con todo lo demás. En todos los casos, la luz interior concede siempre a cualquiera que la consulte una respuesta manifiesta. El contenido de la respuesta es más o menos afirmativo; importa poco. Siempre es susceptible de revisión; pero ninguna corrección puede llevarse a cabo a no ser mediante la luz interior.
Si un hombre, miembro de un partido, está absolutamente decidido a ser fiel, en todos sus pensamientos, tan solo a la luz interior y a nada más, no puede dar a conocer esa resolución a su partido. Entonces se encuentra respecto del partido en estado de mentira. Es una situación que solo puede ser aceptada a causa de la necesidad, que obliga a estar en un partido para tomar parte eficazmente en los asuntos públicos. Pero entonces esa necesidad es un mal y hay que ponerle fin suprimiendo los partidos.
… si la pertenencia a un partido obliga siempre y en todos los casos a la mentira, la existencia de los partidos es absolutamente, incondicionalmente, un mal.
Era frecuente ver en los anuncios de reuniones: El señor X expondrá el punto de vista comunista (sobre el problema que era objeto de la reunión). El señor Y expondrá el punto de vista socialista. El señor Z expondrá el punto de vista radical.
¿Cómo lograban esos desgraciados conocer el punto de vista que debían exponer? ¿A quién podían consultar? ¿A qué oráculo? Una colectividad no tiene lengua ni pluma. Los órganos de expresión son todos individuales. La colectividad socialista no reside en ningún individuo. Tampoco la colectividad radical. La colectividad comunista reside en Stalin, pero está lejos; no se le puede telefonear antes de hablar en una reunión.
… hoy en día, la tensión hacia la justicia y la verdad es vista como algo que responde a un punto de vista personal.
La verdad son los pensamientos que surgen en el espíritu de una criatura pensante, únicamente, totalmente, exclusivamente deseosa de verdad.
La mentira, el error —palabras sinónimas— son los pensamientos de los que no desean la verdad y de los que desean la verdad y algo más.
Deseando la verdad en el vacío y sin intentar adivinar de entrada el contenido es como se recibe la luz. En eso consiste todo el mecanismo de la atención.
Simone Weil, “Notas sobre la supresión general de los partidos políticos”. Texto incluido en los Ècrits de Londres et demières lettres (Escritos de Londres y otras cartas), Èditions Gallimard, 1957. Fechado entre diciembre de 1942 y abril de 1943.
… primero hay que reconocer cuál es el criterio del bien.
Solo puede ser la verdad, la justicia, y, en segundo lugar, la utilidad pública.
La democracia, el poder de los más, no son bienes. Son medios con vistas al bien, estimados eficaces con razón o sin ella. Si la República de Weimar, en lugar de Hitler, hubiera decidido por vías rigurosamente parlamentarias y legales meter a los judíos en campos de concentración y torturarlos con refinamiento hasta la muerte, las torturas no habrían tenido ni un átomo de legitimidad más de la que ahora tienen. Ahora bien, algo parecido a esto no es totalmente inconcebible.
Solo lo que es justo es legítimo. El crimen y la mentira no lo son en ningún caso.
Nuestro ideal republicano procede enteramente de la voluntad general de Rousseau. Pero el sentido de esta noción se perdió casi de inmediato, porque es compleja y demanda un alto grado de atención. Dejando de lado algunos capítulos, pocos libros son tan hermosos, fuertes, lúcidos y claros como lo es El contrato social. Se dice que pocos son los libros que han tenido tanta influencia. Pero de hecho todo sucedió y sucede como si no hubiera sido leído nunca.
Rousseau partía de dos evidencias. Una, que la razón discierne y elige la justicia y la utilidad inocente, y que todo crimen tiene como móvil la pasión. Otra, que la razón es idéntica en todos los hombres, frente a las pasiones, que, casi siempre, difieren. En consecuencia si, sobre un problema general, cada uno reflexiona en soledad y expresa una opinión, y si después se comparan las opiniones entre sí, probablemente coincidirán por el lado justo y razonable de cada una y diferirán por las injusticias y los errores. Únicamente en virtud de un razonamiento de este tipo se admite que el consensus universal indica la verdad.
La verdad es una. La justicia es una. Los errores, las injusticias son indefinidamente variables. De esta manera, los hombres convergen en lo justo y lo verdadero, y en cambio la mentira y el crimen los hacen divergir indefinidamente. Puesto que la unión es una fuerza material, se puede esperar encontrar en ella un recurso para hacer que la verdad y la justicia sean aquí abajo materialmente más fuertes que el crimen y el error. Se precisa un mecanismo conveniente. Si la democracia constituye tal mecanismo, es buena. Si no, no.
Una voluntad injusta, común a toda la nación, no era en absoluto superior, a ojos de Rousseau —y tenía razón—, a la voluntad injusta de un hombre. Rousseau pensaba, tan solo, que casi siempre una voluntad común de todo un pueblo era, de hecho, conforme con la justicia, por neutralización mutua y compensación de pasiones particulares. Ese era para él el único motivo de preferir la voluntad del pueblo a una voluntad particular.
Asimismo una cierta masa de agua, aun cuando compuesta de partículas que se mueven y chocan sin cesar, se encuentra en equilibrio y reposo perfectos. Devuelve a los objetos sus imágenes con verdad irreprochable. Indica perfectamente el plano horizontal. Dice sin error la densidad de los objetos sumergidos.
Si individuos apasionados, empujados por la pasión al crimen y a la mentira, se componen del mismo modo formando un pueblo verídico y justo, entonces es bueno que el pueblo sea soberano. Una constitución democrática es buena si, primero, realiza en el pueblo ese estado de equilibrio, y si, solo después, hace que las voluntades del pueblo sean ejecutadas.
El verdadero espíritu de 1789 consiste en pensar no que algo es justo porque el pueblo lo quiere, sino que, bajo ciertas condiciones, la voluntad del pueblo tiene más posibilidades que ninguna otra voluntad de ser conforme a la justicia.
Hay varias condiciones indispensables para poder aplicar la noción de voluntad general. Dos deben retener particularmente la atención.
Una es que, en el momento en que el pueblo toma conciencia de una de sus voluntades y la expresa, no hay ninguna especie de pasión colectiva.
Es del todo evidente que el razonamiento de Rousseau se desmorona en cuanto hay pasión colectiva. Rousseau lo sabía perfectamente. La pasión colectiva es un impulso al crimen y a la mentira infinitamente más poderoso que cualquier pasión individual. Los malos impulsos, en este caso, lejos de neutralizarse, se elevan mutuamente a la milésima potencia. La presión es casi irresistible si no se es un auténtico santo.
