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Profunda sensación de fatiga al escuchar a nuestro políticos. Sospecha, cada vez más aguda, de que estamos consumiendo alegremente bebidas demasiado fuertes al borde del precipicio. ¿Vivimos el fin de una época? No lo sé, pero los frentes políticos parecen haber cambiado. Incertidumbre. No hace muchos días un periódico europeo se preguntaba si España era un Estado fallido.
Además, no he encontrado en las sopas de ajo el sabor que buscaba. Eran sólo sopas de ajo. Sí, estaban ricas, pero su sabor sólo me remitía al plato que tenía delante. Nada. Ningún recuerdo ha emergido como un pez en busca de un cebo.
Lo mejor del día un largo paseo por la playa. Las olas rompían con fuerza contra las rocas en un festival barroco de espuma que dejaba en el aire una nubecilla leve de gotitas minúsculas de agua en suspensión y que le daban al aire que respiraba -sin mascarilla- un sabor de salitre ligeramente metálico, casi eléctrico, que inundaba los pulmones de alegría. Por los auriculares, la tercera de Shosta.
Estoy escribiendo un texto largo (unas 100 páginas) sobre el Siglo de Oro y pretendo hacerlo de manera que sea asequible para el lector medio. Pero me enfrento a un problema: el de mi competencia literaria. Mi prosa es muchísimo más pobre que la de cualquiera de los autores de los que trato y con los que llevo unos meses conviviendo (y mejor no hablar de mis sonetos). Con lo cual, cuanto más hablo yo, más los oculto a ellos. Pero si no hablo, entonces haría una antología de textos áureos, que es lo que me han pedido explícitamente que no haga.
Cada vez que tengo que hablar, no ya de los grandes, sino de lo que podríamos llamar el proletariado intelectual de esta época, dejo la escritura y me pongo a leer. Estos autores nunca defraudan. Entonces, ¿como hacer para escrbir algo que sea, al mismo tiempo, verosímil y estimulante, de manera que el lector, en cuanto acabe de leer este texto, lo olvide para coger el de uno de nuestros clásicos?
No lo sé.
La necesidad de la escuela aparece en Oriente Medio asociada a la escritura, según consta históricamente, es decir, cuando el conocimiento pudo objetivarse y albergarse en un soporte tecnológico exterior a la palabra hablada y a la memoria biológica. Lo que en la vieja tradición oral se daba como palabra a menudo modulada rítmicamente para facilitar su memorización, sin mediación institucional, ahora surge como una nueva forma de disciplina y en un nuevo soporte en forma de tablillas de arcilla que constituyen una extensión del cuerpo, pudiendo fijarse un texto que se guarda indeleble para acudir a él como a otras cosas. Es necesario aprender el arte de la escritura, que hará de los escribas mesopotámicos y egipcios una clase social prestigiosa y rica, lo que requiere una disciplina y un rigor peculiar que reflejan los primeros ejercicios y disposiciones escolares de que tenemos noticia en restos arqueológicos extraídos en lo que hoy día es Irak. La escritura sirvió, con bastante probabilidad, en primer lugar para hacer listas y cuentas de bienes e impuestos, pero también acabó siendo depósito de mitos y literatura.
De aquellos mitos plasmados en marcas cuneiformes en la arcilla surgió la veneración por el texto fijado, inmutable, un texto que se sacraliza y tiñe con el poderoso magnetismo del mito capturado que naciera en la cultura oral, que es fuente de poder, que explica al lector y no solo es explicado por este, iniciándose en la cultura una sabiduría circular y hermenéutica entre los hombres y su propia producción escrita. El prestigio de la palabra escrita suple así al de la palabra hablada. Es este tránsito de la humanidad a la cultura textual el que asociamos inexorablemente a la escuela, hasta la actualidad. Es decir, nuestro punto de partida en esta entrada de blog es la idea, casi de Perogrullo, de que lo escolar nace ligado a la cultura escrita, en la medida en que la cultura escrita supone una derivación que con una suerte de vida propia llega a hacer sombra a la propia vida, precisando de un ámbito específico para su guarda, transmisión y cultivo. El mundo, así, se bifurca para los seres humanos.
En el caso de la civilización griega, varios siglos más tarde, en torno al siglo VIII a. C., se fija el texto de la Odisea y la Ilíada por la discutida figura del poeta ciego Homero y se inicia a partir del siglo VII al VI a. C. el irreversible movimiento de la racionalización de la cultura que culmina en el siglo V a. C. donde aparece con mayor modernidad lo que hoy podemos plenamente identificar con los fenómenos asociados a la escuela y lo profesoral. La herida o desgarro en el seno de la tradición, que funda lo que llamamos civilización, se hace si cabe más patente. El caso griego es mucho más relevante pues el proceso de racionalización (más allá de la objetivación determinada por la fijación del saber en el texto escrito que ya se había dado más de mil años antes en Oriente) implicó una mayor universalización, una extensión a lo largo y ancho de las sociedades por la que la revisión de la propia tradición impregnó todo el mundo social. Esto marchó más allá de las paredes de los centros donde se aprendía y cultivaba la escritura. Porque el proceso de mirarse en su reflejo, el examen de sí mismo que emprende el mundo griego, fue algo sin precedentes que inició un proceso de ilustración que nuestra modernidad (y “postmodernidad”) no hacen más que perpetuar y consagrar. Los griegos introdujeron el germen de la disolución de las viejas maneras de abordar el cosmos, así como la manía por hallar nuevos órdenes (sin liberarse del todo de la afición por un orden y por una causa propios del mito) y, en consecuencia, se dio una nueva relación con la “cultura” y la tradición que podríamos denominar “crítica” porque trata de marcar una aparente distancia con aquello que, sin embargo, está intrínsecamente ligado con uno hasta el punto de que lo constituye a uno y que es uno mismo. Así que el esfuerzo de la civilización grecolatina será, desde entonces, el de jugar a mirar (una vez que se asume, platónicamente, la metáfora de la vista y la iluminación) las cosas (los entes) desde novedosas perspectivas, desde los ángulos y posiciones siempre infinitas que nos separan de esa hipótesis del ojo que todo lo alcanza que se acabaría situando en Dios. Por lo menos así ha ocurrido en el momento que en Grecia se alzó Platón.
