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No quedan muy lejos algunos ejemplos de estoicismo moderno. Wittgenstein cuenta que de joven experimentó esa sensación de que “nada podía ocurrirle”. Era un modo de decir que, ocurriera lo que le ocurriera (una bala perdida, un cáncer), sabría aprovechar la experiencia. Una actitud que le permitió asumir el puesto de vigía en medio del fuego cruzado durante la primera gran guerra. Algo parecido encontramos en Simone Weil, siempre arriesgándose, ya fuera en la fábrica de la Renault o en los hospitales de Londres, con la humildad como valor supremo, que hace que el ego no apague la llama de lo divino. Curiosamente, la actitud de estos dos grandes filósofos, en los que reviven los viejos ideales grecolatinos, contrasta con algunas obsesiones actuales. Desde el miedo al propio cuerpo, que requiere un examen continuado, hasta la obsesión por la seguridad (to feel safe, to feel at home). Como si un escáner o un refugio pudieran otorgar esa tranquilidad, como si hubiera que encerrarse para sentirse seguro. Mientras un mandatario reciente se preguntaba cuánto dinero necesitaba para sentirse seguro y, al no hallar la cifra, se consagró a amontonar capitales, Wittgenstein se exponía en la trinchera y Weil en la columna de Durruti.
Juan Arnau, Más Séneca y menos ansiolíticos, El País 28/04/2022
https://elpais.com/cultura/2018/04/27/babelia/1524838978_764302.html?fbclid=IwAR38T44EwovvcYQ8PG3_9_qR7tGIPkX1B-GkjF41tccw_4s7_MZBNjSDIpU#?rel=lom
[...]. La ideología del movimiento explica a los seguidores sus tribulaciones y ofrece una propuesta de acción para remediar tales sufrimientos. Las ideologías más poderosas se alimentan de la ansiedad emocional latente en la población, como el deseo de justicia, las creencias religiosas, la liberación de la ocupación extranjera. La ideología proporciona un prisma, que incluye un vocabulario y categorías analíticas a través de las cuales se evalúa la situación. De esta manera, la ideología puede moldear la organización y los métodos operativos del movimiento» (1-65). «El mecanismo central a través del cual se expresan y se absorben las ideologías es el relato. Un relato es un esquema organizativo expresado en forma de historia. Los relatos son centrales en la representación de las identidades [...]» (1-66). El manual vuelve en distintas ocasiones a este, en particular en el capítulo sobre la Inteligencia: «La forma cultural más importante para comprender las fuerzas Coin [contrainsurgencia] es el relato [...]. Son los medios mediante los cuales las ideologías se expresan y son absorbidas por los individuos en una sociedad [...]. Al escuchar el relato, las fuerzas Coin pueden identificar el núcleo de los valores clave de la sociedad» (3-51).[1]
Lo más interesante (y desconcertante) es que los generales de los marines que escribieron el Manual retoman, con el lenguaje y la jerga de las ciencias humanas estadounidenses, las dos tesis fundamentales expresadas por el filósofo marxista francés Louis Althusser hace cincuenta años: a) «La ideología es una “representación” de la relación imaginaria de los individuos con sus propias condiciones reales de existencia»; b) «toda ideología tiene como función “constituir” a los individuos en sujetos»[2] (en el caso del Manual, en «sujetos de la insurrección»). El corolario es que, en cualquier caso, llevamos una ideología en nuestro interior, lo queramos o no. Por tal razón nadie puede decir la frase «no soy ideológico». Cuando no te adhieres voluntariamente a una ideología (o a una religión), te adhieres involuntariamente a ella, «respiras» ideología. Y por lo general, la ideología se niega a sí misma como tal, es más, vive de su propia negación y de atribuir ideologismo a todas las demás «representaciones».
De esta forma, mientras incluso los marines tienen que aprender hasta qué punto es importante la ideología, ¡la izquierda occidental se rasga las vestiduras acusando de ideologismo a su propio legado cultural y político!
En cierto sentido, la guerra ideológica desencadenada contra la izquierda, combatida y abrumadoramente ganada en los últimos cincuenta años, puede considerarse precisamente como una forma de counterinsurgency, de reacción a los movimientos de los sesenta. Esta guerra se libró y se ganó en primer lugar en los Estados Unidos.
Marco d'Eramo, Dominio, Barcelona, Anagrama 2022
(1) D. H. Petraeus, James Ames, FM-324 Counterinsurgency, descargable de [https:] o en versión impresa, The U.S. Army/Marine Corps Counterinsurgency Field Manual, University of Chicago Press, Chicago, 2007.
(2) Louis Althusser, «Idéologie et appareils idéologiques d’État» (1969), en Positions (1964-1975), Éditions Sociales, París, 1976, págs. 67-126. Las citas, en las págs. 101 y 110.
El comportamiento de los sistemas complejos nos resulta difícil de comprender y, a menudo, nos parece contrario a la intuición lógica. Está ejemplificado por el famoso efecto mariposa, cuando una respuesta sensible, dependiendo de las condiciones iniciales, puede acabar con grandes diferencias en una etapa posterior. Como cuando el aleteo de una mariposa en el Amazonas llega a provocar un tornado que arrasa Texas. Pero tales metáforas no siempre ayudan, y empecé a preguntarme si en realidad somos capaces de pensar de manera no lineal. Las predicciones sobre el comportamiento de los sistemas dinámicos complejos a menudo se presentan en forma de ecuaciones matemáticas aplicadas a las tecnologías digitales. Los modelos de simulación no nos hablan claro y directo; sus resultados y las opciones que producen deben interpretarse y explicarse. Dado que se perciben como científicamente objetivos, a menudo no se cuestionan. Pero, entonces, las predicciones adquieren el poder activo que les atribuimos. Si se sigue ciegamente, el poder predictivo de los algoritmos se convierte en una profecía de autocumplimiento: una predicción se cumple porque la gente cree en ella y actúa en consecuencia.
Así, me propuse salvar la brecha entre el nivel personal, en este caso las predicciones que recibimos como individuos, y lo colectivo, representado por sistemas más complejos. Nos sentimos cómodos con mensajes conocidos y comunicaciones que nos llegan a nivel personal, mientras que, a menos que adoptemos una postura profesional y científica, vivimos todo lo relacionado con sistemas complejos como una fuerza externa e impersonal. ¿No podría ser, me preguntaba, que se nos convenza tan fácilmente de confiar en un algoritmo predictivo porque nos llega a nivel personal? Y al mismo tiempo, tal vez desconfiamos del sistema digital, sea lo que sea que entendamos como tal, porque lo percibimos como impersonal.
Inesperadamente, la crisis del coronavirus reveló las limitaciones de las predicciones. Una pandemia es una de esas incógnitas previsibles que se espera que ocurran. Se sabe que es probable que aparezcan, pero se desconoce cuándo y dónde. En el caso del virus SARS-CoV-2, la brecha entre las predicciones y la falta de preparación pronto se hizo evidente. Estamos preparados para creernos ciegamente las predicciones que los algoritmos arrojan sobre lo que debemos consumir, sobre cuál tiene que ser nuestro comportamiento e incluso nuestro estado mental emocional en el futuro. Creemos lo que nos dicen sobre los riesgos para la salud y los avisos sobre la necesidad de cambiar nuestro estilo de vida. Tales datos se utilizan para la elaboración de perfiles policiales, sentencias judiciales y mucho más. Y, sin embargo, no estábamos preparados en lo más mínimo para una pandemia que se había pronosticado mucho tiempo atrás. ¿Cómo ha podido fallar todo?