Un agua a la que una corriente violenta, impetuosa, pone en movimiento ya no refleja los objetos, ya no tiene una superficie horizontal, ya no indica las densidades. E importa muy poco que sea movida por una única corriente o por cinco o seis que se entrechocan y forman remolinos. En ambos casos, se encuentra igualmente turbada.
Si una sola pasión colectiva se apodera de todo un país, el país entero es unánime en el crimen. Si dos, cuatro, cinco o diez pasiones colectivas lo dividen, está dividido en varias bandas de criminales. Las pasiones divergentes no se neutralizan, como sucede en el caso de un sinfín de pasiones individuales fundidas en una masa; el número es demasiado pequeño, la fuerza de cada una es demasiado grande para que pueda darse la neutralización. La lucha las exaspera. Se entrechocan con un ruido verdaderamente infernal que hace imposible que se oiga, ni por un segundo, la voz de la justicia y de la verdad, siempre casi imperceptible.
Cuando hay pasión colectiva en un país, es probable que una voluntad particular cualquiera esté más cerca de la justicia y de la razón que la voluntad general, o más bien que lo que constituye su caricatura.
La segunda condición es que el pueblo tenga que expresar su voluntad respecto de los problemas de la vida pública y no solo elegir a las personas. Y aún menos una elección de colectividades irresponsables. Pues la voluntad general no tiene ninguna relación con una tal elección.
Si hubo en 1789 una cierta expresión de la voluntad general, aun cuando se adoptara el sistema representativo a falta de saber imaginar otro, es porque hubo algo bastante diferente de las elecciones. Todo lo que había de vivo a través de todo el país —y el país se desbordaba de vida— había intentado expresar un pensamiento mediante el órgano de los Cahiers de revendication [Cuadernos de reivindicación]. Los representantes se habían hecho conocer, en gran parte, en el curso de esa cooperación en el pensamiento; conservaban su calor; sentían que el país estaba atento a sus palabras, celoso de vigilar si traducían exactamente sus aspiraciones. Durante algún tiempo —poco tiempo— fueron verdaderamente simples órganos de expresión para el pensamiento público.
Semejante cosa no se volvió a producir nunca más. Enunciar estas dos condiciones muestra que nunca hemos conocido nada que se asemeje, ni de lejos, a una democracia. En lo que nombramos con ese nombre, el pueblo no ha tenido nunca la ocasión ni los medios de expresar un parecer sobre un problema cualquiera de la vida pública; y todo lo que escapa a los intereses particulares se deja para las pasiones colectivas, a las que se alimenta sistemática y oficialmente.
Simone Weil, “Notas sobre la supresión general de los partidos políticos”. Texto incluido en los Ècrits de Londres et demières lettres (Escritos de Londres y otras cartas), Èditions Gallimard, 1957. Fechado entre diciembre de 1942 y abril de 1943.
También en la anticiencia encontramos la impugnación de hipótesis científicas o de hechos bien establecidos por la ciencia, pero hay en ella una actitud con un carácter más general.
No se limita a negar un aspecto concreto o una explicación específica de ciertos mecanismos naturales, sino que rechaza una teoría completa o incluso avances científicos fundamentales.
Dos ejemplos muy claros serían el terraplanismo y el repudio de la teoría de la evolución por parte de los creacionistas radicales. Obviamente, en la medida en que los negacionismos comportan casi siempre, al menos de forma indirecta, una oposición a teorías o hechos bien asentados por la práctica científica, asumen una actitud anticientífica, aunque no siempre sea así.
Puede haber casos de personas que nieguen esos hechos o teorías y lo hagan convencidos de que la buena ciencia es la que lleva necesariamente a dicha negación.
Sería el caso, por ejemplo, de los negacionistas del cambio climático que se aferran a ese pequeño porcentaje de climatólogos que niegan solo que el cambio climático esté causado por la actividad del ser humano.
Del mismo modo, una persona antivacunas que rechace las vacunas de ARN porque cree que pueden producir cambios en el genoma del vacunado estaría manteniendo una actitud anticientífica, puesto que esa creencia choca con lo que nos dice la ciencia.
Una persona que desconfíe de las vacunas contra la covid-19 porque considera que todavía no se conocen posibles efectos secundarios a largo plazo no necesariamente estaría comprometida con actitudes anticientíficas, aunque cabría preguntarse si no estaría llevando sus recelos más allá de lo prudente.
Uno de los pioneros en el estudio de la anticiencia ha sido el historiador de la ciencia Gerald Holton. Ya a comienzos de los 90 del pasado siglo nos avisaba del peligro de que despertara “esa bestia que dormita en el subsuelo de nuestra civilización”. Parece que la bestia ha despertado, puesto que las actitudes anticientíficas empiezan a hacerse cada vez más notables incluso en países con un nivel educativo relativamente alto.
Se ha constatado mediante diversos estudios que los negacionismos y las actitudes anticiencia van ligados por lo habitual a la aceptación de teorías conspirativas y de los llamados “hechos alternativos”. Es este un eufemismo para referirse a hechos que en realidad nunca se han producido, pero son asumidos por conveniencia.
Si alguien se opone al consenso de la ciencia sin tener genuinos argumentos científicos o datos fiables, debe articular algún tipo de explicación conspiracionista para justificar por qué existe ese consenso.
El recurso más fácil es pensar que los científicos están comprados por las grandes empresas farmacéuticas, o por las industrias biotecnológicas, o por el poder político o militar.
Esas teorías conspirativas han sido llevadas al paroxismo por movimientos como QAnon, cuya creencia en que una élite satánica y pedófila quiere controlarnos a todos e impedir que Donald Trump triunfe, y para ello utilizan cualquier medio a su alcance, incluyendo las vacunas, hace replantearse la definición del ser humano como animal racional.
Antonio Diéguez Lucena, Negacionismo, anticiencia y pseudociencia; en qué se diferencian?, Cuaderno de Cultura Científica 14/02/2022 [https:]]Las pseudociencias son disciplinas o teorías que pretenden ser científicas sin serlo realmente. Eso les lleva inevitablemente a chocar con teorías científicas aceptadas.
Ejemplos populares hoy en día serían la astrología, la homeopatía, la parapsicología y la “medicina cuántica” (aunque esta recibe otros nombres y tiene diversas ramificaciones).
Conviene aclarar que, por mucho que a veces se confunda la homeopatía con la medicina naturista y con el herbarismo, no son la misma cosa. En estas últimas el paciente recibe al menos sustancias que tienen un efecto químico sobre su organismo. El problema aquí sería el control de las dosis.