Los fenómenos ligados a la escuela más actuales detectados, denunciados y combatidos por la pedagogía y la didáctica más avanzadas e involucradas con nuestro mundo lleno de recursos y grandes posibilidades tecnológicas, ya se daban en la Atenas del siglo V a. C. En realidad, el discurso de la pedagogía y la didáctica (entendamos a la primera como un discurso teórico sobre los fundamentos de las prácticas educativas que se ha dado desde perspectivas y movimientos que han variado históricamente; y entendamos a la segunda, es decir, a la didáctica, como el conocimiento instrumental acerca de los medios y recursos necesarios para llevar a cabo con éxito el complejo proceso de la educación escolar) ha ido insistiendo en unos tópicos semejantes que se vienen repitiendo desde la República de Platón. Si es que Rousseau tuvo razón en considerar a este el gran libro sobre educación jamás escrito y tenemos en cuenta que el ginebrino es la fuente directa o indirecta de, como señaló el sociólogo Lerena, las pedagogías activas y menos directivas, es decir, las más ligadas al pensamiento político progresista, tenemos que pensar qué hay en la República de nuevo o de actual para nosotros. O de moderno. Y resulta que hay mucho.
La casualidad, que nunca es casual, nos revela una pista. Siguiendo la senda de un dulce caos he ido a parar de nuevo, porque ya lo hice hace casi veinte años, en los Ensayos de Montaigne, en la magnífica edición de la exquisita editorial Acantilado. Un volumen que apetece leer con solo mirarlo. Esto quiere decir que no puedo haberme situado en un plano más moderno, o por lo menos más efervescentemente renacentista. Y resulta que el erudito de Burdeos también considera a la Repúblicael mayor tratado sobre educación en que pueda basarse un pedagogo, y mira que maneja fuentes como Quintiliano, Plutarco, Isócrates y, por supuesto, todos los grandes autores y seguidores tardíos de las escuelas helenísticas, de Cicerón a Lucrecio o Séneca. Autores que había incorporado a sí mismo, hecho parte de sí, en una educación que tomará como modelo en un ensayo dedicado a la formación de los niños.
La clave pedagógica platónica tiene sus luces y sus sombras. Yo mismo, en mi anterior entrada no resalté lo suficiente, en mi emocionado colofón, las sombras. Las sombras de algo tan revitalizado y querido en el Renacimiento del que formó parte Montaigne, algo que conocemos con el nombre de un libro del humanista Tomás Moro: la utopía. La utopía, en el sentido en que aparece en el libro del gran ateniense es un sueño racional, un ideal forjado por una mirada de autocomplaciente lucidez que quiere penetrar en lo real según la hipótesis de que tras ello está la verdadera forma de lo que vemos, porque lo que vemos es mera apariencia o reflejo de lo que existe verdaderamente. Como explicamos, solo un gobernante bien educado, tras un currículo que Platón detalla exhaustivamente, es capaz de aplicar la razón y discernir lo verdadero de lo falso, lo que es de lo que no tiene consistencia ontológica, de lo inconsistente. Solo esta alma puede obrar según razones y no bajo el efecto de la seducción de pulsiones y pasiones incontroladas.
Hay, pues, un elitismo racionalista, podríamos decir, tras el utopismo platónico. La omnipotencia de un logos antepuesto al trato y roce con lo empírico; defecto que Aristóteles no dejará de achacar siempre a su maestro. Esto es el germen de lo que para algunos ha sido una peligrosa propensión totalitaria presente en la República que los autores de corte liberal, como Popper, han detectado en el proyecto educativo y político de Platón. Pero al margen de esta discusión, en la que no vamos a entrar y baste con no callar que puede existir este aspecto más sombrío que no destacamos lo suficiente en nuestra anterior entrada, hemos de insistir que el gran libro de Platón es un primer tratado de pedagogía entendida más allá de lo técnico. Como técnica, la pedagogía venía siendo considerada y lo seguiría siendo en los tratados de los gramáticos y sobre todo por los sofistas que llevaban un siglo abordando el asunto de la educación en su sentido más escolar. Platón va más allá de exponer el cómo educar, aunque lo hace (didáctica), para entrar en un planteamiento teleológico que diseña desde un modelo utópico, es decir, ideal, situado en un cielo racional que funda en la razón antes que en el trato con las cosas. Y es este elemento utópico el que precisamente por su alejamiento y su confrontación con lo práctico el que va a servir como punto arquimédico para saltar por los aires y cuestionar lo que en su tiempo estaban haciendo los profesores y escolares en Atenas.
