Crates de TebasFresco de Villa Farnesina
En El Debate: de Crates a Cultura
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I
Hoy me he despertado en mi cama con la satisfacción de saber que podría ir hasta el baño con los ojos cerrados sin tropezarme con nada. Todo está en su sitio, comenzando por mí.
II
La golosa y gozosa rutina de reencontrarte con la verdulera, la carnicera, el camarero que sabe cómo, exactamente, te gusta el café... La tranquilidad de lo habitual que, al abrazarte, te susurra al oído que esto será siempre así, que siempre estarán aquí estas mesas y estas sillas de la plaza de Ocata, a la sombra de este plátano eterno, bajo un cielo familiar. Uno se palpa y se encuentra más uno mismo y en este encontrarse brilla la chispa de la certeza de que también yo estaré siempre aquí.
III
Ayer, viniendo en el tren, leí en El Cultural esta declaración de Alfredo Sanzol, director del Centro Dramático Nacional, que dirige La casa de Bernarda Alba: "Bernarda ejerce violencia machista sobre sus hijas". Hay un feminismo -posiblemente ateo- que ha recuperado la imagen de la inmaculada concepción para aplicarlo a todas las mujeres: si una mujer hace algo malo, es el machismo que la ha infectado subrepticiamente.
IV
Una de las cosas más relevantes que he ido aprendiendo a lo largo de mi vida: El número de pecados permanece bastante estable. Lo que cambia es su contenido.
V
Y ahora que lo pienso, también permanece estable el recurso al diablo: es el ser intrínsecamente malo que tienta al inocente.
I
Viajamos a la altura de las nubes, pero no porque vaya en avión, sino porque las nubes bajas se estancan en los valles y le dan al paisaje un toque etéreo y a la mirada un sesgo fantasioso. Llovizna.
II
Hay un colegio en Aravaca que se plantea como objetivo que el niño "adquiera laboriosidad y gratitud" y esto me admira de tal modo, que si me dicen "ven", yo voy. Y no solo fui, además me quedé a dormir con quienes lo regentan, los miembros de una orden religiosa, Los discípulos.
III
Vuelvo de este viaje lleno de gratitud a todas las personas que he encontrado en su transcurso, que son muchas y me han mostrado el aura de su presencia.
IV
Hay personas que llevan consigo, además de su cuerpo y su mirada, un halo de serenidad con un evidente poder irradiador. Conocerlas, estar un rato con ellas, es una de las cosas importantes que se pueden hacer en la vida.
V
Por los altavoces del tren se anuncia que estamos llegando a Zaragoza.
I
Fue el de ayer un día largo y muy fértil que comenzó con una mañana relajada de paseos lentos al sol y algo de escritura.
II
Comí con Miguel Arrufat, Consejero Delegado de UNIR, José Manuel Grau, director de Nueva Revista, Ignasi Grau y otras personas. Dejamos volar nuestra imaginación sobre lo posible. Y, después, para postre, un debate sobre la identidad.
III
A las 18:30 llegué a la sede de la Fundación Tatiana. Revisamos los detalles de un ciclo de filosofía que voy a coordinar en la sede de esta Fundación, y del que daré detalles en su momento. Después di una conferencia titulada "Una ciudadanía sin patria" en una sala llena de cordialidad en la que me reencuentro con amigos y conocidos y tengo la oportunidad de conocer a nuevas personas. Hay en el aire un clima agradable en el que (casi) te gustaría quedarte a habitar. Tengo en frente los ojos de Pablo de Lora y casi es imposible escaparse de ellos. Al fondo de la sala, la presencia de Pedro Herrero, un singular ejemplar de ser humano, a quien es imposible conocer y no amar.
IV
Culmina el día con una cena pedagógica impagable con Lorena Heras, el grandísimo Óscar Martín (director CEIPS Santo Domingo de Algete), Jesús Manso (decano de Magisterio de la UAM), Pilar Ponce (presidente del Consejo Escolar de la Comunidad de Madrid), Juanjo Nieto (ex-Presidente de la asociación Mejora Tu Escuela Pública) y José Manuel Arribas (Vicepresidente del Consejo Escolar de Madrid y filósofo).
V
Me meto a la cama con los párpados pesados y la memoria activa porque no quiere dejar escapar las imágenes de día.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Más vale ser temido
que amado, aconsejaba Maquiavelo
a los que quisieran obtener o conservar su poder. Siempre me ha contrariado
esta idea. ¿No es más eficaz el poder fundado en el amor que en el miedo? El
que tiene miedo obedecerá contra sí mismo; el que ama te obedecerá como a sí
mismo. ¿Entonces? ¿Por qué esta insistencia en la política del miedo y el odio?
¿Será por esa alegría entusiasta que parece liberar el amor? Un poco de
entusiasmo – decía también Maquiavelo – está bien, pero en exceso… ¡Quién sabe
dónde puede llevarnos!
Hago esta digresión a propósito del espectáculo político y mediático al que asistimos casi a diario desde hace años. No recuerdo un momento de nuestra reciente historia democrática en que se haya apostado más por la estrategia del miedo y el odio para disputarse el poder. Hasta el punto de que cuando alguna fuerza política se ha empeñado en reivindicarse con alegría, constructivamente y en positivo, como hizo Sumar y, parcialmente y en sus inicios Podemos (cuando no era el agrio escuadrón suicida en que se ha convertido hoy), esta ha sido objeto de las burlas más vitriólicas y quevedescas – porque en otra cosa no, pero en ingenio verbal al servicio de la mala leche los españoles somos, sin discusión alguna, potencia mundial –.
Así, mientras que la actual oposición al gobierno se muestra incapaz de enunciar apenas otro mensaje que no sea el del miedo a la desarticulación de España y la denuncia moral (cuando no el odio descarnado) al diabólico Sánchez, acusándolo de hacer lo mismo que cualquier otro líder democrático (negociar para mantener su poder y lo más sustancial de su proyecto político), la izquierda en el gobierno se ve forzada a adobar su expediente de logros (que no son pocos) con el miedo y el odio a la ultraderecha montaraz de VOX. Y así llevamos casi ni me acuerdo.
Esta insistencia en el discurso del miedo tiene, desde luego, raíces psicológicas y morales muy antiguas, y proyección en casi todos los ámbitos de la cultura. Los estrategas políticos saben que el miedo, como muchas otras pasiones, genera un fervor intenso que puede despertarse en el momento conveniente (el del voto) para dejarlo luego al ralentí, convertido en apatía cívica. Poco que ver con la acción transformadora y constante que genera una voluntad amorosamente erigida...
Reparen por otra parte en cómo nuestro sistema moral, de fuerte impronta religiosa, permanece aún fundado en el miedo, la culpa y el odio a nosotros mismos (ese ser fatalmente autosegregado de Dios que, según varios libros santos, somos los humanos). Es increíble que nos escandalicemos por el acceso de los menores al porno y no hagamos lo propio cuando los dejamos inertes ante las imágenes y discursos del miedo y la culpa (no hay más que entrar en cualquier iglesia). Son sintomáticas a este respecto las críticas al cartel de la Semana Santa sevillana de este año: para escándalo de muchos, en él se muestra un cristo que no sufre y que, en lugar de generar culpa o miedo (murió por nuestro mal obrar, nos puede castigar…), provoca – ¡qué horror! – alegría y deseo.
Más allá, este entramado moral se transmite a todos los ámbitos de la vida. Por ejemplo, al trabajo, que poca gente concibe como deseable, sino como algo necesariamente odioso (si lo deseas y disfrutas «no es trabajo», ni quizá mereces que te paguen por ello), o a la educación, donde la mayoría todavía concibe que sin coacción y miedo los niños no son más que una panda de vagos, y que la vieja pedagogía del placer y el amor al conocimiento no es más que una chaladura buenista e inútil.
La misma estrategia late también de forma taimada bajo los hábitos de consumo, más fundados en el miedo (a no tener bastante, a no aprovechar la ocasión, a no poseer lo que se dictamina como deseable…) que en un deseo positivo; y se impone en la difusión de los relatos ideológicos de nuestro tiempo, tanto de izquierdas como de derechas, igualmente sustentados en pasiones negativas: el terror al apocalipsis climático, el odio y la cancelación del disidente, el apaleamiento de la víctima propiciatoria, la persecución del inmigrante pobre, la guerra al hereje, la aversión al oponente (al Estado, al capital, al facha, al nosequéfobo…)…
Y sobre todo esto, me temo, sobrevuela el miedo atroz a perder el miedo, a edificar una sociedad de personas tan plenamente activas y libres que necesiten cada vez menos, no solo de un poder político externo, sino también de la congoja y la autocoacción interna. El miedo, en fin, a la libertad: tan tremendo que él mismo nos genera un miedo insuperable a superarlo. ¡Qué vértigo vivir sin órdenes, sin miedo, sin culpa, y sin tener que odiar a nada ni a nadie para poder ser o parecer algo!
I
Hoy ha sido un día de una intensidad profunda que me ha conmovido de tal forma que deja en mí una huella indeleble... de la que me resulta muy difícil hablar.
II
Invitado por Blanca López Ibor he visitado la unidad de oncología pediátrica del hospital Montepríncipe, en Boadilla el Monte. He hablado un rato con sus tres formidables profesores, auténticos héroes, que llevan la escuela de la unidad con una profesionalidad pulcra, discreta y admirable, y después he tenido un encuentro con el personal médico, las familias y algunos niños.
III
Blanca me ha llevado habitación por habitación produciéndome un desgarro en cada una. He salido de la última casi sin aliento, con el corazón desbocado y el alma hecha un lío. Y, sin embargo, ¡Qué sonrisas! ¡Que ojos! ¡Qué madres-coraje! ¡Qué cordialidad, qué profesionalidad, qué intensidad!
IV
¡Qué claro el amor, qué frágil la vida!
V
Me han ganado el corazón. Blanca sabe que, de aquí en adelante, podrá contar incondicionalmente conmigo para lo que sea.
VI
He llamado a la periodista Olga R.Sanmartín para transmitirle la parte transmisible de mis emociones y de mi admiración. Sentía una imperiosa necesidad de dar a conocer la excelencia.
VII
Cuando me ha recogido Ricardo Calleja para llevarme al IESE, apenas me tenía en pie. ¡Qué necesidad más grande de hablar abiertamente con un amigo!
VIII
En el IESE, Ricardo se ha ocupado solícitamente de mí, que por lo visto andaba inseguro y tambaleante. ¡Cómo se agradece la mano de alguien que te guíe cuando todos los caminos dan al precipicio.
I
Cena sencilla, pero agradabilísima en Madrid con mi muy querido Armando Zerolo y Antonio Torres, que tiene pintas de acabar pronto entre mis dilectos. Hablamos de todo y de nada mientras la noche avanzaba y podríamos haber estado hablando un par de días sin parar, porque teníamos cuerda para rato.
II
Creo recordar que es en el Prólogo a Veinte años de caza mayor del Conde de Yebes donde Ortega describe lo que él llama "las formas de la vida feliz". En ellas incluye la tertulia. Más razón que un santo, tenía.
