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Las preguntas filosóficas son tan viejas (o tan jóvenes, según se mire) como la misma conciencia humana, esa especie de balcón por el que la realidad se asoma para descubrirse, admirarse e interrogarse a sí misma. No hay nadie que, tras abrirlo, resista la tentación (o deje de sufrir la necesidad) de apostarse allí, como un gato, a escudriñar el horizonte. ¿Qué habrá más allá del triste o rutilante cristal de la existencia? ¿Por qué y para qué nos es dado a nosotros entreabrirlo? ¿Es burla o esperanza ese poder mirar a lo infinito desde su insuperable umbral? ¿Y qué debemos hacer entonces: sumirnos en vana melancolía o hacernos albañil de vanos?
Optar por lo segundo – esto es: por la educación – no es fácil. Abrir esa terraza de la conciencia, no digamos atreverse a volar o a descolgarse por ella, no es algo que esté, por de pronto, al alcance de cualquiera. Muchos, aparentemente, no tienen ni las ganas. La caverna, ya saben, tira mucho. La caverna, decía Platón, es la realidad inmediata, el espectáculo que, sin querer ni pensar, se te mete por los ojos a cada instante. La mayoría vive soñando en ese mundo, pendiente de taumaturgos que, dueños del fuego de la cultura, detentan el poder de las imágenes y las palabras (es decir: el poder).
Cavernas hay muchas, tal vez infinitas, aunque está en su naturaleza (como en la del poder) el pasar inadvertidas. A veces juego con mis alumnos a descubrirlas. Últimamente están que se salen. No solo las detectan (eso es fácil) en los medios de comunicación, las redes, las sectas, algunos entretenimientos adictivos o en ciertos regímenes políticos, sino también (y esto tiene mérito) en la rutina cotidiana – ese confortable sopor uterino en que vegetamos casi todo el tiempo –, en la escuela, la familia, la ciencia, o en el propio lenguaje con que hablamos y pensamos.
Que la escuela sea como una caverna es un clásico. La lobreguez de las aulas, la tristeza de galeote de los pupitres, el encadenamiento tantálico de las horas, el mecánico trasiego de sofistas – y sus aprendidas certezas – frente a las pizarras, el sometimiento ciego a lo que está mandado, el “es así porque lo digo yo (o Dios, o la Constitución, o la Ciencia)”, el “haz lo que quiero y – te pondré un – punto”… Todo parece planeado para entontecer y subyugar. Con tanto éxito que – tal como en el símil de Platón – cuando se dialoga con los alumnos de todo esto, la primera salida de muchos es irritación, miedo, burla, y un aferrarse, patético, a las cadenas: “Pero, entonces, el examen cómo va a ser…”.
Otra más entrañable y profunda caverna es la familia. Desde que abrimos prematuramente los ojos está ahí, como una extensión grutesca del vientre materno, para conformarnos, al fuego del hogar, con cada guiño, abrazo, canción o fábula, en un repertorio de manías, emociones, deseos e ideas de las que difícilmente podremos librarnos nunca. Y, más allá de ella, el entorno social: el barrio, la gente de tu “clase”, la pandilla, la Iglesia, el partido, el cenáculo ideológico… Todo un sistema de cuevas casi impenetrable a la luz. Solo de vez en cuando algún amor, catástrofe o mala compañía, logra sacarnos, a duras penas, de nuestras soñolientas casillas…
Uno de mis alumnos me decía que no se sale de una (caverna) sino para meterse en otra. Tal vez en otra más espaciosa e iluminada, como la de la ciencia y sus dogmas, la del lenguaje – ese animal capaz de pensar por nosotros –, o la de la propia filosofía, contadora de mitos contra el mito... Es así, el horizonte se reproduce, inalcanzable, cada vez que creemos aproximarnos a él. El movimiento, el cambio, el progreso son pasos infinitesimales sobre un mismo punto.
Ahora, aunque todo sea un ilusorio y repetido fractal, quiero creer que, en cada una de esas variaciones nos volvemos más lúcidos, menos cavernícolas, y que, cuando al fin volvemos al tema de la composición, este comprende acordes más grandes, como sí todo pudiera, al fin, sonar al unísono, decir una misma cosa, despertar bajo un único sol, antes de arder completa y gozosamente en él… Ya ven. Es lo que también tienen los balcones: te abren el lado más hermoso y místico de… ¿De qué?
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
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Los desastres (término que etimológicamente significa “desventura”, estar “bajo un mal signo”) transforman a la vez el mundo y la manera en que lo percibimos. La perspectiva cambia, cambia lo relevante. Lo débil se rompe bajo una presión inédita, lo que era fuerte resiste, lo que estaba escondido se hace visible. El cambio no es solo posible, es inevitable: nos arrolla y arrastra consigo. Cambiamos también nosotros, reordenamos prioridades y una conciencia más acuciante de la propia mortalidad hace que abramos los ojos al preciado valor de la vida. Ni siquiera ese “nosotros” es ya el que era, pues, separados de los compañeros de clase y del trabajo, compartimos la nueva realidad con desconocidos. El ser humano formula su propia identidad a partir del mundo que le rodea. Lo que ahora tenemos entre manos es una nueva versión de nosotros mismos.
Mientras la pandemia ponía la vida patas arriba, escuché a muchos quejarse de su dificultad para concentrarse en algo o para ser productivos. Sospecho que era porque todos estábamos inmersos en otra tarea, más importante. Pasa lo mismo durante un embarazo, o cuando nos recuperamos de una enfermedad, o cuando somos pequeños y damos el estirón: estamos trabajando, no dejamos de trabajar, sobre todo cuando parece que no hacemos nada. Por debajo del nivel de la conciencia, nuestro cuerpo crece, se cura, produce, transforma, alimenta. Mientras nos esforzábamos por entender los datos y los procesos científicos del desastre en curso, nuestra psique hacía algo equivalente. Había que adaptarse a cambios sociales y económicos profundos y estudiar las posibles lecciones del desastre. Había que prepararse para un mundo que no vimos venir.