La homeopatía, en cambio, se basa en la idea de que el poder curativo de una sustancia viene dado, entre otras cosas, por la dilución extrema con la que se administra. Pero las diluciones son tan extremas que es imposible que el paciente reciba una sola molécula del principio activo.
Para justificar esto, los defensores de la homeopatía recurren a una teoría carente por completo de base científica, por no decir simplemente contraria a la ciencia, como es la de la “memoria del agua”. Según esta teoría, el agua que ha estado en contacto con el principio activo guarda memoria de sus propiedades químicas y esa “información” es la que se mantiene en el preparado homeopático y cura al paciente.
Lo curioso es que, en la mayor parte de los casos, lo que el paciente recibe no es un tarrito con agua, sino una pastilla de azúcar.
Contra lo que algunos parecen creer, fiándose demasiado de Popper, las pseudociencias no son infalsables. Es decir, sus tesis pueden ser puestas a prueba mediante contrastación empírica. De hecho, muchas de las afirmaciones de las pseudociencias están falsadas, puesto que la ciencia ha mostrado que son falsas. Las pseudociencias pueden alegar, y de hecho lo hacen, que cuentan en su haber con muchas “confirmaciones” (en el sentido de predicciones cumplidas), lo cual puede ser cierto, pero obviamente eso no las hace científicas.
Ilustremos todo lo que acabamos de decir con el ejemplo de la pandemia:
El negacionismo no debe confundirse con el escepticismo organizado que, como señaló hace décadas el sociólogo Robert K. Merton, constituye un atributo característico de la ciencia.
A diferencia de este, no pretende poner en cuestión hipótesis científicas que no han sido suficientemente contrastadas, sino que promueve más bien un rechazo dogmático y poco razonando, frecuentemente por motivaciones emocionales e ideológicas, de tesis científicas bien establecidas acerca de determinados fenómenos.
Una de las mejores caracterizaciones que se han dado por ahora del negacionismo está en un breve artículo de 2009 de Pascal Diethelm, un economista especializado en salud, y Martin McKee, un médico que enseña sobre salud pública.
Según ellos, el negacionismo consistiría en un rechazo del consenso científico con argumentos ajenos a la propia ciencia, o sin argumento alguno. Esto genera la impresión de que hay debate donde realmente no lo hay. Está ligado a cinco rasgos:
(Las personas pueden tener dos sistemas de creencia la mismo tiempo: una mentalidad realista y una mentalidad mitológica). Es una distinción que ha existido en la psicología desde hace mucho tiempo. La primera es la que aplicas a tu vida tangible y física. Incluso los chiflados que apoyan las teorías de conspiración, que creen en fantasmas y espíritus, y en el poder de la curación a través de piedras, visten y alimentan a sus hijos y los llevan a la escuela. Esas personas no están alucinando ni están fuera de contacto con la realidad. Sin embargo, la cosa cambia cuando son cuestiones que no les afectan directamente, como «¿qué ocurre realmente en la Casa Blanca?», «¿cuál es el origen del universo?” o «¿por qué le pasan cosas malas a la gente buena?». Cuando se trata de asuntos cósmicos que están fuera del ámbito de la experiencia inmediata la gente suele conformarse con creencias estimulantes, que empoderan, que son entretenidas; que sean verdaderas o falsas se considera como algo pedante y quisquilloso. Así, si alguien dice que Hillary Clinton lidera una red de explotación sexual infantil, no significa que lo crea de la misma manera que cree, por ejemplo, que hay leche en su frigorífico. Más bien es una forma de abuchear a Hillary Clinton, de expresar una convicción moral, y esa es una mentalidad a la que todos podemos ser susceptibles. El motivo es que hasta hace poco no teníamos los medios necesarios para responder a esas grandes preguntas cósmicas. Sin embargo, ahora tenemos archivos históricos, bases de datos del gobierno y ciencia, y podemos establecer lo que es cierto y lo que no. Creo que todas nuestras creencias deben estar en el ámbito de la realidad y no en el de la mitología, pero no es una mentalidad universal.
Moisés Naím, entrevista a Steven Pinker: "Siempre hemos sido capaces de razonar; la pregunta es por qué no siempre lo aplicamos", ethic.es 16/02/2022
Somos casi vintage las generaciones que fuimos educados por magníficos profesores de Filosofía en BUP y COU y maestros que se tomaban en serio la ética de EGB. Yo aprendí a defender mis opiniones en aquellos debates acneicos, a alzar la voz sin miedo. Las clases de Filosofía también fueron un buen entrenamiento para la vida ciudadana: en ellas aprendimos a convivir discrepando, a confrontar ideas desde el respeto, a cuestionar nuestros propios posicionamientos, a cambiar de idea o a poner todo nuestro esfuerzo en convencer a nuestros compañeros. Por no hablar de lo que supone recibir el legado del pensamiento que ha acabado por dar forma a la sociedad en la que vivimos. Saber de dónde vienen los valores predominantes en nuestra cultura es entender nuestro lugar en la historia. Pero lo más apasionante tanto de las clases de Ética como de Filosofía fue para mí la poderosa sensación de emancipación que me provocaron: de repente, me daba cuenta de que podía tomar las riendas de mi existencia porque me estaban dando los instrumentos necesarios para pensarme a mí misma, pensar lo que me rodeaba y decidir lo que estaba bien y lo que mal no sobre la base de los mandamientos divinos sino a mi propia consciencia independiente. No era, para nada, un camino fácil, pero era el único camino a la libertad.
Najat el Hachmi, ¿Quién quiere pensar?, El País 18/02/2022
Antonio Machado hace decir a su Juan de Mairena que «si alguien intentase algún día, para continuar consecuentemente a Kant, una cuarta Crítica, que sería la de la Pura creencia, llegaría en su Dialéctica transcendental a descubrirnos acaso el carácter antinómico no ya de la razón, sino de la fe; a revelarnos el gran problema del sí y el no como objetos no de conocimiento, sino de creencia». En su primera Crítica, Kant dijo que debió suprimir el saber para hacer sitio al creer. Esto significa que hay cosas más allá de nuestro conocimiento. Creer en una u otra divinidad es una opción personal íntima, pero es muy bueno que no podamos conocer la existencia de un creador omnipotente y omnisciente, porque tal circunstancia nos haría obrar por premios o castigos. El héroe moral kantiano es el ateo Spinoza, que decide obrar moralmente pese a no sentirse respaldado por un ser divino, únicamente por tener consideración hacia los demás y al margen de lo que pueda deparar una fortuna totalmente adversa. Diderot comparte sin duda este parecer, afirmando que la posteridad era su «otro mundo» del hombre religioso. Kant entiende que debemos creernos libres y pensar que nuestras intenciones pueden modificar la cadena de causas eficientes introduciendo nuevos eslabones. El auténtico credo kantiano es confiar en que nuestras intenciones morales puedan prosperar gracias al concurso de todos.
