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I
Tenían los Pekenikes una canción titulada Tren transoceánico a Bucaramanga que parecía en realidad una de esas canciones que Ennio Morricone componía mientras se duchaba para animar la acción de una película del oeste. Pero yo me quedé con Bucaramanga por lo que este nombre me sugería de exótico, aventurero y extraño. En realidad no me sugería nada concreto sino, más bien, era la inconcreción de la sugerencia, que apuntaba a unas experiencias inéditas, lo que me llamaba la atención. Así que cuando una fundación colombiana me invitó a Bucaramanga a inaugurar un congreso sobre lectoescritura dije inmediatamente que sí. Bucaramanga, al fin, estaba a mi alcance.
II
Si eran altas las expectativas, más alta fue la decepción. Fue la ciudad, que quede claro, la que no correspondió a mis esperanzas, porque la gente las sobrepasó: resultó acogedora y entrañable y hasta tuve la inmensa suerte de encontrarme con los amigos de una escuela de Cúcuta a los que dedicó en parte mi libro Prohibido repetir, que hicieron seis horas de coche por aquellas carreteras infernales para poder darme un abrazo. Ese abrazo ha sido de lo mejorico del viaje. Su calor no se desvanecerá fácilmente.
III
Como la ciudad no nos ofrecía perspectivas halagüeñas, mi mujer y yo decidimos adentrarnos por un camino que parecía conducir a la selva, esperando que la naturaleza nos recompensara del desconsuelo urbano. Y por allí nos fuimos, siguiendo un sendero estrecho bordeado de la fogosa y frondosa vegetación tropical.
IV
Estábamos tan a gusto sintiéndonos, al fin, un poco aventureros, acogidos con los brazos abiertos por la Madre Naturaleza, que nos llevamos una decepción terrible cuando descubrimos que el camino conducía a este lugar:
I
Ando sumido en un intento de resintonizarme con la realidad de aquí -lo pueden llamar «trastorno por disritmia circadiana» o simplemente «jet lag»- después de tres semanas de viaje intenso y gozoso por tierras de Colombia y Perú: Bogotá, Bucaramanga, Girón, San Gil, Barichara, Lima, Arequipa, Cuzco, Ollantaytambo, Cuzco, Lima y, de nuevo, Bogotá (incluyendo Zipaquirá y Cajicá). Ha habido días en los que, al despertarme, lo primero que me preguntaba era en qué ciudad estaba.
II
Viajar está muy bien, siempre que asumas que dejas atrás todos aquellos detalles que hacen de una casa un hogar y que no encontrarás en ningún hotel, por muchas que sean sus rutilantes estrellas, porque tu sofá es tu sofá, y tu almohada es tu almohada y tu Petit Cafè es tu Petit Cafè.
III
He visitado lugares fantásticos y me he encontrado con personas amigables, que marcan, sin duda, nuevos comienzos en mi vida. Se suele decir que todo lo que encontrarás en un viaje ya lo llevas metido en la maleta cuando sales de casa. En parte es así, pero no es menos cierto que al abrir la maleta, de regreso en casa, te encuentras con que traes prendidos en la ropa trajinada aromas nuevos y que cada uno de ellos te remite a un paisaje (o sea, a un estado del alma) o a un rostro (o sea a una apertura a una relación).
IV
Y, por cierto, nos vemos el martes:
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
España se convierte, quiera o no el gobierno, en un país de propietarios
ricos vs. desheredados viviendo al límite. Desheredados que irán aumentando
conforme acabe de desinflarse la riqueza acumulada por ese asomo de clase media
que brotó en el último tercio del siglo XX, y de cuyo menguante patrimonio
viven todavía hoy, en un quiero y no puedo, gran parte de nuestros jóvenes.
Esta desigualdad en el acceso a la vivienda no es, por cierto, más que uno de los destrozos del huracán especulativo que cruza la península, dejando paisajes rurales desolados (pese a estar repletos de placas solares) o centros urbanos y costas destruidos por la plaga turística.
Este compendio de desigualdad, desolación y destrucción difícilmente va a perjudicar directamente a las generaciones mayores, la mayoría de ellas con la vida resuelta, casas en propiedad, jubilaciones garantizadas y pocas razones para temer los efectos del cambio climático, pero sí, desde luego, a los más jóvenes, cuyo futuro es la moneda con la que se apuesta en el capitalismo de casino que dirige el mundo.