Cuando el statu quo se tambalea, quienes se benefician de él están más preocupados de mantenerlo o restablecerlo que proteger la vida de nadie. Lo hemos visto en la coral de mandamases empresariales y altos cargos conservadores que afirmaron que todo el mundo debía volver al trabajo para salvaguardar el mercado bursátil y que las muertes resultantes serían un precio aceptable. Es habitual que, en las crisis, los poderosos intenten acumular más poder —ahí está el Departamento de Justicia de la Administración de Trump tratando de suspender los derechos constitucionales— y los ricos acumular más riqueza: dos senadores republicanos son hoy el blanco de las críticas por, presuntamente, utilizar información interna sobre la pandemia para obtener dividendos en bolsa (aunque ambos han negado haber obrado con mala fe).
Los sociólogos del desastre utilizan el término “pánico de las élites” para describir el comportamiento vil de los poderosos a partir de la creencia de que la gente corriente se comportará de manera reprobable. Por lo general, cuando las élites hablan del “pánico” y los “saqueos” en las calles, están dando nombres desacertados a los mecanismos que la población pone en práctica para sobrevivir y cuidar de los demás en situaciones de urgencia. A lo mejor la posibilidad de que lo más sensato era huir del peligro cuanto antes o reunir provisiones para repartirlas entre los necesitados.
Esas mismas élites son las que tienden a anteponer el beneficio y las propiedades a la comunidad y las vidas humanas. En los días que siguieron al terremoto de San Francisco, el 18 de abril de 1906, el ejército estadounidense, convencido de que la población suponía una amenaza y que los disturbios serían un grave problema, se hizo con el control de la ciudad. El alcalde dio permiso para “disparar a matar” contra todas las personas descubiertas en actos de pillaje. Los soldados lo hicieron, seguros de que así restauraban la paz social. En realidad, su única contribución en el desastre fue abrir cortafuegos inútiles que contribuyeron a la propagación de las llamas y disparar o golpear a los ciudadanos que contravenían las órdenes (aunque las órdenes fueran permitir que el fuego acabara con sus hogares y sus barrios). Noventa y nueve años después, tras el huracán Katrina, la policía de Nueva Orleans y las patrullas urbanas de individuos blancos hicieron lo mismo: disparar contra personas negras en nombre de la propiedad y de su propia autoridad. El Gobierno, a nivel local, estatal y federal, aún veía en la población desplazada, mayoritariamente pobre y negra, un peligroso enemigo que había que controlar, y no a víctimas de una catástrofe que requirieran su ayuda.
Tras el huracán, los principales medios de comunicación contribuyeron a extender la obsesión con el saqueo y el pillaje. Se diría que los bienes de consumo producidos en masa y expuestos en los centros comerciales eran más importantes que la gente que no disponía de alimentos ni de agua potable, que las ancianas atrapadas en el tejado de sus casas. Murieron casi mil quinientas personas en un desastre provocado más por el mal gobierno que por el mal tiempo. El Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos no supo dar una respuesta adecuada; la ciudad no disponía de planes de evacuación para los pobres y la Administración del presidente George W. Bush fue incapaz de enviar ayuda eficaz a tiempo. Es la misma situación que vivimos estos días. Un miembro de la oposición brasileña afirma que el presidente derechista Jair Bolsonaro“representa a los intereses económicos más perversos, los que no sienten preocupación alguna por las vidas de la gente. Lo único que les importa es mantener el margen de beneficios” (Bolsonaro asegura, mientras tanto, que está tratando de proteger tanto a los trabajadores como a la economía).
En el mundo desarrollado, los cambios más inmediatos han sido espaciales. Nos hemos quedado en casa, quienes tenemos casa, y hemos evitado el contacto con los demás. Hemos dejado las escuelas, los centros de trabajo, los congresos, las vacaciones, los gimnasios, las tareas y los recados, las fiestas, los bares, las discotecas, las iglesias, las mezquitas, las sinagogas; hemos dejado de lado el bullicio y el ajetreo del día a día. La filósofa y mística Simone Weil le escribió a una amiga que se encontraba lejos: “Amemos esta distancia, toda ella entretejida de amistad, pues quienes no se aman no pueden ser separados”. Nos hemos separado para protegernos. Y a pesar de la necesidad de mantener la distancia física, hemos encontrado formas de ayudar a los más vulnerables.
Hace siete años, Patrisse Cullors escribió una especie de declaración de intenciones para el movimiento Black Lives Matter: “Seremos esperanza e inspiración para la acción colectiva capaz de construir un poder colectivo dirigido a la transformación social. Nacemos del dolor y de la rabia, pero nos dirigimos a la consecución de las visiones y los sueños”. No resulta hermoso solo por esperanzador, porque Black Lives Matter llevara a cabo una labor transformadora, sino también porque reconoce que la esperanza puede cohabitar con el dolor y las dificultades. Que no es incompatible con la tristeza de las profundidades y la furia que arde en la superficie. Somos, al fin y al cabo, criaturas complejas, capaces de diferenciar la esperanza de ese optimismo que afirma que todo irá bien, siempre, pase lo que pase.
Gracias a la esperanza sabemos que, entre todas las incertidumbres que nos depara el futuro, habrá batallas que merezca la pena luchar, que incluso podemos ganar algunas de ellas. Sin embargo, esa esperanza se enfrenta al peligro de creer que todo iba bien antes del desastre y que debemos regresar a ese estado. Antes de la pandemia, la vida de muchos seres humanos era ya un desastre de desesperación y marginalidad, una catástrofe ambiental y climática, una obscenidad de desigualdades. Aún es pronto para saber qué emergerá de esta emergencia, pero no para buscar oportunidades de contribuir a lo que sea que nos depare. Creo que ese es el desafío para el que muchos nos estamos preparando.
[https:]]Ja hi som de nou: un professor ha estat decapitat a un municipi proper a París. Sembla que el motiu ha estat el fet que aquest professor, a la matèria d’Educació Cívica, tot tractant el tema de la llibertat d’expressió, havia mostrat als seus alumnes les caricatures de Muhàmmad (vulgarment conegut aquí com “Mahoma”) que anys enrere havien estat publicades a la revista satírica Charlie Hebdo i que, al 2015, ja van provocar un atemptat contra la revista (aquí teniu l’enllaç a l’article publicat al bloc sobre el tema [https:]] ).