Con frecuencia y de manera coloquial, Second Life ha sido considerado un metaverso. Pero eso no significa que deba confundirse con lo que tienen en mente los defensores contemporáneos de esta idea. En algunas interpretaciones, el metaverso representa el conjunto de hardware y software que hace posible la realidad virtual y aumentada. En otros, es un conjunto de experiencias virtuales que varían en alcance y escala, pero que existen en un conjunto compartido de puntos de acceso, algo no muy diferente a Second Life.
Sin embargo, el alcance de lo que ha propuesto el CEO de Meta, Mark Zuckerberg, va más allá de esas definiciones. Ya sea que Zuckerberg sea o no la mejor autoridad en la materia, su visión es la que ha acaparado los reflectores, y su nombre se ha convertido en sinónimo del término metaverso. Así que, ¿cuál es precisamente esa visión, y en qué se parece o se distingue de lo que hemos escuchado anteriormente de la vida virtual?
Para Zuckerberg y Meta, el metaverso es una propuesta de cambios políticos y técnicos en la manera en que pensamos el mismo internet. Para ello es necesario un sistema económico y normativo que favorezca la limitación de los espacios virtuales para crear “propiedad”. En este sentido, Zuckerberg y otros predicadores del metaverso han impulsado la idea de la Web3, una forma descentralizada de mercantilización basada en tecnologías de cadena de bloques (blockchain) que servirían para verificar la propiedad, como lo hacen hoy los tokens no fungibles, o NFT. En la actualidad, Meta está alentando a los usuarios a realizar y compartir libremente sus creaciones en Horizon Worlds, su aplicación de creación de mundos básicos gratuita. Sin embargo, sus limitaciones sugieren que el propósito es simplemente abrir el apetito para un mercado más sofisticado de mundos creados por los usuarios en la plataforma de Meta en el futuro. Todo lo que la empresa sea capaz de extraer de las ventas en este mercado se verá presumiblemente reforzado por los datos de comportamiento que pueda captar de la mirada, la voz y los gestos en entornos inmersivos. Facebook ya rastrea lo que los usuarios responden al desplazarse, hacer clic y compartir contenidos, pero en la realidad virtual interactiva esto podría significar cualquier cosa, desde medir cuánto tiempo miran algo hasta compartir datos sobre las preferencias de marcas, pasando por el rastreo de los movimientos de sus manos durante los momentos más íntimos. En una entrevista reciente con Wired, Rosedale describió el panorama que ofrece el material de marketing de Meta como un “resultado muy, muy malo” para los mundos virtuales.
Desde el punto de vista técnico, Meta ha abogado por un protocolo común o portal que vincule una multitud de objetos virtuales y reales. Meta ya está sentando las bases al adquirir una serie de empresas de realidad virtual y aumentada para complementar su adquisición, en 2014, de Oculus, un fabricante de cascos de realidad virtual, y al integrar más estrechamente los productos Oculus con Facebook, Instagram y WhatsApp. Esto permite que los usuarios que ya están familiarizados con los servicios de la empresa se asocien con el metaverso antes de ver su versión 3D. Sin embargo, tal como descubrieron Second Life y otros, persuadir a los usuarios y a las empresas para que accedan a un singular conjunto de relaciones económicas es un enorme desafío. Entre los usuarios tempranos de la realidad virtual ha habido una notable reacción contra el intento de Facebook de encerrar y estandarizar la vida virtual, que queda ejemplificada en el hashtag #notmymetaverse.
¿Y si Meta tiene éxito? Eso podría significar un nuevo internet, tal vez incluso una nueva mutación del capitalismo. El éxito de las experiencias de juegos virtuales, desde FarmVille hasta Fortnite, demuestra qué tanto están dispuestas las personas a trabajar y pagar por baratijas digitales todos los días. Fuera del mareo por movimiento, la experiencia de entrar en mundos virtuales inmersivos puede ser estimulante hasta el punto de volverse adictiva. El infujo de inversiones de personas que buscan obtener beneficios en este nuevo espacio y las condiciones que la pandemia de covid-19 ha impuesto al mundo entero garantizan al menos un mayor entusiasmo por una nueva integración entre la vida virtual y la real. Esto podría significar una mayor abdicación de los problemas del mundo “real”, conforme los usuarios distraídos permiten a las corporaciones asomarse aún más en sus vidas personales. Asimismo, podría dar lugar a nuevas formas de explotación, ya que los datos e incluso la imagen de las personas pueden ser objeto de apropiación para fines casi imposibles de comprender o controlar.
Una solución podría ser que el sector público invierta en mantener de un repositorio de activos virtuales de alta calidad, gratuitos y de libre acceso. Los usuarios podrían utilizarlos para construir y mantener sus propios mundos y experiencias virtuales. De este modo se aprovecharía el espíritu de las primeras generaciones de usuarios, que a menudo han compartido sus conocimientos y creaciones libremente, a través de licencias Creative Commons, en un intento de socavar a los especuladores que esperan hacer un metaverso más lucrativo. La preservación de bienes comunes sólidos y fáciles de usar es vital para que los usuarios puedan determinar sus propias formas de intercambio y propiedad. De la mano de estos objetos virtuales habría un aparato regulador que permitiría la conexión voluntaria entre experiencias, además de que podría defender la privacidad y otras normas sociales. La creación de un fideicomiso público para la construcción y supervisión de los mundos virtuales, tal como se ha debatido en las propuestas acerca de la creación de una opción pública para otros sistemas de medios, podría ofrecer una alternativa a los rasgos más distópicos del metaverso.
Aunque esto se escuche algo descabellado, ya está ocurriendo en algunos lugares. En Seúl, Corea del Sur, se ha empezado a trabajar en una “Seúl del Metaverso”. La isla de Barbados también ha comprado terrenos en un mundo virtual con el objetivo de construir una embajada virtual. Un conjunto de mundos virtuales de interés público con mecanismos de rendición de cuentas podría dar lugar a nuevas formas de configurar la vida social y económica. O simplemente, podría servir como un espacio para escapar de manera ocasional, como originalmente prometía Second Life. En la visión generalizada que venden los predicadores del metaverso, corremos el riesgo de caer en un mundo digitalizado del que no hay salida.