Sin embargo, y a pesar de lo claro que resulta todo esto, una inmensa proporción de esos jóvenes desheredados está siendo descaradamente embaucada con discursos ultraliberales y populistas. Discursos que, a cambio de baratijas ideológicas e identitarias, abducen a los jóvenes para que presten su apoyo a los proyectos políticos que más peligrosamente comprometen su futuro.
Qué la mayoría de jóvenes desheredados o condenados a serlo vote a las derechas, e incluso adopte (en sus opiniones y poses) el estilismo conservador de los dueños del cortijo, responde a un patrón histórico e ideológico muy viejo: aquel por el que las clases bajas y de medio pelo imitan las costumbres e ideas de las idolatradas clases altas, pero con la salvedad de que los jóvenes de ahora deberían estar lo suficientemente educados como para no dejarse engañar de esta manera. ¿Estaremos equivocados en esto?
Luego está la cuestión del victimismo crónico en que chapoteamos todos. Vale con que, tras cincuenta milagrosos años de democracia en este país, creamos estúpidamente que ese es el estado natural de las cosas. Vale que parte de la izquierda se haya transformado en una troupe de curas laicos obsesionados con la moral sexual o los derechos de las minorías. Vale que se esté muy desencantado de la política. Vale con todo eso y más. Pero eso no justifica la inacción y falta de una ambición política coherente por parte de las nuevas generaciones. No vale con estar todo el tiempo quejándose. Los jóvenes son ya mayorcitos para darse cuenta de lo que se cuece. Porque en esa caldera, la carne destinada al sacrificio es claramente la suya.
Des de l'AFIB, com associació que col.labora amb la UIB en l'organització de l'olimpíada filosòfica, tenim molta il.lusió, sobretot pensant en l'alumnat , en el nostre jovent, a qui els hi volem contagiar l'amor a la filosofia i les ganes de relacionar-se amb la realitat amb esperit crític. Les olimpíades son la festa del pensament, el pensament dels vertaders protagonistes, que son els i les nostres adolescents. Per això us convidem a que hi participeu, a fi que la filosofia no sigui sols una matèria en les seves vides, sinó quelcom més.
El tema que hem triat per aquesta edició és: “La cura: Cura del medi, cura de les persones, cura de si.” El procés de l’Olimpíada autonòmica serà el mateix que hem seguit durant els darrers anys i vos animem a participar igual que sempre. Ja està oberta la inscripció a la XI Olimpíada de Filosofia, pels alumnes de Batxillerat clicant en aquest formulari i la VIII Miniolimpíada de Filosofia en aquest formulari, pels alumnes matriculats a l’assignatura optativa Introducció a la Filosofia de tercer d’ESO i els alumnes matriculats a l’assignatura de Educació en Valors ètico-cívics de quart curs d’ESO.
L’Olimpíada es durà a terme en dues fases:
Trobareu tota la informació a: [https:]] i els criteris de valoració per treballar les diferents modalitats a [olimpiadafilosofiabalears.blogspot.com] Recodau que aquest any també la modalitat de dissertació parteix d’un text.
Olimpíada estatal (XII OFE ) el 28 y 29 de març de 2025 a les Illes Balears
Aquest any ens toca organitzar i ser els amfitrions de la XII OFE que es farà a Palma, durant els darrers mesos hem estat organitzant-ho i cercant finançament. Volem que surti el millor possible i per això necessitem ajuda a molts de nivells però sobretot els dies de la realització, el 28 y 29 de març de 2025, quan rebrem més de 100 alumnes de tota Espanya acompanyats pels seus professors. Necessitam la vostra ajuda per acompanyar els participants, activitats lúdiques i culturals, organització de les proves i altres aspectes importants per a fer de l’estada dels finalistes una experiència agradable. Si teniu disponibilitat i ganes, per favor, contacteu amb el correu de l'AFIB (afib.balears@gmail.com). Una salutació i moltes gràcies per la vostra atenció i col·laboració.
AFIB-Comitè organitzador de l'OFE Illes Balears.