El que em resulta especialment monstruós de tota aquesta història és la genuïna barbàrie que supura: atemptar contra o a causa d’un acudit, considerar perillós al sentit de l’humor, perseguir a qui vol fer riure, disparar al pallasso… constitueix la més profunda declaració de barbàrie possible. Només des de la més profunda imbecilitat, des de la estupidesa més contundent, des de la més monstruosa manifestació del narcisisme intel·lectual, hom seria capaç d’atacar a aquell que vol fer riure.
El sentit de l’humor és un signe de intel·ligència i, per tant, la manca d’aquest sentit … No insultaré la vostra intel·ligència resolent aquest senzill raonament.
Ara caldrà de nou fer aclariments? L’Islam és una religió de pau, el noi que ha comés l’assassinat no havia entès el missatge i, de fet, no es pot considerar com un veritable musulmà… Tot plegat ho he sentit ja massa vegades i, massa vegades, resulta insuficient per justificar la mort. Quan algú mata en nom d’una religió, el problema plantejat no és de caràcter religiós, sinó humà: ha matat un ésser humà en nom de Déu; si ha fet o no una correcta interpretació de la paraula de Déu és indiferent. El que és ineludible és el fet que ha matat a algú i que, si no hagués rebut una educació religiosa, molt probablement no ho hagués fet.
S’infereix, per tant, que l’educació religiosa pot provocar assassinats. Pot semblar que l’argument és menor, però fem un recorregut pels assassinats comesos en nom de la química, de les matemàtiques, de la biologia, de la filologia, de la geografia o de la història de l’art… Si posem a l’altre plat de la balança a la religió, tenim un seriós argument per a l’extinció d’aquesta nociva matèria del nostre sistema educatiu i, en la mesura dels possibles, de la nostra cultura.
Avui a tot l’estat francès s’han convocat manifestacions de rebuig envers l’assassinat. Hem vist com es recuperava el lema de fa sis anys “Je suis Charlie” i que s’actualizava amb un “Je suis professeur”. França és un estat laic on es considera, que entre el valors del ciutadans de la República, l’educació i la llibertat d’expressió són fonamentals. Nosaltres vivim a un estat aconfessional on un individu pot fer classes de religió sense una titulació universitària, sempre i quan aporti una carta del mossèn de la parròquia acreditant la seva capacitació pedagògica; d’altra banda, no vivim a una república i, per tant, no podem defensar valors republicans dins el nostre sistema educatiu. Desconec en què consisteixen els valors ètics de la monarquia parlamentària borbònica, més enllà de la desordenada conducta sexual i l’obsessió per l’ús de les armes de foc que ha portat a excessos en els que perillen germans, elefants o extremitats inferiors dels membres de la família reial garant dels valors en qüestió; en tot cas, si un valor s’ha de defensar fent ús de les armes (o de la seva venda) no em sembla que valgui gaire la pena.
M’agradaria molt viure a un estat en el que els ciutadans surten al carrer tot reivindicant la seva identificació amb els docents. M’agradaria molt viure a un estat republicà i laic, on hom considerés que la llibertat d’expressió ha de formar part no només dels drets fonamentals dels ciutadans sinó també de les obligacions educatives dels docents. M’agradaria molt viure a un estat on els docents no apliquessin sistemàticament l’autocensura per evitar conflictes…
Els conflictes, si no són violents, constitueixen la clau del progrés de la societat. Però el conflicte és incòmode i, la nostra societat, ha assumit uns nivells de confort del tot irrenunciables, encara que sigui en nom de la llibertat d’expressió.
El sorteo cívico permite reunir a un grupo de ciudadanos elegidos al azar, que conformen una muestra representativa de la población, para que mediante la deliberación tomen decisiones de políticas públicas. Todas las personas somos capaces de tomar decisiones de políticas públicas mientras estemos informadas y tengamos tiempo y recursos para deliberar.
Los expertos son fundamentales, la cuestión es quién tiene acceso a los expertos. En un sorteo puede ser elegida cualquier persona, pero la idea es que tenga luego acceso directo a esos expertos. Y cuando hablamos de expertos no nos referimos solo a los académicos, como se entiende desde las élites, sino también a expertos de la sociedad civil, pues hay mucho conocimiento en la calle (sociedades de vecinos, ONG...). En la Convención Ciudadana por el Clima de Francia, los elegidos por sorteo estuvieron trabajando durante siete fines de semana con expertos para poder tomar decisiones.
Grupos de personas diversas en su manera de ver el mundo toman mejores decisiones que grupos homogéneos de expertos y expertas. Personas elegidas por sorteo que tienen acceso a conocimiento durante un tiempo determinado y que tienen acceso a técnicas de deliberación.
El sorteo es un buen sistema para afrontar tres tipos de cuestiones: las relacionadas con las propias reglas del sistema democrático, que no tienen que ver con el cambio climático, y luego las complejas donde hay controversia en la sociedad y las que son de largo plazo, donde entra de lleno el cambio climático. El sistema de partidos tiene sus periodos electorales que hacen muy difícil afrontar decisiones de muy largo plazo o cuestiones que supongan replantear de manera tan radical nuestra manera de vivir, de producir, de consumir… A menudo estas decisiones radicales son difíciles de tomar desde los partidos porque necesitan ser reelegidos. El sorteo sirve para resolver marrones de los Gobiernos para los que es difícil tomar decisiones.
El problema del cambio climático, por ejemplo, es tan grave que necesitamos añadir capas y esta capa de la ciudadanía es fundamental, porque ahora hay una separación entre todo lo que se ha producido de forma científica, la forma en la que se está gestionando desde la política y la ciudadanía. La asamblea ciudadana es un mecanismo esencial para abordar la crisis climática. Se ha visto muy bien en Francia, donde la Convención Ciudadana por el Clima ha generado un gran debate en la sociedad. Necesitamos estar todos en este barco y pensar colectivamente cómo afrontar este desafío.
El problema no son los políticos, las personas, sino el sistema de partidos, que fomenta esto. Primero porque el pensamiento político se crea dentro del partido, dentro de un grupo de personas que ya piensa como tú, con acceso a expertos que también piensan como tú. Y luego porque en el Parlamento la lógica de partidos hace que los debates estén hechos de antemano. Ahí no pasa nada, muchos políticos te lo dicen en privado. Es un desastre, no existe una deliberación, ni un debate de verdad.