Desde ese diseño ideal que Platón quizás trató de llevar a cabo hasta cierto punto en su Academia, gracias a su aislamiento en la torre de marfil propia del intelectual retirado de la política, como se ha señalado, denunció el fenómeno que desde que hay cultura escrita se está dando: la desnaturalización del conocimiento. En pedagogía y didáctica se diría, la desnaturalización del currículo y de la escuela. Tanto los eruditos y sofistas del siglo V a. C., como del siglo IV a. C. y no digamos de época helenística y posteriores, en el periodo de las grandes síntesis y libros enciclopédicos, de las bibliotecas y sabios que cultivaron un conocimiento extensísimo libresco y lleno de datos precisos y citas en las que el texto ya lo era todo (¡qué lejos el ideal socrático!) habían potenciado un modo de relación con la cultura (escrita) distanciado y despersonalizado que justificó numerosas obras que trataban de regular y dotar de método y disciplina a la enseñanza (las gramáticas, por ejemplo). Lo que hoy llamaríamos currículo se tecnificó (cuidado con la palabra). El estamento de los profesores ya se había inventado casi tal como hoy lo conocemos en la Atenas del siglo V a. C. por parte de los sofistas que cobraban por enseñar, vendiendo su método y su conocimiento, en función del éxito social y mercantil que aseguraban para sus alumnos.
La utopía platónica, al precio de caminar vaporosamente por las nubes, que no es escaso precio, trata de recuperar algo tan presente en el propio contenido del libro del filósofo como es una edad de oro en la que se retome lo que somos (ya lo explicamos en la anterior entrada). Y eso tan anhelado, si nos situamos solamente en la perspectiva de la escuela, es la naturalización de la cultura escolar, su recuperación por parte del sujeto. Una pretensión inocente en apariencia pero ambigua y no menos llena de incertidumbre y peligros. Porque lo que utópicamente se pretende es que ahora el sujeto que aprende se convierta en educando y asimile, digiera, el currículo, haciéndolo parte de sí, para ubicarlo en lo más hondo de sí mismo, para que lo constituya verdadera y vivamente.
¿No es este el ideal de toda pedagogía progresista? El de una educación que se desarrolle con suavidad, siguiendo las pautas del propio niño, atenta a sus demandas y necesidades hasta que se produzca una asimilación natural de la cultura otrora inalcanzable. Es justamente lo que expone Platón que ha de hacer el Estado, aunque en su caso solamente con las élites. Tan claro lo tiene que no importa que la razón no intervenga en primer lugar, porque de hecho, se comienza a educar para la nueva ciudad cuando las criaturas son todavía muy pequeñas. El Estado les influye creando un medio ambiente determinado (una especie de comuna donde todos los adultos son madres y padres de todos los niños y niñas) para ir cultivando primero una sensibilidad y una corporalidad proclive a lo que la razón dicta al gobernante como lo más justo, es decir, lo más adecuado al orden del ser dentro del contexto, recordemos, de la metafísica platónica. Así, no importará abordar la educación intelectual antes que la música y la gimnasia dispongan el cuerpo y el sentido estético. Todo lo cual quiere decir que para materializar la utopía que solo existía en el ideal o sueño de la razón, hay que diseñar el carácter de los ciudadanos, hacerlo propicio a la recepción de dicho sueño.
Puede atisbarse en la buena intención utópica de Platón ya, fácilmente, su peligro. El peligro de este tipo de utopías exclusivamente trascendentales. Su alejamiento de lo empírico, que aun siendo una ventaja, es también inconveniente. Así, puede imaginarse que una pedagogía utópica de gabinete, como fue la de Emilio de Rousseau tuvo una grandeza, pero también dificultad similares. El clásico problema de estas utopías racionalistas es el de su trato con la realidad, el que han de afrontar cuando tienen que medirse con los acontecimientos y dobleces del mundo de los seres vivientes. Pensemos que un utopista al estilo platónico es una suerte de ingeniero o arquitecto que diseña un plano o un pintor que dibuja en su estudio una ciudad ideal.
Pero llegados a este punto, retomemos nuestro asunto inicial, que es el de cómo ha de digerirse la cultura escrita o currículo (término para algunos desfasado en la actualidad) en la escuela, dándose el caso de que desde que apareció la cultura escrita se desdobló el mundo del conocimiento desnaturalizándose una parte. Vayamos a la recuperación de Platón que hace Montaigne. Ambos tratan de cultivar sobre todo el carácter de los niños, antes que, dirá el francés, llenarles la cabeza de datos, antes que llenar su memoria. Esto mismo, casi con estas palabras literales, lo dice Montaigne. Él pone de ejemplo en su ensayo sobre “La formación de los hijos” su propia educación y el caso muy concreto de su aprendizaje del latín que fue, según describe, muy vivencial y experiencial. Totalmente al estilo de la Escuela Nueva. Toda su familia se puso a hablar latín con el niño y a llenar de cartelitos en latín las habitaciones de la mansión. Lo que ilustra otra paradoja de la llamada “nueva” educación, que se ha dado más ligada a entornos burgueses, aunque bien es cierto que ha habido un gran esfuerzo cuando se han fundado escuelas e instituciones (como la Institución Libre de Enseñanza en España) por incluir de manera muy efectiva y real a las clases populares. Pero en realidad el rasgo de sueño de ilustrado, de pensador en gran medida desubicado, propio de los forjadores de utopías en el sentido más platónico, lo han mantenido bastantes utopías educativas consideradas clásicas. Es algo que más adelante podemos estudiar en la confrontación del materialismo de corte marxiano con los socialismos utópicos que se dio en el siglo XIX, a sabiendas de que justamente en estos últimos la importancia de la educación fue tan grande como la lucha obrera y la transformación a otros niveles, dato bastante significativo en relación con todo esto que estamos mencionando.