III
Llegué a Madrid a una hora torera, las cinco de la tarde, y me vine directamente al hotel, a descansar. Necesito regular bien el tiempo de descanso porque, de lo contrario, los acúfenos se me soliviantan, me rodean y me alteran de tal manera que no doy pie con bolo. Y en esas situaciones tiendo a llevarme mal con la verticalidad.
IV
Tengo que perder peso.
V
Armando me cuenta que cada vez hay más alumnos catalanes en Madrid. Ya me lo habían dicho otros profesores universitarios. Lo constato, pero no me atrevo a sacar conclusiones.
VI
Tengo la mañana comprometida con el dolce far niente. Y pienso cumplir.
V
El alma sigue impregnada de Valladolid.
I
Valladolid. Frío. Este frío contundente y sin matices, puro frío, que la hacía exclamar a mi suegro un "¡Esto es salud!" que le salía del alma.
II
Invitado por la Consejería de Educación he dado esta mañana la conferencia inaugural de la Jornada de difusión para la mejora del éxito educativo. He saludado a la Consejera de Educación y al presidente de la Junta y hemos hablado mucho los tres, pero lo importante no es lo que hemos hablado, sino lo que el Presidente y la Consejera me pidieron que hiciese: resaltar públicamente lo que puede mejorarse en la educación de Castilla y León.
III
He hablado de la excelente escuela de Villablino, fundada en 1886, y, por tanto, de su creador, Francisco Sierra Pambley. Y ha sido emocionante que en el café se me presentase una profesora de Villablino apellidada Sierra-Pambley.
IV
He rememorado también a una extraordinaria pedagoga, Concepción Sáinz-Amor, y le he regalado uno de sus libros al Presidente.
V
Tras no pocos esfuerzos he conseguido que me dejasen solo. Y aquí estoy, saboreando lo ocurrido y a punto de ir a la estación, a coger el tren que me llevará a Madrid.
I
Campos de Castilla, cuánto os he leído y que poco os conozco. Apenas os he pisado. Apenas os he mirado de frente.
II
Fernando Pardo Parrado ha venido con su coche a recogerme al aeropuerto de Villanubla, en Valladolid, y me ha llevado por esos admirables pueblos de dios, a disfrutar intensamente de la soledad de las calles y de los tonos pasteles de los campos al atardecer. Y ha sido tan generoso que después de enseñarme castillos, monasterios y campos, ha concluido la excursión en una magnífica librería de viejo que se encuentra en el pueblo de Urueña.
III
No hay nada más hermoso que la generosidad de la gente. Fernando me ha dedicado la tarde de este domingo plácido, denso, y hermoso, que me ha permitido ver horizontes remotos bajo un cielo homogéneamente azul intenso.
IV
Cada paisaje tiene el cielo que se merece.
V
He llegado al hotel a eso de las 7 de la tarde. He deshecho la maleta, me he duchado, he leído un poco y me he metido en la cama, cansado y satisfecho.
VI
Hemos pasado cerca de Tordehumos, pueblo en el que, en 1579, había un hombre que se había refugiado en la iglesia por miedo a un mercader al que le debía dinero. No salía bajo ningún pretexto. Pero el mercader, interesado en recuperar lo suyo, no dejaba de pensar en la manera de hacerlo.
En estas estaban cuando en el pueblo se determinó representar un Auto de Fe en la fiesta del Santísimo Sacramento».
Como el encerrado en la iglesia era el mejor actor del pueblo, le rogaron que representase a a Cristo en la escena del Huerto de los olivos. Tras mucho argumentarle que nadie lo reconocería por estar bien disfrazado, obtuvieron su asentimiento.
Un alguacil, enterado de todo, corrió a contarle al mercader lo que se preparaba, asegurándole que él estaba puesto a prenderlo si le diese siete ducados. El actor que tenía que representar la figura de Judas era muy amigo suyo y convino con él que en el momento en que fuera a darle el beso traidor, empujara con fuerza a Cristo, sacándolo del escenario. En ese momento lo podría tomar preso.
Así se hizo. Pero al recibir el empujón, Cristo le dijo a San Pedro: "Y vos, Pedro, ¿qué decís?" Y apenas lo hubo dicho, Pedro echó mano a una espada y le dio tal golpe al alguacil que había prendido al Cristo, que le abrió la cabeza.
Todos acabaron en la cárcel.
Hubo juicio y esta fue la sentencia:
«Primeramente mandamos que a Judas, por la traición y maldad, le sean dados seiscientos azotes. Al San Pedro declaramos y damos por buen Apóstol y fiel, y al Cristo damos por libre y que no pague la deuda. Y al mercader que pierda la deuda, y al alguacil que se cure de la dicha herida a su costa».
Vivimos tiempos descreídos, pero somos muy crédulos. Somos crédulos con la publicidad, con el horóscopo, con informaciones de fake news mientras nos confirme el estado del mundo que nos conviene. Hay cierta desesperación en encontrar un sentido al caos en el que nos encontramos, aunque sepamos que no tenemos ninguna base sólida que lo sostenga. Es curioso porque interesan credulidades temporales, como que la bruja nos diga que voy a encontrar el amor en un mes, que la publicidad nos asegure que el producto que acabamos de comprar nos hará más jóvenes en una semana, que los políticos nos aseguren el país y las aspiraciones que deseamos, y que los medios nos confirmen el sesgo ideológico que arrastramos.
Cuando uno vive con la incertidumbre y no sabe si lo que tiene ahora va a continuar en el corto plazo, es inevitable despertarse pensando que le acechan peligros inminentes. En este contexto, hay un aislamiento y un gran individualismo, que además va acompañado de una falta de confianza en nosotros y en los demás. La promesa es algo concreto, no es abstracto, y se dirige a alguien en particular, pero si no tenemos confianza vamos a caer en la impotencia de repetir: «No puedo prometerte nada», y además también nos va a costar creer en aquello que nos prometen. Como decía antes, hay mucha credulidad, pero creemos muy poco en los otros. Todo esto hace que haya una falta de confianza sobre la repercusión que pueden tener nuestras acciones para cambiar el mundo.
Lucía Tolosa, entrevista a Marina Garcés: "Vivimos tiempos descreídos, pero somos muy crédulos", ethic.es 22/01/2024
Facebook tuvo la capacidad de formar una comunidad grande y dispar sobre algún tema o preocupación compartida ha sido extremadamente significativa. Para bien y para mal. Movimientos sociales como el MeToo o Black Lives Matter no habrían sido posibles sin las grandes redes sociales. Esa es una contribución muy importante. Pero, por supuesto, las redes sociales también permiten la creación de comunidades más dañinas, como QAnon o los movimientos antivacunas. Eso en sí mismo no es culpa de Silicon Valley, por supuesto, pero lo que ahora entendemos es que empresas como Facebook y YouTube diseñaron sus redes sociales para atraer a la gente hacia la versión más dañina y destructiva de este impulso de creación de comunidades, porque es más eficaz para generar compromiso y aumentar sus ingresos.
Las plataformas se han vuelto exponencialmente más eficaces a la hora de mostrar contenidos que te atraigan específicamente. Lo hacen mediante algoritmos muy sofisticados que determinan tus gustos e intereses específicos y te muestran lo que más te atrae. Cualquiera que haya pasado tiempo, por ejemplo, navegando por YouTube ha visto muchos vídeos que responden a sus intereses y que no habría descubierto de otro modo. Pero el problema, de nuevo, es que estos algoritmos han aprendido también que la mejor forma de captar nuestra atención es cultivar y activar las partes más oscuras y destructivas de nuestra naturaleza.
El pecado más grave de las plataformas fue diseñar deliberadamente su plataforma para explotar nuestras necesidades psicológicas innatas con el fin de que pasáramos más tiempo conectados. Cuando empezaron a hacerlo, a finales de la década de los 2000, se dijeron a sí mismos que estaba bien lo que hacían porque conseguir que pasáramos más tiempo conectados sólo podía ser beneficioso para nosotros. Creían que internet sería literalmente la salvación de la humanidad y, por tanto, cualquier cosa que hicieran para que nos conectáramos más era buena. Pero muy pronto quedó claro que la forma más eficaz de hacerlo era amplificando nuestros peores instintos, hacia el odio, la división y la desinformación. Y se volvió tan lucrativo para ellos que los líderes de la compañía deliberadamente ignoraron las consecuencias, incluso cuando sus propios investigadores internos les dijeron que sus productos estaban adoctrinando a millones de personas en el odio racial, las conspiraciones médicas y otras creencias peligrosas.En uno de los pasajes más célebres de la Odisea, Homero nos cuenta cómo Ulises, advertido por la diosa Circe del nefasto destino que aguarda a todo aquel insensato que ose escuchar el hipnótico canto de las sirenas -ser devorado vivo-, ordena a sus marineros que se tapen los oídos con cera caliente mientras a él lo aseguran con cuerdas al mástil. Gracias a este ardid, Odiseo se convirtió en el único mortal que escuchó el canto de las sirenas y vivió para contarlo.
Aunque hoy esta escena es más probable que evoque la saga de Cincuenta sombras de Grey que la guerra de Troya, lo cierto es que apunta a una profundísima a irrefutable realidad de la naturaleza humana: que en el preciso instante de la tentación, si no hemos planificado contra ella con suficiente antelación, no habrá recurso que nos salve de caer en sus garras. Éste es uno de los factores más fundamentales en nuestras vidas. Al menos, con acuerdo a medio siglo de trabajo científico sobre la tentación y nuestra capacidad para resistirla, encabezada por el profesor de la Universidad de Columbia en Nueva York, Walter Mischel.
En los años 60 del siglo pasado, Mischel decidió someter a un grupo de preescolares -hijos de profesores de la Universidad de Berkeley, donde por aquel entonces investigaba- a una tentación digna del propio Homero. La tentación era la siguiente: la niña o el niño se quedarían solos en una habitación sin distracciones con una golosina delante. El científico, que previamente había pasado un buen rato jugando y construyendo una relación de confianza con el niño, le decía que podía comerse la golosina ahora o esperar hasta que éste regresara y entonces tendría dos golosinas. En cualquier momento, el investigador remarcaba, el niño podía hacer sonar una campanilla que traería de vuelta al adulto. A través de un espejo y con videocámara, los científicos observaban el comportamiento del sujeto y medían el tiempo que tardaba en caer ante la tentación o darse por vencido y hacer sonar la campanilla. Este experimento se conoce como El Test de la golosina.
En una época en la que no había imágenes de resonancia magnética funcional, el test de la golosina permitió a Mischel medir un aspecto de la función ejecutiva del cerebro.
El psicólogo describe qué es esta función ejecutiva: «Tienes que tener un objetivo en mente, y también ser capaz de suprimir o inhibir todas las respuestas que te encaminarán a no conseguir ese objetivo y, por último, tienes que poder regular tu atención y tu imaginación para transformar la situación, de una muy difícil a una que te resulte relativamente sencilla».