Debatir es: yo te cuento algo y trato de convencerte, mientras la otra persona dice algo e intenta convencerme. Deliberar es que tenemos que dialogar para llegar a un acuerdo común.
Cuanto más se junta la gente con otros que piensan igual, más se polariza todo. El sorteo permite romper esto. Vivimos en silos, muy conectados con gente que piensa como nosotros: nuestros amigos, nuestra familia, nuestro entorno laboral, las redes sociales… y tenemos muy pocas oportunidades de hablar con personas que piensan diferente. Estas asambleas ciudadanas permiten llegar a posiciones mucho menos polarizadas. Hay dos grandes problemas ahora mismo en la política: la polarización y las fake news. El sorteo lucha contra la polarización por lo que acabo de decir y contra las fake news porque tienen un acceso directo al conocimiento, conocimiento científico y de la sociedad civil. Cuando decimos sorteo, esta es solo una parte de todo un mecanismo que tiene muchas piezas. Después del sorteo está la deliberación y luego está la rotación. Esto es muy importante porque con el sorteo siempre so mandatos cortos. En general son mandatos entre tres meses, un año, dos años como mucho. Y como son personas elegidas por sorteo, en principio no suelen tener vínculos con grupos de intereses, aunque también puede pasar. Pero es mucho más difícil que la corrupción pueda llegar a esas personas o que esas personas puedan tener la tentación de la corrupción.
Hay una crisis de confianza brutal en las instituciones y en la política, y esto lleva a pensar que lo que necesitamos son Gobiernos de expertos o líderes populistas. Nosotros pensamos que esa no es la vía. Hay que permitir que la ciudadanía participe en las grandes decisiones que tienen que ver con el futuro de la humanidad.
En la Atenas clásica el idiota era el que no se interesaba por la cosa pública y solo se interesaba por los intereses privados. Además, luego se ha producido una división en las tareas: unas personas se encargan de la acción política y los demás de otras cosas. Pero cada vez hay más gente que pone en cuestión esta división de tareas. Pensar en el mundo debería ser una tarea común.
Clemente Álvarez, entrevista a Arantxa Mendiharat: "La asamblea ciudadana es un mecanismo esencial para abordar la crisis climática", El País 12/10/2020
Aquesta novel·la de Jesús Moncada (1941-2005), publicada per primera vegada el 1988, és una obra mestra inqüestionable de la literatura catalana. Guardava molt bon record dels reculls de contes que havia llegir de l'autor, El Cafè de la Granota i Calaveres atònites, però la lectura d'aquesta novel·la la tenia pendent de feia molt de temps. D'entrada he de dir que és una lectura impressionant. Camí de sirga és la crònica d'un món esvaït de fa molts anys, el del poble vell de Mequinensa, un municipi de la franja d'Aragó situat en la confluència dels rius Segre i Ebre, i que va ser demolit i enfonsat per l'aigua amb la construcció del pantà de Riba-roja. Després de les protestes veïnals, els habitants van aconseguir traslladar-se a un poble de nova construcció a escassa distància d'allí, que avui dia és el municipi de Mequinensa. En aquesta novel·la Jesús Moncada fa una crònica de la història del poble vell durant el segle vint, posant l'accent en la memòria com a experiència de vida, ja sigui individual o col·lectiva. Gran part de la novel·la ens descriu l'activitat econòmica de la zona i la seva lenta decadència: l'explotació minera, el transport fluvial de carbó des de les mines a les ciutats per a la seva venta, i totes les activitats que hi giren al voltant. Aquest món dels sirgadors, que remuntaven el riu arrossegant les embarcacions primer a pols i després amb animals de tir, així com el dels calafats i els minaires, es va anar perdent a mesura que el carbó es va anar devaluant com a font d'energia. Més enllà d'aquesta pèrdua lenta i progressiva, la història del poble durant el segle vint queda marcada per dos traumes col·lectius que els seus habitants seran incapaços de superar: d'una banda la Guerra Civil, i de l'altra la demolició del poble i l'exili forçós dels seus habitants al municipi nou. Si bé aquest últim moment, a principis dels setanta, es presenta com un exili sense retorn, en contrast amb l'experiència d'aquells que havien aconseguit tornar de l'exili de 1936, sabem que el trencament que suposa la guerra per a tots els personatges ha estat també una ferida impossible de guarir per a aquells que hi van ser. És per això que la novel·la ens endinsa ben bé des de les seves primeres línies en una dinàmica constant de pèrdua i desaparició sense retorn. En aquest sentit, és impecable la construcció de la novel·la, amb una cronologia complexa, que oscil·la constantment entre el present i el passat, i que ens apunta també a les vivències del poble sencer com a personatge col·lectiu. Com passa en els relats que giren al voltant del trauma, la cronologia no lineal ens ajuda a posar-nos a la pell dels personatges i la seva vivència tot sovint caòtica i dislocada dels esdeveniments que els toca presenciar. Ara bé, la part més brillant d'aquest recurs a la cronologia no lineal és que tots els moments s'acaben fent simultanis, en tant que cada record d'un episodi concret queda lligat a un personatge que transporta aquestes històries dins seu com si es tractés d'una càrrega feixuga. D'aquesta forma la trama ens va entrecreuant els diferents personatges en diferents situacions que revelen les relacions de poder entre els senyors del poble i els treballadors: la divisió de classe entre els uns i els altres, que desencadenarà finalment de forma tràgica l'esclat de la guerra i després la crueltat de la dictadura, és omnipresent durant la narració. Moncada alinea de seguida el seu relat políticament i dedica una enorme empatia als vençuts de la contesa, que ja tenien les de perdre abans de la guerra amb l'explotació econòmica iniciada pels propietaris de les indústries de la zona. El seu interès per la memòria, de fet, queda lligat precisament a la seva denúncia del silenciament de les seves històries. No és debades que la novel·la arrenca, com si es tractés dels portents d'un apocalipsi presagiat i pressentit per tothom, però no buscat per ningú, amb un silenci incòmode i un sentit de culpa col·lectiva al voltant de la primera demolició del poble: la casa d'un soldat desaparegut per sempre més durant la guerra. Aquest episodi és emmirallat al final de la novel·la per l'enterrament clandestí i furtiu de l'esquelet d'un soldat desconegut que una família del poble havia amagat durant dècades a l'espera de poder-lo identificar. A aquest mateix silenciament apunta el recurs constant de la novel·la al realisme màgic; els objectes de la ciutat demolida cobren una vida pròpia mentre encara hi ha records i visions d'esdeveniments monstruosos que s'hi aferren, i els difunts són una presència constant dins del món dels vius. Així, les visions de la batalla de Tetuan inunden el Cafè del Moll quan el vell Arquimedes Quintana les reviu en el seu record; la visió del passat esclavista d'un dels senyors de la contrada queda reflectida per sempre més en forma de malson al mirall barroc de la família; o els clamors de la batalla queden per sempre més atrapats dins la calavera del soldat republicà no identificat. Els episodis humorístics són força més esparsos que en els contes curts de l'autor, però la novel·la es gaudeix precisament per aquest contrast dramàtic entre el que és anecdòtic i quotidià i la història col·lectiva que ens travessa de forma inexorable. Els protagonistes hauran d'aprendre a afrontar aquest inevitable curs del temps fins que la seva rebel·lia i ànsies de viure cedeixin a l'acceptació. Una lectura del tot recomanable.
