Seguimos comentando hoy las citas que se propusieron en la pasada Olimpiada Filosófica Internacional. Se trata esta vez de una cita clásica de la poética de Aristóteles, a mi juicio la más difícil de todas las que se plantearon. Tomamos la versión que aparece en la edición de Gredos:
“Es, pues, la tragedia imitación de una acción esforzada y completa, de cierta amplitud, en lenguaje sazonado, separada cada una de las especies [de aderezos] en las distintas partes, actuando los personajes y no mediante el relato, y que mediante la compasión y el temor llevan a cabo la purgación de tales afecciones. Entiendo por “lenguaje sazonado” el que tiene ritmo, armonía y canto, y por “con las especies [de aderezos] sepadaramente”, el hecho de que algunas partes se realizan solo mediante versos, y otras, en cambio, mediante el canto.”
Como se ve, la definición es amplia e incluye muchos aspectos bien diversos, referentes al contenido, el estilo y el efecto que ha de producir la tragedia. Apunta a lo más esencial de la tragedia y sin embargo se ha convertido también en un referente en lo que toca a la reflexión en torno al arte en general. En el comentario de hoy, nos fijaremos especialmente en dos de estas cuestiones: el contenido y el efecto.
Qué merece la pena ser recordado. No es esto lo que dice Aristóteles, pero en cierta manera se deriva de lo que hemos de imitar en la tragedia: una acción esforzada y completa. La tragedia, y el arte en general, ha de seleccionar muy bien qué es lo que se quiere inmortalizar. Porque en esto consiste también la tragedia: salvar un hecho del olvido, elevarle a una nueva condición en la memoria de la humanidad, convirtiéndolo así en un referente permanente. Por eso, aunque como bien dice Aristóteles haya personajes, y no una mera narración, cada uno de ellos nos están representando a todos. Suben a las tablas todas las Medeas que en el mundo han sido, cobran vida en el cuerpo y en la voz de quien deja de ser quien es para representar un personaje colectivo, un fondo humano, muy humano, que no merece caer en el olvido. No se puede hacer una tragedia de un hecho intrascendente o rutinario. Es imitación de la vida, pero de una forma de vida muy especial: aquella en la que lo mejor y lo peor de la naturaleza humana se ponen frente a frente y dialogan entre sí, jugando hasta terminar la partida. No en vano es esta la segunda condición que establece el propio Aristóteles: la acción ha de ser completa. No es compatible la tragedia con el suspense, sino que se exige en todo momento un final, que no puede quedar abierto. Un final real, y acorde a las dimensiones de la historia que se cuenta. Por eso es tan habitual que la tragedia termine de una forma violenta, con muertes inesperadas o con infelicidad. Porque tiene que ocurrir en el arte exactamente lo mismo que en la vida, y habitualmente aprendemos más, o vivimos de una forma más intensa aquellas historias que tienen un final truculento.
Segundo rasgo de la tragedia: la “catarsis”. Esa “purgación de afecciones” o “purificación” que desde Aristóteles se viene asociando a la representación. De alguna forma, nos está diciendo Aristóteles, la tragedia tiene que movernos por dentro, ha de retorcernos las tripas y darnos un vuelco al corazón. El temor y la compasión, pero también otros sentimientos, han de ir más allá del escenario, invadiendo el patio de butacas para atraparnos en la representación. Para ser, por unos instantes, tal o cual personaje: amar con ellos y odiar con ellos. Morir con ellos y matar con ellos. De ahí surge esa catarsis a la que se refiere Aristóteles, experiencia que hoy quizás no es exclusiva del teatro sino también de otras manifestaciones artísticas como el cine. Y es que si dejamos de lado las características estilísticas que aparecen en la definición, bien podría decirse que el cine hoy ha hecho suyas las condiciones que apunta el pensador griego. El buen cine debería recoger sólo aquellas historias que merecen la pena, que deben ser arrancadas del olvido, apuntando también a esta purificación de los sentimientos. Con todo, cuenta el teatro con una ventaja innegable: es algo más vivo, más cercano, más directo. Por ello al salir de la obra deberíamos ser en cierta manera distintos que cuando entramos, al haber vivido la compasión y el temor en primera persona. Algo que, sin embargo, podríamos cuestionar hoy, pues algunos señalan que el teatro y otras manifestaciones artísticas se han convertido en actos predominantemente sociales. Con todo, al margen de estos debates, hay una cosa clara: Aristóteles fue capaz de apuntar, hace más de veinte siglos, las características definitorias de la tragedia, que han venido definiendo este género hasta nuestros días.