Resistir la tentación -algo que hemos experimentado todos- es una experiencia bastante nueva en la historia de la vida y sólo es posible porque nuestro cerebro alberga dos sistemas de control opuestos y complementarios. «Tenemos dos caras, el sistema caliente y el frío. El sistema caliente está en la amígdala y el sistema límbico y es muy importante en la regulación del miedo, el hambre, etcétera». Éste es el sistema más antiguo y que compartimos con otros animales. Sin embargo, «el sistema frío se encuentra en la corteza prefrontal, se desarrolló más tarde en la evolución, y es el que nos permite contemplar consecuencias futuras, el que hace posible que mantengamos ese objetivo pospuesto en mente».
En otras palabras, es su sistema frío el que le dice que debe dejar el cigarrillo, o que tal vez obviar el postre hoy le iría bien a su colesterol. Mientras tanto, su sistema caliente no le dice nada, prefiere ocuparse de ponerlo ansioso y salivar con anticipación. Del equilibro entre ambos sistemas depende mucho más que nuestra línea. Mischel siguió a los preescolares hasta que pasaron de la cincuentena y descubrió que cómo actuaron entonces predijo diferencias fundamentales mucho más tarde en sus vidas.
«Encontramos una relación entre la habilidad de postergar la recompensa y cosas como tu índice de masa corporal -una medida que relaciona peso y altura y puede indicar problemas de sobrepeso y obesidad- a los 32 años de edad o con tu habilidad de perseguir objetivos, superar la frustración y persistir aunque sufras derrotas para conseguir finalmente tu objetivo. «Incluso sobre los 40 años podemos ver diferencias en los escáneres cerebrales sobre cómo te enfrentas a la tentación», asegura. En promedio, a mejor función ejecutiva, mejor nivel de educación, ingresos y calidad de vida. Todo por una golosina.
Luis Quevedo, Comer o no comer una golosina, El Mundo 04/05/2015
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Carta a Georges Bernanos[1]
(¿1938?)
Estimado señor:
Por ridículo que resulte escribirle a un escritor que, dada la naturaleza de su profesión, siempre está inundado de cartas, no puedo evitar hacerlo después de leer Los grandes cementerios bajo la luna. No es la primera vez que un libro suyo me conmueve: el Diario de un cura rural es a mis ojos el más bello, al menos de los que he leído, y verdaderamente un gran libro. Sea como fuere, el hecho de que me hubieran gustado otros libros suyos no me daba motivos para importunarlo comunicándoselo por escrito. Pero algo distinto ocurre con el último: yo he tenido una experiencia que se corresponde con la suya, aunque mucho más breve, menos profunda, situada en otro lugar y vivida aparentemente –solo aparentemente– con un espíritu por completo distinto.
Aunque no soy católica –lo que voy a decir, dado que no lo soy, sonará sin duda presuntuoso para cualquier católico, pero no puedo expresarme de otra manera–, lo cierto es que jamás me ha parecido ajeno lo católico, lo cristiano. A veces me he dicho a mí misma que si simplemente se pusiera en las puertas de las iglesias un cartel que prohibiese la entrada a cualquier persona con una renta superior a tal o cual pequeña suma, entonces yo me convertiría inmediatamente. Desde la infancia, mis simpatías han estado dirigidas a los grupos que afirman pertenecer a las capas despreciadas de la jerarquía social, hasta que me he dado cuenta de que tales grupos desalientan por su naturaleza todas las simpatías. El último que me inspiró algo de confianza fue la CNT española. Yo había viajado un poco por España antes de la guerra civil, poco pero lo suficiente para sentir el inevitable amor a sus gentes; había visto en el movimiento anarquista la expresión natural de sus grandezas y de sus defectos, de sus aspiraciones más y menos legítimas. En la CNT y en la FAI había una mezcla asombrosa; cualquiera era admitido y, en consecuencia, la inmoralidad, el cinismo, el fanatismo y la crueldad se codeaban con el amor, el espíritu de fraternidad y, sobre todo, esa reivindicación del honor que resulta tan hermosa entre los hombres humillados; me pareció que quienes llegaban allí movidos por un ideal prevalecían sobre aquellos impulsados por su afición a la violencia y el desorden. En julio de 1936 me encontraba en París. No me gusta la guerra, pero lo que siempre me ha horrorizado más de ella es la situación de quienes se hallan en la retaguardia. Cuando comprendí que, a pesar de mis esfuerzos, no podía dejar de participar moralmente en esa guerra, es decir, de desear cada día, a todas horas, la victoria de unos y la derrota de otros, me dije que París representaba para mí la retaguardia, y tomé el tren a Barcelona con la intención de alistarme. Eso fue a principios de agosto de 1936.
Un accidente hizo que mi estancia en España fuese corta. Estuve unos días en Barcelona, después en el campo aragonés, a orillas del Ebro, a unos quince kilómetros de Zaragoza, en el mismo lugar por el que recientemente las tropas de Yagüe cruzaron el Ebro; luego en el palacio de Sitges transformado en hospital y después otra vez en Barcelona; en total pasé en España unos dos meses. Salí de allí en contra de mi voluntad y con la intención de regresar. Pero después, de manera deliberada, no hice nada al respecto. Ya no sentía ninguna necesidad interior de participar en una guerra que no era, como me había parecido al principio, una de los campesinos hambrientos contra los terratenientes y contra un clero cómplice de estos, sino una guerra entre Rusia, Alemania e Italia.
Conozco ese olor de guerra civil, sangre y terror que desprende su libro; lo he respirado. Debo decir que no he visto ni escuchado nada que alcance el grado de ignominia de algunas de las historias que usted cuenta, esos asesinatos de viejos campesinos, esas juventudes fascistas italianas que hacían correr a los viejos a porrazos. Pero lo que escuché fue suficiente. Estuve a punto de presenciar la ejecución de un sacerdote; durante los minutos de espera, me pregunté si simplemente me quedaría mirando o si me dispararían al intentar intervenir; todavía no sé qué habría hecho si una feliz casualidad no hubiera impedido la ejecución.
Cuántas historias abarrotan mi pluma… Pero se haría demasiado largo contarlas todas; además, ¿para qué? Bastará con una. Me encontraba en Sitges cuando regresaron derrotados los milicianos de la expedición a Mallorca. Habían sido diezmados. De los cuarenta jóvenes que habían salido de Sitges, nueve habían muerto; nos enteramos cuando regresaron los otros treinta y uno. A la noche siguiente se llevaron a cabo nueve expediciones punitivas, y nueve fascistas o supuestos fascistas fueron asesinados en esta pequeña ciudad en la que en julio no había sucedido nada. Entre esos nueve estaba un panadero de unos treinta años, cuyo delito, según me dijeron, era el haber sido miembro de un somatén; su anciano padre, de quien era hijo único, y único sostén, se volvió loco. Otra historia: en Aragón, un pequeño grupo internacional de veintidós milicianos de todos los países apresó, tras una escaramuza, a un joven de quince años que luchaba como falangista. Tan pronto como lo cogieron, temblando al ver morir a sus compañeros junto a él, dijo que había sido reclutado por la fuerza. Lo registraron y encontraron una medalla de la Virgen y un carné de falangista; fue enviado ante Durruti, jefe de la columna, quien, tras explicarle durante una hora la belleza del ideal anarquista, le dio a elegir entre morir o alistarse inmediatamente en las filas de quienes lo habían hecho prisionero, para luchar contra sus camaradas de la víspera. Durruti le dio al muchacho veinticuatro horas para que se lo pensase; pasado el plazo, el joven dijo que no y lo fusilaron. No obstante, Durruti fue en algunos aspectos un hombre admirable. La muerte de este pequeño héroe no ha dejado de pesar en mi conciencia, aunque no me enteré de lo ocurrido hasta más tarde. Y una historia más: en un pueblo que rojos y blancos habían tomado, perdido, reconquistado y vuelto a perder no sé cuántas veces, los milicianos rojos, tras haberlo reconquistado definitivamente, encontraron en los sótanos a un puñado de seres despavoridos, aterrorizados y hambrientos, entre ellos tres o cuatro hombres jóvenes. Y razonaron así: si estos jóvenes, en lugar de venirse con nosotros la última vez que nos retiramos, se quedaron esperando a los fascistas, es porque ellos mismos son fascistas. Por lo tanto, los fusilaron de inmediato, y después dieron de comer a los demás y se creyeron muy humanos. Una última historia, esta de la retaguardia: dos anarquistas me contaron una vez cómo, con otros camaradas, habían cogido a dos sacerdotes; uno fue asesinado en el acto, en presencia del otro, de un disparo de revólver; después le dijeron a ese otro que podía irse. Cuando estaba a unos veinte pasos de distancia, lo abatieron. El que me contó la historia se sorprendió mucho al no verme reír.
En Barcelona, una media de cincuenta hombres eran asesinados cada noche en las expediciones punitivas. Proporcionalmente, eran muchos menos que en Mallorca, ya que Barcelona es una ciudad de casi un millón de habitantes. Además, durante tres días tuvo lugar allí una sangrienta batalla callejera. Pero quizá los números no sean lo principal en este asunto. Lo esencial es la actitud ante el asesinato. Ni entre los españoles ni entre los franceses que habían ido allí a luchar o a darse una vuelta –estos últimos eran casi siempre intelectuales aburridos e inofensivos–, vi yo jamás a nadie expresar, ni siquiera en la intimidad, repulsión, desagrado o incluso desaprobación ante la sangre derramada innecesariamente. Usted habla del miedo. Y sí, el miedo tuvo algo que ver con estos asesinatos; pero donde yo estuve, no vi que tuviese el peso que usted le atribuye. En una comida presidida por la camaradería, hombres aparentemente valientes –vi con mis propios ojos el coraje de al menos uno de ellos– contaron con una sonrisa fraternal cómo habían matado a sacerdotes o a “fascistas” –término este con un sentido muy amplio–. Por lo que a mí respecta, tuve la sensación de que, cuando las autoridades temporales y espirituales colocan a una categoría de seres humanos al margen de aquellos cuyas vidas tienen un precio, no hay nada más natural para el hombre que matar. Cuando se sabe que es posible matar sin correr el riesgo de ser castigado o culpado, se mata; o al menos se rodea de sonrisas alentadoras a quienes matan. Y si por casualidad se siente al principio un poco de asco, entonces se guarda silencio y pronto se sofoca tal desagrado, por miedo a parecer falto de virilidad. Hay ahí un impulso, una embriaguez a la que es imposible resistirse sin una fuerza del alma que debo considerar excepcional, ya que no la he visto en ninguna parte. Me encontré con franceses pacíficos, a quienes hasta entonces yo no despreciaba, a los que no se les habría ocurrido por sí mismos ir a matar, pero que disfrutaban visiblemente de esa atmósfera impregnada de sangre. Jamás podré tenerles ningún respeto en el futuro.