¿Cuál fue la vanguardia que realmente supuso una ruptura con el arte tradicional? La crítica del arte coincide en que, de entre todos los ismos, el cubismo fue el movimiento que realmente supuso una ruptura estética más allá de la provocación y la voluntad de crear un nuevo arte que, una tras otra, fueron propugnando todas las vanguardias y, aún más allá, los diferentes movimientos artísticos desde el Romanticismo en el siglo XIX. Al menos en lo que respecta a las artes plásticas.
El cubismo suponía el fin de las reglas que habían marcado el arte occidental desde, al menos, el Renacimiento. Empezando por la perspectiva y acabando por la figuración. Así lo consideraban ya sus propios impulsores, desde Pablo Picasso a Georges Braque y Juan Gris, e incluso Paul Cézanne, quien sin ser nunca un pintor cubista sí exploró otras tradiciones artísticas que le permitieron superar las estéticas imperantes para abrir nuevos caminos.
Ramón Álvarez, En pos de la cuarta dimensión, La Vanguardia 05/10/2024
Lo he intentado. He intentado ponerme en el pellejo de los asesinos porque en el de las víctimas es demasiado fácil y hasta placentero. Allí donde no puedes hacer nada para impedir un crimen, al menos te sientes bueno. No quiero sentirme bueno estos días. He intentado lo contrario. He intentado empatizar con Shimon Zucherman y Yehuda Levinger; y hasta con Kovi Margolis. Desde el aire, vale, porque el aire es abstracción y pirueta; desde cerca no sé, aunque es verdad que a un cuerpo lo podemos deformar de tal modo que acabe por parecernos (lo sabían muy bien los nazis) un piojo o un gusano. ¿Pero los objetos? ¿Puedo empatizar con esos soldados israelíes que desvalijan cajones, rompen platos, manosean ropa interior, roban bicicletas, torturan peluches? Mucho más humanos que los cuerpos, fácilmente deshumanizables, son los objetos que esos cuerpos han tocado en vida; mucho más corporales que los cuerpos mismos son los enseres personales, y ello justamente porque sobreviven a sus usuarios. Hace casi 50 años aprendí de Sánchez Ferlosio lo que es una metonimia; recuerdo aún estremecido que en Las semanas del jardín, en efecto, nuestro genial escritor citaba como ejemplo un haiku japonés en el que se describía, ay, la ropa tendida al viento de un niño muerto. Me impresionó mucho. Tanto que en un poema reciente me atreví a ir un poco más allá y el viento, después de secarla, se llevaba la ropa y esta vez —decía yo— nadie bajaba a buscarla. Y la ropa así volaba y volaba y volaba por el mundo sin niño dentro y sin padres que pudieran al menos recogerla y doblarla y guardarla religiosamente en un cajón.
Santiago Alba Rico, Empatizar con el sargento Blancovich en Gaza, El País 11/10/2024
¿Por qué se me ocurre apelar a Nietzsche cuando colectivamente estamos inmersos en una incertidumbre civilizatoria que trastoca nuestras certezas más arraigadas? Tal planteamiento nos podría sonar hasta paradójico, tratándose de un pensador que afirmaba que “no hay hechos sino interpretaciones”, que se negaba a sistematizar su filosofía y despotricaba vehementemente contra cualquier doctrina que pretendía responder a los misterios de la existencia con andamios dialécticos muy bien montados, edificantes, majestuosamente coherentes y sistemáticos, como las de Kant, Fichte o Hegel. O quizá por eso mismo: si la referencia a Nietzsche me parece hoy relevante es precisamente porque fue el gran filosofo –emulando a Spinoza y algunos más– de la inmanencia. A diferencia de la trascendencia, que estipula que hay una determinación desde el exterior y desde una instancia jerárquica superior (ya sea la ley natural o Dios), lo inmanente se enfoca en el mundo tal como es, tal como aparece, tal como lo vivimos en la experiencia.