Así pues, la crisis de la COVID-19, que lo más probable es que pase de ser una emergencia a ser una situación endémica, fortaleció mi convicción de que la clave para comprender los cambios que estamos viviendo está vinculada a lo que llamo la paradoja de la predicción. Cuando el comportamiento humano, por flexible y adaptativo que sea, comienza a ajustarse a lo que anuncian las predicciones, corremos el riesgo de volver a un mundo determinista, en el que el futuro ya está fijado. La paradoja se encuentra en la relación dinámica pero volátil entre el presente y el futuro: las predicciones, como es evidente, son sobre el futuro, pero actúan directamente sobre cómo nos comportamos en el presente.
El poder predictivo de los algoritmos nos permite ver más allá y prever los efectos de las pautas emergentes, dentro de sistemas complejos obtenidos a través de modelos de simulación. Respaldados por una enorme potencia informática, y entrenados en una ingente cantidad de datos extraídos del mundo natural y social, podemos trazar algoritmos predictivos y analizar su impacto. Pero la manera en que hacemos esto es paradójica en sí misma: anhelamos conocer el futuro, pero nos desentendemos de cómo las predicciones nos afectan en el presente. ¿Qué creemos, pues, y qué descartamos? La paradoja surge de la incompatibilidad entre una función algorítmica, que al fin y al cabo es una ecuación matemática abstracta, y esas creencias humanas lo bastante poderosas para impulsarnos (o no) a actuar.
Los algoritmos predictivos han adquirido un poder poco común que se expresa en varias dimensiones. Hemos llegado a confiar en ellos bajo formas que incluyen predicciones científicas con una amplia gama de aplicaciones, como la mejora de las previsiones meteorológicas o los numerosos instrumentos tecnológicos diseñados para abrir nuevos mercados. Se basan en técnicas de análisis predictivo que han dado como resultado una amplia gama de productos y servicios, desde el análisis de muestras de ADN para predecir el riesgo de determinadas enfermedades, hasta aplicaciones en política (se ha llegado a apuntar a grupos específicos de votantes, cuyo perfil se ha establecido a través de bases de datos, algo que se ha convertido en una característica habitual de las campañas). Las predicciones se han vuelto omnipresentes en nuestra vida diaria. Regalamos nuestros datos personales a cambio de conveniencia, eficiencia y ahorro en los productos que nos ofrecen las grandes empresas. Alimentamos su insaciable apetito por más datos y les confiamos información sobre nuestros sentimientos y comportamientos más íntimos. Parece que nos hemos adentrado en un camino irreversible de confianza en tales compañías. El análisis predictivo prevalece en los mercados financieros, donde se instalaron hace mucho tiempo las evaluaciones de riesgo automatizadas de comercio y tecnología financiera. También es la columna vertebral del desarrollo militar de armas robotizadas, cuyo despliegue real constituiría una auténtica pesadilla.
Sin embargo, la pandemia de la COVID-19 ha revelado que el control es mucho menor de lo que pensábamos. Esto no se debe a algoritmos defectuosos ni a falta de datos, aunque la pandemia ha evidenciado hasta qué punto se subestima la importancia del acceso a datos de calidad y su interoperabilidad. No hubo algoritmos predictivos cuando se advirtió de posibles epidemias; los modelos epidemiológicos y la estadística bayesiana fueron suficientes. Pero las advertencias no fueron escuchadas. La brecha entre saber y actuar seguirá existiendo si la gente no quiere saber o encuentra muchas excusas para justificar su inacción. Por tanto, las predicciones deben verse siempre en su contexto. Pueden caer en el vacío o llevarnos a seguirlas a ciegas. La analítica predictiva, aun cuando se expresa como una derivada de nuestra ignorancia, viene como un paquete digital que recibimos con gusto, pero que rara vez nos vemos en la necesidad de desempaquetar. Tiene la apariencia de productos algorítmicos refinados, producidos por un sistema que parece impenetrable para la mayoría de nosotros y, a menudo, guardado celosamente por las grandes empresas que lo poseen.
Así pues, las observaciones realizadas durante mi viaje intelectual empezaron a centrarse en el poder de la predicción y, en especial, en el poder ejercido por los algoritmos predictivos. Esto me permitió preguntarme: ¿cómo cambia la inteligencia artificial nuestra concepción del futuro y nuestra experiencia del tiempo?
Lo que veo ahora es que ya ha llegado el futuro. Vivimos no sólo en una era digital, sino en una máquina del tiempo digital. Una máquina alimentada por algoritmos predictivos que producen la energía para empujarnos más allá del futuro que ya ha llegado, hacia un futuro desconocido que queremos dilucidar desesperadamente. Por tanto, nos apresuramos a compilar pronósticos y a participar en múltiples ejercicios de previsión, tratando de obtener una medida de control sobre lo que de otro modo parece incontrolable debido a su complejidad. Los algoritmos y análisis predictivos nos brindan tranquilidad al trazar las trayectorias para el comportamiento futuro. Les atribuimos poderes y nos sentimos apoyados por los mensajes que transmiten sobre las incógnitas que más nos preocupan. Nuestro anhelo de certeza es tal que incluso en los casos en que el pronóstico es negativo nos sentimos aliviados de saber lo que sucederá. Al ofrecer tal seguridad, las predicciones algorítmicas pueden ayudarnos a hacer frente a la incertidumbre y, al menos en parte, devolvernos algo de control sobre el futuro.
Por tanto, es apropiado recordar el trabajo de los profesionales de STS (Estudios de Ciencia y tecnología) que han analizado extensamente la configuración social de las tecnologías. Sus hallazgos demuestran que las tecnologías se aplican de forma selectiva. Tienen género. Se traducen en productos que abren nuevos mercados y que dan un nuevo impulso al capitalismo global. Los beneficios de la innovación tecnológica nunca se distribuyen por igual, y las desigualdades sociales ya existentes se hacen más profundas con el cambio tecnológico acelerado. Pero nunca es la tecnología sola la que actúa como una fuerza externa que provoca el cambio social. Más bien, las tecnologías y el cambio tecnológico son consecuencia de condiciones previas sociales, culturales y económicas, y resultado de muchos procesos coproductivos.
La propensión de las personas a orientarse en relación con lo que hacen los demás, en especial en circunstancias inesperadas o amenazantes, aumenta el poder de los algoritmos predictivos. Magnifica la ilusión de tener el control. Pero si el instrumento gana en comprensión perdemos la capacidad de pensamiento crítico. Terminamos confiando en el piloto automático mientras volamos a ciegas en la niebla. Sin embargo, hay situaciones en las que es crucial desactivar el piloto automático y ejercer nuestro propio juicio sobre lo que debemos hacer.
Al visualizar el camino por delante, veo una situación en la que hemos creado un instrumento altamente eficiente que nos permite seguir y prever la dinámica en evolución de una amplia gama de fenómenos y actividades, pero en la que en gran medida no entendemos las causas. Dependemos cada vez más de lo que nos dicen los algoritmos predictivos, sobre todo cuando las instituciones comienzan a alinearse con sus predicciones, a menudo sin darse cuenta de las consecuencias no deseadas que seguirán. Confiamos no sólo en el poder performativo de la analítica predictiva, sino también en que sabe qué opciones presentarnos, de nuevo sin considerar quién ha diseñado estas opciones y cómo, o que podría haber otras opciones igualmente dignas de considerar.