Semejante atmósfera borra de inmediato el objetivo mismo de la lucha. Porque solo podemos formular el objetivo reduciéndolo al bien público, al bien de los hombres –y los hombres resultan aquí irrelevantes, carecen de valor–. En un país donde los pobres son en su gran mayoría campesinos, el objetivo esencial de cualquier grupo de extrema izquierda debe ser el bienestar de dichos campesinos; y esta guerra ha sido quizá sobre todo, al principio, una guerra por y contra el reparto de tierras. Sin embargo, esos pobres pero magníficos campesinos de Aragón, que tanta dignidad han conservado bajo las humillaciones, no eran para los milicianos ni siquiera un “objeto de curiosidad”. Sin insolencias, sin injurias, sin brutalidad –al menos yo no vi nada parecido, y sé que los robos y las violaciones, en las columnas anarquistas, se castigaban con la muerte–, un abismo separaba a los hombres armados y a la población desarmada, un abismo bastante similar al que separa a pobres y ricos. Ello se manifestaba en la actitud siempre algo humilde, sumisa y temerosa de los unos, y en la desenvoltura, despreocupación y condescendencia de los otros.
Uno parte hacia España como voluntario, con la idea del sacrificio, y se encuentra en una guerra que se parece a una guerra de mercenarios, con mucha más crueldad y menos respeto hacia el enemigo. Podría continuar con estas reflexiones indefinidamente, pero debo ponerles un límite. Desde que estuve en España, he escuchado y leído todo tipo de consideraciones al respecto, pero no puedo citar a nadie, aparte de usted, que, hasta donde se me alcanza, haya estado inmerso en la atmósfera de la guerra de España y haya resistido. Usted es monárquico, un discípulo de Drumont.[2] ¿Qué me importa? Me resulta incomparablemente más cercano que mis compañeros de la milicia aragonesa, esos camaradas a quienes, sin embargo, yo amaba.
Lo que usted dice sobre el nacionalismo, la guerra y la política exterior francesa después de la guerra me ha llegado también al corazón. Yo tenía diez años cuando se firmó el Tratado de Versalles. Hasta entonces había sido patriota, con toda esa exaltación que los niños manifiestan en tiempos de guerra. El deseo de humillar al enemigo derrotado, que entonces (y en los años siguientes) se desbordaba de manera tan repugnante por todas partes, me curó de una vez por todas de ese patriotismo ingenuo. Las humillaciones infligidas por mi país me resultan más dolorosas que las que este pueda sufrir.
Temo haberle importunado con una carta tan larga. Solo me queda expresarle mi profunda admiración.
S.Weil3, rue Auguste-Comte, París (distrito VI)
P.D.: He escrito mi dirección de forma mecánica. Porque, para empezar, supongo que tendrá usted mejores cosas que hacer que contestar a las cartas. Además, pasaré uno o dos meses en Italia, adonde quizá no me llegaría una carta suya, al quedar retenida esta en la aduana.
Notas:
[1] Publicada por primera vez en 1950, en el Bulletin de la Société des amis de Georges Bernanos, e incluida con posterioridad en Écrits historiques et politiques, Gallimard, París, 1960.
[2] Édouard Drumont (1844-1917), periodista, escritor y político católico francés, célebre por su antisemitismo y su nacionalismo.
Este texto forma parte del libro La guerra de España. Textos escogidos, que, con prólogo de Alexandre Massipe y traducción de Luis González Castro, acaba de publicar la editorial Página Indómita.I
Esta mañana he dado una charla de veinte minutos en el aula magna de la Universitat Abad Oliva. Día espléndido. He compartido el micro con Josep Maria Alsina y hemos hablado de educación y sociedad. Lleno absoluto, pero no por nosotros dos, sino porque se presentaba en sociedad la "Corriente Social Cristiana", de la que no formo parte.
II
Hace unos años llegué a un acuerdo con el Jefe: Cuando un grupo de cristianos me invite, voy, sin que me preocupe su etiqueta. Lo sorprendente es la cantidad de gente admirable que conoces cuando los ves sin etiqueta. En cuestiones de carisma soy estrictamente luriano.
III
Me he encontrado con caras conocidas de esas que te alegras tanto de volver a ver. De esas que te miran de tal manera que sientes íntimamente el inevitable deber de acercarte a la imagen un tanto desmedida que tienen de ti. Son presencias éticas. A Antoni Puigvert hacia tanto que no lo veía...
IV
Una librería ha puesto a la venta el libro de Balmes en el claustro de la universidad y para mi enorme satisfacción, a los 15 minutos ya estaba agotado. He firmado mucho, intentando mantener la promesa que me hice a mí mismo de no repetir una dedicatoria, cosa que no siempre es fácil.
V
Hay veces que se me acerca alguien con un libro mío en las manos para que se lo dedique y me lo pide con tanto entusiasmo, que me temo que no estará a la altura de sus expectativas y estoy tentado de pedirle un perdón preventivo.
VI
He comenzado mi charla así:
Qué tienen en común los siguientes hechos:
1. Tom Peters, de 32 años, se considera transespecie y afirma sentirse un cachorro dálmata.
2. La estadounidense Jewel Shuping, para hacer realidad su sueño de ser ciega, se ha hecho verter sobre los ojos un líquido corrosivo.
3. Salvatore Garau, artista plástico, vendió en una subasta pública una escultura invisible titulada “Ante ti”, por 28.000 €.
Lo que tienen en común es que a nuestros abuelos todo esto les parecerían completamente inverosímil, mientras que a nosotros nos parece perfectamente posible.
El pasado 28 de diciembre leí en La Vanguardia que una mujer llamada Sonja Semyonova, de 45 años, se declara ecosexual y había iniciado una relación erótica con un árbol. Aseguraba, además, que nadie la había hecho sentir como el árbol de sus amores. Si os digo la verdad, fui incapaz de discernir si era o no una inocentada.
Nuestro mundo ha ido perdiendo realidad a medida que iba ampliando lo posible. Si todo puede ser de otra manera, no es necesario tomarse demasiado en serio lo que ahora es. A lo largo de este proceso, el excéntrico se ha convertido en respetable y la excepción es ahora el juez de la norma.
El dominio de lo posible sobre lo real ha elevado lo nuevo al lugar privilegiado que en nuestra tradición ocupaba lo bueno. Hoy la innovación se presenta como intrínsecamente buena. Si le dices a alguien que está equivocado probablemente te dirá que respetes su opinión; si le dices que está anticuado, asumes más riesgos.
En esta situación, la crítica del humanismo ha pasado a formar parte de la ortodoxia universitaria.
Debemos ser muy cautelosos en la forma en que formulamos nuestras preguntas, ya que la naturaleza de su formulación a menudo impide ciertas respuestas. Cuando todas las respuestas parecen insuficientes, nos corresponde dar un paso atrás y reevaluar tanto la pregunta como su presentación. Esto es particularmente cierto en el caso de las indagaciones sobre la conciencia. Tal cuestionamiento presupone que la consciencia es un fenómeno que existe más allá de la descripción física estándar. Como resultado, queda relegado a ser una ilusión o un mero epifenómeno: si no lo fuera, no sería ajeno al relato estándar. Esto lleva a una conclusión evidentemente absurda. Para salir de este callejón intelectual sin salida, debemos revisar la pregunta original: ¿por qué buscamos comprender la conciencia? La respuesta está en reconocer que la consciencia es una solución defectuosa a un problema inexistente: a saber, cómo es posible que algo (un cuerpo, por ejemplo) experimente otra cosa (un objeto) que es distinta a él. Este problema tiene sus raíces en la suposición de que estamos separados de los objetos que experimentamos, viviendo nuestras vidas dentro de los confines de nuestros cuerpos. Afortunadamente, tenemos la oportunidad de desafiar esta suposición, considerando la posibilidad de que, en el nivel fundamental, no estamos separados del mundo externo, sino que, de hecho, somos uno con él.
El error consiste en buscar la consciencia como una propiedad especial de los sistemas nerviosos, una que, inexplicablemente, les permitiría alcanzar y representar (experimentar) el mundo externo. De hecho, esto es imposible, similar a pedirle a nuestro cerebro que realice un milagro. Muchos se dejan seducir por la idea de que el cerebro puede transformar milagrosamente el «agua» de las neuronas en el «vino» de la conciencia, como escribió una vez Colin McGinn, pero esto es una falacia. Cuando le pedimos al mundo físico que logre lo imposible, no es de extrañar que nunca descubramos cómo podría hacerse. El fracaso no se debe a una falta de inteligencia por nuestra parte, sino, simplemente, a que no se produce. Es imposible. Si exigimos a la naturaleza que realice lo imposible, nunca sucederá. (...)Lo que se necesita, en cambio, es un replanteamiento de la pregunta, uno que no presente la consciencia como un milagro, sino como un reflejo de cómo se estructura y organiza la realidad.
Mi hipótesis, conocida como Identidad Mente-Objeto (MOI, por sus siglas en inglés), es totalmente consistente con los datos empíricos, ontológicamente más coherente que otras hipótesis, y no requiere suposiciones adicionales. Permítanme explicarlo. Hasta el día de hoy, después de 150 años de imágenes cerebrales, no hay evidencia empírica de la presencia de consciencia dentro del cerebro. No sólo nadie ha medido o fotografiado nunca una sensación consciente dentro del sistema nervioso, sino que no se ha encontrado ningún evento neuronal causado o alterado por la supuesta presencia de consciencia. La consciencia, dentro del sistema nervioso, es a la vez invisible y epifenoménica. ¿Cómo podemos seguir creyendo que reside dentro del sistema nervioso?
Ahora, consideremos una experiencia perceptiva común: ver un plátano. Existe un objeto con propiedades que encontramos en nuestra existencia (forma, color, tamaño) y existe nuestro sistema nervioso con propiedades completamente diferentes. ¿Qué encontramos dentro de nuestro momento de existencia: las propiedades del plátano o las del sistema nervioso? Claramente, encontramos las propiedades del plátano. ¿Cuál debería ser entonces la conclusión lógica? ¿Somos uno con el objeto cuyas propiedades forman parte de nuestra existencia, o somos otro sistema físico (el sistema nervioso) que, como por arte de magia, se apropia de propiedades físicas que no tiene? La única razón para pensarnos como el sistema nervioso o localizados dentro de él no es ni empírica ni existencial, sino que está ligada a un prejuicio tenaz: la idea de estar detrás de los ojos y entre las orejas.
La hipótesis de la Identidad Mente-Objeto es similar a la teoría de la Identidad Mente-Cerebro. En este sentido, se alinea epistémicamente con la ciencia. En pocas palabras, la hipótesis postula que en lugar de ser un cerebro que experimenta misteriosamente una serie de cosas, somos las cosas que, a través de un cerebro, producen efectos. No hay nada misterioso en esta definición.
Compárese esta hipótesis con la pesada complejidad de las teorías basadas en postulados enigmáticos u ontológicamente costosos. El enfoque de la Identidad Mente-Objeto es mucho más eficaz y convincente que todos estos. Su único defecto es que nos desafía a descartar la creencia supersticiosa de que la mente reside dentro del cuerpo.
La Identidad Mente-Objeto (MOI) no requiere ninguna modificación de la ciencia o de nuestra visión naturalista del mundo. La MOI simplemente nos pide que miremos a la ciencia y a nuestra existencia sin una suposición: la separación entre nosotros y el mundo, que no es parte de la ciencia; algo que se agregó para incorporar creencias supersticiosas populares pero infundadas en el método científico.
