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Jacques Derrida |
David Eagleman |
Este espeluznante pasaje de torpe altisonancia no es el tríptico de una academia no homologada de marketing por correspondencia, sino el primer párrafo del anteproyecto de la LOMCE, ley orgánica para la mejora de la calidad educativa. Estas seis líneas son como la obertura de una ópera en la que se entonan, resumidas, las principales melodías que irán sonando a lo largo de la representación. Se nos escupe ex abrupto una definición de educación cuando menos desconcertante, que solo menciona vagos procesos económicos, a los que se supedita, y obvia a los ciudadanos como sujetos autónomos más allá de su función como peones de esos procesos; peor es todavía el subtexto, pues tal declaración de principios implica tácitamente que el legislador asume el sistema económico actual no ya como inevitable, sino como una especie de estado natural de las cosas. Sobreentendido este engendro como axioma, ya no nos puede sorprender nada del desfile de horrores que se desencadena en las páginas subsiguientes, que más parecen un manual de motivación empresarial que una ley orgánica de la que va a depender el futuro de una generación. La gestión de la educación pública basada exclusivamente en criterios de rentabilidad y el fomento de la arbitrariedad como herramienta de sumisión en la gestión de los recursos humanos son solo dos ejemplos de lo que nos espera, la preparación para la traca final que será la concreción de los planes de estudio curso por curso. Ahí es donde se consuma la reducción a la mínima expresión de las enseñanzas artísticas y musicales en la etapa obligatoria, dando prioridad a lo que el ministro llama “materias instrumentales”, se elimina de un plumazo la cultura clásica y, ya en el bachillerato, se sacrifica cruentamente el griego clásico que pasa de ser una materia troncal en la modalidad de humanidades a ser una optativa de oferta no obligatoria, lo que traducido de la neolengua al castellano significa que, por la mera aplicación de los criterios de rentabilidad que impregnan la ley, no se va a cursar en prácticamente ninguna parte.“La educación es el motor que promueve la competitividad de la economía y el nivel de prosperidad de un país. El nivel educativo de un país determina su capacidad de competir con éxito en la arena internacional y de afrontar los desafíos que se planteen en el futuro. Mejorar el nivel educativo de los ciudadanos supone abrirles las puertas a puestos de trabajo de alta cualificación, lo que representa una apuesta por el crecimiento económico y por conseguir ventajas competitivas en el mercado global”.
Robert Castel |
Baron Holbach |
Terminamos hoy el trimestre con otro de los ecos de la Olimpiada Filosófica del fin de semana pasado. Hoy voy a centrarme en una pregunta que salió en el debate entre centros. En cierta manera, vino a decir la sagaz preguntadora, la religión es una respuesta a la falta de sentido, y se desarrolla allí donde el ser humano encuentra un límite, una frontera irrebasable. A poco que nos pongamos a pensar, el mayor límite y el mayor abismo al que nos enfrentamos es, sin duda, la muerte. Entonces, venía a plantear la pregunta, la religión es quizás una respuesta ante el miedo, una forma de encontrar una tabla de salvación y de evitar problemas. Dicho en otras palabras: una salida cómoda ante el incordio de vivir sin saber cómo ni por qué. Una forma de responder, de una vez por todas, las preguntas que se nos van presentando a lo largo de este largo camino que es la vida. Dios sería la escapatoria de la muerte y la solución acomodaticia para la vida. Al hilo de la pregunta, me surgió a mi otra que en cierta forma no deja de ser una consecuencia de la anterior: ¿Cuál de las dos es más cómoda, la vida del ateo o la vida del creyente? ¿Realmente es más cómodo creer, o es precisamente al revés? Abordemos brevemente ambas perspectivas para situarnos en posición de encontrar una respuesta.
Entender la creencia religiosa como una forma de comodidad es solo una manera de concebirla. Y la mejor prueba es la sentencia de Unamuno: “fe que no duda es fe muerta”. La vida del creyente, si nos fiamos de Unamuno, no es el camino de rosas que lleva a la salvación eterna. Más bien es la vida de quien quiere ver luz en medio de la oscuridad, y esto puede experimentarse de una forma trágica. Se hace difícil encontrar entre los que se declaran totalmente creyentes, ejemplos de personas que no alberguen la menor duda de la existencia de Dios y de un orden superior, distinto a este nuestro. Profundicemos más todavía: toda religión implica una idealización de la humanidad, un modelo de persona que los creyentes han de realizar. Pongamos el ejemplo del budista: no sé hasta qué punto se puede decir que quien cumple estrictamente los preceptos budistas, o los de cualquier otro credo, lleva una vida “cómoda”. Antes bien al contrario: los grandes ejemplos de la historia de personas que han destacado por sus creencias relgiosas no han tenido una vida precisamente fácil. No sólo por lo material, sino incluso en el plano personal: algunos de ellos han tenido que pagar incluso con su propia vida. De manera que aquello que en la pregunta inicial parecía una tabla de salvación puede ser a la vez una vía de sacrificio y renuncia personal, difícil de comprender en nuestros días. Lo que sí es fácil, y cómodo, es llevar una vida difuminadamente creyente: afirmar que Dios existe, pero no cumplir con lo que esta creencia debería significar en la vida de quien lo cree.
Vayamos ahora al otro lado, a la vida del ateo: ¿Diríamos que es la suya una vida más incómoda que la del creyente? De partida se podría pensar que sí, pero sólo si nos fijamos en el ateo inquieto, muy cercano al Unamuno de carne y hueso: el ateo que se resiste a terminar siendo solo un saco de huesos dentro de una caja. El ateo que quiere ver luz en medio de la oscuridad, pero no puede ver absolultamente nada. Es una vida bien difícil la de aquel que tiene ansias de eternidad y sabe que se está acabando poco a poco, de forma inexorable y sin vuelta atrás. Sin ningún truco final. No obstante, no es esta la única forma de “ser-en-el-mundo” del ateo. Hay otra, cuya vida es tan acomodaticia o más que la del creyente conformista. Sería entonces el ateo ramplón y “sin sustancia”, que se limita a “vivir la vida”, sin creer en nada, pero sin preguntarse tampoco por este no creer. Sin dejar que la vida le empape con sus interrogantes. Dejarse llevar por un motivo bien inmediato: no meterse en complicaciones. Es entonces la del ateo que ni pregunta ni se pregunta una vida bien cómoda y llevadera, que no plantea objeción alguna. Con los esbozos que he presentado, podríamos preguntarnos ahora qué tipos de creyentes y ateos predominan, y si nos pudiéramos formar una “imagen promedio”, tanto del creyente como del ateo, analizar cuál de los dos lleva una vida más sencilla. Sé que es caer en tópicos, pero es una de las formas de introducirse en el asunto. En cualquier caso, la reflexión sobre el tema queda, como siempre, como tarea para quien haya llegado hasta el final de la anotación.