Beligerante contra los “ultra-mundos”, esos mundos fantasiosos a los que se refieren las religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo, islam) y otras doctrinas, Nietzsche fue un defensor del pensamiento fenomenológico, el que atiende a lo que se desarrolla en el mundo real y que se niega a recurrir a promesas, “mañanas encantadas”, realidades mágicas y paraísos ultra-terrenales. Frente al “más allá”, prefirió el “más acá”. Un “más acá” que según su doctrina del Eterno Retorno debe de ser vivido con la fuerza suficiente como para estar preparado a encarar “el retorno eterno de las cosas”. Es la idea que desarrolla al final de su trayectoria, poco antes de volverse loco, en La gaya ciencia. Allí describe el concepto –ya usado en la Grecia antigua– del amor fati:la capacidad de amar el destino propio y colectivo. La capacidad de amar lo que acontece –lo placentero y lo doloroso. Sin más. Pero ¿Acaso existe algo más exigente?
Esta valentía nietzscheana de la inmanencia y de lo fenomenológico nos puede proporcionar una valiosísima herramienta hoy. Cuando se tambalea nuestra civilización, cuando los desafíos energéticos nunca han sido tan gigantescos, cuando la hybris parece haberse apoderado de los líderes políticos más poderosos, cuando estamos temblando solo de pensar que vamos a llegar inexorablemente a este 2% de aumento del calentamiento global (con referencia de los niveles preindustriales), cuando los transhumanistas están convencidos que con el auge de la IA nuestra especia humana va a ser engullida en una especie alternativa que combina lo humano y la máquina, cuando todo lo que hemos sido nos aparece borroso y puesto en cuestión, este es el momento de no huir. En vez de practicar el escapismo y refugiarnos en promesas propias de los “ultra-mundos”, toca más que nunca aprehender la realidad tan como es, y hacerle frente.
De la misma forma que Nietzsche supo lidiar con sus inmensos dolores corporales durante toda su vida, y hacer de su observación la base de su filosofía de resiliencia vital, nos toca como humanidad encajar lo más grande. “Lo que no me mata me fortalece”, dijo el filósofo de Röcken. Pero había que añadir: con tal de que esté presente la actitud beligerante, llena de “espíritu de la esperanza”, a la manera en que la define en su último ensayo el filósofo coreano Byung-Chul Han. ¿Seremos capaces de amar nuestro destino, aún cuando este nos aparece oscuro, vertiginoso, terrible? Unos cuantos, con Elon Musk como totem, apuestan por lo “trashumano”. Otros, emulando al filosofo prusiano, preferirán lo “sobre-humano”.
François Musseau, El 'amor fati' nietzscheano, en tiempos de tormenta, fronterad.com 10/10/2024
La magia natural, la alquimia o la astrología, fueron, además, siguiendo a la historiadora Frances Yates y su hipótesis hermética, fundamentales para el desarrollo de la ciencia moderna en el Renacimiento. En tiempos en los que el conocimiento solo se buscaba en los textos sagrados o los sabios griegos (también sagrados de algún modo); los magos naturales, los alquimistas y los astrólogos decidieron dejar de escrutar lo escrito e interrogar directamente a la naturaleza. Por eso Johannes Kepler o Isaac Newton, además de padres de la ciencia moderna, pasaron bastante tiempo dedicados a la pseudociencia, todavía no considerada como tal.
Pero del goce estético o el interés como manifestación cultural a tomarse en serio estas disciplinas hay un trecho: sería como seguir confiando en la teoría del flogisto o el éter luminífero. El conocimiento avanza, aunque no para todos, como se ve en la feria de Chamartín, donde se sigue fiando el futuro a velas olorosas y filtros de amor: el futuro es el gran objeto de este esoterismo ferial. Y es natural que cuando el porvenir se ve tan turbio se acuda en busca de pociones y pirámides que lo aclaren. El mercado global de la astrología fue valorado en 12.800 millones de dólares en el año 2021, según cita Yuval Noah Hararien su reciente ensayo Nexus (Debate), antes de explicar la influencia que esa pseudociencia, a pesar de su carácter supersticioso, ha tenido en la historia de la humanidad. Por ejemplo, condicionando las decisiones de tantos reyes y emperadores. Algunos gobernantes todavía se la toman en serio.