Cuando las profecías autocumplidas comienzan a proliferar, corremos el riesgo de volver a una cosmovisión determinista en la que el futuro aparece como prescrito y, por tanto, cerrado. El espacio vital para imaginar lo que podría ser de otra manera comienza a encogerse. La motivación y la capacidad de ampliar los límites de la imaginación se reducen. Depender sólo de la eficacia de la predicción oculta la necesidad de comprender por qué y cómo. El riesgo es que todo lo que atesoramos sobre nuestra cultura y nuestros valores se pueda atrofiar.
Además, en un mundo gobernado por la analítica predictiva, no existe ni lugar ni obligación de rendir cuentas. Cuando el poder político deja de rendir cuentas a aquellos sobre quienes se ejerce, corremos el riesgo de destruir la democracia. La rendición de cuentas se basa en una comprensión básica de causa y efecto. En una democracia, esto se enmarca en términos legales y es una parte integral de las instituciones democráticamente legitimadas. Si esto ya no está garantizado, el control se vuelve omnipresente. Los macrodatos aumentan aún más y los datos se adquieren sin comprensión ni explicación. Nos convertimos en parte de un sistema predictivo interconectado y afinado que se cierra dinámicamente sobre sí mismo. La capacidad humana de enseñar a otros lo que sabemos y hemos experimentado comienza a parecerse a la de una máquina que puede enseñarse a sí misma e inventar las reglas. Las máquinas no tienen empatía ni sentido de la responsabilidad. Sólo los humanos pueden rendir cuentas y sólo los humanos tienen la libertad de asumir responsabilidades.
Por fortuna, todavía no hemos llegado a ese extremo. Todavía podemos preguntarnos: ¿de verdad queremos vivir en un mundo completamente previsible donde el análisis predictivo invada y guíe nuestros pensamientos y deseos más íntimos? Eso significaría renunciar a la incertidumbre inherente del futuro y reemplazarla con la peligrosa ilusión de tener el control. ¿O estamos dispuestos a reconocer que nunca se puede lograr un mundo previsible del todo? Entonces tendríamos que reunir el valor para asumir los riesgos de un mundo falsamente determinista.
Nos hemos embarcado en un viaje para seguir adelante con algoritmos predictivos que nos permiten ver más allá. Afortunadamente, somos cada vez más conscientes de lo crucial que es el acceso a datos de calidad del tipo correcto. Somos cautelosos acerca de la erosión adicional de nuestra privacidad y reconocemos que la circulación de mentiras deliberadas y discursos de odio en las redes sociales representan una amenaza para la democracia. Confiamos en la IA y, al mismo tiempo, desconfiamos de ella. Es probable que esta ambivalencia perdure, ya que por inteligentes que sean los algoritmos cuando avanzamos hacia el futuro en la era digital, no van más allá de encontrar correlaciones.
Incluso las redes neuronales más sofisticadas, que son versiones simplificadas del cerebro, sólo pueden detectar regularidades e identificar patrones basados en datos que provienen del pasado. No está involucrado ningún razonamiento causal, ni una IA pretende que lo sea. ¿Cómo podemos seguir adelante si no entendemos la vida tal como ha evolucionado en el pasado? Algunos informáticos, como Judea Pearl y otros, deploran la ausencia de una búsqueda de relaciones causa-efecto. La «inteligencia real», argumentan, implica comprensión causal. Para que la IA llegue a tal etapa debe poder razonar de una manera contrafáctica. No es suficiente ajustar simplemente una curva a lo largo de una línea de tiempo indicada. Hay que abrir el pasado para entender una frase como «qué hubiera pasado si...». La acción humana consiste en lo que hacemos, pero comprender lo que hicimos en el pasado para poder hacer predicciones sobre el futuro siempre debe involucrar el contrafactual de que podríamos haber actuado de manera diferente. Al transferir un proceso humano a una IA debemos asegurarnos de que tenga la capacidad de discernir esta cualidad que es básica para la comprensión y el razonamiento humanos.
El poder de los algoritmos es tan grande que olvidamos con facilidad la importancia del vínculo entre comprensión y predicción. Los usamos para hacer previsiones prácticas y calculables que son útiles en nuestra vida diaria, ya sea en la gestión de los sistemas de salud, en el comercio financiero automatizado, para hacer negocios más rentables o para expandir las industrias creativas. Pero no debemos ceder a la conveniencia de la eficiencia y abandonar el deseo de comprender, ni la curiosidad y la perseverancia que sustentan tal deseo.
Aunque podemos predecir con seguridad que los algoritmos darán forma al futuro, la cuestión de qué tipos de algoritmos darán esa forma sigue abierta todavía.
Quizá ha llegado el momento de admitir que no tenemos el control de todo, de admitir con humildad que el frágil y arriesgado viaje de coevolución con las máquinas que hemos construido será más fecundo si renovamos los intentos de comprender nuestra humanidad y nuestra comunidad. De saber cómo podríamos vivir mejor juntos. Tenemos que continuar nuestra exploración para avanzar en la vida, mientras tratamos de mirar atrás hacia lo que hemos vivido, y unir ambas visiones. En tal caso, la predicción dejará de trazar únicamente las trayectorias hacia nuestro futuro, y se convertirá en una parte integral de la comprensión sobre cómo avanzar y vivir mejor. En lugar de predecir lo que sucederá, nos ayudará a comprender por qué suceden las cosas.
Después de todo, lo que nos hace humanos es nuestra capacidad única de hacernos la pregunta: ¿por qué suceden las cosas... por qué y cómo?
Helga Nowotny, La fe en la inteligencia artificial, Barcelona, Galaxia Gutemberg 2022
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Tengo una amiga que se niega por sistema a sentarse en las mesas de los bares. O hay sitio en la barra o hay que cambiar de garito. Su argumento es que en las mesas se amuerma uno, y que donde pasa la vida es en las barras. Parece una tontería, pero solo si lo miras desde la cordura de la mesa. Vayamos, pues, a la filosofía de (la) barra.
De entrada, dice mi amiga, que es muy feminista, que la oposición mesa/barra representa una vieja estructura patriarcal. Y tiene más razón que una santa. A las mujeres, en los bares, se les ha tratado tradicionalmente de pena. Cuando entraban con sus maridos los domingos y fiestas de guardar (pues otro día, o solas, era indecente), se las abandonaba en la mesa (prolongación de la casa) mientras ellos ocupaban su sitio a pie de barra: ese fálico lugar en el que los machos beben, discuten, proveen a su prole (que espera en el nido de la mesa) y rivalizan por ver quién la tiene más larga.
Dense cuenta de que, en la estructura simbólica del bar, la barra equivale al espacio público y la mesa al privado; por ello el varón solía ocupar la primera y la mujer, a lo sumo, la segunda (salvo que la mesa fuera la del reservado de las conspiraciones, la juerga o los vicios prohibidos, en cuyo caso era también patrimonio masculino).