Montaigne insiste en que frente a los maestros (preceptores de niños nobles) de la época, es preciso que el maestro se esfuerce antes en fortalecer el juicio y el carácter de la criatura que en, como hemos dicho, llenar su memoria. No está lejos de esto, por cierto, nuestro querido Séneca, otro gran maestro de la pedagogía moderna al que Montaigne adoraba y se sabía de memoria. Sí. De memoria. Y eso que llega a proferir: “Saber de memoria no es saber; es poseer lo que se ha guardado en esta facultad. Cuando sabemos algo cabalmente, disponemos de ello sin mirar el modelo, sin volver la vista hacia el libro. ¡Qué enojosa capacidad la que es meramente libresca!” (p. 193).
Montaigne reivindica esa añorada unidad de la cultura con los hombres que la escritura escindió y en la que, hoy diríamos en el contexto escolar, el educando asimila lo que aprende con naturalidad hasta ir integrándolo en sus capas más propias, forjando su carácter para orientar su acción (ética). Una vieja idea estoica, por cierto. El caso es que los Ensayos del autor francés, que a los treinta y ocho años se encerró en la torre de su mansión rodeado de libros a escribir para intentar adivinar quién era sin lograrlo del todo y hablando de sí mismo cuando trataba temas variopintos, están plagados de citas de los clásicos en latín aprendidas de memoria. Fue su forma de encarnar todo aquello como un dulce caos, desdiciéndose de toda recepción de la tradición como canon y manifestando que lo que nos legaron los antepasados es un orden del desorden, o mejor dicho, esbozos de órdenes en un enredo que sin embargo es lo único que tenemos. Así se entiende que aunque lance auténticas diatribas contra el aprendizaje memorístico al que los preceptores obligaban terriblemente a sus jóvenes discípulos, él llegara a ser uno de los más gozosos lectores que Séneca o su oponente epicúreo Lucrecio han tenido. Los leyó y releyó, los supo de memoria, los anotó, los comentó y… los hizo parte de sí. Justamente eso es lo que una buena educación tenía que hacer con el modelo de cultura en su tiempo, que eran los clásicos, la fuente del saber, o sea, para él la fuente antes de las preguntas que de las respuestas. Los hizo suyos verdadera y auténticamente. No renunció a ellos.
La fuerza del ejemplo y las obras, o sea, la recuperación del texto escrito por parte del lector, su revitalización, es otro de los tópicos de la pedagogía moderna que menciona Montaigne. De nuevo la conquista que ha de darse del mundo teórico por parte del mundo práctico, aunque se haga desde las coordenadas teóricas de una utopía. Esto implica una didáctica de la experiencia y el descubrimiento, de la resolución por parte del niño, que como contrapartida tiene a un maestro que primero escuche y luego hable, según el modelo socrático. En la página 190 de la edición de los Ensayos que manejamos el francés llega a decir expresamente en torno a lo que el maestro ha de procurar respecto a su alumno (las cursivas son nuestras): “Que no le pida tan sólo cuentas de las palabras de su lección, sino del sentido y de la sustancia. Y que juzgue el provecho que ha obtenido no por el testimonio de su memoria sino por el de su vida. A lo que acabe de aprender, ha de hacer que le dé cien rostros, y que lo acomode a otros tantos temas distintos, para ver si además lo ha entendido bien y se lo ha hecho bien suyo, fundando la instrucción de su progreso en la pedagogía de Platón. Regurgitar la comida tal como se la ha tragado es prueba de mala asimilación e indigestión. El estómago no ha realizado su operación si no ha hecho cambiar la manera y la forma de aquello que se le había dado para digerir”.
El trasfondo platónico y aún socrático se hace obvio en una preciosa frase del ensayo dedicado a la formación de los hijos: “Hay que enseñarle sobre todo a rendirse y a ceder las armas a la verdad en cuanto la perciba: lo mismo si surge de la mano de su adversario que si surge en él mismo merced a un cambio de opinión.” (p. 197) En el bello sinsentido, en la suprema desorganización que la historia nos lega, la razón vale solo para esto, igual que para los estoicos: para regir la opinión (y el comportamiento) por ella. Recordemos el énfasis por conducirse por el logos, que en Platón adquiere tintes elitistas, pero que en los estoicos se recupera para los individuos que son todos elevados a gobernantes de sí (a la par que se simpatiza hasta cierto punto con ideales republicanos, según nos transmitía la obra de Hadot sobre Marco Aurelio). Es esto, que equivale a un puro y auténtico afán de verdad, en la perspectiva griega que se hereda en gran parte de la historia del pensamiento occidental, lo que parece albergar Montaigne en su asimilación de los clásicos. En medio de la tormenta, y sintió el mundo, creo, como un mar tempestuoso o por lo menos embravecido en el que era necesario orientarse para navegar (la conocida metáfora estoica), solo valía este empeño racionalista de seguir obstinadamente un Norte lógico que era también un Norte moral: “Que su conciencia y su virtud [del niño] resplandezcan en su lenguaje, y no tengan otra guía que la razón. Que le hagan entender que confesar el error que descubra en su propio discurso, aunque sólo él lo perciba, es un acto de juicio y sinceridad, que son las principales cualidades que persigue. Que la obstinación y la disputa son rasgos vulgares, más visibles en las almas más bajas; que cambiar de opinión y corregirse, abandonar un mal partido en un momento de ardor, son cualidades raras, fuertes y filosóficas”. (p. 198).
Montaigne incluye en el trato con los hombres, el trato con los libros. Es decir, como resaltamos al comienzo, ahora estamos en un intento de renovar la relación del (volvamos a referirnos la escuela) educando con la cultura escrita. A veces la materia de estudio se dará “masticada” y a veces se formará solo el juicio para que el discípulo elija y busque. Todo lo cual ha de tener un resultado típicamente estoico, el de un cuerpo y apariencia serenos pero activos, bondadosos y alegres. Además, se ha de fundir “cuerpo” y “alma”, lo que el ideal pedagógico de su querido y muy leído y citado Séneca tanto resalta.