Que el horóscopo esté de moda y el esoterismo se mantenga en un mundo eminentemente científico-técnico (para bien y para mal) es algo que horrorizaría a Carl Sagan, pero que no es tan extraño. Una razón estriba en lo que Max Weber llamó desencantamiento del mundo: en una sociedad cada vez más racional y con menos espacio para lo espiritual, necesitamos aferrarnos a algo. La mentalidad posmoderna, que nivela todo tipo de discursos, científicos y pseudocientíficos, como construcciones sociales, allana el camino. La citada sensación de futuro abolido hace que, ante la incertidumbre, nos refugiemos en creencias obsoletas que prometen que cualquier cambio está en nuestra mano, o en la de nuestro mago de referencia.
Hay muchas fuerzas que, rebotadas en el muro del futuro, nos empujan a tiempos preilustrados, y no solo en cuestión de creencias: el ascenso de la extrema derecha asilvestrada y digital también propone un regreso a un estado previo a la Ilustración. El rechazo del racionalismo, el abrazo del autoritarismo y el nacionalismo, la injerencia de la religión en la política o la nostalgia de tradición. Y esto ya no tiene tanto brilli brilli como las cartas astrales. En la Feria Esotérica, un simpático duende da la bienvenida, pero unas temibles brujas son las que nos dicen adiós.
Sergio C. Fanjul, El horóscopo es mentira: opinión impopular, El País 08/10/2024
La esclavitud –que durante mucho tiempo hemos considerado un fenómeno precapitalista, y que era una función indispensable de la acumulación originaria de capital– reaparece hoy de forma extendida y omnipresente gracias a la penetración del mando digital y a la coordinación desterritorializada. La cadena de montaje del trabajo se ha reestructurado en una forma geográficamente deslocalizada: los trabajadores que dirigen la red mundial viven en lugares situados a miles de kilómetros de distancia, por lo que son incapaces de poner en marcha un proceso de organización y autonomía.
La formación de plataformas digitales ha puesto en marcha sujetos productivos que no existían antes de la década de 1980: una mano de obra digital que no puede reconocerse a sí misma como sujeto social debido a su composición interna.
Este capitalismo de plataforma funciona a dos niveles: una minoría de la mano de obra se dedica al diseño y comercialización de productos inmateriales. Cobran salarios elevados y se identifican con la empresa y los valores liberales. Por otro lado, un gran número de trabajadores dispersos geográficamente se dedican a tareas de mantenimiento, control, etiquetado, limpieza, etcétera. Trabajan en línea por salarios muy bajos y no tienen ningún tipo de representación sindical o política. Como mínimo, ni siquiera pueden considerarse trabajadores, porque esas modalidades de explotación no están reconocidas de ninguna manera y sus escasos salarios se pagan de forma invisible, a través de la red celular. Sin embargo, las condiciones de trabajo son, por lo general, brutales, sin horarios ni derechos de ningún tipo.
La película The Cleaners (2018), de Hans Block y Moritz Riesewick, relata las condiciones de explotación y desgaste físico y psicológico a las que se somete a esta masa de semitrabajadores precarios, reclutados en línea según el principio de Mechanical Turk, creado y gestionado por Amazon.
Entre los años noventa y la primera década del nuevo siglo se formó esta nueva mano de obra digital, que opera en condiciones que hacen casi imposible la autonomía y la solidaridad.
Ha habido intentos aislados de trabajadores digitales de organizarse en sindicatos o de desafiar las decisiones de sus empresas: pienso, por ejemplo, en la revuelta de ocho mil trabajadores de Google contra la subordinación al sistema militar.
Estas primeras manifestaciones de solidaridad se produjeron, sin embargo, allí donde la mano de obra digital está unida en gran número y percibe salarios elevados. Pero, en general, el trabajo en red se antoja irregulable, por ser precario, descentralizado y porque, en gran medida, se desarrolla en condiciones de esclavitud.
En el libro Los ahogados y los salvados, Primo Levi escribe que cuando estuvo internado en el campo de exterminio “había esperado al menos la solidaridad entre compañeros de infortunio”, pero luego tuvo que reconocer que los internados eran “mil mónadas selladas, entre las que hay una lucha desesperada, oculta y continua”. Esta es la “zona gris” donde la red de relaciones humanas no se reduce a víctimas y perseguidores, porque el enemigo estaba alrededor, pero también dentro.