Mientras que por la mesa, más primaria, se prodigan las raciones, por el espacio público de la barra circulan el vino y las razones: dos ingredientes principales del desarrollo de la civilización. Con un plus democrático: en la barra (y salvando el tema de género) todo el mundo puede igualmente hablar y beber (otra cosa es que te escuchen o acepten la copa). Fíjense que si a la mesa va la tribu (familias, amigos, empresas…), a la barra va, con frecuencia, el ciudadano solo, y no solo a tomar algo, sino, sobre todo, a tomar la palabra junto a sus anónimos semejantes, aquellos a los que lejos del mostrador apenas dedicaría un saludo, pero que en la barra trata como a personas con voz y criterio, y si me apuran (o apura uno las cañas), como compadres o comadres en el duro oficio de vivir…
La barra de bar es doblemente embriagadora. No solo provee de balsámicos licores, sino también, y como si de un karaoke político se tratara, de un escenario accesible en que ensayar las relaciones cívicas. Así, además del lugar en que se encuentran los amigos, la barra puede ser púlpito donde dar el mitin o clamar al cielo, ventanilla en que desahogarte, despacho sobre el que arreglar el mundo o estrado en que administrar justicia (con sentencia adjudicada a golpes de vaso en el mostrador). Más en general, la barra es escaparate en que exhibir públicamente apostura, ingenio, maneras y poderío … Es difícil no encontrar la manera de «ser alguien» en una barra (sobre todo si uno no es todo lo que quisiera ser fuera de ella).
Ahora reparen en el lado estético-cultural del asunto. Si es cierto que la mesa genera sesudas y chispeantes tertulias, la barra es más plural y versátil. En la barra se practica el diálogo y el monólogo (con camarero o sin él, según lo bebido), el cante solitario o con cómplice (agarrado del hombro, para que no escape), la anécdota parca o su teatralización completa (sobre taburete o a cuerpo gentil) y, siempre, la improvisación, la llegada del otro, la hebra pegada, el verbo seductor… Si la mesa es, en fin, el buen rato alquilado de lo familiar y previsto, la barra es la performance continua, el no saber cómo y con quién se va a terminar… desbarrando.
Sin embargo, y pese a lo dicho, el ecosistema-barra se extingue. Cada vez son menos y más exiguas. El bar dispuesto en torno a la barra (como el templo en torno al altar) se suple hoy con el ejército de mesas de la franquicia, la gastro-taberna, la hamburguesería o la terraza. Los jóvenes, con sus botellones y pizzas a escote, ni saben ya de lo que hablo. Es cierto que con la barra se hace poco dinero (en la mesa se consume, en la barra «se está» – y si uno bebe o habla lo suficiente, hasta «se es» –), pero sin ella la dimensión pública del bar desaparece. ¿Dónde encontrarse ahora con vecinos y desconocidos? ¿Dónde expresar públicamente nuestras cuitas, sin camarero frente al que hablar, parroquianos a los que invocar, o rincones donde echar (o dar) el cante?...
La sustitución de la barra como espacio de sociabilidad abierta es un síntoma más de la decadencia de la vida civil. Como lo es la sustitución de la plaza por el «mall», del parque público por el centro de ocio, o del encuentro real por el virtual… Piensen que todo lo que antes hacíamos en calles y bares, lo hacemos ahora en el laboratorio particular de esas corporaciones privadas (Twitter, Facebook, WhatsApp…) que se dedican a mercadear con nuestra vida, y no, ni de lejos, a preservar las relaciones cívicas y humanas.
Así que aprovechen y reivindiquen ese conato de civilización que son las barras. Si por mí fuera, hasta las declaraba patrimonio cultural de la humanidad. ¿Habrá cosa más humanizadora que compartir a pie de calle el vino y las palabras?
Això és una fal·làcia: generalització precipitada, perquè aquest partit polític està intentant convèncer de què no hi haurien d’haver immigrants en el país. Quan el que en realitat passa és que la persona que ha provocat el delicte, en aquest cas, és immigrant. Això no vol dir que perquè passi un cop, els immigrants, tot generalitzant, són tots uns assassins i lladres. Puc demostrar que delictes més agressius que aquests han sigut realitzats per persones del país.
Jaime Giménez Arbe, per exemple, un atracador de bancs madrileny. Ha comès diversos homicidis.
Hace decenios que se repite proféticamente que el fin de Occidente está cerca, y que el eje del poder económico, político y cultural se traslada inexorablemente al sudeste asiático y, concretamente, a China; un tópico este que da mucho que pensar.
Antes de nada, ¿de qué China estamos hablando cuando admiramos, denostamos o tememos su reciente conversión en potencia mundial? Porque la China tradicional, considerada la principal antípoda cultural de Occidente, hace mucho que desapareció. La colonización europea, las guerras y la revolución marxista de Mao (también importada de Europa) la dejaron convertida en el solar histórico que se necesitaba para edificar esa «copia económica» de Occidente que es hoy el país; hasta tal punto que, salvo en los folletos turísticos o la demagogia de sus gobernantes, podríamos decir que China ya no existe, y que su peso internacional se debe al éxito de su conversión desesperada (era eso o disolverse como la URSS) en un clon barato del mundo occidental, esto es: en una mezcla entre el capitalismo global (especulación, grandes urbes contaminadas, consumo desaforado, desigualdad galopante, hedonismo digital, moral del éxito individual, referentes mediáticos globales…) y los residuos, ya menos que marginales, de su tradición cultural.
Así que, logre lo que logre ser China en un futuro próximo, dicho logro no será más que la confirmación del triunfo absoluto del modelo económico, social, moral y cultural de Occidente. Un modelo que, bajo la estrategia de la disgregación y relativización de todos los parámetros ideológicos (ese juego con la diversidad y lo trans, que no es sino la cara amable de la homogeneización de todo bajo el imperio de la libre transacción), se ha ido infiltrando en el último gran reducto de «otredad» que quedaba en el mundo para deconstruirlo y reedificarlo a la medida de las necesidades expansivas del mercado.
Ahora bien, que China haya quedado reducida a una exitosa amplificación de Occidente no elimina la inquietud con respecto al potencial expansionista de su sistema político (este sí relativamente original) mezcla de capitalismo sin complejos y dictadura orwelliana. Mientras este sistema persista, el mejor fruto de esa forma de neocolonialismo posmoderno que representa la globalización («un sistema, un planeta») no estará del todo maduro.
En este sentido, la gran pregunta es: ¿Tiene futuro a medio plazo el régimen político chino? ¿Hasta qué punto (o plazo) son compatibles el liberalismo económico y la autocracia política? En su visionario manifiesto de 1848, Marx cayó ya en la cuenta de que el imperio global de las mercancías conllevaba inevitablemente un intercambio simbólico con importe revolucionario: el modelo de vida occidental transmitido por el consumo y el mercado (un modelo individualista, moralmente «líquido», hedonista y cínico) resultaría letal – decía Marx – para todo régimen político fundado (como es hoy el chino) en la fortaleza y perdurabilidad de creencias excluyentes y supremacistas.
Abrirse al mercado – no hay más que recordar el caso de nuestro propio país en los años 60 – suele ser, pues, el primer paso en el derrumbe del absolutismo político. ¿Debemos confiar entonces en que las jóvenes clases medias chinas, una vez acumulen experiencia en el disfrute de la riqueza y de la cultura – occidental – que andan adquiriendo en sus modernas universidades, vayan a exigir masivamente al goce de los derechos que se les niegan hoy? ¿Son las protestas por la asfixiante y paternalista política frente al COVID, o las recurrentes revueltas prodemocráticas, los primeros pasos hacia ese cambio de escenario? Desde luego, el discurso ultranacionalista de los líderes chinos parece un claro síntoma (dime de qué presumes…) del temor de la oligarquía a un mayor reparto de poder que ralentice un desarrollo económico cuya rapidez depende, justamente, de la ausencia de trabas políticas…
Que una futura democratización y, por ello, completa occidentalización de China (que ya copia, perfeccionándolo, hasta nuestro modo de neocolonización «soft power») vaya a dar mayor estabilidad económica y geopolítica al planeta creo que está fuera de dudas. Miles de millones de chinos reconvertidos definitivamente de súbditos en ciudadanos y trabajadores conscientes de sus derechos, ofrecen buenas garantías de que ningún visionario va a lanzarlos a una aventura bélica; entre otras cosas porque una China democrática con masas de trabajadores concienciados ya no podría ser la incomparable potencia industrial que ahora es.