En definitiva, tenemos muchos de los elementos de las modernas (de la modernidad) pedagogías activas, progresistas, “nuevas”, “libres” en lo que las une, sin entrar ahora en detalles. Es decir, el trasfondo rousseauniano en un diseño de corte utópico contrafáctico que pretende situarse contra lo que los usos y valores de hecho propiciaban en los preceptores y pedagogos. Más ampliamente, situamos a Montaigne en el giro anti-pedagógico de la nueva-contrapaideia que combate la escisión entre lo que hoy llamaríamos educando y currículo, esa grieta que, es nuestra tesis, naciera con la mismísima civilización. Por eso la pedagogía nació en la medida que nació esta sima en el seno de la cultura, pero al mismo tiempo ha sido su esfuerzo desde Grecia restañar la herida, por lo que se ha dado como paideia y como contra-paideia.
Pero no deja de incomodar, recordando la fuente platónica de todo esto, una inquietante impresión. Si para naturalizar lo que se ha llamado hasta ahora currículo (en los tiempos más recientes se considera algo a superar, ya hablaremos de ello) la solución es desarrollar una educación que vaya preparando con elementos no racionales la totalidad de “cuerpo” y “alma” (por emplear los términos de la Antigüedad que siguieron los autores que hemos nombrado), ¿no se está vetando la posibilidad de una intervención crítica, de un filtro racional, de una participación lúcida y consciente del sujeto en su propio proceso educativo? ¿No se está reclamando que la educación sea una construcción de la totalidad de las dimensiones afectivas, corporales, emocionales que van a determinar después inconsciente y acríticamente las elecciones, opiniones y razones del educando? Para Platón, la razón que regía al Estado (depositada en los gobernantes) paradójicamente tenía que apoyarse en elementos irracionales para gobernar, entre los cuales se incluía precisamente un programa educativo o incluso propagandístico que promoviera la correcta predisposición de los ciudadanos no gobernantes para ser gobernados. Entonces, tendríamos que una educación bienintencionada con métodos suaves y “respetuosos” estaría cumpliendo una función terriblemente autoritaria, pues serviría sin más a la consagración de un modelo de Estado sin la mediación del pensamiento y la crítica por parte del educando aún en las etapas de la vida en que este pudiera ser capaz de ser racional y crítico. Algo así como lo que hoy se denominaría “razón de Estado” (justificada por ser lo mejor para todos, transfigurados en el cuerpo mismo del Estado como tal) por encima de las razones de los individuos, cosa en la que derivaron algunas teorías contractualistas como la hobbesiana. Platón llega a justificar que el gobernante emplee la mentira si el fin es cumplir con lo que dicta la razón como lo mejor para la mayoría.
Retornando a la pedagogía, digamos que no creemos que fatalmente solo pueda darse una bifurcación entre una forma dura y otra blanda, pero siempre de manipulación en cualquier caso, al servicio del Estado en la pedagogía, como defendía de manera muy polémica el libro Reprimir y liberar de Lerena. Reprimir y liberar como dos caras de una misma moneda en la pedagogía. Hay otras posibilidades. Pero el ejemplo de la Repúblicade Platón y de algunas pedagogías inspiradas en él, es decir, las que albergan una idea de Estado que ha de fundarse en un determinado orden educativo, es decir, en la escuela, que ha de ser la institución que mantenga y fortalezca al Estado, pueden estar participando de ese totalitarismo que Popper, polémicamente, le achacaba al modelo platónico. Es decir, anteponer un modelo de Estado a la educación, la cual estaría al servicio de este, es hacer lo que Platón pretendió hacer con la educación de los ciudadanos.
Tal vez el caso de Rousseau (gran lector de Séneca como Montaigne) rectifique esta tendencia que se ha considerado por algunos “totalitaria” de la Repúblicaplatónica, pero sobre todo las ideas que hemos visto de Montaigne optan decidida y ampliamente por anteponer la libertad personal para el uso del libre arbitrio, idea tan querida por sus muy leídos estoicos. De este modo, aunque la pedagogía opere necesariamente a ciertas edades con medios irracionales, adecuándose a lo que sería una previa conformación del carácter, nunca esto va a ser conducido por los fines de una estructura ideal en el cielo de la política. Especialmente, no hay para Montaigne una educación con respuestas, sino con muchas preguntas, siguiendo antes el modelo socrático que el platónico. No olvidemos que entre la Sofística y Platón estuvo Sócrates y es ese el tipo de educador en el que parecen basarse las pedagogías que creemos más favorables a la libertad y al libre pensamiento, al derecho al uso de la propia razón y el inalienable espíritu crítico del individuo con capacidad para impugnar y denunciar siempre desde criterios racionales que puedan aspirar a ser compartidos y argumentados, que conectan con perspectivas como la estoica.