El problema con la IIT (Teoría de la Información Integrada) de Tonioni es que no es ni una teoría científica (basada en postulados no probados e indemostrables) ni una teoría de la consciencia. Permítanme explayarme sobre este último punto. Supongamos, por el bien del argumento, que el cerebro, de alguna manera, construye información integrada, una afirmación que encuentro ontológica y empíricamente dudosa. Pero supongámoslo por un momento. Pregunta: ¿Por qué la información integrada debería poseer las cualidades de la conciencia? ¿Por qué, por ejemplo, un valor de información integrado de 1055 (phi) debería corresponder al sabor del chocolate? ¿Hay algún artículo científico (aunque sea hiperbólicamente especulativo) que explique cómo pasamos de los números de la IIT a las propiedades de la consciencia? Por ejemplo, ¿por qué un determinado valor debe producir la sensación de rojo y otro valor la sensación de wasabi? Nada. Sobre este punto, por qué y cómo la información integrada debería equivaler a una experiencia consciente particular, Tononi y todos sus partidarios han guardado un silencio conspicuo y siempre han permanecido mudos. Por lo tanto, incluso si la IIT funcionara (que no lo hace), no sería una explicación de la consciencia y se remitiría a un misterio adicional. No es que la teoría opuesta, la Teoría Neuronal del Espacio de Trabajo Global, sea mejor. Para ser justos, todas las teorías actualmente aceptadas para la investigación de la conciencia deberían haber sido declaradas pseudocientíficas. Simplemente porque no explicarían nada, incluso si estuvieran en lo cierto.
De nuevo, desde Platón hasta nuestros días, el pensamiento ha sido concebido como una especie de cómputo interno del sistema; una versión computacional del animismo que es completamente injustificada desde un punto de vista naturalista. Esto no significa negar que las máquinas podrían, algún día no muy lejano, de forma similar a cómo lo hacen los cuerpos, formar el mismo tipo de sistema de referencia causal que une un mundo de objetos que llamamos mente. No hay chovinismo biológico por mi parte. Pero esto no sucederá porque la información o los cálculos dentro de un sistema se volverán mágicamente conscientes. Más bien, será porque un sistema físico, natural o artificial, será capaz de ser el punto de coyuntura de un conjunto de eventos y cosas que son uno con una mente.
Santiago Sánchez-Migallón Jiménez, entrevista a Riccardo Manzotti. La hipótesis de la identidad mente-objeto, La máquina de Von Neumann 01/02/2024
Rousseau |
Camille Vignolle, Rousseau et Voltaire. Deux génies que tout oppose, herodote.net 30/03/2022
Voltaire |
L'opposition idéologique et personnelle entre Voltaire i Rousseau connaît son point culminant en 1755 suite à la publication par Rousseau de son Discours sur l'origine et les fondements de l'inégalité parmi les hommes.
Dans ce texte, il présente l'homme comme naturellement bon mais perverti par la civilisation, exalte l'état de nature originel et voit dans la naissance du droit de propriété la source de tous les maux.
Voltaire lui adresse une lettre remplie d'une ironie féroce :
« J'ai reçu, Monsieur, votre nouveau livre contre le genre humain ; je vous en remercie ; vous plairez aux hommes à qui vous dites leurs vérités, et vous ne les corrigerez pas. Vous peignez avec des couleurs bien vraies les horreurs de la société humaine dont l'ignorance et la faiblesse se promettent tant de douceurs. On n'a jamais employé tant d'esprit à vouloir nous rendre Bêtes. Il prend envie de marcher à quatre pattes quand on lit votre ouvrage. Cependant, comme il y a plus de soixante ans que j'en ai perdu l'habitude, je sens malheureusement qu'il m'est impossible de la reprendre. Et je laisse cette allure naturelle à ceux qui en sont plus dignes, que vous et moi. Je ne peux non plus m'embarquer pour aller trouver les sauvages du Canada, premièrement parce que les maladies auxquelles je suis condamné me rendent un médecin d'Europe nécessaire, secondement parce que la guerre est portée dans ce pays-là, et que les exemples de nos nations ont rendu les sauvages presque aussi méchants que nous. Je me borne à être un sauvage paisible dans la solitude que j'ai choisie auprès de votre patrie où vous devriez être. J'avoue avec vous que les belles lettres, et les sciences ont causés quelquefois beaucoup de mal... » (Aux délices, près de Genève, 30 août 1755). La référence à Genève, ville natale de Jean-Jacques, ajoute à l'ironie du propos.
À quoi Rousseau réplique :
« C'est à moi, Monsieur, de vous remercier à tous égards. En vous offrant l'ébauche de mes tristes rêveries, je n'ai point cru vous faire un présent digne de vous, mais m'acquitter d'un devoir et vous rendre un hommage que nous devons tous comme à notre Chef [...]. Le goût des sciences et des arts naît chez un peuple d'un vice intérieur qu'il augmente bientôt à son tour, et s'il est vrai que tous les progrès humains sont pernicieux à l'espèce, ceux de l'esprit et des connaissances, qui augmentent notre orgueil et multiplient nos égarements, accélèrent bientôt nos malheurs : mais il vient un temps où le mal est tel que les causes même qui l'ont fait naître sont nécessaires pour l'empêcher d'augmenter : c'est le fer qu'il faut laisser dans la plaie, de peur que le blessé n'expire en l'arrachant. Quant à moi, si j'avais suivi ma première vocation et que je n'eusse ni lu ni écrit, j'en aurais sans doute été plus heureux. Cependant, si les lettres étaient maintenant anéanties, je serais privé de l'unique plaisir qui me reste : c'est dans leur sein que je me console de tous les maux ; c'est parmi leurs illustres enfants que je goûte les douceurs de l'amitié, que j'apprends à jouir de la vie et à mépriser la mort ; je leur dois le peu que je suis, je leur dois même l'honneur d'être connu de vous... » (Paris, le 10 septembre 1755).
Camille Vignolle, Rousseau et Voltaire. Deux génies que tout oppose, herodote.net 30/03/2022
“He rebut, Senyor, el vostre nou llibre contra la raça humana; gràcies ; agradarà als homes a qui dius les seves veritats, i no els corregiràs. Pintes amb colors ben certs els horrors de la societat humana la ignorància i la debilitat de la qual prometen tanta dolçor. Mai hem utilitzat tanta intel·ligència per intentar convertir-nos en Bèsties. Vol caminar a quatre potes quan llegeix la teva obra. Tanmateix, com que fa més de seixanta anys que vaig perdre l'hàbit, malauradament sento que em resulta impossible reprendre-lo. I deixo aquesta aparença natural als qui en són més dignes, que tu i jo. Tampoc puc navegar per trobar els salvatges del Canadà, en primer lloc perquè les malalties a les quals estic condemnat em fan necessari un metge d'Europa, en segon lloc perquè la guerra es porta a aquell país, i els exemples de les nostres nacions han fet que els salvatges gairebé tan dolents com nosaltres. Em limito a ser un salvatge pacífic en la solitud que he escollit prop de la teva pàtria on hauries d'estar. Admeto amb tu que la literatura i la ciència a vegades han causat molt de mal...» (Aux délices, prop de Ginebra, 30 d'agost de 1755). La referència a Ginebra, ciutat natal de Jean-Jacques, afegeix a la ironia del tema.
Rousseau:
"Depèn de mi, senyor, donar-li les gràcies en tots els aspectes. En oferir-te l'esquema dels meus tristos somnis, no vaig creure en fer-te un regal digne de tu, sinó en complir un deure i fer-te un tribut que tots devem com al nostre Líder [...] ]. El gust per la ciència i les arts neix entre un poble d'un vici interior que aviat augmenta al seu torn, i si és cert que tot progrés humà és perniciós per a l'espècie, el de la ment i el coneixement, que augmenta el nostre orgull. i multiplica els nostres errors, aviat accelera les nostres desgràcies: però arriba un moment en què el mal és tal que les mateixes causes que l'han originat són necessàries per evitar que augmenti: aquest és el ferro que s'ha de deixar a la ferida, perquè no sigui. la persona ferida caduca en arrencar-la. Pel que fa a mi, si hagués seguit la meva primera vocació i no hagués llegit ni escrit, sens dubte hauria estat més feliç. Tanmateix, si ara fossin destruïdes les cartes, em privaria de l'únic plaer que em queda: és en el seu si que em consol de tots els mals; és entre els seus fills il·lustres on tasto la dolçor de l'amistat, que aprenc a gaudir de la vida i a menysprear la mort; Els dec el poc que sóc, fins i tot els dec l'honor de ser-vos conegut...» (París, 10 de setembre de 1755).I
Me veo citado en un Powerpoint de un conferenciante. Esta clara la frase y debajo de ella está claro mi nombre. Sin embargo no me reconozco en esa cita y no creo haber dicho nunca nada semejante.
Escribir es como lanzar mensajes al mar dentro de una botella. Nunca sabes ni quién los leerá ni cómo los interpretará. De vez en cuando encuentras lectores que te entienden, estén de acuerdo contigo o no.
II
"La vejez es igual que la niñez", decía mi padre. Pero sin la mirada de esperanza del niño y esa voracidad de mundo que caracteriza a la infancia.
III
Me encuentro a primera mañana en el correo un artículo de Miguel Ángel tirado titulado Dime cómo lees y te diré cuánto aprendes. ¡Cuánta falta nos hacen inspectores de educación como él: bien formados, rigurosos, cercanos y con criterio! Lo he devorado. Miguel Ángel Tirado ha asumido con profesionalidad una función que las facultades de educación no saben hacer: acercar la investigación a las aulas.
IV
Me llega La tiranía de la mediocridad, de Sophie Coignard. Me apetece comenzar a leerla, pero antes tengo que cumplir otros encargos. Va a la torre de Pisa de los libros en espera.
V
Me recomienda Berta González un interesantísimo artículo de David Brooks en The Atlantic. Describe con perfección algunas de las patologías de nuestro tiempo. No sé si, como dice Brooks, "Chiken littles are ruining America", pero si sé que están enrareciendo el aire político y moral (perdonen la redundancia) que respiramos en Europa.
I
Dos joyas que encuentro en No me gusta mi cuello, de Nora Ephron:
Primera: Un hombre buscaba junto a un farol encendido las llaves que había perdido. Alguien le ofreció su ayuda y se sumó a la búsqueda. Al cabo de un rato el recién llegado le pregunta si está seguro de que las perdió en el sitio en que las busca. "No, en absoluto", le responde el primero, "pero es el único lugar en el que puedo ver algo"
Segunda: "Cuando los hijos llegan a la adolescencia es importante tener un perro, para que alguien en tu casa se alegre de verte".
II
Día largo en Barcelona que se resume en esto: 14.000 pasos. Nos encontramos con Esther Vera, la directora del ARA a las puertas de la Librería La Central, en el Raval. Me compro zapatos. Café cordialísimo con Abraham Tena. Me he llevado el ordenador y en cuanto tengo un minuto libre lo aprovecho para escribir. Escribo mucho, pero tengo la sensación de que avanzo poco. Nos cruzamos fugazmente con alguien que me conoce pero a quien no puedo reconocer. La gran Chantal Delsol me dice que sí a una propuesta que le he hecho. Y Armando Pego y Guillermo Graíño.