La segunda y temible opción es que los jerarcas chinos, aliados con otros oligarcas poco deseosos de compartir el poder, pretendan extender el modelo de autocracia digital y capitalismo de estado al resto del mundo; algo que sí que podría representar un riesgo cierto para todos.
Aquí tenéis, grabada en vídeo, la charla que ofrecimos hace unos días para la Sociedad Científica de Mérida en el Centro Cultural Alcazaba de Mérida, sobre la relación entre filosofía, educación y democracia (y a partir de este artículo publicado recientemente). Gracias a Rufino Rodríguez Sánchez por la invitación y a Ángel M. Felicísimo por la grabación, así como a todos los asistentes por el interesante coloquio posterior.
La interesante entrevista que nos hicieron los amigos de LaBerrea89, en Canal Extremadura Radio. (Desde minuto 8.40)
«La sociedad es una maravillosa máquina que permite a las buenas gentes ser crueles sin saberlo»
La expresión “Estado democrático” que aparece espontáneamente desde la introducción de su obra ¿no expresa mejor el proyecto de Tocqueville, como si se tratara de encauzar el flujo tumultuoso de la democracia en el lecho del Estado? Al asociar la democracia con el Estado, ¿no trata acaso Tocqueville de disociarla de la revolución? Porque ¿para la democracia, el Estado no es un lecho de Procrusto?
De este modo, la democracia que reposa sobre el principio de soberanía del pueblo se encuentra, a pesar de ello, expuesta a engendrar una forma de despotismo inédito, difícil de nombrar: un poder tutelar más que un poder tiránico, que introduce una nueva forma de servidumbre, “reglada, suave y apacible”. De esta manera, la revolución democrática, lejos de continuarse en un movimiento revolucionario permanente, está condenada a poner fin a las pasiones revolucionarias y sustituirlas por nuevas pasiones que tienen más a ver con la conservación de lo existente que con la subversión.
Miguel Abensour, La democracia contra el Estado (Marx y el momento maquiaveliano) (2004) Traducció de Jordi Ribas, editorial Los libros de la Catarata, publicat 2017
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periodico Extremadura
Digo esto por el kafkiano laberinto normativo en que se está convirtiendo la aplicación de la nueva ley educativa (la LOMLOE); una ley que vino para librarnos de la infausta LOMCE pero que, al final, está siendo distorsionada de tal manera que va a acabar por ser más reglamentista y controladora aún.
Digo que se está distorsionando porque la LOMLOE no vino al mundo con la intención de imponer talibanamente un modo u otro de enseñar. La idea era más bien la contraria: permitir que los maestros y profesores más innovadores pudieran trabajar bajo un marco legal más ancho y permisivo para que así, y gracias a la eficacia y calidad de sus propuestas, se incitara a otros a subirse al carro.
Es por esto que los precursores de la LOMLOE insistieron desde el principio en la necesaria autonomía de centros y docentes, en la importancia de la vocación y la formación de estos, y en generar una estructura curricular que los liberara de la camisa de fuerza de los contenidos (desarrollados de modo enciclopédico por la ley anterior), señalándoles no más que unas competencias generales, una relación básica, ampliable y flexible de saberes, y una serie igualmente genérica de criterios de evaluación que cada centro, departamento y educador podría afinar para ajustarla a su alumnado, a su particular estilo pedagógico y a la realidad variable de sus aulas...
Pero nada de esto ha ocurrido. Gran parte de las comunidades autónomas han decidido (o eso parece) que dar tanto poder a los agentes educativos reales (los centros y sus maestros y profesores) no podía ser bueno. Por ello, y no sé para demostrar qué, han llenado las leyes de prescripciones y desarrollos absurdos que solo sirven para desanimar a los que quieren cambiar las cosas y multiplicar el rechazo de los que no quieren cambiar nada.
Así, hay comunidades que han multiplicado por dos la extensión de los currículos ministeriales, empeñándose en prescribir a los docentes (no sea que ellos no fueran a caer) cada una de las relaciones que pueden establecerse entre competencias para cada una de las materias, en multiplicar los saberes básicos y los criterios de evaluación, en inventar retóricas e incomprensibles instrucciones, en establecer porcentajes para ponderarlo todo, o en repetir hasta la náusea las mismas invocaciones retóricas a los preceptos y valores de rigor… Todo como si hubiera que demostrar que en tal o cual comunidad se legisla más y mejor que en ningún otro sitio o que, puestos a reformar y a ser innovadores no hay quien los gane...
Hay cosas que, en este afán por ser más papistas que el papa, rozan el surrealismo más absoluto. Un ejemplo son las famosas «situaciones de aprendizaje», un recurso didáctico (entre muchos otros) que no se sabe quién (ni por qué) ha decidido estipular como formato universal de toda actividad en el aula. Otro es el de las «rúbricas» que, de herramienta de uso ocasional, han pasado a constituir una suerte de rito de contabilidad obligatorio. Otro el de la cansina alusión a los “retos y desafíos del siglo XXI”, una relación común (y un tanto desmadejada) de problemas y objetivos socioeducativos, aparecida en unos cuantos artículos pedagógicos, que tuvo que parecerle pasmosa (o suficiente para dar el lustre que se buscaba) a algún gerifalte de los que marcan tendencia en los despachos. De todas estas cosas da igual, además, lo que se sepa (poca gente sabe hacer realmente una situación de aprendizaje o una buena rúbrica); lo importante es que «estén», que se nombren, que aparezcan en los papeles…
Podríamos seguir contabilizando dislates burocráticos, pero esto lo sería aún más. Baste recordar con melancolía que la educación nada tiene que ver con la repetición mecánica de técnicas o mensajes, ni con el registro o la evaluación obsesiva de cada gesto o paso del aprendiz (nadie aprende nada – más que a depender de la aprobación de los demás – sometido constantemente a juicio). Parece que hubiera un miedo atroz a permitir que docentes y alumnos puedan enseñar y aprender en libertad, sin más pauta que un índice elemental de competencias, contenidos y normas. ¿Será ese miedo el que explica nuestra insana afición a reglamentar al milímetro lo que ni puede ni debe serlo? Tal vez. Pero en ese caso lo que toca es aventurarse… Al fin, es mucho más educativo cuestionar las normas que seguirlas ciegamente…
… tan pronto como un pueblo se da representantes deja de ser libre y deja de ser pueblo.
El pueblo inglés piensa que es libre y se engaña; lo es sólo mediante la elección de los miembros del Parlamento; tan pronto como éstos son elegidos cae en su condición de esclavo, no es nada.
Rousseau, El Contrato Social, libro III, capítulo 15
Hi ha tres classes de tirans: uns tenen el poder gràcies a una elecció popular, altres per força de les armes i els altres al dret de successió.
... si bé arriben al poder per camins diferents, la seva manera de governar és sempre aproximadament la mateixa.
Étienne de la Boétie, Discurs de la servitud voluntaria
En su pureza, el concepto de democracia implica que hay coincidencia entre quienes toman las decisiones sobre la vida colectiva y quienes habrán de obedecer esas decisiones: que hay coincidencias entre gobernantes y gobernados. (…) El ideal democrático es un ideal de autogobierno. Su realización es la realización de la aspiración humana a la libertad; aquí es donde acecha la fascinación por la democracia directa.