Sinopsi: L'any 1970, els frustrats habitants del poble vell de Mequinensa, que no és anomenat pel seu nom en cap moment de la novel·la, veuen començar les primeres demolicions d'edificis al poble, i preparen el seu trasllat a la vila nova. Tanmateix, la presència de la destrucció enmig seu desferma una allau de records que els habitants del poble no poden contenir, i que ens remunten a l'esplendor econòmic de la zona arran de la primera guerra mundial, amb la disbauxa generalitzada d'un teatre de cabaret local, l'Edèn, que fa les delícies de senyors i treballadors per igual. Amb la crisi econòmica a la fi de la guerra i la davallada de l'activitat comercial, comencen les primeres protestes obreres, que desencadenaran l'assassinat a sang freda d'un líder anarquista del poble. Aquest fet es transformarà en una ferida oberta enmig de la comunitat que acabarà retornant de formes insospitades amb l'adveniment de la República, la Guerra Civil i després la dictadura franquista.
M'agrada: La seva lectura ha estat una descoberta. Una novel·la magnífica i aclaparadora en la seva bellesa i la seva complexitat.
Esta pasada primavera, el Ateneo de Cáceres cumplió sus primeros veinte años. Es una pena que, por culpa de la pandemia, no se haya podido celebrar aún como corresponde. Mientras, ahí sigue, en el bellísimo palacio Camarena, junto a la Plaza Mayor, a disposición de quien quiera acercarse a sus cursos, talleres, exposiciones, conferencias y conciertos. ¿Habrá mejor celebración que esa? Porque no nos engañemos: un Ateneo en activo, en los tiempos que corren, no puede ser más que una maravillosa extravagancia.
Piénsenlo: en la era de la globalización, el individuo atomizado, la comunicación virtual, el consumo y el espectáculo, el escamoteo de lo político y lo público, la polarización artificiosa de las opiniones, y la sujeción de casi todo contenido cultural al mercado… ¿No es un milagro que los ciudadanos, ellos solos, se reúnan para hacer cosas en común (y no solo para consumir, rezar o mirarse ideológicamente el ombligo)? ¿No es extraño un sitio donde la cultura vaya por libre, fuera del tiesto administrativo, el circuito mercantil o la catequesis política o religiosa? ¿Para qué sirve esa antigualla casi decimonónica? ¿Qué diablos pinta un ateneo, hoy, en mitad de la ciudad?...
Una respuesta breve, pero sustanciosa, es que un ateneo, precisamente un ateneo, es la razón misma de ser de una ciudad; esto es, de aquel lugar que los filósofos clásicos consideraban la comunidad humana perfecta.
La razón de esto último es que la ciudad, con su asamblea y su ágora, representaba, decían estos filósofos, el marco idóneo en que desenvolver la naturaleza moral y racional del ser humano. Así, nada mejor que la actividad política en la Asamblea – decía Aristóteles – para poner a prueba y forjar el temple moral de un hombre, y nada más propicio al entendimiento que dialogar todo el día en la plaza – como hacía Sócrates – acerca del ser de las cosas, la verdad, el bien o la belleza.
Pero esto ocurría en la “polis”, un tanto idealizada, de los filósofos griegos. En nuestras modernas ciudades ya no hay asambleas, ni apenas ágoras. Trasladadas sus funciones políticas a la corte de políticos profesionales que son los parlamentos, y encerrada su vida intelectual en las instituciones académicas, ¿qué espacios quedan hoy en la ciudad para que los ciudadanos puedan ejercer sus virtudes públicas y desplegar su inquietud filosófica en la experiencia común del diálogo?
Tiempo ha, los ateneos, al igual que otras iniciativas cívicas, como las universidades populares o algunas sociedades científicas, suplían parcialmente el lugar que la asamblea y el ágora tenían en la “polis” de los filósofos. Allí se reunían los ciudadanos para cultivar las virtudes éticas e intelectuales (el diálogo, la racionalidad, la tolerancia, la honestidad, la generosidad, la moderación, la igualdad, la ecuanimidad…) sin las que no es posible ser persona ni alcanzar ese grado de “amistad cívica” que exige una sociedad civilizada.
¿Mas que queda de todo eso? Ateneos y centros verdaderamente cívicos – al margen de la Administración o los cenáculos ideológicos – sobreviven hoy como un archipiélago exótico y amenazado en mitad de nuestras furiosas urbes. Y, sin embargo, es ahora, cuando todas las fórmulas conocidas de comunidad (la familia, la vida rural, la propia ciudad, la nación) se desmoronan, cuando más necesarios son. Nada, ni los ritos democráticos, ni la sobreinformación y sobreconectividad mediática, ni la extensión de la educación superior (volcada hacia la especialización y la técnica), proporcionan hoy, ni de lejos, esa misma experiencia de desarrollo moral e intelectual.