Diami Virgilio, Algo que las comparaciones entre Second Life y Metaverso pierden de vista, Letras Libres 18/02/2022
Second Life lo lanzó en 2003 Linden Lab, cuyo CEO, Philip Rosedale, era la cara pública de la empresa. Casi desde el principio, la visión de Linden fue que Second Life sería un lugar para el escapismo: los usuarios visitarían el mundo virtual tridimensional sin otra razón más que la de estar un lugar distinto. Gran parte de su arquitectura se basó en la lógica de juegos como The Sims, pero Second Life buscó distinguirse como algo más que un juego. Su propósito era explorar los nuevos horizontes de la representación virtual y dar a sus usuarios la posibilidad de crear lo que quisieran y ser quienes quisieran. Los usuarios vivían elaboradas vidas de fantasía, con identidades nuevas e incluso cambiantes, separadas de los obstáculos de su rutina diaria. Algunos se casaron y formaron familias en Second Life, desarrollaron comunidades enteras con sus propias normas y rituales.
Todo esto ocurría en un espacio integrado que se entretejía a través de distintos servidores, en vez de estar copiado en múltiples instancias. Esto significaba que, si los usuarios se encontraban en la misma parte de Second Life, todos experimentaban lo mismo al mismo tiempo. En su libro The making of Second Life, el periodista Wagner James Au explica que lo que distingue a Second Life de sus análogos es la capacidad de crear en tiempo real y de estar en un lugar colectivamente. En efecto, los espacios constantes con avatares altamente modificables y manipulables indicaban que el tiempo y el espacio tenían un significado importante en este mundo virtual. La gente podía alterar su vida en Second Life, abriendo posibilidades para nuevos tipos de convivencia y acercándose a una versión presumiblemente menos distópica de la experiencia virtual descrita en el metaverso de Snow Crash. Al mismo tiempo, cuando la Web 2.0 arrancaba a trompicones, Second Life prometía a sus usuarios la que podía ser la forma más ambiciosa de redes sociales y contenido generado por el usuario.
Un año después de su creación, el número de usuarios aumentó a unos 15,000 y las relaciones de propiedad, dinero y especulación del mundo real comenzaron a invadir la tierra de ensueño de Linden Lab. Lo que había sido un espacio de autorrealización y escapatoria rápidamente se convirtió en un lugar con derechos de propiedad y una divisa global interna, llamada linden. Como relata el libro de Au, entre 2004 y 2007 aumentó el número de especuladores que fraccionaban el espacio virtual y vendían bienes virtuales con la esperanza de obtener beneficios de lo que en un principio se había comercializado como un bien común. Ya en 2006, Second Life fue testigo de la afluencia de empresas del mundo real que introducían promociones y publicidad en el espacio virtual. Incluso se podía cambiar lindens por dólares (lo que provocaba fluctuaciones en su valor), así como por otras monedas virtuales. A principios de la década de 2010 se utilizaban para intercambiar por Bitcoin y otras criptomonedas en auge, un plan que, según algunos, facilitaba el lavado de dinero. Para entonces, gran parte del frenesí de los especuladores se había extinguido, al igual que la atención de los medios de comunicación.
Sin embargo, Second Life ha subsistido. Hoy en día se mantiene bajo un modelo de suscripción con cerca de 70 millones de registros y un promedio de alrededor de 200,000 usuarios activos diariamente (hay una suscripción básica gratuita; también se pueden pagar 99 dólares al año u 11.99 dólares al mes por una suscripción premium). Se siguen comprando y vendiendo mercancías virtuales, pero la participación de marcas básicamente ha disminuido. Después de informar sobre un pequeño resurgimiento durante las primeras fases de la pandemia de covid-19, Second Life ha declarado un PIB actual de alrededor de 650 millones de dólares, lo que la convierte en una de las mayores economías virtuales a nivel global. No obstante, esto depende de cómo se mida la economía en las experiencias virtuales y de lo que se considere como “virtual”.
Diami Virgilio, Algo que las comparaciones entre Second Life y Metaverso pierden de vista, Letras Libres 18/02/2022
Hoy, nosotros, los millonarios y multimillonarios que suscribimos esta misiva, pedimos a nuestros gobiernos que nos aumenten los impuestos. Inmediatamente. Sustancialmente. Permanentemente”. Poco después de que finalizase el confinamiento, en la primera parte de 2020, unos 90 seres afortunados con su riqueza hacían esta vehemente demanda a los políticos. Desde entonces poco se ha movido en el terreno impositivo; apenas un acuerdo de mínimos para establecer un tipo global del 15% en el impuesto sobre los beneficios empresariales, que todavía ha de entrar en vigor el año que viene.
Aquella epístola se caracterizaba por la angustiosa urgencia. Es oportuno reproducir alguno de sus párrafos sin glosa alguna: “No estamos conduciendo las ambulancias que llevan a los enfermos a los hospitales, ni reabasteciendo los estantes de los supermercados, ni haciendo delivery de comida de puerta en puerta (…). Pero sí tenemos dinero, mucho dinero, que ahora se necesita desesperadamente”. Aquellos superricos se denominaron a sí mismos millonarios patrióticos, y han reaparecido año y medio después —con una veintena de incorporaciones más al grupo— en el Foro de Davos, convocado bajo el lema políticamente correcto de “Accionistas por un mundo más cohesionado y sostenible”.
La mayor parte de esos millonarios son americanos: el 0,1% de los estadounidenses más ricos controla hoy más dinero que en cualquier otro momento desde el año 1929. Y también ahora han utilizado el método de una carta abierta bajo el reiterado lema de “¡Cóbrennos impuestos a los ricos y háganlo ahora”. No son marxistas desclasados, sino gente que ha tenido mucho éxito en el sistema y quieren salvar al capitalismo de sus excesos más extremos. Sus demandas giran, en general, alrededor del incremento del impuesto del patrimonio, la revisión de los agujeros fiscales mediante los cuales se evaden legalmente los gravámenes, e incluso la demanda de aumentos de salario mínimo.
El temor de ser una extravagancia está sin duda presente en esta llamada desesperada a que les suban los impuestos. La principal crítica a Davos suele centrarse en la vaciedad de las palabras que allí se invocan, año tras año, y por el cinismo de muchos de sus intervinientes aparentemente más críticos. Los millonarios patrióticos cargan también contra algunos empresarios de moda como Elon Musk o Jeff Bezos, cuando opinan que la confianza no se construye en espacios cerrados a los que solo pueden acceder los más ricos y poderosos: “No está construida por viajeros espaciales multimillonarios que hacen una fortuna con una pandemia pero no pagan casi nada de impuestos”. Para esos millonarios el sistema fiscal internacional “ha sido diseñado deliberadamente para enriquecer aún más a los ricos”, y la pandemia de la covid-19 les ha servido para multiplicar su posición de poder: si bien el mundo ha pasado por una inmensa cantidad de sufrimientos en los últimos dos años, ellos han aumentado su riqueza, pero “pocos, si es que alguno, pueden decir honestamente que pagamos nuestra parte justa de impuestos”.
