Había en mi pueblo un orate pacífico y estrambótico. Un día salió a la calle con un ojo cerrado y le explicaba a quienquiera que le preguntase por los motivos de su conducta, que obraba así porque era inteligente. Tras observar meticulosamente el proceso de envejecimiento de los humanos, había descubierto que todo en el cuerpo se desgasta con el uso. Por lo tanto si algo dejaba de usarse, se mantendría en buen estado. Por eso había decidido no desgastar un ojo llevándolo cerrado y así ahorrar vista para la vejez.
Yo lo recuerdo bien porque a mi, que era un niño que acababa de hacer la primera comunión, a escondidas de hablaba, con aire confabulador, de la mandrágora. Yo no sabía nada de esta planta mitológica y él me iba informando de sus propiedades poco y a media voz, dándome a entender que sus poderes eran enormes pues sus raíces no eran vegetales sino medio humanas: tenían forma de un hombrecillo capaz de hablar y revelar misterios. Podía, por ejemplo, adivinar dónde había enterrado un tesoro del tiempo de los moros. A mí todo esto me provocaba una inquietud extraña. Por una parte sentía la emoción de saber que estábamos tratando de cosas que los demás ignoraban y que debían ser tratadas con sigilo y discreción. Esto me hacía sentirme muy importante, como si caminara bastante por delante de los demás. Pero había algo que me inquietaba y que el orate -no diré su nombre- se negaba a aclararme. Para arrancar la mandrágora era imprescindible contar con mi perro. Pero, ¿por qué? ¿por qué había algo que sólo mi perro podía hacer? Como no me lo aclaró, no se le cedí y ahí se acabó nuestra intromisión en el mundo de lo misterioso.
Mucho más tarde descubrí que la mandrágora, al sentirse arrancada del suelo da tales gritos que vuelve loco a todo el que está cerca de ella. Por eso el orate necesitaba un perro. Este descubrimiento me dejó confuso y vagamente culpable, porque aquel perro mío de repente perdió el juicio. Cazaba gallinas de los corrales como si fuer aun zorro y se las iba a comer a la iglesia, a los pies del altar de San Antón. Por eso acabó siendo sacrificado.