Gracias, en fin, a los que, hace ya veinte años, rescataron del olvido al ateneo cacereño (cómo no mencionar aquí al filósofo Esteban Cortijo), y no menos a los que lo mantienen ejemplarmente vivo (Javier, Lola, Víctor, Antonio y tantos otros), abierto a todo y a todos, sin siglas ni apellidos, plural y repleto de esa inconmensurable energía moral e intelectual que le dan los ateneístas, es decir, los ciudadanos. Esperemos que, durante muchos más años sigáis ahí, en el corazón de la ciudad. A ver si entre todos logramos salvarla, y, así, salvarnos también a nosotros mismos.
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
John Stuart Mill (Londres, 1806 – Avignon, 1873)
Obras fundamentales: Bentham (1838), Sistema de la lógica(1843), Ensayos sobre algunas cuestiones disputadas en economía política (1844), Principios de economía política (1848),Sobre la libertad (1859), Pensamientos sobre la reforma parlamentaria (1859), Consideraciones sobre el gobierno representativo (1861), Utilitarismo (1863), El sometimiento de las mujeres (1869), Autobiografía (1873). Igualmente, son destacables tres escritos aparecidos póstumamente en 1874: La Naturaleza, La utilidad de la religión y Teísmo.
1. Todo conocim
... (... continúa)Uno de los descubrimientos más decisivos de Whitehead fue constatar que la vida no es matemática. La vida puede ser burla sangrienta o ironía mordaz, teatro, contradicción y caos, todos ellos elementos que no encajan en un mundo ideal y perfecto de las matemáticas. La vida puede ser chapucera y deforme y seguir siendo vida. La espontaneidad, la sorpresa y el asombro del vivir se encuentran muy lejos de la armonía y perfección matemática. Las matemáticas son maravillosas (cualquiera que las haya estudiado lo sabe), pero son una ciencia abstracta, cuantitativa y, sobre todo, incolora. Mientras que la vida es color, mezcla de luz y oscuridad. Newton fue capaz de reducir el color a un número (el ángulo de refracción) y, al hacerlo, trasmutó, como el alquimista que siempre quiso ser, lo cualitativo por lo cuantitativo. En esa operación está la clave del mundo moderno, la piedra filosofal que nos ha dado riqueza y prosperidad, al precio inevitable de una creciente crisis climática y ecológica.
Otras de las grandes genealogías de Whitehead fue mostrar que, desde Newton, las ciencias se han ocupado de reducir lo cualitativo a lo cuantitativo. Y ha otorgado “realidad” a lo segundo, rebajando lo primero a la categoría de la ilusión. Los colores y los sonidos son una ilusión creada por partículas diminutas que no vemos a simple vista, pero que podemos ver con los instrumentos adecuados. Lo que ve el instrumento prima sobre lo que se ven nuestros propios ojos, tiene “más realidad”, como si el detalle fuera ontológicamente superior a la impresión, como si la pintura de Courbet estuviera por encima de la de Monet.
El imperio de la cantidad puede satisfacer a ciertos temperamentos, mientras que para otros consagrar la atención a una ciencia incolora y abstracta resulta deprimente. Sea como fuere, la ciencia de lo cuantitativo goza hoy día de la aprobación general. De hecho, es la única ciencia admisible. En esa cultura llevamos ejercitándonos más de trescientos años. Pero más que afirmar que el universo habla el lenguaje de las matemáticas, sería más adecuado decir que el universo es “matematizable”, que se presta a la “matematización”. Es importante entender la matemática no como una verdad que se oculta tras las apariencias fenoménicas, sino como un modo particular de leerlas, una lectura complementaria de otras.
Esa cultura científica hace creer que la ciencia “descubre” una realidad subyacente, que existe como “objeto” o “relación” antes de que se inicie la investigación. Pero lo que ocurre simplemente es que la naturaleza es capaz de responder la inquisición analítica y cuantitativa. Eso no quiere decir que la naturaleza sea matemática, sino que las matemáticas son un modo eficaz (en algunos casos y para algunos fines) de leerla. De hecho, la “verdad” de la física matemática es algo que puede ser realizado en la historia (la conquista del espacio o la energía nuclear lo prueban), pero no es algo que está detrás, como esencia verdadera, de los fenómenos. Eso sería hacer metafísica. El éxito de estas empresas no significa que comprendamos el fenómeno, significa únicamente que somos capaces de controlarlo y manipularlo según nuestros propósitos y, como diría Wittgenstein, la exactitud depende de nuestros intereses.
La naturaleza viva no puede desligarse de los valores, de las emociones estéticas, del asombro mismo de la existencia. La vida, cada vida en particular, es un huerto de valores, un pequeño cultivo donde crece la generosidad o la nobleza, la ira o el resentimiento. Whitehead, el matemático convertido a filósofo, recogió así dos herencias olvidadas: el elogio de la atención (del asombro, que dirían los antiguos) y la idea romántica de la naturaleza como experiencia.
Juan Arnau Navarro, Whitehead: el hombre que escapó de la prisión matemática, El País 02/10/2020
Uno de los descubrimientos más decisivos de Whitehead fue constatar que la vida no es matemática. La vida puede ser burla sangrienta o ironía mordaz, teatro, contradicción y caos, todos ellos elementos que no encajan en un mundo ideal y perfecto de las matemáticas. La vida puede ser chapucera y deforme y seguir siendo vida. La espontaneidad, la sorpresa y el asombro del vivir se encuentran muy lejos de la armonía y perfección matemática. Las matemáticas son maravillosas (cualquiera que las haya estudiado lo sabe), pero son una ciencia abstracta, cuantitativa y, sobre todo, incolora. Mientras que la vida es color, mezcla de luz y oscuridad. Newton fue capaz de reducir el color a un número (el ángulo de refracción) y, al hacerlo, trasmutó, como el alquimista que siempre quiso ser, lo cualitativo por lo cuantitativo. En esa operación está la clave del mundo moderno, la piedra filosofal que nos ha dado riqueza y prosperidad, al precio inevitable de una creciente crisis climática y ecológica.
Otras de las grandes genealogías de Whitehead fue mostrar que, desde Newton, las ciencias se han ocupado de reducir lo cualitativo a lo cuantitativo. Y ha otorgado “realidad” a lo segundo, rebajando lo primero a la categoría de la ilusión. Los colores y los sonidos son una ilusión creada por partículas diminutas que no vemos a simple vista, pero que podemos ver con los instrumentos adecuados. Lo que ve el instrumento prima sobre lo que se ven nuestros propios ojos, tiene “más realidad”, como si el detalle fuera ontológicamente superior a la impresión, como si la pintura de Courbet estuviera por encima de la de Monet.