Solo que en la vereda que recorre Montaigne nada garantiza que se llegue a un punto determinado, que las razones sean verdaderamente de peso, que todo lo cierren contundentes conclusiones. Por el contrario, cuando el tábano azuza, todo se pone en marcha, se camina y punto. El diálogo, decía Borges, es infinito, no cesa. No echa a caminar una comunidad sin esa suerte de bromas (a veces algo pesadas) que son la duda incómoda, el dedo acusador del consejero atrevido, la ironía del interlocutor socrático o hasta la burla de uno consigo mismo. Porque se piensa sin que nada garantice que se llegue a ningún término, sin que la humanidad lo haya hecho nunca ni nada parezca apuntar a que lo haga. Esta incertidumbre es el precio. Pero puede resultar un gozo. Todo parece una suerte de ensoñación, de sueñecillo, de siesta de la que a ratos despertamos para darnos un chapuzón en el mes de julio. Todo pasa y pasa y solo queda ese viejo apremio por obrar bien, por la rectitud de la propia conciencia que Montaigne aprendió de los antiguos, como lo que realmente une a los hombres, a falta de Dios, en el mundo pagano que en su época cristiana él hizo suyo. En estas coordenadas situamos el caso de Montaigne, para el que la humanidad en el fondo y a pesar de todos los espantos merece una tierna sonrisa. Montaigne nos sitúa, como educadores, en un punto que, próximo al modelo estoico, trata de sortear el peligro de la manipulación y de la determinación ideológica de cualquier signo, para que verdaderamente vuelva a situar a la persona en el centro de su propia educación. Es este puro afán fruitivo del sujeto que digiere la memoria humana, lleno de solaz, lo que hay que tomar más en serio y cultivarlo diciéndose que se busca la verdad en ello, porque la verdad, lejos no puede andar, no muy lejos de este goce, de este bien y de esta caminata llena de vericuetos que esboza en su retrato personalísimo que son los Ensayos.
¿Ves este plátano? ¿Sí? ¿Seguro? No sé vosotros, pero mis ojos no ven “plátanos”. Mi retina es sensible a la luz, no a la fruta.
Eso significa que, cuando hablo de que veo algo, en realidad, lo que estoy haciendo es detectar luz que proviene de aquello que digo ver. Bien porque ese objeto la emita o bien porque la refleje o disperse.
En el caso del plátano, una parte de la luz incidente se absorbe y otra parte se refleja, pero no de forma igual para todos los colores. Las frecuencias próximas al “amarillo” resultan reflejadas en mayor cuantía. De esta forma, la luz reflejada llega a mi retina y así percibo la forma, “su” color, si la piel es suave o rugosa y otras características que son capaces de alterar de alguna manera la radiación incidente, para que la reflejada “transporte” información sobre ellas.
VER es un proceso que quizá comience en el ojo, pero que sin duda termina en el cerebro.
Contestadme a esta pregunta: ¿Qué es esto?
Fuente: Wikimedia CommonsSi habéis dicho “Un cubo”, estáis hablando de algo más allá de lo que ven los ojos. Un cubo es una figura tridimensional, pero esto que ves es un dibujo PLANO. Son unas líneas sobre un plano que te “hacen pensar” en un objeto tridimensional, es lo que llamamos perspectiva. De hecho, si os concentráis podéis conseguir ver el “cubo” de dos formas distintas, según escojáis en vuestra mente si son los vértices inferiores los que están “delante” o son los superiores.
Por lo tanto, el acto de VER se completa cuando la mente modeliza el patrón de puntos e interpreta un modelo de lo que está percibiendo.
A veces “viendo” cosas que no existen, por ejemplo “completando” la imagen percibida, como en este caso, donde el triángulo blanco, que todos “vemos”, no existe.
Fuente: Wikimedia CommonsMirad esta otra.
Fuente: Wikimedia CommonsEn este caso, nuestra mente interpreta que las “vías” son paralelas, y están alejándose, por lo que esa barra amarilla que hay “a lo lejos” debe de ser más grande que la que está “delante”. Pero todo eso son interpretaciones de nuestro cerebro para adecuar la percepción en el modelo del mundo que nos hemos ido construyendo… y esto supera con creces la información que está contenida en la imagen, de hecho, nos puede llevar a conclusiones erróneas sobre ella, como en este caso.
Javier Fernández Panadero, ¿Se pueden ver los átomos?, Cuaderno de Cultura Científica 19/10/2020
Intento escribir algo sesudo sobre San Juan de la Cruz para un capítulo de un libro sobre el recogimiento en el Siglo de Oro. Lo intento seriamente, de verdad, pero cuanto más lo intento, más suprimo y vuelvo sobre mis pasos a rehacer mi escritura. Me doy cuenta de que todo cuanto pueda decir no vale lo que uno de sus versos. He estado a punto de escribir "lo que el más trivial de sus versos". Pero en San Juan de la Cruz no hay ni un verso trivial. Convertir esos versos en erudición prosaica es traicionarlos. Finalmente acepto que tengo que rendirme y me limitaré a recoger su poesía, para que sea ella la que nos muestre con su música lo que en la noche oscura se sugiere, el alba.
Quedéme y olvidéme,
el rostro recliné sobre el Amado,
cesó todo y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
Me suelen preguntar los que me entrevistan sobre La escuela no es un parque de atracciones qué entiendo exactamente por "conocimiento poderoso". Me lo preguntan de buena fe y, lo que es peor, con sinceridad: no lo saben. Obviamente, me ponen en un aprieto y ustedes seguro que comprenden las razones. Suelo contestarles, apuntando a su propia experiencia, que es aquel conocimiento que le exigen al mecánico al que llevan el coche; al dentista en cuyas manos ponen sus muelas; a cirujano que les ha de operar del corazón o al cocinero que ha de preparar los platos que han encargado. Es un conocimiento experto.
Esta ignorancia es un síntoma importante de algo preocupante.
A nuestros hijos ya no les preguntamos "¿qué has aprendido hoy en la escuela?", sino "¿qué has hecho?". Y si se nos ocurre preguntarles qué has hecho, su respuesta suele consistir en un repaso de las actividades que recuerdan.
