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La Casa de Campo de Mérida hace unos días |
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Si quieren conocer el desarrollo cívico o moral de un país
miren la cantidad de basura que encuentran esparcida por sus lugares públicos.
Por ejemplo, en las cunetas de sus carreteras; si ven que están repletas de
latas, botellas, envoltorios, colillas, restos de neumáticos, escombros y porquería
en general, es probable que estén ustedes en España, el país – en más de un
sentido – del
cerdo ibérico.
En Extremadura, además de observando las cunetas, puede uno
hacer una prueba similar paseando por el campo, especialmente por algún camino
o paraje público. La cantidad de basura es ingente, y desproporcionada en
relación con la densidad de población. ¿Cómo puede ser que en pleno siglo XXI,
tras varias décadas de educación obligatoria, y con el grado de sensibilidad
global hacia el medio ambiente que hay hoy, todavía existan tantos guarros en
este país?
Y conste que no me refiero a la mayoría de la gente, esa que
sabe usar las papeleras, que no tira colillas o desperdicios por la ventanilla
del coche, que lleva bolsas de basura cuando se va a comer al campo, que recoge
las heces de sus perros y que lleva los escombros donde debe… Me refiero a la minoría, especialmente
vistosa por el rastro de podredumbre que deja, que parece, hoy y siempre,
inmune a toda consideración hacia lo que es de todos.
Porque la primera y principal explicación de la asquerosa
conducta del guarro hispánico es la del desprecio por lo común. Pues si se
fijan, el gorrino ibérico no tiene ningún problema en general con la limpieza:
no padece del síndrome de Diógenes ni de ningún otro trastorno parecido. De
hecho, suele ser exigir la mayor limpieza y cuidado con lo que es estrictamente
suyo: su casa, su ropa, o no digamos su coche, que posiblemente lava a
conciencia cada semana (esparciendo toda la porquería posible alrededor, como
demuestra la periferia de casi cualquier lavadero de coches, tenga las
papeleras que tenga). El problema es con lo que no es (solo) suyo, sino de
todos: la cuneta, la acera, el campo, el parque… Allí parece que vale tirarlo
todo.
Las raíces de este desprecio por lo común no pueden estar,
obviamente, más que en una pésima educación. Yo no sé, a este respecto, cómo
puede haber todavía gente que se resista a implantar masivamente materias
obligatorias relacionadas con la educación cívica y ética. ¿Cómo esperan, si no,
convencer (porque se trata de convencer) a esta minoría para que acepte los más
básicos estándares de civilización? Ni hay policías para tanto cochino, ni
sirve de mucho colocar carteles y papeleras ante gente que ni los lee ni las
usa.
Sin esa educación ética, lo que irremediablemente prevalece
en esa minoría porcina es el particularismo tribal (ya saben: en casa somos
limpios y cuidadosos, y fuera y con los de fuera unos bárbaros), amén de ese
liberalismo castizo, tan español y patilludo, del «yo hago lo que quiero y
nadie tiene que decirme a mí (¡a mí!) lo que tengo que hacer». Un «liberalismo»
este que nada tiene que ver con haber leído a Adam Smith o Robert Nozick, sino,
a lo sumo, con haber oído a tipos como Aznar reclamar el individualísimo derecho
a hacer lo que a uno le dé la real gana (beber lo que se quiera antes de coger
el coche, correr sin limitaciones, contaminar sin límites – que ya se sabe que
lo del cambio climático es cosa de rojos –, etc.)
Luego está el tópico (que igual es cierto) de la dificultad
real para abstraer de aquellos que no entienden que algo (un camino, una calle,
un parque…) sea de «todos». De hecho, me temo que para algunos de mis
conciudadanos, fieros nominalistas sin saberlo, el «ser de todos» tiene mucha
menor entidad moral e incluso real que el «ser de Fulanito o Menganito Pérez».
¿Qué es eso del «todos» sino una abstracción vacía? – piensan o, más bien,
sienten – ¿Quiénes son concretamente «todos»? ¿Cómo se llaman? ¿Me tocan algo?
Pues entonces: ¿Qué le importa a nadie lo que le pase a lo que es de «todos»?
Al desinterés por lo común y a la imposibilidad de entender
conceptos y derechos abstractos se le une igualmente, a esta facción gorrinera,
el desprecio a la naturaleza en general. Así, si otros salen a contemplar la
naturaleza (¡qué sosos!), estos salen, más bien, a usarla sin contemplaciones.
Por ejemplo, para tirar basura, para limpiar o poner a punto el coche, para
dejar el campo sembrado de cartuchos, o para montarse una juerga de padre y muy
señor mío sin recoger nada, como la que delata la foto.
¿Y es esto irremediable? No. Simplemente hace falta mucha
(muchísima) más educación. Y, mientras tanto, denunciarlo con el mismo
desparpajo y falta de reparos con que ellos ensucian lo que es nuestro (y suyo,
aunque no parezcan saberlo). ¡Cerdos!