El imperio de la cantidad puede satisfacer a ciertos temperamentos, mientras que para otros consagrar la atención a una ciencia incolora y abstracta resulta deprimente. Sea como fuere, la ciencia de lo cuantitativo goza hoy día de la aprobación general. De hecho, es la única ciencia admisible. En esa cultura llevamos ejercitándonos más de trescientos años. Pero más que afirmar que el universo habla el lenguaje de las matemáticas, sería más adecuado decir que el universo es “matematizable”, que se presta a la “matematización”. Es importante entender la matemática no como una verdad que se oculta tras las apariencias fenoménicas, sino como un modo particular de leerlas, una lectura complementaria de otras.
Esa cultura científica hace creer que la ciencia “descubre” una realidad subyacente, que existe como “objeto” o “relación” antes de que se inicie la investigación. Pero lo que ocurre simplemente es que la naturaleza es capaz de responder la inquisición analítica y cuantitativa. Eso no quiere decir que la naturaleza sea matemática, sino que las matemáticas son un modo eficaz (en algunos casos y para algunos fines) de leerla. De hecho, la “verdad” de la física matemática es algo que puede ser realizado en la historia (la conquista del espacio o la energía nuclear lo prueban), pero no es algo que está detrás, como esencia verdadera, de los fenómenos. Eso sería hacer metafísica. El éxito de estas empresas no significa que comprendamos el fenómeno, significa únicamente que somos capaces de controlarlo y manipularlo según nuestros propósitos y, como diría Wittgenstein, la exactitud depende de nuestros intereses.
La naturaleza viva no puede desligarse de los valores, de las emociones estéticas, del asombro mismo de la existencia. La vida, cada vida en particular, es un huerto de valores, un pequeño cultivo donde crece la generosidad o la nobleza, la ira o el resentimiento. Whitehead, el matemático convertido a filósofo, recogió así dos herencias olvidadas: el elogio de la atención (del asombro, que dirían los antiguos) y la idea romántica de la naturaleza como experiencia.
Juan Arnau Navarro, Whitehead: el hombre que escapó de la prisión matemática, El País 02/10/2020
La filosofia és una disposició vital, un deixar-se tocar per la paraula conceptual, un disposar-se a ser transformat en el més íntim de l’ésser, una pràctica de vida sense garanties. Qualsevol problema que abordem des d’una mirada filosòfica, és un problema que està inscrit sempre en els cossos dels qui els donen vida i ho suporten. Si partim d’una concepció de la filosofia com a praxi conceptual, és a dir, la filosofia com un tipus de racionalitat que opera construint realitats, inventat, desestabilitzant i movent conceptes, llavors la pràctica de la filosofia no tracta de paraules teòriques buides, mer joc de paraules, sinó de paraules inscrites en el món i en el cos de qui les enuncia, des de les preguntes que ens posen les situacions de vida que travessem. Així, la història de la filosofia no és la història de les discussions i batalles de corrents de pensament i tradicions a què apropar-se i conèixer a través de les seves teories, torsions, talls interns i projeccions hermenèutiques amb voluntat enciclopèdica; la història de la filosofia és la història de la batalla de cossos contra cossos.
La filosofia no és una teoria que té un objecte. Més aviat, és un acte d’indisciplina radical, com a procediment sense garanties, “sense baranes”, segons el dir d’Hannah Arendt. Filosofar no garanteix res, però “la filosofia és un bell risc que cal córrer”, diu Sòcrates en les últimes pàgines de Fedó. És un punt de foc, però no un lloc de refugi. És un principi de pànic. No tracta de construir falses i petrificades veritats eternes, sinó viure el nostre propi temps incorporant tot l’ordre i el desordre del món. No és un saber acabat, és un ethos, un hàbit, una tasca d’elucidació filosòfica de l’experiència. Cal sempre algun trencament, alguna fissura que iniciï la pregunta filosòfica. Aquesta no pot ser mai reduïda a una unitat, només podem penetrar-hi des de les esquerdes de les seves formes desbordants, disruptives, proliferants i rizomàtiques.
G. Deleuze deia que el pensament ens impedeix ser immanents a l’estupidesa. I és que un món sense pensament seria un horror, perquè el pensament és sempre performatiu, el fet de pensar és acció tant com l’acció és pensar. No hi ha accions que responguin, de manera automàtica, a l’efectuació d’un receptari previ i normat. No hi ha identitats preestablertes ni agendes tancades. La idea filosòfica més pertinent no és aquella que millor es vincula, i es correspon, a alguna idea de veritat, sinó aquella capaç de crear mons habitables. Però un món habitable no és només un lloc d’aixopluc, és també un espai en què ser danyat, un lloc que sembra el terror sobre això que anomenem “sentit comú”. Trencar codis és sempre un acte violent. Pensar és obrir un camp de batalla que no està donat.
La filosofia és, doncs, una potència que elabora preguntes, llenguatges, sabers sobre l’existència col·lectiva. El pensament és essencialment públic. Però el filòsof no emprèn aquesta tasca de manera solipsista, aïllat del món i dels altres. Contrari al que podria pensar-se, per la complexitat que comporta alguns textos que la tradició ha nomenat com “filosòfics”, el fer de la filosofia s’inscriu en una falta de codificació, en una absència d’un vocabulari conceptual apropiat. Potser per això diu J. Rancière a l’Inconscient estètic que “el filòsof no surt per anar de visita a casa dels altres, del terreny que li pertanyeria. La casa del filòsof sempre està en algun lloc a la cruïlla de les cases dels altres”. El mètode que posa en pràctica la filosofia és el d’un coneixement situat, “començar en si per no quedar en si”, resava la consigna del col·lectiu Precarias a la Deriva, fent de la subjectivitat un procés de subjectivació desterritorialitzant, performatiu. El monopoli de la pràctica filosòfica no pertany al filòsof-geni, aquell que posseeix grans dots inventius; hi ha sempre un -se impersonal, convergències de processos dissímils traçats per molts éssers anònims. Cossos anònims que pensen.