Joaquin Estefanía, Millonarios patrióticos, El País 30/01/2022
Escribo este artículo mientras suenan tambores de guerra en Europa. De nuevo. Por vez primera en la historia, la inmensa mayoría de los europeos no ha vivido una guerra. Eso significa que hemos olvidado lo que es de verdad y que, pese a su desprestigio general, ya estamos preparados para volver a hacerla; eso significa que, ahora más que nunca, conviene recordar qué es la guerra.
No se me ocurre mejor manera de hacerlo que evocar una carta que en 1938 le escribe una joven filósofa francesa, Simone Weil, a un viejo escritor francés, Georges Bernanos. Weil, anarquista ferviente, acababa de salir de España, donde se había sumado a la columna Durruti y había sido herida de forma accidental mientras combatía en el frente de Aragón; también acababa de leer Los grandes cementerios bajo la luna, el libro donde Bernanos, católico y conservador, partidario de los franquistas, abominaba de las atrocidades perpetradas al principio de la guerra por los rebeldes en Mallorca, donde le sorprendió la contienda. Todo el mundo ha leído el libro de Bernanos, o debería leerlo; la carta de Weil, en cambio, es casi desconocida (de hecho, más allá de unos pocos documentos, apenas queda rastro de los 45 días de guerra que esa mujer extraordinaria pasó en nuestro país); yo acabo de conocerla gracias a un libro recién publicado en Francia por Adrien Bosc: Colonne. En ella, Weil le dice a Bernanos, a quien no conocía personalmente, que, pese a que las ideas políticas de ambos sean opuestas, tras leer su libro se siente más próxima a él que a sus camaradas de las milicias de Aragón; luego afirma que en la Barcelona del verano de 1936 se mataba a sangre fría una media de 50 hombres cada noche, y refiere varias anécdotas, como la de un miliciano que se sorprende de no verla reír cuando él le cuenta que asesinó por la espalda a un cura al que acababa de permitirle marcharse. Eso es, si no me engaño, lo esencial de la guerra para Weil: la actitud de los hombres ante el asesinato. Traduzco: “Jamás he visto, ni entre los españoles ni entre los franceses llegados para luchar (…) que nadie exprese, ni siquiera en la intimidad, repulsión, disgusto o desaprobación por la sangre inútilmente derramada (…) Hombres en apariencia valientes (…), en medio de una comida llena de camaradería, contaban con una sonrisa fraternal cuántos curas o fascistas —término este muy amplio— habían matado. Por mi parte, he tenido el sentimiento de que, cuando las autoridades han situado una categoría de seres humanos fuera de aquellos cuya vida tiene valor, nada es más natural para el hombre que matar. Cuando se sabe que es posible matar sin arriesgarse al castigo ni a la reprobación, se mata; o al menos se rodea de sonrisas alentadoras a quienes matan. Si por casualidad se experimenta al principio un poco de disgusto, se calla, y pronto se ahoga por miedo a parecer falto de virilidad. Hay ahí un empuje, una embriaguez a la que es imposible resistirse sin una fuerza de espíritu que no tengo más remedio que considerar excepcional, porque no la he visto en ninguna parte”. Eso es de verdad la guerra: no sólo un lugar donde se mata y se muere, sino sobre todo un lugar donde hay que tener madera de héroe para oponerse al asesinato.
“Una atmósfera así”, concluye Weil, “borra de inmediato el fin mismo de la lucha”. Es posible que Bernanos estuviese de acuerdo, y es posible que, por esa razón, ambos acabasen pensando que no hay guerra justa. Yo no estoy seguro. Como cualquiera medianamente cuerdo, no estoy a favor de ninguna guerra, pero creo que, una vez desencadenadas, hay guerras que no queda más remedio que pelear; también creo que la Guerra Civil fue una de ellas. No soy equidistante: como George Orwell, que luchó por la República sin dejar de denunciar los desmanes perpetrados por los republicanos, creo que la República tenía razón. En cuanto a Bernanos, no sabemos si contestó la carta de Weil, pero sí que la llevó consigo el resto de sus días: a su muerte, su familia la encontró en su cartera. El viejo escritor sabía que las palabras de aquella desconocida encerraban algo que convenía no olvidar.
Javier Cercas, ¿Qué es la guerra?, El País Semanal 19/02/2022
René Magritte dijo de su dibujo de una pipa que aquello no era una pipa y nuestra forma de mirar las imágenes cambió para siempre. A diferencia de los surrealistas que hacían hablar al subconsciente, o eso pretendían, Magritte, que nunca tuvo una relación demasiado buena con ellos, definía su pintura como “el arte de pensar”, por eso sus cuadros interpelan de otra manera, abriendo significados insospechados. Esa relectura tuvo una vía de entrada al público a través de la publicidad y otros usos que en ocasiones ha devorado la propia obra del pintor, pero igual que sus cuadros contienen muchos otros cuadros, acercarse al personaje abre otras muchas ventanas.
Isabel Gómez Melenchón, Este sí es Magritte, La Vangaurdia 19/02/2022
Y que no nos ha durado nada.
Santiago Alba Rico, Relámpago, ctxt 16/02/2022
Segunda competencia ESPECÍFICA del área de matemáticas en secundaria obligatoria:
"Desarrollar destrezas sociales reconociendo y respetando las emociones y experiencias de los demás, participando activa y reflexivamente en proyectos en grupos heterogéneos con roles asignados para construir una identidad positiva como estudiante de matemáticas, fomentar el bienestar personal y crear relaciones saludables".
A mi modo de ver esto es DESOLADOR. ¿Se dan ustedes cuenta de que, según nuestra normativa, el estudiante de cuarto de ESO ignorante, pero feliz, ya ha dominado esta competencia específica de matemáticas?
Simone Weil: “Cuando ofrecemos ayuda a seres desarraigados… y recibimos a cambio malas maneras, ingratitud, traición, padecemos simplemente una parte pequeña de su desgracia”.
Creo que era Gramsci el que hablaba del partido político como de un intelectual colectivo. Lo leí a finales de los 70. Al poco tiempo, PSUC y el PCE se suicidaron, coincidiendo con el suicidio de UCD. Estos casos de idiotas colectivos nos dicen mucho sobre la racionalidad política.