III
Me dicen mis socios de Rosamerón que la presentación en Madrid de Palativo, de Samuel Dacanda, ha tenifo un fenomenal éxito. 150 libros firmados. Espectacular. Este libro está destinado a darnos una gran alegría. Ya lo verán:
Ferran Palau.
I
Invito a Fernando Savater. a dar una charla. Me contesta que se ha retirado de ese pecado de juventud que fue la filosofía.
II
Me envía Miguel Ángel Tirado un texto magnífico sobre didáctica de la lectura. Muy bueno, excelente. Si quieres encontrar sabios de verdad en el mundo de la educación, hay que buscarlos entre los inspectores. Sí, por supuesto, no todos lo son, pero los que lo son, especialmente si han pasado por las aulas como profesores, son admirables. Una de las claves del éxito de Castilla y León en PISA se debe a que está gobernada por inspectores de educación.
III
Me temo que el punto anterior no me va a ganar muchos amigos entre los docentes.
I
Esta mañana parecía de verano. Una inundación d eluz y un calor contundente en la Plaza de Ocata. Molestaba la ropa. Era para estar en mangas de camisa. Me he bajado el ordenador a la terraza del Petit Café y allí he estado, dale que te pego.
II
Lo mejor de la investigación sin prisas es perderse. Vas de un sitio a otro y te entretienes por el camino con un documento que te ha aparecido sin buscarlo y, a medida que lo vas leyendo, vas descubriendo una faceta de tu problema que hasta ahora te había pasado desapercibida. Decides entonces apartar el orden de lo que hacías y entregarte al desorden del encuentro. El azar es una magnífica incubadora de ideas.
III
Me llama Vilma Reyes desde Cali, Colombia, y me cuenta las graves razones por las que se suspendió un viaje a Cochabamba, en Bolivia. Quiere también que participe en un encuentro digital para hablar del currículo. Acepto, por supuesto.
IV
Le pido a Andrés Tapia que me envíe análisis sobre los resultados de Perú en PISA. Su generosidad me abruma.
V
Escribo a Rémi Brague, invitándolo a un seminario en Madrid. Desgraciadamente no puede venir. Está cuidando a su madre, que tiene 99 años. Le recuerdo lo que escribe el anciano Platón en Las Leyes:
“Nadie en su sano juicio nos aconsejaría nunca que nos desentendiéramos de nuestros padres, porque son imágenes vivas de los dioses [...]. Cuando uno tiene en su casa, como un tesoro inmóvil y abatido por la edad, a su padre o a su madre, debería respetarlos a ellos más que a una imagen de los dioses. Si es preciso admitir como una cosa natural que los dioses acceden a las súplicas de un padre gravemente ofendido por su hijo, habrá que reconocer que se mostrarán mucho más predispuestos a escuchar sus agradecimientos y bendiciones".VI
Mañana he quedado con un artista, Abraham Tena, y planificaremos una futura conferencia-concierto sobre la música de Nietzsche.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Según las últimas bobadas para solaz de medio ricos ociosos y terapeutas en busca de clientes, sufrimos bastante de «FOMO», una nueva patología cuyo siglas (por supuesto en inglés; quién iba a pagar si no por tratarse de algo así) significan «temor a perderse algo». El presunto síndrome estaría relacionado con la angustia que experimentamos al ver por las redes sociales todo lo que nos perdemos en la farra, concierto, bautizo u evento vario al que uno dejo intencionadamente de acudir. Nada del otro jueves, con la diferencia de que antes te lo imaginabas (que no sé si es peor) y ahora lo ves por Facebook.
El temible «FOMO» estaría relacionado, además, con la se supone que malsana tendencia a compararnos con otros, amplificada hoy por la posibilidad de ver a todas horas lo que la gente exhibe en las dichosas redes, y que, como todos sabemos, no suele ser exactamente la vida real, sino una superproducción teatralizada para que esta parezca todo lo intensa, exitosa y bella que no es.
Pues bien: la alarma que, sin duda, ha despertado esta nueva enfermedad psicológica (novedad que durará poco, porque cada día amanecemos con catorce o quince trastornos psicológicos más), nos obliga a ocuparnos aquí de ella, con objeto de comprenderla o, al menos, de reírnos un poco, terapias estas – la de la comprensión y la risa – infinitamente más eficaces que la que puedan ofrecerles todos los coaches, gurúes y psicotrainers juntos. Veamos; que igual la cosa tiene miga.
La inclinación a sentir dolor y tristeza por lo no vivido es, como decíamos, muy vieja, y fue tratada con profusión por los filósofos existencialistas. En su raíz se encuentra el angustioso problema de la libertad. El ser humano, decía Sartre, está condenado a ser libre y, por tanto, a tener que decidir cada paso que da. Ahora bien, dado que nuestra existencia es finita en tiempo y fuerzas, cada decisión nos obliga a renunciar a innumerables posibilidades, tan inmaculadamente hermosas como la hierba que brilla a lo lejos y tan platónicamente idealizables como los besos que nunca dimos.
En cierto modo, elegir es renunciar a la plenitud de tenerlo o serlo todo. Tal vez por ello nos gusta tanto permanecer en ese estado de procrastinación ensoñadora en el que imaginamos hacer esto y lo otro sin decidir ni hacer realmente nada. Pero esta experiencia imaginaria de totalidad se acaba cuando uno tiene inevitablemente que actuar; esto es, pasar del estado estético al ético. Toca entonces delimitar el campo de lo posible y definir nuestro camino, tarea que es siempre compleja y angustiosa; por la infinitud de lo que perdemos y por el miedo al error: ¿no nos estaremos equivocando fatalmente, subiéndonos el «tren» equivocado y dejando pasar aquel que realmente nos convendría tomar?
En esta agónica situación es donde interviene decisivamente la comparación con los otros. Compararse con los demás no solo es necesario, sino bueno y virtuoso. Las decisiones y modelos de existencia que representan otras personas son la fuente de inspiración y el espejo donde buscamos contrastar y corroborar lo acertado o no de nuestras propias elecciones. Por ello nos interesa tantísimo contemplar la vida de la gente (en las novelas, la tele, las plazas, las revistas o las redes). Nadie se «hace a sí mismo», y hasta los más individualistas lo son por imitación y aprendizaje de otros. Medirnos con esos otros, imitarlos, juzgarlos y juzgarnos en relación con ellos son las herramientas fundamentales para aprender a ser humanos, para orientar nuestras decisiones, para conocernos, para afirmarnos y, por supuesto, para corregirnos y perfeccionarnos.
Decía el sabio Protágoras que el ser humano es la medida de todas las cosas. En lo que esto tenga de cierto, el mensaje es claro, sobre todo si eliminamos el antropocentrismo y el relativismo que la máxima encierra: para evaluar con la máxima objetividad y certeza lo que queremos y debemos ser, no hay otra que comparar nuestro juicio con el de los demás. Esta comparación es el diálogo, el externo y el interno (al que llamamos pensar). Se miente a sí mismo quien crea que no está continuamente comparándose y dialogando con otros, con lo otro, con lo que le reta y aún no comprende como parte suya…
El «tratamiento» contra el FOMO no es, en fin, el llamado «JOMO», otra memez en inglés cuya siglas significan «la alegría de perderte cosas». Nadie quiere perderse las cosas realmente interesantes, que suelen ser muy pocas. Lo que hay que hacer es aprender a reconocerlas, evitando espejismos y angustias injustificadas. Y para ello, nada mejor que aprender de los demás (¿de quién si no?), contrastar tus ideas y andarte con los mejores. Afinar el juicio de valor, evitar el narcisismo infantiloide (fruto de esta sociedad cada vez más psicologizada) y sobrellevar con buen ánimo esa cadena atroz que es la libertad precisan, pues, de la comparación constante con los otros. Y si las redes promueven tal cosa, benditas sean.
I
Aquello de san Agustín: Nadie me conoce tan bien como yo mismo y, sin embargo, no estoy seguro de lo que haré el día de mañana.
II
Actuamos, creyéndonos los protagonistas de nuestras vidas, sobre estados de ánimo que van y vienen a su antojo. Son lo más libre de nosotros mismos. Y lo más impertinente. Suelen presentarse sin avisar y te okupan la casa.
III
A veces me dejo llevar por un estado de ánimo inoperante, perezoso y muelle. Es lo que me pasó ayer. Fue un día improductivo en todo... excepto en la experiencia de la dulce pereza. Todo lo que tengo que hacer puede esperar un día más, me dije, y lo aparté de mí.
IV
Por la mañana me llamó Olga Pereda, periodista de El periódico, y le expliqué por qué las dificultades de un niño con la mecánica de la lectura le lastran gravemente la comprensión de un texto. Cuanto más te cuesta leer "antepenúltimo", por ejemplo, más tienes que concentrarte en cada grafía para convertirla en fonema y, mientras tanto, el sentido de la frase se te escapa. De ahí la importancia de tercero de primaria, que es cuando los niños han de pasar de aprender a leer a aprender leyendo. Parece que esta expresión, que comencé a usar hace unos años, se ha convertido en popular. Pero nada se convierte en popular sin que pierda algo en la mudanza.
V
Lorena Heras me anuncio que tengo cena el miércoles que viene en Madrid y me dio los nombres de los invitados. Ya contaré aquí lo que pueda contarse.
VI
El resto del día lo pasé mascando la nada, que tenía un buen sabor, sin ningún retrogusto de mala conciencia,
I
Insiste Platón en sus diálogos que no siempre es fácil poner límites a las cosas y, por lo tanto, que no siempre es fácil la definición. Pero ante la dificultad, él apostaba por el límite porque es la condición sin la cual no es posible el concepto.
II
Platón parece convencido de que sin amor al lenguaje (filología) no hay amor al hombre (filantropía) y de que las reticencias al lenguaje (misología) nos llevan directos a las reticencias ante el hombre (misantropía).
III
Hoy parece que ni los límites ni, por lo tanto, los conceptos bien delimitados, nos interesan mucho. Lo que nos interesa es lo anfibio. Nuestra cultura parece subyugada por lo anfibio.
IV
Lo anfibio no ama la reclusión, sino la exhibición. Le gusta convertir su excentricidad en espectáculo.
V
Lo anfibio no aprecia el concepto, sino la imagen en movimiento.
VISi esto es así -que bien puedo estar completamente equivocado- entonces lo anfibio está condenado a la autofagia.I
El hombre es un animal de hábitos. Nos vamos haciendo a lo que hacemos y de esta manera vamos domesticando el tiempo.
II
Cada mañana bajamos mi mujer y yo a desayunar al Petit Cafè de la plaza de Ocata y cada mañana leemos allí un rato; si hace sol, acogidos a su generosidad en invierno y protegidos de ella por la sombra de los plátanos en verano; si hace frío, adentro y, si no, afuera. Todo esto es trivial e insustancial, ¡pero cómo se echa en falta lo habitual cuando estás solo ante las rutinas!
III
Hace unos años, exactamente el 12 de febrero del 2013, dos pianistas (los hermanos Tena Manrique) y un servidor estrenamos en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona una conferencia-concierto sobre la obra musical y filosófica de Nietzsche que poco después repetiríamos en el Casino de Soria. Ayer, porque la vida está llena de casualidades, decidimos recuperar el experimento y hacer algo semejante en la Tatiana de Madrid.