La representación implica la distinción, no la coincidencia, entre gobernantes y gobernados: los representantes deciden y los representados obedecen. Por tanto, la representación es lo opuesto a la democracia.
Francesco Pallante, “El exceso de democracia mata la democracia”, La Maleta de Portbou 55, noviembre-diciembre 2022
Jorge Riechmann, aqui:
Platón denunció las artimañas dialécticas de los grandes generadores de bullshit de su época, los sofistas, pero él mismo incurrió en argumentos tramposos y falaces en sus diálogos, porque la persuasión es un arma de doble filo, y cuando intentamos desmontar argumentos ajenos que nos irritan u ofenden es cuando más tentados estamos de recurrir al bullshit. Luego, Aristóteles, discípulo de Platón, intentó corregir el bullshit de su maestro echando mano, él mismo, de argumentos francamente dudosos.
Carl Bergstrom, autor de Contra la charltanería (Callin Bullshit)
Veamos serenamente: una utopía es el espejismo de una sociedad perfecta que siempre tropieza en su ejecución con los vicios y defectos humanos. Lo realmente difícil no es inventarse un país que funcione de acuerdo con los más elevados patrones de justicia y eficacia, sino lograr ese cielo en la tierra con seres de carne y hueso como usted y yo (seamos sinceros, lo primero que sobraría en el Paraíso para ser de veras tal seríamos usted y yo). Con gente como nosotros sólo son imaginables las distopías: ...
Fernando Savater, El mundo sin estrenar, El País 05/11/2022
Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.
¿Es censurable que la FIFA haya organizado el Mundial de fútbol en Qatar, un país sin libertades democráticas y en el que se saltan a la piola los derechos humanos, ningunean a las mujeres, encarcelan a los homosexuales y explotan hasta la muerte a los trabajadores migrantes?
Pues en cierto modo se podría decir que no. Al fin y al cabo, la FIFA y su Mundial de fútbol no son más que una empresa cuya finalidad no consiste en promover el progreso social, sino en ganar poder y sumas gigantescas de dinero vendiéndole entretenimiento y «pan y circo» a la gente. A esa misma gente, por ejemplo, que se ha dejado literalmente la piel construyendo estadios y hoteles de seis estrellas para exhibir y justificar el régimen de un puñado de oligarcas milmillonarios. ¿Qué sería de estos espectáculos sin ellos?
Por lo demás es falso, y un pretexto patético, afirmar que celebrar el Mundial en Qatar vaya a servir para mejorar los derechos de los trabajadores, las mujeres o los homosexuales de ese país. En cuanto se vayan las cámaras se volverá a las andadas con el refuerzo y la autoridad que otorga el haber sido organizadores de un Mundial. Junto a esto, el que algunos equipos lleven o no un brazalete con la bandera LGTBI (cosa que, además, no piensa permitir la FIFA) es una gota en el océano de ese reconocimiento internacional comprado a precio de oro por la monarquía catarí. Realmente, para que esos gestos mediáticos sirvieran mínimamente para algo, los equipos y sus federaciones tendrían que desafiar de verdad a la FIFA y al país sobornador, cosa para la que no parece que tengan lo que hay que tener (quizá para tenerlo haya que ser iraní, y saber de verdad lo que es vivir bajo una dictadura).
Tampoco sirve aquello de «exportar los valores del fútbol» o «del deporte» (el Mundial no es, como dicen los más cursis, una «invasión pacífica del apetito de libertades», ni de nada por el estilo). Más allá de los valores propios al mundo del espectáculo, ¿cuáles serían esos valores que transmite el futbol?... ¿El trabajo en equipo? ¿El sacrificio? ¿La lealtad y la confianza hacia quienes te dirigen?... Tal vez. Pero tales valores no son en sí mismos distintivos de nada moralmente valioso. También se puede trabajar en equipo, esforzarse y ser leal vendiendo seguros o gaseando a la gente. Mucho me temo, además, que esos valores (trabajo en equipo, sacrificio, lealtad…) son exactamente los mismos que exigen los patronos catarís a sus trabajadores esclavos…
El deporte en general está moralmente sobrevalorado. Su presunto valor moral se reduce, de hecho, al de promover una vida sana (y aún eso con excepciones) y a cuatro o cinco generalidades (el compañerismo, la cooperación, el afán de superación…) que, como hemos dicho, lo mismo sirven para ganar un partido que para vender seguros. No sé de dónde se ha sacado nadie que hacer deporte o contemplarlo es una actividad superior. ¿Será la tan cacareada crisis de valores? Lo dudo, pues la cosa viene de antiguo. Ya en la Grecia clásica, el filósofo Jenófanes se extrañaba de que personas sin más mérito que saltar o correr un poco más o menos que los demás, fueran erigidas como modelos de virtud para la ciudadanía. «No por tener un excelente luchador o alguien imbatido en la carrera – decía – la ciudad estará mejor gobernada». Pues eso.
Desde luego que el deporte y el fútbol, si no valores morales o políticos, sí que poseen grandes valores estéticos. La épica del juego es emocionante, y contemplar un ejercicio atlético o una jugada brillante puede ser estéticamente muy satisfactorio (esa encarnación precisa de la inteligencia y la voluntad en el cuerpo y las acciones del atleta es de una belleza innegable). Pero aun así no es nada que no se deje plasmar en otras ocupaciones humanas, ni que pueda soñar con hacer sombra a la más modesta de las actividades artísticas.
… ¿Qué hacer, en fin, con lo de Qatar? A los que el fútbol nos importa muy poco, aguantar con infinita paciencia la multiplicación del espacio y el tiempo, ya de por sí abusivo, que socialmente se le dedica. Y a los que les gusta, ellos sabrán. Podrían hacer boicot, como se hace con las empresas cuando explotan a la gente o colaboran con regímenes criminales (se ha hecho con las empresas rusas tras la agresión a Ucrania, por ejemplo). Un boicot, además, de lo más sencillo, y que consistiría en apagar el televisor en cuanto aparecieran esos larguísimos spots publicitarios que son los partidos. Pero no creo que los futboleros tengan balones de hacerlo. Así que, con toda probabilidad, este Mundial va a servir fundamentalmente para «pasarle la pelota» a ese país tan simpático y acogedor (y tan rico en gas y petróleo) – además de tiránico, misógino, homófobo, racista y cuasi esclavista – que es Qatar. ¡Menudo gol nos han metido!
Argument del designi:
Si de l’observació de l’admirable disposició d’un edifici o un rellotge podem inferir que ha estat dissenyat i creat per un ésser intel·ligent humà, de la mateixa manera de l’observació de l’admirable disposició de l’univers, del cos dels animals o dels nostres òrgans (l’ull) podem inferir l’existència d’un Ésser Summament Intel·ligent, Déu. (D’efectes similars inferim causes similars)
Crítica:
Tinc en la meva ment la idea d’un ésser summament perfecte. Això vol dir que aquesta idea conté totes les perfeccions pensables i més, fins i tot la de l’existència. Si algú dubtés de la existència d’aquesta idea s’estaria contradient, ja que un ésser així no pot ser pensat si s’exclou la seva existència, ja que deixaria immediatament de ser summament perfecte. Per tant, aquesta idea té una existència més enllà del pensament. Déu, l’ésser summament perfecte, necessàriament existeix.
Crítica:
Puc tenir la idea d’unicorn i la idea de cavall. En cap de les dues idees està inclosa la necessitat de la seva existència, però crec, perquè així m’ho ha confirmat l’experiència, que la segona té més probabilitats d’existir que la primera.