El lunes pasado en el Colegio de Doctores me hicieron una pregunta que presuponía que el poder es omnipotente, inteligente y maquiavélico. Contesté que es consolador pensar que el poder es inteligente, aunque sea perverso. Mejor pensar eso que aceptar que la inteligencia política es siempre escasa y que, como le dije a Santi Vila el martes, la virtud de un político la decide su fortuna (la frase es de Maquiavelo).
Hoy he tenido una larga charla con un grupo de pedagogos de Uruguay. Alguno de ellos tenía varios libros míos. Siempre siento una especial responsabilidad ante estas situaciones. ¿Y si estoy equivocado? En cualquier caso, intento animar a la gente a ir, como pedía Sócrates, por donde la razón los lleve. El encuentro ha sido muy cordial y me ha permitido reivindicar al gran Felisberto Hernández. Les he dicho, entre otras muchas cosas que el beato pedagógico es la plaga del sistema educativo. Es beato el que quiere tanto a un alumno que no lo pone a prueba para evitarse la posibilidad de sentirse defraudarlo.
El lunes y el martes he andado de presentaciones. El lunes presentamos en el Colegio de Doctores y Licenciados el número 200 de la revista Valors. Una inmensa alegría encontrarme con viejos amigos a los que no veía desde antes de la pandemia. Creo que nos lo pasamos bien. Debatí con Begoña Román sobre cuestiones del presente moderados por Jordi Sacristán y después me fui con el gran Miquel Seguró Mendlewicz a cenar. ¡Qué bien se está con la gente que quieres! Discutimos sobre la filosofía política de Suárez y nos quedamos tan a gusto.
Ayer Sergio Vila-San Juan, al que tanto admiro, me invitó a comer al Círculo Ecuestre, hablamos de la correspondencia entre Felipe IV y sor María de Ágreda y de mil cosas más. A las 19:00 tocaba presentación del último libro de Santi Vila.
Hace unos años estaba yo sentado a una mesa en la ceremonia de entrega de los premios Planeta y a mi izquierda había una silla libre. Poco después de comenzar a cenar apareció, presuroso, Santi Vila. Al hombre se le veía muy tocado. Solo lo había visto una vez, cuando los dos presentamos un libro de nuestro común amigo Jordi Amat. No sabía muy bien de qué podíamos hablar, así que tanteé el recurrso de un libro de Pla, su Cambó, que me parece un libro profético. Aquello tuvo un efecto balsámico. Él no se lo había leído, yo le recomendé encarecidamente su lectura, él se lo leyó, le sentó como una medicina salutífera y, a consecuencia de aquello vino la invitación para esta presentación. Había mucha gente importante, desde Mas a Collboni pero yo me enamoré de la madre de Santi Vila por razones que no hace falta decir aquí. Me sorprendió muy gratamente la libertad de palabra de Vila y llegué a la conclusión que hay político para rato.
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura
Hay mitos que dicen que en el principio fue el decir, y que el dios creador originó u ordenó el mundo nombrando cada una de sus partes o cosas: el día, la noche, los animales, el ser humano… Curiosamente, en los Evangelios – que fueron escritos en griego – para referirse a este decir creador se utiliza la palabra «logos» que, en castellano, y entre otras, significa cosas como discurso, razón o argumento. Así, en lugar de «al principio fue el verbo», el conocido comienzo del Evangelio de San Juan bien podría haberse traducido como «al principio fue… el argumento».
Al principio y al final, pues ya saben aquello de que «por la boca muere el pez». Nada nos da más información sobre la calidad de una persona que su capacidad para – sea en el lenguaje que sea – expresarse y razonar. Quien sabe argumentar sabe pensar y, por ello, participar en un diálogo («dialogo», otra insigne palabra griega, significa justamente esto: comunicarse con los demás – o con uno mismo – mediante argumentos). No hay alternativa: considérenlo y verán que no hay nada que considerar sin el lenguaje, esto es: sin el verbum o el viejo y filosófico logos griego.
Dado que los argumentos están al principio (como causa de lo que hacemos) y al final (como justificación de lo ya hecho), es importante que aquellos que nos guían y explican sean buenos argumentos. ¿Pero qué es un buen argumento? Hay dos formas (no excluyentes) de responder a esta pregunta. La primera es que un buen argumento es aquel que se atiene a lo racional, verdadero y justo; la segunda, que es el que mejor sirve a nuestros intereses particulares. ¿Cuál de las dos les parece a ustedes más certera (o más útil)?
No es fácil responder a esta pregunta, pero, aunque acostumbremos a creer que las razones que suponemos que nos conviene creer son también (¡qué casualidad!) las más objetivamente ciertas, en los momentos más lúcidos podemos llegar a reparar en lo contrario: que las razones objetivamente más ciertas son también, y justo por ello (¡qué causalidad!), las que realmente nos convienen.
Ahora bien, las razones ciertas y justas no caen de los árboles, ni están a nuestra disposición en el banco, sino que hay que buscarlas o construirlas, habitualmente a través del diálogo con los otros (si nuestra memoria no fuera tan lisonjera, reconoceríamos que ninguna de las ideas que tenemos es estrictamente nuestra). Y ese diálogo argumentativo no es un juego fácil: exige ciertas condiciones morales; condiciones relacionadas con lo que los filósofos llaman “virtudes argumentativas”. Veamos algunas.
La principal virtud argumentativa es la capacidad para reconocer con honestidad el valor y pertinencia de un argumento ajeno, aunque contravenga nuestros intereses o puntos de vista personales. Esta virtud no es sencilla de ejercitar. Suelo decir a mis alumnos que en un diálogo el que pierde es el que gana, porque es el que aprende. Pero aplicarse el cuento es otra cosa, y a veces nos cuesta Dios y ayuda reconocer que no llevamos la razón. Tal vez porque, como dijo alguien, de la expresión «yo opino» lo que más nos gusta siempre es el «yo».
Otra importante virtud argumentativa es la de la tolerancia, que al contrario de lo que se cree no tiene nada que ver con el respeto. La tolerancia es un concepto político relacionado con la convivencia y que refiere el saludable y democrático habito de permitir que se manifiesten opiniones y argumentos diferentes a los nuestros, aunque no los consideremos respetables, y siempre que no conculquen ese mínimo común denominador de la moralidad que son las leyes.