En condiciones de extrema violencia y terror permanente, cada individuo se ve obligado a pensar constantemente en su propia supervivencia, y es incapaz de crear lazos de solidaridad con otros explotados. Como en los campos de exterminio, como en las plantaciones de algodón de los estados esclavistas del País de la Libertad, también en el circuito esclavista inmaterial y material que la globalización digital ha contribuido a crear, las condiciones para la solidaridad parecen estar vedadas.
Franco 'Bifo' Berardi, Hipercapitalismo y Semiocapital, ctxt 14/09/2024
Esto no es una crisis de realidad. Lo decimos mucho, pero no creo que eso pueda ser cierto. Me parece que, al decirlo, estamos confundiendo la realidad con la verdad. O, peor todavía, uniéndolas como si fueran dos apéndices de la misma cosa cuando, de hecho, son cosas muy distintas. La realidad es literal y existe sin nosotros. La verdad es un producto de nuestra imaginación.
La realidad no puede estar en crisis porque es inmutable, incontestable y, a menudo, incomprensible. Como decía Philip K. Dick, es aquello que sigue existiendo y no desaparece incluso cuando dejas de creer en ello. Existe independientemente de nuestra capacidad de comprenderla, describirla o asimilarla, lo que queda demostrado en la persistencia de nuestros errores de cálculo, entendimiento e interpretación a lo largo de la historia.
Giordano Bruno no muere porque el universo sea finito y su centro sea la Tierra. Ignaz Semmelweis no acaba en el manicomio porque los microbios no existen. Sus lamentables destinos no tiene nada que ver con la realidad. Tienen que ver con que su verdad en ese momento no es compatible con la verdad de la comunidad de la que dependen. La verdad no es un hecho sino un acuerdo colectivo. No existe fuera de nuestra cabeza, sino que solo tiene sentido en relación con los demás.
La verdad no es real. Es una construcción cognitiva, un subproducto de la interpretación que depende del lenguaje y de los sistemas simbólicos que usamos para ponernos de acuerdo. Por ejemplo, es verdad que dos más dos son cuatro, pero solo dentro de un sistema que hemos inventado para mantener un registro del grano, controlar a los esclavos e invocar objetos en la imaginación. Pero hay sistemas lógicos donde dos más dos no siempre es igual a cuatro, y la aritmética no siempre es la herramienta adecuada para describir la realidad. Hay culturas donde no existen los números. Los aborígenes australianos no saben contar. La verdad es más profunda y trascendente que los hechos, porque tiene que ver con los valores. Por eso decimos que la ficción es una mentira que cuenta la verdad. Por eso dice Keats que la verdad es belleza y la belleza, verdad.
Y por eso no es la realidad lo que está en crisis, sino el acuerdo. El contrato social. El diccionario que establece los significados de las cosas, el manual que determina qué es cada cosa y qué lugar ocupa en la jerarquía cotidiana de la comunidad. Y la culpa de esa crisis no es de la propaganda ni la desinformación. Es la disonancia cognitiva de seguir hablando de valores democráticos frente a la realidad del capitalismo, el expolio y la desigualdad.
No tenemos los mismos derechos y oportunidades. Estudiar no garantiza un trabajo, y trabajar no garantiza un salario. El salario no garantiza una vivienda. Pagar impuestos no garantiza el acceso a los servicios básicos. Cumplir con las responsabilidades no garantiza tener derechos, y tenerlos significa cosas distintas cada día. No somos todos iguales ante la ley.
Nadie espera que el poder se haga responsable de nada. Las instituciones no operan de forma abierta y accesible. Los líderes y funcionarios públicos no rinden cuentas a la comunidad. Esta disonancia cognitiva es el tumor que socava nuestras bases, afectando nuestra integridad y nuestro futuro. El miedo podría hacernos fuertes, pero no tenemos miedo, sino una angustia de futuro que fomenta la competencia y la división ciudadana. Estamos enfermos de nihilismo, injusticia y confusión.