IV
Intento ver alguna serie en la televisión, pero me parecen tan insustanciales que difícilmente las puedo soportar más de 10 minutos. Cuando veo cómo alargan ciertas situaciones, pienso que John Ford resolvería eso en 10 segundos. Las series consistirían, entonces, en deconstruir a John Ford.
V
Tengo tantas cosas en marcha que mi vida es a un frente amplio.
VI
Cosas deprimentes de la vejez: esos pelos impertinentes y absurdos en las orejas y en la nariz.
Franz de Waals (The Ape and the Sushi Masters Basic Books New York 2001, p.16) formula la pregunta, y da clara respuesta: “¿Cuál es el común denominador de todo aquello que llamamos cultura? (…) A mi juicio no puede tratarse sino de la expansión no genética de costumbres e información”.
“La noción estándar de humanidad conlleva la creencia de que se trata de la única forma de vida que ha realizado la transición del reino cultural, como si un día abriésemos las puertas de una nueva vida. La transición hacia la cultura ha sido sin duda alguna gradual, en pequeñas etapas y no ha sido ni completa (nunca hemos dejado atrás realmente la naturaleza) ni muy diferente, al menos en el inicio del comportamiento observado en otros animales. La idea de que constituimos la única especie cuya supervivencia depende de la cultura es falsa, y el proyecto mismo de yuxtaponer naturaleza y cultura es un grandísimo quid pro quo”.
Víctor Gómez Pin, La disputa sobre la singularidad humana: ¿genética versus cultura?, El Boomeran(g) 11701/2024
Paul Feyerabend (1924-1994), filósofo de la ciencia que preconizó el anarquismo epistemológico, formuló la tesis de la inconmensurabilidad. No es posible comparar dos teorías cuando no hay un lenguaje teórico común. Una idea que vale tanto para las diferentes disciplinas científicas como para diversas teorías dentro de una misma disciplina. Si dos teorías son inconmensurables, entonces no hay manera de decidir cuál es mejor. La idea la recogerá para la filosofía Richard Rorty. Nietzsche no puede refutar a Kant simplemente porque no hablan el mismo idioma. La filosofía, como la ciencia, no avanza por lógica, sino por inspiración.
Feyerabend fue el primero que desmintió la idea, tan difundida entre periodistas y publicistas de la ciencia, de la existencia de un método científico. Sus argumentos son históricos y de sentido común. Los métodos solo funcionan en determinados ámbitos. No hay un método todoterreno y universal, porque las condiciones en las que se llevan a cabo los experimentos siempre están cambiando. No hay un procedimiento único o un conjunto de reglas que presidan todo trabajo de investigación. Las razones para esta negativa son también antropológicas. Los métodos están asociados a formas de vida, tradiciones de conocimiento y recursos económicos y tecnológicos. “La idea de un método universal y estable es tan poco realista como la idea de un instrumento de medición universal que pudiera medir cualquier magnitud”. Los métodos del esquimal no pueden coincidir con los del tuareg. Viven en mundos diferentes. Sus diferencias epistemológicas son las diferencias entre el hielo y la arena. Imaginemos por un momento los métodos de investigación en un planeta gaseoso como Júpiter, donde no es posible poner un pie a tierra. La idea de un método universal es tan provinciana como el imperativo categórico kantiano. Moral es forma de vida. Y las formas de vida son incontables. Reducirlas a una sola ha sido la ambición de todos los imperios que, convencidos de su supremacía, tratan de imponer su forma de vida (no sabemos si por convencimiento o cobardía). Un imperialismo epistemológico que el relacionista (generalmente viajado y sensible a las prescripciones de otros pueblos) no está dispuesto a aceptar. La idea misma de un método en abstracto es un contrasentido. Separar los métodos de los ámbitos y formas de vida es demagogia o, simplemente, degeneración democrática. Frente a esos dogmatismos, el relativismo se alza como la única filosofía posible para una sociedad libre. O mejor, como la única filosofía civilizada. Y algo parecido se podría decir del escepticismo.
La ciencia, cuando es excelente, necesita de todas las virtudes. Sentido crítico y capacidad expresiva, inventiva en los métodos, irreverencia con la tradición, prejuicios y prudencia, honestidad y oportunismo, modestia y codicia, talento matemático y sensibilidad artística. Eso es lo que vemos en los orígenes de la ciencia moderna, en Galileo, Newton y Descartes. Todos ellos se inscriben en una situación histórica compleja, vectores de fuerza, actitudes, instrumentos, ideologías. El buen científico debe parecerse a un buen político, con intuición para captar las dificultades que encontrará su propuesta y con la fuerza persuasiva que permita que sea aceptada. Niels Bohr sería un buen ejemplo. También debe parecerse a un boxeador, ser ágil y detectar con rapidez los puntos débiles de sus oponentes. Newton es aquí el ejemplo. Explica su método recurriendo a tres niveles: fenómenos, leyes e hipótesis, que, como los tres poderes de una democracia, deben estar separados. Las hipótesis no deben mezclarse con los fenómenos ni utilizarse para proponer leyes. Las leyes se deducen de los fenómenos y se explican con ayuda de las hipótesis. Y consigue convencer a todos de la pulcritud del procedimiento que va de la recolección de fenómenos a la elaboración de leyes (como si se pudiera entender un fenómeno sin un marco teórico previo). Todo es, claro está, mucho más complejo. La idea misma del fenómeno o la experiencia puede expandirse tanto que acaba conteniendo cualquier ley o hipótesis.
Feyerabend se hará célebre por desmontar la idea misma de un “método científico”, universal e invariable, un conjunto de reglas que presida toda investigación. No hay una sola regla que no haya sido vulnerada en una ocasión u otra. De hecho, los grandes avances científicos tuvieron lugar cuando algunos pensadores decidieron no someterse a ciertas reglas, consideradas inviolables, y optaron por quebrantarlas. El método científico es un mito, un eslogan propagandístico. Los grandes genios lo han sido precisamente por no ceñirse a los métodos que prescribía su disciplina. “En el ámbito de la vanguardia científica, no hay ningún método ni ninguna autoridad”. La teoría cuántica puso de manifiesto que una concepción del mundo grandiosa y llena de éxitos podía ser falsa. La ciencia siempre progresa a base de catástrofes y revoluciones. Lo que sí que pervive es una confianza en la posición privilegiada de la ciencia. Pero, y esa es la novedad que introduce Feyerabend, una sociedad libre debe tratar a esa fe como a cualquier otro credo. “La sociedad libre permitirá que los adeptos a estas creencias se expresen libremente, pero no les concederá ninguno de esos poderes especiales a los que aspiran”. Un científico no es más que un ciudadano y, cualesquiera que sean sus derechos, éstos deben estar sometidos al juicio de otros ciudadanos, incluidos los que carecen de formación científica.
Una regla elemental de la guerra es destruir al enemigo. “Pero es posible que un guerrero salvaje cuide a su enemigo herido en lugar de dejarlo morir. Su acción queda justificada en el momento en que descubre que establecer vínculos entre culturas rivales conduce a mayores beneficios que la destrucción del enemigo”. Cualquier procedimiento, por ridículo que parezca, puede abrirnos mundos sorprendentes que nadie hubiera imaginado. Mientras que un único procedimiento nos mantiene en una prisión sin que nos demos cuenta. En este punto, Feyerabend es más razonable de lo que parece. La metodología científica no puede desvincularse del estudio de acontecimientos históricos concretos. “La ciencia es mucho más flexible y difícil de lo que los racionalistas suponen. Un científico no solo inventa teorías, también inventa hechos, normas, metodologías y, dicho brevemente, formas de vida completas. Si en la ciencia puede aparecer cualquier forma de razón y no una forma especial de la racionalidad, el argumento según el cual hay que preferir a la ciencia por su método se derrumba”.
Juan Arnau, Paul Feyerabend, el fantasma del anarquismo en la casa de la ciencia, El País 17/01/2024
La palabra deseo viene del verbo latino desiderare, formado a partir de sidus, sideris, que significa astro o constelación. Existen dos interpretaciones radicalmente opuestas de esta etimología. Se puede interpretar desiderare como “dejar de contemplar las estrellas”, lo que remite a la idea de una pérdida, un “desnorte”. El marinero que deja de mirar los astros puede perderse en el mar. El ser humano que deja de contemplar las cosas celestiales puede perderse ante la seducción de las cosas terrenales. A la inversa, podemos entender desiderare como aquello que nos libra de perdernos en consideraciones (siderare), puesto que los antiguos romanos solían entender la sideratio como el hecho de sufrir la acción funesta de los astros. Hemos conservado este sentido lejano cuando decimos que nos quedamos “alucinados” tras una conmoción o una adversidad: nos quedamos inmóviles, incapaces de reaccionar, privados de la capacidad de actuar libremente. Lo que nos pondrá de nuevo en movimiento es de-sidere, el deseo, entendido como motor de la acción, como la potencia vital que nos libra de perdernos a nosotros mismos, sea cual sea la causa.
Lo fascinante es que este doble sentido reaparece a lo largo de la tradición filosófica occidental. Por un lado, el deseo se percibe como una falta y se subraya esencialmente su carácter negativo. Por otro lado, se percibe como un poder y como el principal motor de nuestras vidas. La mayoría de los filósofos de la Antigüedad vieron el deseo como una falta y lo consideraron no tanto como una cuestión sino como un problema: la búsqueda de una satisfacción que, una vez saciada, renace enseguida bajo la misma forma o bajo la forma de otro objeto, condenándonos así a estar insatisfechos de por vida. Fue Platón, el más conocido entre los discípulos de Sócrates, quien mejor teorizó esta dimensión insaciable del deseo humano en forma de falta: “Lo que no tenemos, lo que no somos, lo que echamos de menos: he aquí los objetos del deseo y del amor”. Aristóteles relativiza esta identificación del deseo con la falta y ve en él nuestra única fuerza motriz: “No hay más que un principio motor: la facultad desiderativa”. En el siglo XVII, Spinoza retoma esta idea y la sitúa en el centro de toda su filosofía ética: el deseo es la potencia vital que pone en movimiento todas nuestras energías y, bien dirigido por la razón, es lo único que puede llevarnos a la alegría y a la felicidad suprema (la beatitud).
Deseo-falta que conduce a la insatisfacción y la desdicha y al que conviene poner límites o eliminar… o deseo-potencia que conduce a la plenitud y la felicidad y que conviene cultivar: ¿quién tiene razón? Si nos observamos atentamente a nosotros mismos y a la naturaleza humana, ambas teorías parecen pertinentes y no se excluyen mutuamente. En nuestras vidas podemos experimentar el deseo-falta y el deseo-potencia. Cuando caemos en la trampa de la insatisfacción permanente, la comparación social, la envidia, la lujuria, la pasión amorosa, damos la razón a Platón. Pero cuando nos dejamos llevar por la alegría de crear, crecer, avanzar, amar, desarrollar nuestros talentos, realizarnos a través de lo que hacemos, conocer, damos la razón a Spinoza. Y las cosas son incluso un poco más complejas, ya que el deseo-falta puede también ser el motor de una búsqueda espiritual que conduzca a la contemplación de la belleza divina, mientras que el deseo-potencia puede llevarnos a excesos y a una forma de hibrisdenunciada por los griegos.