Los psicólogos cognitivos diferencian dos tipos de memoria: la episódica y la semántica. La primera es la que recuerda el contexto del aprendizaje, la situación en que ha tenido o debiera haber tenido lugar. La segunda, es la que recuerda el concepto, la respuesta a la pregunta "¿qué has aprendido?"
El niño tiende a recordar los contextos de aprendizaje. Por ejemplo, la anécdota que hemos contado para explicar una categoría la suelen recordar con mucha más viveza que la categoría, por eso, cuando en un examen les preguntamos por un concepto no es extraño que nos respondan con un ejemplo. Si para organizar los hechos más relevantes ocurridos en el siglo XX hacen una línea cronológica en equipo, suelen recordar que han hecho una línea de tiempo, pero no necesariamente cuándo comenzó la Segunda guerra mundial. Este es el talón de Aquiles del trabajo por proyectos.
La memoria episódica nos remite a una experiencia, mientras la memoria semántica nos remite a una idea, a un concepto. Por eso, si pretendemos que los alumnos aprendan el significado de "revolución", y no sólo lo que ocurrió en esta o aquella revolución, debemos poner, sin duda, varios ejemplos, pero debemos resaltar el concepto que se encuentra en lo que todos ellos tienen en común y esto es lo que debe ser memorizado por el alumno.
Como nuestra escuela se ha llenado de actividades, los alumnos se quedan sin conceptos.
En definitiva: La memoria semántica es la del experto; la episódica, la del aprendiz. Por eso mismo el experto siempre aprende con más facilidad y, además, suele ser habitualmente más creativo.
El fet de ser especialistes en conrear una determinada capacitat cognitiva, pensar, ens identifica a tots els que ens dediquem a ensenyar filosofia. Però ensenyar a pensar, com? Ensenyar a pensar com una activitat tancada, conceptual, abstracta, autosuficient, separada del cos i de la vida? O ensenyar a pensar com una activitat oberta als sentiments, concreta, integrada a la corporalitat i la vida?
Imaginem-nos el millor entrenador del món. Imaginem-nos el cotxe més potent i sofisticat del mercat. Imaginem-nos que aquest entrenador no disposa de jugadors que entenguin els seus plans. Imaginem-nos que aquest vehicle ha sortit amb un defecte de fàbrica: no disposa del mecanisme adequat per frenar a aquest portent de la tecnologia. Probablement, en tots dos casos el resultat seria desastrós.
La raó sense emocions seria com un entrenador sense jugadors eficients. L’emoció sense raó seria com un automòbil sense frens. La raó i les emocions, per tant, s’han d’entendre, no poden anar cadascuna pel seu costat. Els exemples esmentats il·lustren el que succeeix quan aquests dos components s’ignoren entre si[1].
En el llibre La descoberta d’Aristòtil Mas[2]trobem un exemple il·lustratiu de com raó i emoció han d’anar totes dues plegades.
Sigui l’argument següent:
Tots són alcohòlics els que entren al bar
Tots els dies la senyora Batlle entra al Bar
Si pensem a corre cuita, la conclusió podria ser que la senyora Batlle és una alcohòlica. Ens semblaria en principi la conclusió d’un sil·logisme que satisfà totes les condicions que imposa la lògica. Tanmateix, si tornem a agafar aquest argument, quan els ànims estan refredats, amb serenor i calma, descobrirem que si apliquem el sistema de conjunts per representar els arguments, ens adonarem que aquella conclusió era una fal·làcia, provocada, no perquè no som prou intel·ligents, sinó perquè les emocions, com succeeix la majoria de cops, han passat per sobre de la raó acurada. El Sistema 1 de pensament, tal com l’anomena Daniel Khanemann, s’hauria imposat de nou perquè és molt més ràpid que el Sistema 2[3].
Per poder practicar la dimensió lògica del pensament cal satisfer un seguit de condicions: silenci, atenció i temps. Malauradament, aquesta és una atmosfera que no és la que sovint es respira en una aula amb alumnes de 12 a 14 anys. Tot intent d’imposar-la genera indiferència, en el millor dels casos, quan no la d’un rebuig més visceral (M’avorreixo!).
Els estudis neurològics ens revelen que l’adolescència, des del punt de vista del desenvolupament del cervell, no és l’etapa en què el cervell humà sigui més receptiu a la pràctica del pensament curós i metòdic. Existeix un desfasament entre el grau de desenvolupament de la zona subcortical i la zona cortical del cervell de l’adolescent. La primera és la zona evolutivament més primitiva del cervell, la que assoleix la maduresa justament al final de la infantesa, d’on s’originen les emocions. En canvi, la segona, des del punt de vista evolutiu, és la part més moderna, la responsable del control i la inhibició dels comportaments impulsius i, el que per a nosaltres és més important, no s’acaba de desenvolupar del tot fins als vint-i-cinc anys[4].
Davant la contundència d’aquestes dades tan ben contrastades, alguns de nosaltres, amb raó, podríem optar per la deserció: millor esperem temps millors abans de fer-los pensar. Però hi ha també els que no es resignen a esperar, que insisteixen en què adolescència i reflexió no necessàriament han de ser dos conceptes incompatibles, que opten per buscar maneres d’enfortir aquella part del cervell més feble.
La intel·ligència emocional es defineix com la capacitat de gestionar les emocions utilitzant la raó. Sosté que no és propi de la raó enfrontar-se directament amb les emocions, sinó de forma indirecta, és a dir, suscitant altres emocions. Només unes emocions poden desactivar o apaivagar la força d’altres emocions[5].