Marta Peirano, Esto no es una crisis de realidad, El País 07/10/2024
El escepticismo ha sido, en mayor o menor medida, un debate que ha ocupado a buena parte de los grandes filósofos de la historia, entre los que destacan los siguientes:
Y es que, como dice, Stella Villarmea, en último término, el escepticismo se convierte en una herramienta con la que analizar la noción de conocimiento, la noción de verdad: “de ahí que la «amenaza» del escepticismo haya supuesto tradicionalmente uno de los mayores acicates para el desarrollo de la historia de la filosofía”.
David Rubio, Qué es el escepticismo: cuando la verdad no existe, publico.es 03/10/2024
Cuentan que Sócrates decía que una vida que no es examinada no merece la pena ser vivida. Para que el viaje merezca la pena, muchos pensadores de la historia nos invitan a detenernos un tanto en la introspección, en el silencio, en la soledad, para no limitarnos a vivir en la periferia de nuestro ser y tomar con entereza las riendas de nuestra vida hasta donde sea posible.
Pero nuestros circuitos neuronales no fueron moldeados por la evolución para obtener la verdad sino para sobrevivir. Responden a mecanismos biológicos fuertemente labrados en nuestros genes que han sido seleccionados maximizando nuestro fitness, nuestra capacidad de adaptación al medio. Con genes propios de cazadores-recolectores, uno de estos mecanismos nos impulsa a devorar fuentes de energía en cuanto estén disponibles, como los alimentos azucarados, no vaya a ser que mañana no encontremos sustento. Y al hacer con la tecnología que sean abundantes, nuestro impulso natural nos genera en todo el mundo problemas de obesidad. Del mismo modo, otro de estos mecanismos favorece y estimula nuestra curiosidad por consumir información, activando circuitos neuronales semejantes a los del hambre. En cuanto hemos sido capaces de producirla de forma masiva, llamativa y casi gratuita, la competencia por nuestra atención ha generado auténticos problemas de infobesidad. Una mentira morbosa y viral no sólo es mucho más atractiva que la verdad, es mucho más fácil de producir y monetizar.
Los próceres de las redes sociales han sabido explotar bien estos mecanismos optimizando los algoritmos para captar nuestra atención. Y la han monetizado fomentando lo que Ted Gioia llamaba la cultura de la dopamina, esa creciente tendencia a maximizar la recompensa que ese neurotransmisor nos produce, alterando las pautas de nuestro comportamiento. Así, hemos ido transicionando desde una cultura más lenta tradicional a otra acelerada que economiza nuestra atención maximizando ese chute.
Esa constante distracción adictiva aumenta nuestro nivel de aletargamiento, nos enreda en scrolls infinitos, irrelevantes, improductivos y sin sentido, y asegura que nuestra estancia en la caverna se prolongue. Pero cualquier dosis incremental de dopamina nos va desensibilizando, y nuestra estancia siempre queda insatisfecha. Si esta desensibilización se va produciendo, y las redes sociales, reconvertidas en plataformas de generación de contenidos adictivos e hiperpobladas de bots de IA generativa, están a pesar de todo estancándose en sus tasas de crecimiento o incluso declinando en el número de usuarios reales y activos… ¿no es necesario mirar a medio plazo e invertir para generar un nuevo modelo aún más deslumbrante, atractivo y diferenciador? ¿Uno que nos conduzca a profundizar en la caverna para volver a intentar atraparnos quizá hasta el infinito? ¿Es el metaverso una forma sublimada de extender esta realimentación dopamínica, de abarcarnos por completo, incluso con excusas medioambientales?
Pero no hay que dejarse engañar. Hay muchas dietas de dopamina que se predican desde multitud de frentes que no buscan necesariamente liberarnos y salir de la caverna, sino alimentar el mito obsesivo de hacernos mejores. Hay en ellas todo un interés por liberarnos de la distracción para aumentar nuestra productividad, afines al discurso ideológico del capitalismo, interesado en alinear nuestra búsqueda de autorrealización con la producción y el consumo. Se trata de una denuncia de la cultura de la dopamina tramposa que en realidad lo que busca es aumentar esa productividad a ritmos de autoexplotación, como los que denuncia Byung-Chul Han. Pero no creo que la actitud ludita y tecnófoba, al estilo amish, tenga sentido, ni sea una solución factible. Apelar al regreso al tacto de los objetos frente a la futilidad de las no-cosas del mundo digital, como predica el filósofo coreano, parece un brindis al sol que, más que otra cosa, lo que logra es vender libros.
