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Jhon Searle |
El grado de penetración social de las nuevas tecnologías es tan grande que, como hemos comentado más veces, merece la pena que múltiples disciplinas le presten atención. Desde la sociología a la filosofía, pasando por el arte, la literatura o incluso la política. En estos tiempos de crisis que llevamos viviendo han pasado a desempeñar una función muy curiosa, tanto desde el punto de vista antropológico como sociológico. La indignación. La red en general, y las diferentes redes sociales en particular, son un auténtico vertedero de acusaciones, denuncias, insultos y críticas de la más variopinta índole. En los últimos tiempos entrar en twitter o en facebook, supone entregarte al dudoso placer de leer cabreos virtuales. Con unos puede uno indentificarse más y con otros menos. En unos el tono es más adecuado y en otros más extremista y por lo tanto simplificador. Pero todos están (estamos) desesperados. Contra todo y contra todos: la política, la economía, la empresa, el trabajo, el paro, la pobreza, el hambre. Baste el siguiente experimento mental: si un marciano que manejara las redes sociales añadiera a toda la humanidad, ¿qué imagen se llevaría de nosotros? Probablemente pensara que estamos habitando un mundo que agoniza.
Hay dos consecuencias de esta práctica que me parecen significativas: la catarsis y la distracción. En primer lugar, parece que se quedara uno más a gusto soltando el exabrupto en la red, dando rienda suelta a la queja en la plaza pública del gogorito, o compartiendo el enlace que le parece definitivamente un golpe de gracia a la sociedad en que vivimos. Y el caso es que no es así: la vida sigue. Más allá de los nudos gordianos virtuales, los seres humanos continúan con sus cosas, y no sé yo si sirve de mucho en la realidad física, la social o la economica ese sano ejercicio mental que es el volcado permanente de la indignación a todos nuestros contactos. Quizás sólo siva para eso: para quedarnos más a gusto. La vieja catarsis que según Aristóteles se producía en la tragedia griega, ha tomado hoy un nuevo lugar. Internet es la plaza pública del desahogo y el lamento. Abrimos la web, nos desesperamos y alimentamos nuestra negatividad con las desesperaciones ajenas. Cerramos la red social de turno y a otra cosa mariposa.
Y esta catarsis (o catarTIC, adaptando la palabra a la era de la nuevas tecnologías) puede tener un efecto contrario del buscado. Nos ayuda, por un lado, a estar mejor informados. Sabemos ya al dedillo de las corrupciones de unos y de otros, de las burlas de las altas esferas del estado, de las infamias del sector bancario y de los diabólicas que son las multinacionales. Estamos informados al minuto de los sufrimientos de niños que viven a miles de kilómetros… y a los que tan sólo podemos ayudar firmando una petición on-line. Activismo virtual: mucho ruido y pocas nueces. Es aquí donde aparece la ilusión: creemos que por fin podemos hacer algo, pero al canalizar nuestro desánimo en el mundo virtual no se logra cambiar demasiado. Nada impide que se reconozca el valor que han tenido las redes sociales para diferentes movimientos ciudadanos que se han producido en los últimos años, desde el 15M al 29S. Pero no menos cierto es que precisamente estos movimientos han puesto de manifiesto las dificultades de organizar inciativas basadas en la representatividad para millones de personas, teniendo en cuenta que las propias redes sociales obstaculizan el debate profundo y sereno. Por todo ello no creo que la clase política o cualquiera que sea el objetivo de tanta denuncia virtual, se remueva ni un milímetro de su asiento asustado por las posibles consecuencias de tanta indignación: los tweets pasan en tan poco tiempo como tarda en actualizarse la pantalla. Fogonazos de queja que nos tranquilizan y nos dejan bien a gusto: hemos descargado. Aunque la utilidad de todo ello sea más que dudosa.