Frédéric Lenoir, ¿El deseo nos conduce a la plenitud o a la insatisfacción permanente?, El País 16/01/2024
El sintagma “sentido de la vida” es una invención rigurosamente moderna. En la premodernidad, dicho con un juego de palabras, la pregunta por el sentido no tenía sentido. La premodernidad es una interpretación del mundo en forma de cosmovisión. Lo importante es el todo, es decir, el cosmos. Y el cosmos es una totalidad ordenada y jerárquica de la realidad en la que cada miembro –desde el ángel hasta la piedra– ocupa una posición definida al servicio del conjunto. Dichos miembros están destinados a ocupar la posición que les corresponde por naturaleza. De ahí el concepto de la Naturaleza como libro, tema al que Blumenberg dedicó un amplio y razonado estudio: La legibilidad del mundo. Hay que saber leer los mensajes de la Naturaleza para aprender la lección que enseña sobre la específica naturaleza humana. Solo el hombre posee libertad para negarse, lo que le llevaría a la desdicha; en cambio, cuando ocupa su lugar predeterminado, entonces es feliz. Ese es el sentido de la antigua eudaimonia: cumplir con la función asignada al hombre en el orden cósmico para contribuir a la felicidad general. La pregunta por el sentido de la vida individual no es pertinente en esa época y a nadie le interesa, ni siquiera a uno mismo, porque la única felicidad que cuenta es la del cosmos, a la que cada uno contribuye cumpliendo su papel. El sentido es evidente, por lo que nadie se pregunta por él.
Todo cambia con el advenimiento de la subjetividad moderna. La modernidad comienza cuando un miembro de ese todo antiguo, el hombre, se desgaja del conjunto y se constituye en una nueva totalidad autorreferente. El yo es el nuevo centro del mundo mientras el mundo de la objetividad anterior decae como explicación convincente. ¿Y qué ocurre entonces? Que ese sujeto moderno se descubre a sí mismo poseedor de una dignidad incondicional, fin en sí mismo y nunca medio, lo que le hace semejante a los ángeles; pero, de otro lado, descubre también que está abocado a ser cadáver algún día, esa escalofriante cosificación del ser humano, contraria a su dignidad, que lo hace semejante a los insectos. ¿Cómo es posible este doble destino antagónico de ángel e insecto? Y por primera vez en la Historia resuena la cuestión modernísima del “sentido de la vida”, que se refiere a qué sentido tiene que el sujeto sufra este nihilismo final que desmiente la excelencia sustantiva de partida y parece sustraer finalidad a la vida individual en cuanto tal. Justo cuando se pierde la evidencia objetiva del sentido, asoma la nueva pregunta: ¿Para qué vivir?
Y la respuesta al sentido de la vida no puede ser teórica, como si se tratara de una fórmula matemática o la fórmula de la coca-cola. La respuesta es práctica. Se resuelve en acción, viviendo, no cavilando. Está en el placer de ser buen tenista, un buen alfarero, un buen anestesista. Pues bien, hay un placer en simplemente ser hombre o mujer, de serlo de manera excelente. Si hemos de formar parte de la comedia de la vida, hagamos un buen papel en ella. Y, para conocer ese papel, nada como volver a leer el libro al que te refieres, escrito no con las letras de la naturaleza, como en la premodernidad, sino de las letras inscritas en nuestra experiencia.
Javier Gomá, Jugar o el sentido de la vida, Letras Libres 01/01/2024
La democracia no es algo que podamos dar por sentado. Siempre ha sido una situación excepcional. Siempre requiere una reflexión constante, una autorreflexión. Si no reflexionamos sobre nosotros mismos, no tendremos democracia. La naturaleza de la democracia es que somos capaces de autocorregirnos. Pero si pensamos que la democracia es un proceso que sobrevive por sí solo, entonces ya nos hemos olvidado de lo que se trata, que es de autocorregirse.
Creo que, en los últimos 30 años, la gente se convenció de que la democracia era un mecanismo. Y no es realmente un mecanismo. Es más un compromiso existencial cotidiano. No es algo que esté a nuestro alrededor. Es algo que tenemos que hacer. Es una actividad. Y creo que una de las causas del clima democrático es que lo hemos olvidado. La democracia es algo que tenemos que hacer.
Andrea Rizzi, entrevista a Thimothy Snyder: "Es un tabú decirlo, pero nos estamos volviendo menos inteligentes", El País 21/01/2024
A juzgar por la miríada de procesos automáticos en que nos vemos inmersos desde que suena el despertador, uno afirmaría que la vida no es ni juego ni apuesta, precisamente. Y, sin embargo, hay algo de verdad en eso de que la vida es juego. Pero no la verdad de la excepción antropológica (¿cómo va a ser el animal humano un homo ludens si hasta los perros juegan a perseguirse y a mordisquearse entre ellos?), sino la verdad de la metáfora absoluta, por decirlo en términos de Blumenberg, al que muy oportunamente citas. Por eso el proverbio “la vida es juego” es verdadero. ¿No es una de las características del jugar que es un hecho con sentido por sí mismo? ¿Y no es a una vida con sentido a lo que aspiramos?
Dice el Corán que la vida es juego y pasatiempo, y a mi juicio dice la verdad. Porque la vida es juego si y solo si entendemos el juego como pasatiempo y no como agón. El tiempo pasa y, a la vez, pasa de todo. El juego entendido como deporte organizado y profesional atañe solo al aspecto técnico de la vida humana. No en vano a los entrenadores se les llama técnicos. Sobran los malos jugadores, que solo aceptan juegos en los que ganar significa ganancia y acumulación de bienes, y escasean los buenos jugadores, sabedores de que la vida es poiesis antes que techne.
Hace unos meses, un célebre youtuber vino a recordar a sus seguidores, en un tono tan severo como displicente, que la vida “no es un juego”. Parecía querer decir que las consecuencias se pagan caras. Pero la ruleta rusa, por ejemplo, es un juego con todas las de la ley, y nadie se atrevería a negar el peligro que acarrea.
Como bien dices, la respuesta al sentido no puede ser la razón abstracta. El racionalismo, al fin y al cabo, es otra forma de tomar la parte por el todo. El crisol en que se refunde la sabiduría es la experiencia y, si es válido el recorrido experiencial cuando se circunscribe a una única persona, tanto o más valiosa es la experiencia colectiva, decantada secularmente en aquello que Chesterton llamaba “la democracia de los muertos”. La luz de los filósofos ilustrados cegó el entendimiento de generaciones enteras, para las cuales razón y tradición se batían en un agónico duelo a muerte. ¿Hace falta recordar a estas alturas que la razón es razón vital y es razón histórica? La razón trascendental está encarnada en la vida y se despliega en el acontecer de la historia.
Jorge Freire, Jugar o el sentido de la vida, Letras Libres 01/01/2024
Cuando los habitantes de las 13 colonias se movilizaban en la década de los setenta del siglo XVIII para independizarse de la lejana tutela de Gran Bretaña, la atmósfera que entonces se respiraba en sus calles estaba cargada de ideas, de argumentos, de debates. Miraban con curiosidad e interés a la Grecia clásica, donde había nacido la democracia, y recogían de los ilustrados el afán por servirse de la razón para resolver sus asuntos públicos. En Los orígenes ideológicos de la revolución norteamericana, Bernard Bailyn cuenta que, en lo que todos estaban de acuerdo, era en “la incapacidad de la especie, de la humanidad en general, para dominar las tentaciones inspiradas por el poder”. ¿Qué mundo nuevo era el que querían crear? Uno en el que “se desconfiara de la autoridad y se la mantuviese en constante observación; donde la posición social de los hombres derivase de sus obras y de sus cualidades personales, y no de diferencias conferidas por su nacimiento; y donde el empleo del poder sobre las vidas de los hombres fuese celosamente guardado y severamente restringido”.
Tener la facultad de elegir a los propios gobernantes, pero al mismo tiempo controlar el poder. El plan de la democracia era que los propios ciudadanos pudieran gobernarse (elecciones, separación de poderes, respeto a las minorías, etcétera), no que viniera alguien desde fuera con una verdad trascendente para que los ciudadanos simplemente le dieran el amén con su voto. A la manera de Trump con su inmaculada verdad de una América grande de nuevo: la nación (ay, ¡la nación!). Lo escribió José María Ridao en La democracia intrascendente: “Somos nosotros quienes decidimos acerca de la verdad, nosotros quienes a partir de esa verdad fundamos un orden, y, conscientes de no disponer de una instancia exterior en la que justificar una conducta o de la que reclamar una sanción, nosotros quienes debemos responder de las consecuencias de esa verdad y de los límites, o los excesos, de ese orden”.
José André Rojo, La democracia pisoteada, El País 25/01/2024
Pasamos mucho tiempo en línea. Perdemos la fricción real, y también perdemos la capacidad de hacerlo suavemente. El aprendizaje no es solo informativo. El aprendizaje implica un poco de incomodidad cognitiva. Toparse con cosas que nos sorprenden, que nos resultan difíciles. Pero aprendemos de ellas. Y la IA nos las quitará. Sin incomodidad, no hay aprendizaje. Y por eso me preocupa esto. Esto es algo que es un poco tabú decir, pero me preocupa que nos estamos volviendo todos cada vez menos inteligentes. Y nuestra actitud defensiva al respecto, para mí, es la señal de que nos hemos vuelto menos inteligentes. Si nos volviéramos más inteligentes, seríamos más capaces de aceptar las críticas. Pero a medida que nos volvemos menos inteligentes, también nos ponemos más a la defensiva por ser menos inteligentes y se convierte en un tabú.
Andrea Rizzi, entrevista a Thimothy Snyder: "Es un tabú decirlo, pero nos estamos volviendo menos inteligentes", El País 21/01/2024
Los humanos somos seres tecnológicos. Inventamos tecnología, pero esta a su vez nos inventa: desarrolla nuestros gestos, reconfigura nuestro sistema central nervioso… Y la evolución tecnológica va mucho más rápido que la biológica. Antes de la revolución industrial, el artesano tenía una serie de herramientas, que podía organizar. Con la Ilustración llegaron fábricas más grandes, pero la gente aún trabajaba manualmente. Con la revolución industrial, Marx describió las máquinas autónomas: los trabajadores ponen material al inicio y recogen el resultado al final. Sus cuerpos no son usados como antes, pierden su conocimiento. La máquina es pura externalización de la inteligencia, pero el humano no sabe cómo tratarla: es una de las fuentes de la alienación. Ahora confrontamos un tipo de máquina que es casi biológica, y digo casi. Viene del desarrollo de la cibernética, propuesta en los años cuarenta: las máquinas se ajustan a sí mismas, son reflexivas.
Josep Catá Figuls, entrevista a Yuk Fui: "No podemos dejar que la razón económica y el individualismo dominen el uso de la tecnología", El País 25/01/2024