Daniel Goleman, el profeta d’aquesta concepció de la intel·ligència, ha reconegut últimament la importància de la concentració. Per al psicòleg i periodista americà el control cognitiu hauria de situar-se en un nivell superior al del coeficient intel·lectual[6].
El filòsof Plató, ja en els seu temps, va posar els fonaments de l’esquema bàsic en que s’estructura la teoria emocional de la intel·ligència. En el capítol IV de La República, Sòcrates es pregunta: Com podem reconèixer una ciutat justa? Ell mateix respon: perquè una ciutat sigui justa cal que sigui temperada, valerosa i prudent alhora. Una de les maneres d’entendre aquestes virtuts col·lectives és oposant-les als que serien els seus vicis respectius: incontinència, temeritat i imprudència. En el fons, les virtuts platòniques són com passions a temperatura ambient.
Us preguntareu, què redimonis fa Plató en un article dedicat a l’educació i les emocions? Recordeu que Plató considera la ciutat com una ànima engrandida, mentre que l’ànima seria com una ciutat a petita escala. Segons Sòcrates, quan la incontinència amenaça l’ordre intern, de la ciutat o de l’ànima, la raó empra el coratge per neutralitzar-la. La prudència, la virtut del filòsof, és el resultat de l’ús intel·ligent de les passions. Plató arriba a la conclusió que només qui sap governar-se a si mateix pot governar la ciutat.
La nostra feina educativa podria estar dirigida per aquesta consigna platònica: “només pot governar una classe qui sap governar-se a ell mateix”. De la mateixa manera que el filòsof fa del coratge la seva eina principal per reconduir la conducta poc reflexiva dels seus conciutadans, l’educador també ha de tenir prou coratge per frenar sàviament la impulsivitat dels seus alumnes de 1r d’ESO.
Podem aprofitar els suggeriments del neuròleg Francisco Mora per visualitzar i concretar de quina manera un educador pot exercitar el seu coratge. Ens recomana no tenir por de fer entrar una zebra en les nostres aules. El que es tracta és d’explotar l’atenció limitada de l’alumne introduint novetats, coses que trenquin la rutina, que contrastin amb l’entorn per tal d’activar la concentració i la curiositat. Aquest és el significat pedagògic del concepte zebra. Amb la curiositat activada, l’ingredient primari de tota emoció, s’engega la maquinària cerebral de l’aprenentatge i la memòria[7].
El cervell adolescent és un cervell hiper-estimulable. Aquest fet pot ser l’origen de molts dels problemes que sofreix el jove, però també, si el tractem com cal, pot esdevenir l’aliat més poderós de l’educador. Per aconseguir-ho hem de segrestar el seu cervell abans que el segresti el nostre principal enemic: el mòbil. Creant zebres, sorprenent-lo de tant en tant, les emocions acabaran a la llarga jugant a favor nostre. L’humor, la personalització de la seva feina, el reconeixement de les seves fortaleses cognitives, la no priorització de cap recurs sobre una altre, introduint jocs cognitius … constitueixen un arsenal prou divers de recursos amb el que encoratjar-nos perquè la pràctica de la filosofia sigui per als nostres alumnes una activitat emocionant.
Manuel Villar Pujol
Departament de Clàssiques i Filosofia
Institut Poeta Maragall de Barcelona
maig 2019
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[1] Morgado, Ignacio:,”¿Pueden separarse emoción y razón?”, El País, 05/04/2017
[2] Lipman, Mathew: La descoberta de l’Aristòtil Mas, Editorial Eumo, Vic 2017, pps. 14-15
[3] Kahneman, Daniel: Pensar rápido, pensar despacio, Círculo de Lectores, Barcelona 2013
[4] Pèrez, José Ignacio: “El desajuste adolescente”, Cuaderno de Cultura Científica 03/02/201
[5] Morgado, Ignacio: “¿Qué es (exactamente) la intel·ligència emocional?”, El País 05/11/2018
[7] Mora, Francisco: “Educando la curiosidad”, El Huffington Post26/04/2013
Agustín Domingo, sobre "La escuela no es un parque de atracciones, en Las Provincias.
Esta mañana me he encontrado también con esto:
AquíLas declaraciones de J. K. Rowling me enfadaron. Con sus palabras niega la dignidad de las personas trans. Reniega de la realidad. Y las feministas que sustentan sus declaraciones siguen creyendo que la anatomía y la biología definen el género. Eso significa rechazar a Simone de Beauvoir, rechazar la segunda ola del movimiento feminista. El feminismo es una lucha por la igualdad entre hombres y mujeres, pero también es una investigación sobre el género en sí mismo, más allá de las categorías de hombre o mujer, y ello no nos viene determinado a partir del sexo asignado cuando naces. Incluso cuando hablamos de sexo biológico, de lo que dictan las instituciones médicas y legales, son muchas las personas que no aceptan esta asignación, porque tratar de vivir dentro de los muros de esa asignación sexual impuesta les supone una fuente de sufrimiento enorme. Esas personas tienen derecho a vivir como ellas consideren, a ser y expresarse como ellas decidan, sea en cuestión de sexo o género. Y nadie, ni siquiera J. K. Rowling, puede arrogarse el derecho a negar esa realidad.
Si no aprendemos que no hay solo dos, sino múltiples realidades, estamos siendo crueles con millones de personas. Si imponemos compartimentos estancos en sus vidas estamos produciendo sufrimiento. Las instituciones deben escuchar lo que dicen las comunidades sobre su propia realidad.
Mar Padilla, entrevista a Judith Butler: "Si Trump gana, destrozará la democracia tal y como la conocemos", El País 17/10/2020