Antonio Gómez Villar, Què és filosofia?, catalunyaplural.cat 11/10/2020
La filosofia és una disposició vital, un deixar-se tocar per la paraula conceptual, un disposar-se a ser transformat en el més íntim de l’ésser, una pràctica de vida sense garanties. Qualsevol problema que abordem des d’una mirada filosòfica, és un problema que està inscrit sempre en els cossos dels qui els donen vida i ho suporten. Si partim d’una concepció de la filosofia com a praxi conceptual, és a dir, la filosofia com un tipus de racionalitat que opera construint realitats, inventat, desestabilitzant i movent conceptes, llavors la pràctica de la filosofia no tracta de paraules teòriques buides, mer joc de paraules, sinó de paraules inscrites en el món i en el cos de qui les enuncia, des de les preguntes que ens posen les situacions de vida que travessem. Així, la història de la filosofia no és la història de les discussions i batalles de corrents de pensament i tradicions a què apropar-se i conèixer a través de les seves teories, torsions, talls interns i projeccions hermenèutiques amb voluntat enciclopèdica; la història de la filosofia és la història de la batalla de cossos contra cossos.
La filosofia no és una teoria que té un objecte. Més aviat, és un acte d’indisciplina radical, com a procediment sense garanties, “sense baranes”, segons el dir d’Hannah Arendt. Filosofar no garanteix res, però “la filosofia és un bell risc que cal córrer”, diu Sòcrates en les últimes pàgines de Fedó. És un punt de foc, però no un lloc de refugi. És un principi de pànic. No tracta de construir falses i petrificades veritats eternes, sinó viure el nostre propi temps incorporant tot l’ordre i el desordre del món. No és un saber acabat, és un ethos, un hàbit, una tasca d’elucidació filosòfica de l’experiència. Cal sempre algun trencament, alguna fissura que iniciï la pregunta filosòfica. Aquesta no pot ser mai reduïda a una unitat, només podem penetrar-hi des de les esquerdes de les seves formes desbordants, disruptives, proliferants i rizomàtiques.
G. Deleuze deia que el pensament ens impedeix ser immanents a l’estupidesa. I és que un món sense pensament seria un horror, perquè el pensament és sempre performatiu, el fet de pensar és acció tant com l’acció és pensar. No hi ha accions que responguin, de manera automàtica, a l’efectuació d’un receptari previ i normat. No hi ha identitats preestablertes ni agendes tancades. La idea filosòfica més pertinent no és aquella que millor es vincula, i es correspon, a alguna idea de veritat, sinó aquella capaç de crear mons habitables. Però un món habitable no és només un lloc d’aixopluc, és també un espai en què ser danyat, un lloc que sembra el terror sobre això que anomenem “sentit comú”. Trencar codis és sempre un acte violent. Pensar és obrir un camp de batalla que no està donat.
La filosofia és, doncs, una potència que elabora preguntes, llenguatges, sabers sobre l’existència col·lectiva. El pensament és essencialment públic. Però el filòsof no emprèn aquesta tasca de manera solipsista, aïllat del món i dels altres. Contrari al que podria pensar-se, per la complexitat que comporta alguns textos que la tradició ha nomenat com “filosòfics”, el fer de la filosofia s’inscriu en una falta de codificació, en una absència d’un vocabulari conceptual apropiat. Potser per això diu J. Rancière a l’Inconscient estètic que “el filòsof no surt per anar de visita a casa dels altres, del terreny que li pertanyeria. La casa del filòsof sempre està en algun lloc a la cruïlla de les cases dels altres”. El mètode que posa en pràctica la filosofia és el d’un coneixement situat, “començar en si per no quedar en si”, resava la consigna del col·lectiu Precarias a la Deriva, fent de la subjectivitat un procés de subjectivació desterritorialitzant, performatiu. El monopoli de la pràctica filosòfica no pertany al filòsof-geni, aquell que posseeix grans dots inventius; hi ha sempre un -se impersonal, convergències de processos dissímils traçats per molts éssers anònims. Cossos anònims que pensen.
Antonio Gómez Villar, Què és filosofia?, catalunyaplural.cat 11/10/2020
Nos han educado para creer que somos la cumbre de la creación, que estamos enfrentados a la naturaleza, que la hemos trascendido gracias a la razón, que debemos enseñorearnos de ella. Así hemos dado rienda suelta a la codicia corporativa, que presenta la mera acumulación monetaria como crecimiento. Así hemos confundido los caprichos de las élites dominantes con necesidades universales humanas, el éxito con la felicidad y el buen vivir con el mucho poseer.
Un diminuto virus vino a recordarnos que nuestra independencia es una vana y peligrosa ilusión, que somos una criatura entre otras y que no hay dueños de la vida. Tal vez el desafío más importante que tengamos sea el de aprender a pensar y a vivir de un modo no predatorio, entendiendo que somos parte y no amos de la tierra, y que nuestro destino está enlazado al de lo demás.
Nos han educado para creer que somos la cumbre de la creación, que estamos enfrentados a la naturaleza, que la hemos trascendido gracias a la razón, que debemos enseñorearnos de ella. Así hemos dado rienda suelta a la codicia corporativa, que presenta la mera acumulación monetaria como crecimiento. Así hemos confundido los caprichos de las élites dominantes con necesidades universales humanas, el éxito con la felicidad y el buen vivir con el mucho poseer.
Un diminuto virus vino a recordarnos que nuestra independencia es una vana y peligrosa ilusión, que somos una criatura entre otras y que no hay dueños de la vida. Tal vez el desafío más importante que tengamos sea el de aprender a pensar y a vivir de un modo no predatorio, entendiendo que somos parte y no amos de la tierra, y que nuestro destino está enlazado al de lo demás.
The Age of Surveillance Capitalism de Shoshana Zuboff es actualmente la obra de referencia cuando se habla de la gran máquina de explotar datos creada alrededor de Google y Facebook. Publicado en 2019, el libro ha sido ampliamente citado en las conversaciones sobre la forma que está adoptando la sociedad digital(izada) del siglo XXI.
The Age of Surveillance Capitalism de Shoshana Zuboff es actualmente la obra de referencia cuando se habla de la gran máquina de explotar datos creada alrededor de Google y Facebook. Publicado en 2019, el libro ha sido ampliamente citado en las conversaciones sobre la forma que está adoptando la sociedad digital(izada) del siglo XXI.