Des d’aquest punt de vista, la idea d’unicorn s’assembla més a la idea de Déu que a la de cavall perquè ni la idea d’unicorn ni la idea de Déu han estat confirmades fins ara per l’experiència. Per tant, quan pensem en coses existents mai no podem afirmar que la seva existència sigui necessària.
Argument cosmològic:
Totes les realitats que existeixen en aquest món físic tenen una realitat contingent. La qual cosa implica que existeixen perquè han estat creades per altres coses que poden ser contingents. Això remet finalment a una causa última de totes les coses contingents que no és contingent. Aquesta causa, a diferència de les altres realitats, és una realitat necessària, és a dir, que no necessita de res per existir, existeix per si mateixa. Aquesta realitat que necessàriament existeix és Déu.
Crítica:
Podem fer servir la mateixa crítica que hem fet servir amb l’argument ontològic.
Manel Villar
¿Quiere Dios prevenir el mal, pero no puede?, entonces es impotente. ¿Puede, pero no quiere? Entonces es malévolo. ¿Puede y quiere?, entonces ¿de dónde sale el mal? (David Hume, Diálogos sobre religión natural)
Podría haber previsto (desde su omnisciencia) todos los males que iba a cometer el ser humano por el perverso uso de la libertad. Una tarea de la teología y filosofía será la de esclarecer este desafío.
El mayor esfuerzo intelectual por explicar el mal, en sus diversas manifestaciones, ha sido el de Leibniz. Incluso diseñó una nueva disciplina filosófica, en 1710, bajo el neologismo de Teodicea, compuesto de dos palabras: theós (Dios) y diké (justificación o justicia).
La teodicea ha de dejar paso franco a la antropodicea. El ser humano autónomo es llamado a comparecer ante el tribunal de la razón (…) No es la fe en un Dios benévolo y omnipotente la que queda afectada por la existencia del mal, sino más radicalmente la fe en el hombre y en su capacidad de combatir el mal (Aurelio Arteta, Mal consentido).
...en qué medida podemos considerar a Dios, en parte, co-responsable de la maldad derivada de la libertad, sobre todo, si se sigue manejando la idea de que tal ser todopoderoso es el creador del cosmos y de la humanidad. Es este problema nuclear la fuente intelectual de lo que se denominó en la cultura occidental, al menos a partir de Leibniz (inventor del termino), Teodicea, es decir, “justificación de Dios ante el mal en el mundo y en el hombre”.
Leibniz se propuso mostrar la compatibilidad de la existencia del mal (metafísica, física y moral) en el mundo con la de un Dios omnipotente, omnisciente y bueno.
No se trata de considerar a Dios responsable último del mal que el hombre realiza, sino más bien de constatar que “lo permite” en aras de otros bienes superiores que el propio hombre con esfuerzo puede alcanzar o que el mismo Dios es capaz de otorgar con sabiduría, superando así las graves consecuencias de las maldades humanas.
Todo lo que acontece tiene un por qué y un para qué, nada es resultado de la causalidad. El mal, en sus diversas variantes, ha de ser integrado en un plan divino que la razón humana, aunque no pueda penetrar del todo, sí es capaz de comprender en sus líneas generales, explicar de modo inteligible el origen y el sentido del mal que los humanos padecemos o provocamos.
Dios es algo así como un genial arquitecto y matemático que elige, entre numerosos proyectos de mundos posibles que contempla en su entendimiento, aquel que globalmente considerado resulta el mejor de todos, y por ello lo crea voluntariamente, le otorga existencia. Dios no elige de modo azaroso y arbitrario, sino que siempre actúa de manera racional e inteligible, dada su capacidad para abarcar la totalidad de lo real.
Desde esta perspectiva globalizadora no es extraño mantener que Dios ha creado el mejor de los mundos posibles, porque no le queda más remedio que elegir lo mejor, de lo contrario no podría ser considerado como la suma perfección. Pero que Dios escoja lo mejor, no significa que sea siempre lo mejor para los hombres en particular.
… siendo Dios perfecto, omnisciente, omnipotente y bueno, ha creado el mejor de los mundo posibles, a pesar del mal metafísico (imperfección del cosmos), del mal físico (el dolor y el sufrimiento humano y del mal moral (el pecado realizado libremente por el hombre).
El mal es un ingrediente de este mundo porque así lo ha previsto y querido Dios. Lo cual nos hce pensar que gracias a los males que padecemos o provocamos (y que el ser perfecto permite) será posible alcanzar y gozar de mayores bienes, desde una perspectiva universal que a los humanos se nos escapa, sometidos al espacio y al tiempo, condicionantes de nuestra visión particular de lo que acontece.
Es inevitable que lo creado sea imperfecto; solo Dios es perfecto. Pues bien, en ello radica la posibilidad de que el mal moral, derivado de la acción libre, se haga presente en el mundo.
Aunque Dios es bueno, y ha creado al hombre a su imagen y semejanza, esta criatura finita y libre puede realizar malas acciones, pecar. Por consiguiente, el mal moral y el físico (dolor y sufrimiento) proviene del mal metafísico. Es decir, de la imperfección de la criatura.
… aunque Dios, por supuesto, no es la causa de las malas acciones de los hombres, desde su omnisciencia las prevé, y a pesar de su omnipotencia las permite.
El ser humano, aunque su libertad es siempre limitada, en tanto que criatura, puede elegir entre el bien y el mal. Sin aquella facultad no estaríamos ante seres racionales. No es posible pensar en un mundo de personas sin libertad y, por tanto, sin la posible ejecución de maldades. Y este es “el mejor mundo posible”. Es tal el valor de la libertad, que si Dios hubiera creado seres inclinados siempre a realizar acciones buenas, sin capacidad para hacer el mal, ese mundo sería menos valioso, no sería “el mejor de los posibles”.
Por consiguiente, los males que el sujeto libre ocasiona, globalmente considerados un “mal menor”, si pudiéramos compararlo con el bien total que supone la creación de seres racionales libres (Teodicea, 23-25).
El mundo humano creado desde la perfección y santidad divinas merece la pena, aun a riesgo de que las criaturas racionales y libres podamos inclinarnos en ocasiones por las más abominables maldades.
Enrique Bonete Perales, La maldad. Raíces antropológicas, implicaciones filosóficas y efectos sociales, Cátedra, Madrid 2017
Plató, La república 415a-c
Foto de María Artigas |
Y no es que no se haga nada para revertir este proceso. Cientos de plataformas cívicas y algunas agrupaciones políticas hacen un esfuerzo ímprobo para presionar a las administraciones y devolverles a las zonas rurales parte de la relevancia demográfica, económica, social y cultural que han tenido durante generaciones.
Muchas de ellas han acudido esta semana a Bruselas, invitados por la eurodiputada extremeña Mª Eugenia R. Palop y la portuguesa Marisa Matias (del grupo de la Izquierda europea), para tratar de las propuestas lanzadas por la Comisión Europea bajo el lema “Una visión a largo plazo para las zonas rurales”. Entre estas propuestas las hay referidas a la supervivencia del sector primario, el desarrollo de las energías limpias y la mejora de los servicios públicos. Frente a ellas se ha sostenido la necesidad de aunar viabilidad y sostenibilidad, así como el mantenimiento de unos servicios públicos de calidad, entre ellos el de la educación.
