Ninguna religión ha hablado más de la fe que la cristiana. Y cuando se habla mucho de algo es que eso de lo que se habla está muy lejos de ser evidente. Es decir, que hablamos de la fe porque es lo que más nos falta. Esta carencia sería letal para cualquier religión... excepto para el cristianismo, porque la duda le es inherente. Por eso mismo es la religión más extraña.
Seguramente lo que acabo de decir sorprenderá a más de uno, pero los hechos centrales del Evangelio muestran contundentemente a quien sepa leer esta centralidad de la duda. En el Evangelio se recoge, sin subterfugios, la duda de todo el mundo, hasta la del mismo Dios. No decía ninguna tontería Tertuliano cuando defendía que todo en el cristianismo es tan absurdo que no puede sino ser verdadero.
El relato de la pasión de Jesús se abre, de manera aparentemente paradójica, con su entrada triunfal en Jerusalén entre los
Hosannah del mismo pueblo que pocas horas después pedirá su condena a muerte a voz en grito, pasando sin solución de continuidad de la adhesión a la condena. Nada del otro mundo. Todo en el Evangelio es humano. Demasiado humano, incluso. Aún se mantiene vivo el eco de su llegada cuando Jesús celebra con sus discípulos la cena pascual. En el transcurso de la misma reconoce que uno de ellos lo traicionará y que Pedro, aquel sobre el que fundará su iglesia, renegará de él antes de que cante el gallo. Al concluir la cena se dirigen al Monte de los Olivos. Falta Judas. Pero en lugar de resaltar su ausencia, Jesús hace extensivo a todos lo que le ha dicho a Pedro: "Todos vosotros os escandalizaréis de mí esta noche" (Mateo y Marcos). Apartándose de ellos, se arrodilla y comienza a orar: "Abbá, Padre, si quieres, aparta de mí esta copa" (Lucas, Marcos, Mateo). "De ser posible, aparta de mí esta hora" (Marcos). Esta imagen de un Dios arrodillado que teme la muerte y sufre por lo que es inevitable es de una grandeza impresionante. Lucas dice que su sudor "se volvió como gotas de sangre que bajaban hasta la tierra". Mateo y Marcos coinciden en que estaba triste y angustiado. Mientras tanto sus discípulos en lugar de orar a su lado, duermen (Lucas, Mateo). Y cuando vieron cómo lo hacían prisionero, su reacción fue abandonarlo y huir (Marcos).
Es conducido a la casa del sumo sacerdote, donde según el testimonio unánime de los cuatro evangelistas, Pedro, efectivamente, negó por tres veces que lo conociera. "No conozco a este tipo", dijo exactamente. Marcos puntualiza que reforzó su negación con muestras de ira no exenta de palabras gruesas. A continuación fue llevado ante Pilatos, que lo condena a muerte con su gesto de lavarse las manos. Fue crucificado en un lugar llamado Gólgota, que quiere decir La Calavera, entre los escarnios incluso de un criminal crucificado a su lado (Lucas). Murió en torno a la hora nona, tras exclamar con voz potente: "Eloí, Eloí, ¿lema sabactani?", Es decir, "¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?" (Mateo, Marcos). Esta es la hora más importante de su vida y la más grave del Evangelio. Es el momento que parece cerrar su estancia entre los hombres, pero su despedida tiene la apariencia de una duda blasfema. Nos cuesta entender lo que está aconteciendo.Cuando Benedicto XVI visitó Auschwitz se preguntó dónde se encontraba Dios mientras las grandes masacres del siglo XX estaban desangrando a la humanidad. "¿Por qué, Señor, permaneciste callado? ¿Cómo pudiste tolerar todo esto?". Algunos católicos consideraron estas preguntas desafortunadas, sin darse cuenta de que ya están presentes en el Calvario, donde el Hijo de Dios se siente abandonado por su Padre, cuyo reino ha venido a anunciar.
Respecto a la resurrección, lo mínimo que se puede decir es que, de tan discreta, fue recibida por los seguidores de Jesús con reticencia. María Magdalena se encontró la puerta del sepulcro removida y por Marcos sabemos que sintió tanto miedo que tardó en transmitir a los discípulos lo que había visto. Cuando lo hizo, éstos no la creyeron. Según Lucas, incluso tomaron sus palabras como un delirio. Mateo, con una frase que parece una autoinculpación, se limita a decir que "algunos dudaron". Añade Lucas que antes que a sus discípulos directos, Jesús se presentó como si fuera un caminante a dos discípulos un poco marginales que iban camino de Emaús y se puso a caminar con ellos. A pesar de su proximidad y del diálogo que mantuvieron, tardaron mucho en reconocerlo. Cuando finalmente se presentó entre los once, les reprochó su incredulidad (Marcos), pero ellos lo recibieron asustados y con miedo, creyendo contemplar un fantasma (Lucas). Sólo creyeron en él cuando les pidió algo de comer. Juan afirma que Tomás era el más escéptico. "Si no veo en sus manos las señales de los Clavos y no meto mi dedo en el agujero de los Clavos y mi mano en su costado, no creeré", decía.
De acuerdo con Juan, en una de sus apariciones mantuvo el siguiente diálogo con Pedro: - Simón, Hijo de Juan, me amas (
agapas me) más que éstos? - Sí, Señor, tú sabes (
oidas: es el mismo verbo que empleó para negar que lo conociera en casa del sumo sacerdote) que te quiero (
philo se). - Apacienta mis corderos. Simón, hijo de Juan, ¿me amas (
agapas me)? - Sí, Señor, tú sabes (
oidas) que te quiero (
philo se). - Apacienta mis ovejas. Simón, hijo de Juan, ¿me amas (
phileis me)? - Señor, tú lo sabes todo (
oidas). Ya lo sabes que te quiero. - Apacienta mis ovejas.
El verbo de las dos primeras preguntas de Jesús es "
agapáô". El de la tercera es "
philéô", que es el mismo que ha empleado Pedro en todas sus respuestas. Finalmente parece que Jesús se conforma con recibir de Pedro el amor que éste le puede dar. Es bien singular este Dios que ama incondicionalmente a los hombres y se contenta con ser correspondido con el frágil amor humano. Tan singular, que el polemista pagano Celso desconfía de él. ¿No es imperfecto, se pregunta, un Dios con esta demanda de amor? Pero quizá el genio del cristianismo radica precisamente en la sospecha de que el amor, la fidelidad y la felicidad tienen una problemática vida en común y por eso nos remite a un amor, una fidelidad y a una felicidad que son fruto del deseo, sí, sin duda, pero por encima de todo, de la esperanza. Pero resulta que esa esperanza que tanto necesitamos para amar y ser amados es, precisamente, lo que más nos cuesta mantener, como el mismo texto del Evangelio se encarga de poner de manifiesto. Cuanto más aumenta nuestra perplejidad más comprendemos que quien no entiende el pecado no ama a los hombres. Por eso nada hay menos cristiano que el fanatismo.