En realidad, tanto las dietas de dopamina como su consumo desmedido ocultan otra realidad y es que detenerse a pensar sigue siendo incómodo. El silencio y la soledad siguen inquietándonos, y nos empujan al calor del fondo de la caverna. Es posible que el proyecto del metaverso siga adelante fiando todo a nuestra reticencia por salir de ella, buscando extender el entretenimiento hasta narcotizarnos del todo. Porque, quizá, sacar la cabeza nos exponga a la angustia existencial que nos exige decidir libremente sin referentes, como describiera Sartre; a mirar al fondo del abismo de Nietzsche y que el abismo a su vez mire en nuestro interior, estremeciéndonos; a palpar a tientas que a la salida de esa caverna quizá no haya otra cosa más que el absurdo silencio de Camus con el que el Universo responde cuando le interrogamos por su sentido.
Javier Jurado, La atracción de la Metaverna, Ingeniero de Letras 12/10/2024
En una entrevista reciente decía el
filósofo Pascal Bruckner que la pandemia había revelado una alergia al trabajo
en el mundo occidental, y creo que tiene toda la razón. Es un secreto a voces
que parte de la gente vivió con alegría el confinamiento, al menos al
principio: gracias a él se les pagaba por quedarse en casa y disfrutar de un
reposado y ocioso modo de vida. De hecho, la mayoría pudimos vivir bastante
bien (no faltaba comida en los supermercados, ni series en la tele, ni nóminas
en nuestra cuenta bancaria) sin tener que ir a trabajar.
Este milagro económico y político, que volvió a desvelar por un momento (aunque se olvidara enseguida) el papel esencial del Estado, nos ha vuelto más receptivos a la extraña creencia de que podemos reducir drásticamente las horas y días de trabajo, o incluso abolirlo o convertirlo en algo estrictamente voluntario. Las teorías sobre la renta universal, las reivindicaciones en favor de un disminución tajante de la jornada o la edad de jubilación, o las utopías cibernéticas de un mundo movido por androides en el que no tengamos que pegar un palo al agua, crecen como las setas, unidas, además, a cierta conciencia ecológica sobre lo malo que es producir y lo necesario que es «decrecer».
Pero todo esto parece esconder un enorme autoengaño y revelar una monumental hipocresía. El autoengaño es el mismo que el de los niños que lo quieren todo; en este caso producir y cotizar menos, pero seguir ganando y consumiendo al ritmo acostumbrado. Queremos trabajar menos (o nada) pero seguir comprando a capricho, conduciendo un coche, viajando a placer o yendo cada fin de semana al teatro o al restaurante de moda. Es como el sueño liberal de pegar el «pelotazo» y retirarse a los cuarenta, pero en la versión de la izquierda infantilizada, consistente en querer convertirnos a todos en ricos rentistas a cargo del Estado (es decir, de los impuestos de los que – ¡malditos capitalistas! – siguen produciendo para nosotros).
La hipocresía de todo esto no es menos sangrante. Todos nos apuntamos a la idea de un trabajo mínimo o vocacional (la universidad está llena de millones de chicos y chicas que, lógicamente, quieren ser artistas, filósofos, periodistas, arqueólogos…) mientras que la obra, el taller, la barra del bar, el camión de la limpieza o la recogida de aceitunas se lo dejamos a los inmigrantes. Es fácil abolir el trabajo, como decía alegremente el otro día un famoso escritor en este periódico, mientras tengamos una línea marítima de pateras con mano de obra que parasitar a precio de saldo.
El ideal de trabajar lo menos posible sería posible (o al menos consistente) si la gente estuviera dispuesta a vivir de una manera tan austera que, por mucho que se quiera idealizar románticamente, sería insoportablemente triste y desagradable para casi todos. Contrariamente a lo que piensa mucho pijoprogre, los pobres, por mucho que les sonrían cuando hacen «turismo solidario», no son más felices, ni más sabios, ni más libres que ellos. Más bien todo lo contrario. Lo averiguaran de primera mano sus nietos, cuando la ilusión estalle, y haya que ponerse manos a la obra para sobrevivir a la miseria material y moral que les estamos dejando.