Cuenta una leyenda que en uno de los pocos días aburridos en la vida de Platón, se rodeó de sus incondicionales académicos y entre todos se pusieron a buscar un plan para una tarde sin mordiente. Es sabido que la solución habría de llegar del diálogo, pero finalmente la propuesta de Platón logró el quorum esperado. La cosa prometía: para resolver las dudas que una y otra vez asaltaban a sus discípulos, el maestro iba a pagarse una ronda en la única hamburguesería existente en el mundo de las Ideas. Era bien sabido que no podía haber más que una, y no por razones comerciales sino porque sencillamente aquella Idea de hamburguesería era el modelo único de los muchos establecimientos que, con mayor o menor acierto, aspiraban a acercarse al ideal. Aristóteles, Alcibíades y el resto de discípulos estaban exultantes: por fin iban a poder ver de primera mano ese misterioso mundo que les contaba Platón en las clases. Así que ni cortos ni perezosos siguieron las indicaciones del fundador de la academia: acudieron al lugar acordado, una vieja parada de autobús abandonada, y esperaron pacientemente a que un destartalado carro de apenas 12 plazas los recogiera. Les intrigaba tanto el cómo sería ese nuevo mundo, como su geografía: todos estaban pendientes de ver el modo de llegar al mismo. Y así pasaron unos primeros minutos hasta que un olor muy particular comenzó a salir por las rejillas del aire acondicionado y un deseo irresistible de echar una buena siesta se apoderó de los presentes.
Maldición, se habían dormido. No podrían recordar el camino de acceso. Pero efectivamente, allí estaban: por fin conocían el mundo de las ideas y estaban enfrente de un gran local lleno de colores vivos y luminosos, un escaparate enorme plagado de carteles y sugerentes ofertas. El más glotón de los académicos no se detuvo ni a mirar las cristaleras, y fue raudo y veloz al mostrador, donde le atendía un mecanismo robótico. Algo que no le extrañó en absoluto, pues todo el mundo sabía que en el mundo de las Ideas el cuerpo no era necesario el trabajo. Así que dirigió su voz hacia una rejilla y dijo: “Por favor, una doble con bacon y queso, sin ketchup pero con mostaza”. La máquina, sin embargo, replicó: “Lo siento señor, pero en la Idea de hamburguesería no tenemos dobles. No puede existir la duplicidad de un mismo objeto.” Este tipo de frases ya le sonaban de las clases: se pasaban el día hablando de unicidades, duplicidades, pluralidades, concretos y universales. “Bueno, no importa, puedo comerme dos entonces. De momento, me pones una sencilla, pero por favor teniendo en cuenta lo que te decía: sin ketchup y con mostaza”. El resto de académicos empezaban a impacientarse en la cola, pero la voz metálica respondió: “No es posible, señor, la Idea de hamburguesa va asociada indisolublemente con el ketchup y la mostaza. No es posible introducir variación alguna, puesto que eso implicaría duplicar la Idea.” (esto de la duplicación empezaba a sonar como uno de los mayores problemas del mundillo aquel)
A Aristóteles la situación le había extrañado desde un primer momento. Ellos eran los únicos clientes del local. Por si fuera poco, se moría de hambre. Por eso se abalanzó sobre el mostrador y elevó el tono: “¡Por el perro! Dame una hamburguesa. La que sea, la que sirváis aquí habitualmente”. Al momento apareció una hamburguesa delante de él. No tenía nada que ver con las que ponían en Atenas, en garitos como el Vitaminas o en el Carmelo: aquella parecía de cera, y desde luego no estaba nada apetitosa. Nadie diría que estaba recién hecha, sino que bien podría llevar cocinada varios años. Era una especie de hamburguesa incorrupta. Pero a buen hambre no hay pan duro y Aristóteles fue a darle un buen ñasco. Sin embargo aquello estaba tan duro que no se podía comer. No se llegaron a romper los dientes del estagirita, pero sus gritos de dolor crearon un silencio de indignación. Platón tomó la palabra: “Parecéis estúpidos, no habéis aprendido nada. Cómo vas a morder algo que es inmutable, cómo puedes pretender que desaparzca algo que por definición es eterno. Siempre os dije que el mundo de las Ideas tenía sus complicaciones. No estáis preparados para estar aquí, volvemos a casa.” De repente volvió el mismo olor, el mismo sueño. Todos los académicos despertaron y coincidían en haber tenido una pesadilla. A diferencia del resto, Aristóteles había aprendido una lección: tenía muy claro que fundaría una escuela propia, en la que una hamburguesa no te destrozara la boca.