Una tercera virtud trascendental es la empatía, a la que podemos relacionar con lo que los filósofos llaman el “principio de caridad”. La empatía no consiste en respetar la opinión de tu interlocutor (ni siquiera si es víctima de algo, pues nada tiene que ver ser víctima de X con tener mejores argumentos sobre X), sino en ser capaz de comprender las cosas desde su perspectiva argumental, otorgándole por principio la mejor intención racional y moral posible. Por supuesto, para empatizar con alguien tienes que escuchar o leer con atención lo que dice, algo que le resulta dificilísimo a toda esa gente (yo me la encuentro por doquier y en el espejo a veces) cuya absoluta prioridad es expulsar el magma de opiniones y emociones que le hierve por dentro, algo para lo que le sirve de pretexto casi cualquier cosa que se le diga.
Leer antes de opinar, interpretar con generosidad los argumentos del otro, mostrar tolerancia y reconocer con honestidad nuestros errores son, pues, algunas de las virtudes cardinales del buen argumentador, y algo a lo que se le debería dar la máxima prioridad educativa. Aprender la mayoría de las cosas que nos enseñan es contingente. Aprender a dialogar argumentativamente es imprescindible. ¿O no? Para saberlo no tendrán más remedio que argumentarlo.
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Para hacer cualquier cosa que valga la pena, hay que ser capaz de prestar atención a las cosas que importan. No es tarea fácil, no lo ha sido nunca, pero de un tiempo a esta parte se ha vuelto aún más complicado, por nuevas e insospechadas razones.
Mientras mirábamos hacia otra parte, una amenaza de última generación para la libertad del ser humano se ha materializado ante nuestros ojos. No hemos reparado en ella porque ha llegado en distintas formas que nos resultaban familiares. Ha llegado trayendo consigo el regalo de la información, un recurso escaso y valioso hasta la fecha, pero que se nos ha brindado en tal abundancia y a tal velocidad que se ha convertido en una rémora. Y, para acabar de seducirnos, ha llegado con la promesa de que está de nuestra parte, de que ha sido diseñada para ayudarnos a conducir nuestras vidas por los derroteros que nosotros mismos nos hemos marcado.
Pero, por grande que sea su potencial, estas máquinas maravillosas no están exactamente de nuestra parte. En lugar de secundar nuestras intenciones, se dedican a captar y monopolizar nuestra atención. En su competencia despiadada por «persuadirnos», por determinar nuestros actos e ideas conforme a sus objetivos preestablecidos, estas máquinas se han visto obligadas a recurrir a las astucias más mezquinas y rastreras del manual para apelar a nuestros impulsos más viles, a ese ser inferior que nuestra naturaleza más noble ha tratado siempre de combatir y superar. Para colmo de males, han desplegado los sistemas de computación más inteligentes que se hayan visto jamás con el solo propósito de captar nuestra atención y servirse de ella.
Durante demasiado tiempo hemos quitado importancia a los peligros de esta forma de persuasión inteligente y nociva, desdeñándola como una mera «distracción» o una molestia de poca monta. A corto plazo, estos obstáculos pueden mermar nuestra capacidad de hacer lo que queremos hacer. A largo plazo, pueden llegar a impedirnos vivir las vidas que queremos vivir y, lo que es peor, minar facultades fundamentales como la reflexión o el autocontrol, dificultándonos aún más la tarea de «querer lo que queremos querer», por emplear la expresión del filósofo Harry Frankfurt. En este sentido, los nuevos adversarios de la atención no solo suponen una amenaza para el triunfo de la voluntad, sino también para su misma integridad esencial, tanto en el plano individual como en el colectivo.
De entre la variedad de amenazas que pesan sobre la libertad, algunas son reconocibles de inmediato, pero otras necesitan cierto tiempo para revelarse como tales. En lo que respecta a este sistema de persuasión inteligente, cuya influencia perniciosa crece por momentos, el proceso de reconocimiento no ha hecho más que comenzar. Las amenazas, en cambio, ese cúmulo de infraestructuras e incentivos que se esconden tras su funcionamiento, están ya bastante asentadas y consolidadas. Así las cosas, puede que sea demasiado tarde para poner a estos sistemas perniciosos de nuestra parte. Es posible que, a estas alturas, sus mecanismos estén demasiado arraigados en nuestra vida para extirparlos. Personalmente, no creo que sea el caso. No está todo perdido, pero la vía de la salvación es angosta y no tardará en cerrarse.
Hubo un tiempo en que pensaba que los grandes desafíos políticos habían pasado a la historia. Las luchas épicas por la libertad, me decía, habían sido ya libradas por generaciones más ilustres que la nuestra. A nosotros nos quedaba tan solo la tarea de administrar diligentemente su herencia política, el fruto de su esfuerzo.
No podía estar más equivocado. La liberación de la atención humana podría ser la lucha ética y política decisiva de nuestro tiempo. Su éxito es requisito previo de cualquier otra lucha que quepa imaginar. Nos incumbe a nosotros, pues, la responsabilidad de modificar el cableado de estos sistemas de persuasión inteligente y nociva antes de que ellos modifiquen el nuestro. Para ello es preciso encontrar, entre todos, nuevas formas de hablar y abordar el problema, y reunir luego el coraje necesario para lidiar con él, por más que nuestras acciones resulten intempestivas e impopulares.
A principios del siglo XXI, unas fuerzas maravillosas de nuestra invención —las tecnologías de la información y la comunicación— han revolucionado la vida del ser humano. Las experiencias que atesoramos a cada momento, nuestras interacciones sociales, el cariz de nuestros pensamientos y nuestros hábitos cotidianos se configuran hoy, en gran medida, a partir del funcionamiento de estos ingenios. Sus engranajes internos son para muchos de nosotros lo bastante oscuros como para resultar indiscernibles de la magia; no dejamos de maravillarnos de su potencia y originalidad. Y esta admiración trae aparejada una convicción: confiamos en que estos inventos fueron diseñados, como aseguran sus creadores, para adaptarse a nuestros referentes y ayudarnos a dirigir nuestras vidas por los derroteros que nosotros mismos hemos trazado. Creemos, en fin, que estos inventos fabulosos están de nuestra parte.
La atención humana parece haber sufrido un cambio profundo y potencialmente irreversible en la era de la información. Reaccionar a este cambio como es debido podría ser el mayor desafío moral y político de nuestro tiempo.
James Williams, Clics contra la humanidad, Barcelona, Gatopardo ediciones 2021
Aquí podréis ver qué día nacieron la mayor parte de los filósofos más reconocidos de la historia, junto con sus años de nacimiento y muerte.
ENERO
1 | Arthur Coleman Danto (1924-2013) |
2 |
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3 | Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.) |
4 | Gianni Vattimo (1936) |
5 |
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6 |
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7 |