La educación es un elemento clave para que la sociedad tome conciencia y reaccione colectivamente en defensa de sus pueblos. Para esto es necesaria una formación que haga comprender la importancia del medio rural como parte de la lucha contra el cambio climático, que capacite para el aprovechamiento sostenible de los recursos rurales, y que transmita eficazmente los valores en que debe sustentarse el compromiso común con la cohesión social y territorial.
Es cierto que todos estos objetivos están ya recogidos en las nuevas leyes educativas, según las cuales la educación ecosocial y contra el cambio climático, el desarrollo de las competencias emprendedora o digital, y la formación ético-cívica (sin olvidar el cuidado de las relaciones intergeneracionales) pasan a formar parte orgánica del currículo en la mayoría de los niveles, etapas y áreas de la educación no universitaria. Pero está claro que con esto no basta.
Es imprescindible, en primer lugar, que los objetivos educativos y curriculares se refieran de forma más directa a los entornos rurales. Es verdad que en los nuevos planes de estudio el alumnado ha de vérselas con el reto demográfico, los desequilibrios regionales, la incidencia de la globalización en el ámbito local o el valor de los productos agroalimentarios de cercanía, entre otros muchos aspectos. ¡Hasta con los detalles de la Política Agraria Común han de lidiar los alumnos y alumnas del bachillerato! Pero estos contenidos habrían de entenderse desde una perspectiva más estructurada y sistemática. ¿Por qué no introducir un área o materia dirigida específicamente a la sostenibilidad del ámbito rural, especialmente en ciertas comunidades?
En segundo lugar, resulta imprescindible el reforzamiento de las escuelas rurales. Ha llovido mucho desde aquellos tiempos en que, como narraba Josefina Aldecoa en «Historia de una maestra», los maestros dormían sobre la tarima de las desvencijadas escuelas municipales. Pero aún queda mucho por hacer. La escuela rural no solo ha de estar bien dotada, sino mejor dotada que las demás. Por mero sentido del equilibrio. Y al hablar de dotación no me refiero solo a becas, transporte o conectividad, sino fundamentalmente a la calidad de sus proyectos educativos y a la entrega de los profesionales que los llevan a cabo.
Un motivo principal para que la gente quiera vivir en los pueblos es la educación que reciban sus hijos. Por eso es necesario que las escuelas rurales refuercen y aprovechen su singularidad educativa, es decir: su proximidad e implicación socio-comunitaria, la diversidad de su alumnado, sus ratios bajas, el uso didáctico del entorno, así como una pedagogía activa y colaborativa que cae por su propio peso en aulas a menudo mixtas, con chicos y chicas de distinta edad y nivel …
Una educación innovadora y de calidad atraería a familias y docentes, asegurándoles un inmejorable nivel de vida en aquello que más importa a muchos: la educación de sus hijos y alumnos. Si a esa escuela de excepcional calidad le unimos la mejora de los demás servicios (la conectividad, el transporte, los servicios de salud…) y un apoyo sólido y constante al aprovechamiento sostenible de los recursos, tendremos la fórmula perfecta para devolver la vida a nuestras zonas rurales.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Se celebra estos días en Egipto una nueva cumbre climática mundial. Pero, aunque como escaparate político y mediático tenga su aquel, su utilidad inmediata parece reducirse a negociar cuotas entre países ricos y prometer compensaciones a los más pobres (esto es: a los que menos contaminan, pero sufren con más intensidad los efectos de la contaminación). Acuerdos y compensaciones que, por demás, casi nunca se llevan a cabo y de los que suelen autoexcluirse las naciones que más daño medioambiental provocan.
Mientras tanto, el cambio climático y sus catastróficas secuelas son ya un hecho constatable e imparable. Un hecho ante el que la mayoría, ricos o pobres, no quiere hacer nada que se oponga sustancialmente a sus deseos por mantener o conseguir un desarrollo material que sabemos materialmente inviable, y de cuyo anunciado colapso no nos va a salvar ningún milagro tecnológico. Parece que estuviéramos dispuestos a asumir cualquier riesgo antes que renunciar a cierto nivel de vida. ¡Ya apechugarán otros, o los que vengan detrás!
Los que vienen detrás son jóvenes sin más expectativas de progreso que las del precariado de por vida y 30 o 40 metros cuadrados alquilados a precio de oro en algún suburbio. Jóvenes que, pese a que no van a disfrutar como nosotros del bienestar y de los bienes que nos han procurado decenios de desarrollo insostenible, van a sufrir directamente sus consecuencias en forma de sequías crónicas, escasez energética, crisis alimentarias, migraciones masivas y, probablemente, luchas sin cuartel por los recursos básicos...
Ante esta alarmante e injusta situación algunos de esos jóvenes se dedican a pintarrajear las paredes de los museos más chics o a verter tomate – supongo que orgánico – sobre el cristal de cuadros ridículamente sacralizados (y por los que, por cierto, se pagan cantidades obscenas – también en concepto de seguros – que servirían para pagar con creces lo que debemos a los países afectados por nuestra polución). Pero la delicaday simbólica rebeldía de estos jóvenes activistas es todavía más inoperante y efímera que la de las cumbres climáticas. Para torcer realmente el rumbo (es decir, para mitigar el cambio climático, pues invertirlo es ya imposible) haría falta algo mucho más sustancioso y consistente; algo con que movilizar en la misma dirección y de forma masiva a distintas generaciones. Haría falta, en fin, cierto tipo de educación…
En este sentido, no podemos menos que celebrar que, pese a las críticas que recibe (algunas merecidas), en la nueva ley educativa española se reconozca por vez primera de manera explícita la necesidad de la educación para el desarrollo sostenible y la lucha contra el cambio climáticoen todas las etapas de la educación formal, desde la Educación Infantil a la Formación Profesional o la Educación para Adultos.
Un reconocimiento este que ha ido, también por vez primera, mucho más allá de los preámbulos y los artículos más genéricos de las leyes para infiltrarse de manera estructural (y no retóricamente transversal) en los currículos de todas las áreas y materias en las que se forma a niños y adolescentes. Así, la comprensión de las causas y efectos del cambio climático o de las relaciones sistémicas entre la economía, la desigualdad y los problemas ecológicos, junto a conceptos como los de biodiversidad, responsabilidad ambiental de las empresas, economía circular, soberanía alimentaria, comercio justo o decrecimiento, habrían de constituir, según la ley, la base para el desarrollo, desde la perspectiva específica de cada materia, de hábitos y actitudes relativas al consumo responsable, el respeto a los animales, la movilidad sostenible, la gestión de residuos y la eclosión, en general, de una conciencia ecosocial mantenida y generalizada.
Y todo ello no solo a través del trabajo con distintas materias o áreas, sino, mucho más importante, desde el enfoque reflexivo y argumentativo que proporcionan asignaturas tan formativamente decisivas como Ética o Filosofía. Qué el alumnado, ya desde primaria (en la novedosa área de Educación en Valores Cívicos y Éticos), se pregunte por el deber ético de cuidar de nuestro entorno y sea capaz de razonar y dialogar en torno a cuáles han de ser nuestras prioridades al respecto, es la garantía de que sobre este tema no hay adoctrinamiento alguno, y de que los valores y actitudes que acabe por adoptar el alumno serán el fruto de su convicción personal, y no de la repetición militante y dogmática de los mensajes al uso.
La educación ética no garantiza, por supuesto, que vayamos a ganar la batalla contra nosotros mismos a la que nos empuja la crisis climática, pero es la mejor herramienta, junto a las leyes (mejor, de hecho, que estas, porque aporta el elemento fundamental de la convicción y el diálogo), para intentarlo…